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ОглавлениеCapítulo 3
Dándose cuenta de su terror, comenzó a reír
A la mañana siguiente, Libero hizo saltar de la cama a Giulia, cuando se tropezó con la alfombra del corredor. Y así, él y su tía se encontraron preparando el desayuno antes que los demás se despertaran. Cuando el aroma del café inundó su habitación, Carlo también se sumó y, junto a su esposa, empezó a contar lo que le estaba sucediendo a Elio.
—No tengan miedo —los tranquilizó el muchacho—. Esta experiencia fuera de casa o ayudará ¡y además mamá ya preparó un plan de ataque!
En la estación, Giulia no hacía más que dar recomendaciones a los hijos, para que se portaran bien en la casa de la tía.
Gaia no podía más de la emoción y la curiosidad mientras, como de costumbre, se veía a la legua que Elio había sido arrastrado a esa historia. Arrastraba la pesada valija de Gaia porque Libero lo había obligado. «Las señoritas no levantan peso!». Ese primo ya lo había cansado.
Libero, en jeans y camiseta, tenía puesto también un gorro amarillo ocre de defensa civil, que a los primos les parecía fuera de lugar, y cargaba el resto del equipaje como si fueran valijas vacías.
El tren dejó la estación con perfecta puntualidad. En el compartimento estaban ellos tres solos. Libero acomodó las valijas en el portaequipaje y propuso:
—Ven, Gaia, vamos al vagón restaurante a comer un segundo desayuno. Llegaremos tarde a la granja y deberán tener fuerzas. Elio cuidará las valijas, vas a ver que nadie se va a acercar a nuestras cosas. ¡Cualquier cosa, gruñe! —dijo dirigiéndole una sonrisa al primo—. Y si no tienes cara larga, te traeremos algo de comer también a ti…
Los dos primos se fueron para alivio de Elio, que estaba deseoso de quedarse solo.
Miraba fijo el paisaje siempre igual. Habían apenas salido de la zona industrial y finalmente se veían las primeras tierras de cultivo, y después campo y más campo y colinas y más colinas y más campo.
De pronto, reflejado en el vidrio de la ventanilla, vio a un señor sentado en el asiento de la fila al lado de la suya, del otro lado del corredor.
¿Cuándo había entrado en el compartimento? No había oído la puerta abrirse.
El sujeto estaba vestido de negro y usaba unos extraños anteojos. Estaba leyendo un libro encuadernado en cuero negro y con las páginas de papel cebolla, que parecía tener cientos de años. Usaba un sombrero de ala ancha que le cubría el rostro y, es necesario decir, causaba inquietud.
Elio no se volteó, siguió vigilando el reflejo sobre el vidrio. Le daba miedo estar ahí solo con ese hombre. Ahora le habría gustado que el primo, grande y fuerte, volviera rápido, pero no había señales ni de él ni de Gaia.
En tanto, el sujeto continuaba leyendo. Se interrumpía solo de tanto en tanto para mirar un viejo reloj que sacaba del bolsillo del chaleco que tenía debajo del traje con una elegancia de otros tiempos.
Esto hacía que Elio se pusiera más nervioso y se preguntara qué estaba esperando. Seguramente era algo importante porque seguía mirando el reloj todo el tiempo.
Entonces, de golpe, el hombre, luego de haber mirado el reloj por enésima vez, cerró el libro y se agachó para tomar algo de una bolsa negra que tenía apoyada en el suelo y sostenida entre las piernas. Los pantalones levemente alzados mostraban los tobillos negros de las extrañas medias que parecían de cuero.
Elio no lograba contener su inquietud y comenzó a temblar. Entonces, el sujeto, como dándose cuenta de su terror, empezó a reír mientras seguía rebuscando en la bolsa. Era una risa profunda y lúgubre que resonaba en sus oídos. Para no oírla más, se tapó las orejas con las manos. Cerró los ojos para no ver en el vidrio el reflejo de aquel hombre y en su interior rogó: «Que regrese Libero, que regrese Libero».
La puerta del compartimiento se abrió con un golpe seco.
—¿Qué haces, Elio? ¿No te habrás traído una otitis, verdad? ¡A ver si nos matas a todos, pobres campesinos, con esos virus para gente de la ciudad!
Elio se sobresaltó y, luego, al reconocer la voz bromista del primo, se volteó y vio que un sonriente Libero estaba en la puerta con una bolsa y una bebida en la mano. Detrás de él, Gaia hincaba los dientes en un enorme croissant.
Del sujeto, ningún rastro. Desapareció tal como había aparecido. Desaparecidos él, su libro, su reloj y su bolsa.
Libero se sentó al lado de él, le pasó un croissant y se dio cuenta de que temblaba.
—¿Pasó algo? —le preguntó.
—Creo que estoy un poco mareado por el tren —mintió Elio.
Gaia entendió que su hermano estaba sufriendo una de sus crisis y se propuso hablar con Libero en secreto.
El resto del viaje fue tranquilo. Libero describió la fiesta de la cosecha que iba a tener lugar dentro de poco y en la que participaban los pueblos vecinos. Se iba a hacer al aire libre con bailes tradicionales, como la taranta, y también con bailes más modernos.
Elio miraba a la hermana y al primo y se preguntaba cómo habían hecho esos dos para sintonizarse tan rápidamente en el mismo canal. Pero estaba feliz de no viajar solo; todos esos sucesos extraños empezaban a preocuparlo. ¿Era víctima de un complot o debía empezar a dudar de su integridad mental?
Libero se agitó, era hora de preparase para bajar, había visto por la ventana la casa de la señora Gina, que había tomado como punto de referencia. El tren se detuvo, él cargó todas las valijas mientras Gaia abría la puerta del vagón y se lanzó. Estaba agitado como quienes, como él, viajaban muy poco.
Los habitantes del lugar le decían estación, pero era solo una parada. Las únicas comodidades era una marquesina con el techo agujereado y una máquina automática para comprar los billetes, siempre rota, que decía a toda persona que pasara: «Esté alerta: la estación no está vigilada, puede sufrir un robo».
Liber suspiró hondo y dijo:
—Ahora respiró hondo. Bienvenidos a Campoverde.
—Ya siento el perfume de los campos —notó Gaia—. ¿No, Elio?
Elio no advertía la diferencia con la ciudad y se encogió de hombros.
—Elio, tú toma la valija de Gaia; yo llevo el resto —ordenó Libero.
A Gaia esta actitud de caballero, que en otros casos la habría fastidiado, hecha con esa naturalidad, la divertía. Y se prestaba al juego. Tal vez, su evaluación inicial del primo había sido apresurada. No era tan tonto…
Gaia y Libero pasaron delante de la máquina habladora que por enésima vez repitió la misma frase y, sonriendo, se dirigieron al paso subterráneo.
Elio tuvo que aferrar con las dos manos la enorme valija de Gaia para descender las escaleras del paso subterráneo y, de nuevo, para volver a subir. Esto lo dejó agotado.
Al llegar a los últimos escalones, usó todas sus fuerzas, convencido de que la tía lo estaba esperando con el auto.
Fuera de la estación, lo esperaba el estacionamiento vacío. Libero, con la prima a su lado, se dirigió hacia la izquierda por una larga calle estrecha y asfaltada lo mejor posible. Dos canales de agua separaban la calzada de los campos de maíz, de un lado, y los de trigo, del otro.
Elio, desesperado, mientras recuperaba el aliento, les gritó que se detuvieran. La hermana se volteó extrañada. Hacía años que no oía a su hermano hablar en voz alta, mucho menos gritar.
—¿Dónde está el auto de la tía? —preguntó Elio.
—Ah, me olvidaba, me llamó antes, dijo que no podía venir a buscarnos porque Camilla, nuestra vaca, está por parir de un momento a otro y no puede alejarse.
—¿Camilla, parir? ¿Cómo hacemos? —preguntó Elio jadeando.
—Quédate tranquilo, son solo cuatro kilómetros y ya llegamos a la granja —agregó Libero en tono tranquilizador.
—¿Cuatro kilómetros? —fueron las últimas palabras de Elio.
—¡Vamos, arriba el ánimo! ¡La valija de tu hermana hasta tiene rueditas! —se burló Libero y, tras decir esto, retomó el camino.
A lo lejos se empezaban a vislumbrar las primeras casas del pueblo.
—¡Ahí está! Esta casa con el cerezo es nuestra granja.
Libero indicó una casa rústica de color rojo veneciano con postigos verdes. Tenía un jardín delantero bellísimo muy cuidado y, en la parte de atrás, estaba el establo y las sogas para tender la ropa. Más allá, se extendían los campos.
—¡Mamá, llegamos! —gritó Libero, que soltó las valijas en el caminito y fue corriendo al establo.
La tía Ida salió a la puerta de la casa.
—¡Mis sobrinitos! —gritó de alegría.
Gaia le tiró los brazos al cuello. Elio se acercó agitado y le dio, por educación, un beso en las mejillas.
Ida había superado hacía poco los cincuenta años, pero su belleza aún no se había marchitado aun cuando ella no hiciera nada para resaltarla. Era delgada y de altura, bien proporcionada, y sus brazos y piernas tenían músculos marcados y fuertes que serían la envida de cualquier atleta. La dura vida de la granja era su entrenamiento diario. Su cabello era rubio y lo tenía recogido en una cola de caballo. La piel del rostro era clara y sus bellísimos ojos eran verdes, como los del sobrino
Mientras, Libero volvía del establo gritando con alegría.
—¡Camila tuvo una hembra! ¡Más leche en el futuro!
La tía los invitó a entrar. La mesa estaba preparada y en el aire se sentía el buen aroma del almuerzo listo. Los chicos comieron con hambre. Gaia no paraba de contarle a la tía las emociones del viaje.
Después de almorzar, Gaia ayudó a la tía a ordenar la cocina, mientras Libero arrastró a Elio en un paseo por la granja pidiéndole, en realidad, ordenándole que lo ayudara en cada tarea.
Por la noche, la tía les explicó que iban a dormir en la sala, en el diván cama, hasta que arreglaran la buhardilla que sería su habitación por el verano.
Gaia se lanzó por las escaleras detrás de la tía para verla. Elio, en cambio, estaba trastornado por la enésima mala noticia.
Subieron hasta el primer piso, donde estaban las habitaciones de la tía, de Libero y de Ercole, el más chico, que estaba de campamento con los scouts. Ida le indicó la escalerita de madera que llevaba a la buhardilla. Ella no iba a subir, estaba cansada de subir y bajar; había ido varias veces en el día para abrir las ventanas y ventilar.
Mientras tanto, la tía se fue a su habitación para llamar por teléfono en secreto a su cuñada Giulia. Quería ponerla al tanto de la llegada de sus hijos.
Giulia no dejó que el teléfono sonara más de dos veces.
—Hola, querida, ¿cómo estás? —le preguntó Ida.
—Bien, pero cuéntame cómo fue todo.
—Logró llegar de la estación caminando desde la estación sin desmayarse. Pensaba que lo iba a estar esperando con el auto, como excusa Libero le dijo que la vaca Camila tenía parir —reía Ida.
—¡Me habría gustado verlo sudado!
—Después de almorzar… —comenzó a decir Ida, pero Giulia la interrumpió.
—¿Comió algo?
—Sí, liquidó el primer plato y la carne.
—¡Guau! En casa, apenas le da un mordisco a un sándwich.
—Es difícil, no habla —dijo Ida—. Pero vas a ver que vamos a lograr que se recupere un poquito.
En el fondo, se oía que Carlo preguntaba y reía.
—Hice desaparecer el televisor y los videojuegos. Si tiene que ser un tratamiento para caballos, así será.
Elio, despatarrado en el diván, no podía mover ni un músculo. Hacía años que nos e movía tanto.
En la escuela, con una excusa u otra, se las ingeniaba para saltar la hora de gimnasia.
—Elio, vamos, corre a llamar a tu hermana. Necesito ayuda para preparar la cena.
Elio no creía lo que oía. Levantarse le parecía imposible.
Pero la tía, con tono de general que no admitía negativas, intimó:
—Elio, ¿me oíste?
—Voy —respondió y con un agotamiento de funeral fue hacia las escaleras.
Se detuvo al pie y comenzó a llamarla para que bajara.
Gaia, no obstante los gritos del hermano, no respondía.
Aún más afligido, subió. La semioscuridad que provenía de la buhardilla le daba ansiedad. Un escalón tras otro, el trayecto le parecía infinito. Llegó con la cabeza apenas bajo el hueco rectangular y comenzó a llamarla de nuevo. Una vez más, obtuvo silencio como respuesta. Reunió fuerzas y afrontó los últimos escalones. Desde arriba, algo le aferró el brazo.
Elio se quedó inmóvil, con los ojos cerrados. El terror se dibujó en su rostro.
—¡Te atrapé! —exclamó Gaia, que vio al hermano en ese estado.
—¡Quítate, estúpida! Me hiciste preocupar. Podrías haberme respondido.
Gaia no hizo caso de la provocación. Todo lo que había encontrado le causaba curiosidad.
—Esta buhardilla está llena de cosas raras. Ven, mira esto…
Elio terminó de subir y siguió a la hermana, que estaba hojeando fotos viejas.
—Mira qué cómico —le dijo pasándoselas.
—¿Qué tiene de cómico? —preguntó Elio.
—¿Cómo qué tiene? —preguntó Gaia—. ¿NO lo reconoces?
—¿A quién? —volvió a preguntar Elio.
—¡A papá! —exclamó Gaia.
—¿Papá? Tienes razón. Así vestido, no lo había reconocido. Se parece un poco a Libero. ¡Está vestido de la misma manera!
Después de tanto tiempo, finalmente, se le escapó una sonrisa. Gaia, mientras tanto, exploraba con curiosidad otras fotos.
—¿Viste esta? Parece Libero cuando era chico. Está tan serio y ceñudo que casi no se lo reconoce. —En la foto se veía un niño, débil, con la mirada fija en el vacío, pálido e inexpresivo—. Parece que fue abducido por extraterrestres —comentó Gaia.
La imagen lo mostraba en el jardín, con autitos en las manos. Había sido tomada mientras oscurecía, con el atardecer a sus espaldas. Al lado de su larga sombra había otra, pero el niño estaba solo en la foto.
Elio la miró fijo y dijo preocupado:
—¿Ves esta sombra?
—¿Cuál?
Elio comenzaba a agitarse.
—Esta, ¿no la ves? Esta que no corresponde a ningún cuerpo —dijo indicándola.
—¿Esta? Te equivocas: es del árbol. —Aunque la perspectiva no la convencía, Gaia intentó tranquilizarlo.
Elio no quería parecer loco y, para evitar volver sobre el tema, afrontó el motivo por el que había ido.
—Debemos bajar. La tía me había mandado a llamarte. Necesita ayuda con la cena.
—¿Tú te quedas aquí? —preguntó Gaia saltando como un grillo y dirigiéndose a la escalera.
Elio pensó que ni en sueños se habría quedado ahí solo.
—No, bajo contigo —respondió.
Gaia encontró a la tía atareada con la cena y comenzó a ayudarla.
Elio estaba por arrojarse en el diván cuando llegó la voz de Ida.
—¿Qué haces? Vamos, arriba, ven a ayudar. Aún no es hora de descansar. Pon la mesa.
—¿Dónde está Libero? —preguntó Gaia.
—Seguramente está terminando de cerrar el establo —respondió Ida—. Elio, si terminaste, ¿por qué no vas a buscarlo?
—Voy yo —se ofreció Gaia con alegría.
—No, a ti te necesito aquí. Deja que vaya a tu hermano.
—Sí —respondió Elio exhausto. Extrañamente sentía un hambre feroz.
Tras cruzar la puerta de entrada, miró alrededor para tratar de ubicar al primo. Estaba en los campos, sentado sobre el tractor y mirando al cielo.
Elio se acercó gritando. Parecía es ese día todos había perdido el oído porque también él, como Gaia antes, no le respondía.
—Esperemos que sea contagioso, así pierdo yo también el oído y puedo quedarme recostado sin responderle a nadie —reflexionaba Elio.
Debió llegar hasta la mitad para obtener una respuesta.
—¿Por qué gritas? —preguntó Libero.
—Debes entrar, es hora de cenar —respondió Elio.
—Sube —lo invitó como si no oyera lo que le decía.
—¿Yo, ahí arriba?
—Sí, sube. Te muestro algo.
Elio subió. Libero se hizo a un lado y se sentaron juntos.
—¡Mira qué maravilla! —exclamó Libero indicando el cielo—. Piensa que hace algunos años no podía verlo.
—¿Qué? —preguntó Elio tratando de ver no sé qué cosa extraña.
—El cielo —repitió.
—¿El cielo?
—Sí, el cielo. Es bellísimo, pero suele pasar que, durante mucho tiempo de nuestra vida, no alzamos la cabeza para mirarlo, y no quiero decir mirarlo para ver cómo está el tiempo, sino admirarlo en silencio, como se hace con el mar, que estando en una posición más favorable a los ojos, se parecía con más frecuencia. ¿Tú te detienes a mirarlo?
—No.
—Deberías. Te carga de energía y pone muchas cosas en perspectiva.
Elio se sorprendió por semejante profundidad en el primo y permaneció en silencio con él por un momento para admirarlo.
Del blanco enceguecedor hasta los matices del humo, las nubes estaban suspendidas entre dos franjas de cielo; un cielo plomizo por debajo de ellas, turquesa por arriba mixto en los reverberos ocres de un sol ya casi en el ocaso que las alumbraba mostrando toda sus cimas doradas y dando de la sensación de ser la luz de otro mundo que está allí para iluminar una vida que se desarrollaba sobre ellas. Densas, como claras batidas a nieve, las blancas; garabateadas como en el desahogo pictóricos de una criatura de tres años, las grises.
Entre todas, se distinguía una, con forma de unicornio, que se recortaba oscura en el fondo blanco como si el animal gris corriera sobre las blancas praderas del cielo. Exactamente como en un fresco de Tiepolo, este cielorraso natural desfondado tendía al infinito que había más allá de lo visible, al misterio que hace sentir que nuestras almas son pequeñas y al mismo tiempo eternas.
Libero de repente bajó del tractor de un salto.
—Ahora tengo hambre —dijo riendo en voz alta—. ¿Y tú, Elio?
—Sí.
—Entonces, salta y vamos a comer, tal vez la próxima te llevo a dar una vuelta con el tractor.
Y se dirigió hacia la casa.
Elio no perdió tiempo y lo siguió. El hambre volvía a hacerse sentir.
Capítulo 4
Como un mal augurio, murmuraba palabras en una lengua desconocida
Elio se levantó muy temprano. Era inevitable ceder a la tía que lo llamaba con insistencia. Afuera apenas amanecía. Miró el cielo que clareaba y volvió a pensar por un momento en el ocaso del día anterior, en la sensación de paz que tuvo en esos instantes, pero duró poco. Sus orejas comenzaron a silbar, un silbido sordo, punzante, que le cortaba el alma y lo hacía precipitarse nuevamente en su fría realdad.
Elio se arrastró aún en pijama hasta la cocina, esperando despertarse un poco con el desayuno.
La tía, el primo y su hermana ya estaban vestidos y peinados como si fueran las ocho, ¡y eran las cinco y media! Había un cierto aire de fiesta. Su primo Ercole estaba por volver del campamento de los scouts. Ida estaba entusiasmada por el regreso del hijo, que se había ausentado por cinco días. Siempre se preocupaba cuando sus hijos no estaban en casa, por el accidente que había sufrido Libero cuando era pequeño, y no quería perderlos nunca de vista.
La sargenta Ida, apenas avistado el insubordinado Elio, lo echó inmediatamente de la cocina para que fuera a lavarse y arreglarse.
Ida era una mujer fuerte, con un temple obtenido por las vicisitudes de la vida. Después de la muerte del marido y el problema con el hijo, debió adaptarse a un estilo de vida completamente distinto al de la ciudad, que había marcado su vida en los primeros años de matrimonio.
Dura y decidida, se había tomado a pecho ese nuevo desafío. Más de una vez se había hallado sola llorando de desesperación, pero no se dejó vencer.
Su aire de generala no debía engañar, por dentro era blanda como el corazón de un soufflé.
Poco después, Elio regresó vestido y casi en orden, aunque su humor era negro y aún tenía hambre.
Se sentía el perfume de la leche con chocolate, pero sobretodo de los gigantes bizcochos que la tía había hecho el día anterior, que aún perduraba en el aire.
Eran enormes trenzas lacteadas amasadas con diferentes aromas: a la canela, al anís y, para que no faltase nada, sus preferías al sésamo.
Su hermana y Libero ya las estaban mojando en la leche.
Libero le preguntó:
—¿Sabes quién regresa hoy?
Elio se sorprendió por la pregunta.
—¿Quién? —respondió.
—¡Ercole, mi hermanito!
Elio no dijo nada, pero se había olvidado completamente del primo de su misma edad.
—¿De dónde? —preguntó, como si no hubieran hablado de eso el día anterior.
—¿Cómo de dónde? —respondió Gaia—. Lo dijo ayer la tía.
—Vuelve del campamento de los scouts —dijo Libero sonriendo.
—Hoy les espera la buhardilla —sugirió la tía con un tono que no admitía réplicas—. Muévete, Elio, termina el desayuno y ponte a trabajar. Gaia irá a ayudarte luego, ahora la necesito para un encargo.
Elio terminó la leche de un sorbo pensando con alivio que por un tiempo estaría solo y tranquilo en la buhardilla. Disfrutaba de la idea de ponerse los auriculares de su amado reproductor de mp3.
Lo buscó sin éxito, luego volvió a la cocina y preguntó:
—¿Alguno vio mi reproductor?
—Desafortunadamente, ayer fue víctima de un accidente. Lo habías dejado sobre el diván y, cuando lo abrí para prepararles la cama, terminó encastrado en el medio del mecanismo de extracción de la red… No quedó demasiado, pero te guardé la tarjeta de memoria —contó la tía y, tomándola de un plato decorativo apoyado sobre el mueble, y se la entregó.
El día había empezado mal, pensó el chico y subió la escalerita que llevaba a la buhardilla con la lentitud que lo caracterizaba y prendió la luz.
Había cosas apiladas por todos lados. Tenían que limpiar y crear un espacio donde preparar las camas, demasiado cansancio de solo de pensarlo. Así que decidió abrir la gran ventana central, para que entrara el aire y la luz, y luego sentarse en algún lugar a holgazanear mientras esperaba a Gaia.
Sus ojos vieron algo que lo impresionaron, un libro sobre una vieja caja de madera, como el que leía el extraño señor que había entrado en el compartimiento.
Verdaderamente, una extraña coincidencia. No era un best-seller de moda, y eso lo inquietó. De repente, se apagó la luz, y Elio empezó a oír la extraña voz que, como un mal augurio, murmuraba palabras en una lengua desconocida para sus oídos.
Aun sabiendo que no era posible, sintió terror de que ese hombre estuviera ahí, con él, en la oscuridad. Buscó el interruptor de la luz, pero no logró volver a encenderla, debía haberse quemado la lámpara. Un miedo profundo se apoderó de él. La voz era cada vez más fuerte, la sentía resonar dentro de su cabeza. Trató de llegar a la ventana a tientas, arrastrando los objetos que encontraba a su paso.
Al llegar a la manija, no logró abrirla. Entonces, fuera de sí, empezó a golpearla con los puños con la esperanza de poder desbloquearla.
Temblaba y lo recorría un sudor frío.
De repente, se encendió la luz. Elio se dio vuelta de golpe, quería gritar, pero la voz se le había quedado en la garganta.
Vio a Gaia.
—Elio, ¿estás bien? ¿Qué es todo ese ruido? ¿Te lastimaste?
El chico, blanco como un papel, tenía la mirada desorbitada y temblorosa.
Gaia lo abrazó fuerte, preocupada, y le susurró:
—¿Está todo bien? Te sucedió otra vez, ¿no? Esa cosa extraña que te envuelve en confusión…
Elio no respondía ni le devolvía el abrazo. Todavía estaba muy lejos, atrapado en sus pensamientos, y no lograba sentir el calor de ese abrazo, como si fuera de piedra.
Lentamente, el abrazo se disolvió. Elio comenzaba a volver en sí.
Lo primero que hizo fue voltearse para controlar si este extraño manuscrito estaba verdaderamente allí donde lo había visto, o si solo se lo había imaginado.
Por desgracia, aún estaba allí. Su mirada se volvió gélida.
Gaia, habiendo notado toda la escena, se acercó para tomarlo, para ver si realmente era el motivo de la inquietud del hermano. Se interpuso entre la mirada de Elio y el libro.
Sí, estaba mirando ahí. Se giró, lo tomó y, encarándolo con el libro en la mano, le preguntó:
¿Es esto lo que te inquieta tanto? —Elio se mantuvo en silencio—. Háblame, Elio. No puedo ayudarte si te obstinas a no hablar.
—El tren —susurró Elio.
—El tren, ¿qué quiere decir «el tren»?
—En el tren vi una copia de ese libro.?
—¿Y eso qué tiene de extraño?
—Lo tenía un sujeto extraño que estaba sentado en la fila al lado de la mía, mientras ustedes estaban en el vagón restaurante.
—Muchas personas leen mientras viajan.
—Pero no es un libro común, ¿no lo ves? —Elio se agitó.
Efectivamente, Gaia había notado la particularidad de la tapa del libro y se asombró aún más cuando lo abrió.
Estaba escrito en una lengua que le resultaba desconocida; las imágenes, todas en blanco y negro, ilustraban personajes extraños en un marco de bosques y lunas llenas. Muchas de esas figuras eran, como mínimo, angustiantes.
Gaia hizo como si nada, cerró inmediatamente el libro y lo lanzó en un rincón, tratando de simular indiferencia.
—Vamos, es solo una coincidencia, y ese es solo un libro viejo.
Elio ya se había hundido nuevamente en el silencio; sus oídos silbaban otra vez.
La chica trató de distraer al hermano, aunque esas imágenes espectrales no abandonaban su mente.
—Dale, dame una mano. Corramos estas cajas hacia la luz y empecemos a hacer lugar debajo del tragaluz. Quiero poner la cama ahí. Lamentablemente, nos toca dormir en la misma cama, y yo quiero quedarme dormida mirando las estrellas.
Trabajaron toda la mañana con afán. Gaia, con sus charlas, logró distraer a Elio, que, tras lo ocurrido, parecía reaccionar con un poco más de energía.
Pasaron también buena parte de la tarde limpiando, hasta que la tía los invitó a ir a lavarse. Esa noche llegaba Ercole y había que festejar.
Libero había prometido llevarlos a bailar. En el pueblo se hacía la fiesta anual de la cosecha.
Se oyó que desde el exterior llegaba el sonido de la bocina del viejo autobús que dos veces por semana, luego de haber atravesado las diversas poblaciones partiendo desde la ciudad, llegaba al pueblo, Los scouts lo usaban para volver del campamento organizado en Tresentieri, un bosque no muy lejano.
Libero salió disparado y, como era su costumbre, aferró al hermano, que aún tenía en sus hombros una mochila decididamente demasiado grande, y lo hizo volar arrastrándolo hasta la puerta de casa, donde, habiendo escapado de su abrazo, se encontró en el de su madre.
Ercole estaba feliz por esa demostración de afecto, pero le parecía un poco mucho para un ausencia de solo cinco días. Saludó afectuosamente con dos besos en las mejillas a Gaia, que le pareció muy bonita, y reservó un gélido «hola» al primo, a quien consideraba responsable de la desaparición de la televisión y, sobre todo, de sus amados videojuegos.
Ercole tenía la misma edad que Gaia y era la viva imagen del mito de su mismo nombre: alto, musculoso y atlético, era parte del equipo de lucha libre del pueblo.
Tenía cabello negro, rapado en los constados y como un cepillo en el centro, ojos oscuros y piel cetrina, pero este aspecto duro no reflejaba su verdadera naturaleza de persona apacible e incapaz de guardar rencor.
Adelantaron la cena, para tener tiempo para prepararse para la fiesta. Demasiado, tal vez, pero la tía había preparado un banquete y se necesitaba tiempo para hacer correr toda aquella comida por la mesa.
Ya podrían digerir todo durante la fiesta de la cosecha.
Naturalmente, la espera más larga fue a causa de las dos mujeres de la casa. Elio tenía pocas ganas, se sentía listo así como se había vestido para desayunar. Ercole se puso unos jeans y un kilo de gel en el cabello, imposible entender adónde había ido a parar.
Libero fue, entre los hombres, el que invirtió más tiempo. No salió de su habitación hasta que no estuvo listo. Estaba resplandeciente. Tenía puesto un par de pescadores azules con una camisa que los hawaianos habrían considerado excesiva, pero que en él no desentonaba.
Sus ojos brillaban. Era una de las fiestas que más le gustaban.
Una vez que todos estuvieron listos, Elio intentó escapar a ese suplicio, pero fue arrastrado por el entusiasmo de la tía, que estaba casi irreconocible. Tenía puesto un vestido negro con flores y zapatos de taco alto. Se había soltado el cabello y estaba maquillada. Lo tomó del brazo y lo escoltó fuera de la casa.
A lo largo del camino, se podían admirar, además de las clásicas luces y banderitas de colores, las decoraciones que habían realizado quienes se encargaban de la organización de la fiesta ese año.
A los costados de las calles fardos de heno cuadrados, rectangulares, de todas formas y dimensiones, decoraban el pueblo.
En el centro, el monumento a los caídos estaba rodeado por enormes ruedas de paja.
La plaza principal tenía un escenario sobre el cual la banda contratada para tocar acomodaba sus instrumentos.
Alrededor del área de baile, las sillas ya estaban ocupadas por las personas mayores, que conversaban a la espera de disfrutar viendo bailar a la juventud. Ya los más pequeños corrían por la pista imitando a los más grandes que, en poco tiempo, con delicadeza los habrían evitado durante la danza.
La conversación principal esa noche estaba dedicada a la llegada al pueblo de Gaia y Elio, los hijos e Carlo y Giulia. Las personas más grandes recordaban cómo eran cuando vivían en el pueblo.
Como de costumbre, había muchas opiniones encontradas: alguien los recordaba como irresponsables; otra persona como buenas personas, mientras que los antiguos compañeros y compañeras se acordaban de los días que faltaban a la escuela para ir a los campos a jugar y no hacer nada.
Alguien veía en el rostro de Elio el de su padre; alguien en el de Gaia; alguien no veía ninguna semejanza y señalaba a los abuelos como culpables.
Se oían los ruidos de la banda que calentaba los instrumentos. Estaba todo casi listo. El presentador o, mejor dicho, el hombre que cada año se ocupaba de hablar desde el escenario invitó a la autoridades de siempre a subir.
Terminó el discurso y también el agradecimiento a los patrocinadores, ante el absoluto desinterés de las personas presentes, que empezaban a bostezar. Ahora aplaudían con la esperanza de que hubieran terminado y dejaran que la banda empezara a tocar.
Ante el anuncio de que el pseudopresentador abandonaba el palco, partió el más fuerte de los aplausos. El maestro dio un pequeño salto y, con un movimiento de la mano, agitó la batuta, que hizo alzar los trombones que iniciaron la música, seguidos, en tiempo, primero por la batería, luego por los saxos y, por último, por los clarinetes.
El primero en lanzarse a la pista fue Libero, junto a su compañera preferida, con la cual abría el baile todos los años. A diferencia de lo que se pueda pensar a partir de su descripción, Libero era un bailarín magnífico y todas la mujeres del pueblo solían deleitarse dando por lo menos una ronda con él en la pista. Esto era así tanto con las más jóvenes como con las mayores, a quienes él no les hacía sentir la falta de atención. Amaba bailar y lograba transmitir este amor sin interés particular en su compañera de baile.
La pista se llenó. Gaia tenía una cantidad de solicitudes, da las que no se negó.
Elio, por un instante, sintió una extraña sensación; sin que se diera cuenta, su pie había empezado a moverse al ritmo.
La tía, antes de que él pudiera negarse, apenas la danza se hizo más espontánea y bastaba con tomarse de la mano y girar, lo aferró por las manos, que pendían al costado de su cuerpo, y lo hizo bailar en el borde de la pista.
Elio, extrañamente, no se opuso, sintió por un instante el ritmo en su interior, se divirtió y le dolieron las mejillas por esa contorsión extraña que sus músculos faciales no hacían desde hacía años.
Logró pasar de las manos de la tía a las de diversas y curiosas chicas del pueblo que lo miraban divertido.
Terminada la ronda de baile, Elio regresó a su puesto. Sentía que la sangre le irrigaba los músculos. De improviso, volvió el extraño silbido de los oídos, que lo obligó a alejarse de la plaza. La música, que un momento antes lo divertía, se estaba volviendo ensordecedora.
Se dirigió hacia el prado verde al lado de la pequeña iglesia, lleno de viejos tractores expuestos y de niños pequeños que no dejaban de mirarlos y girar alrededor de ellos.
Elio se sentó en un rincón oscuro y se quedó mirándolos.
Todas esas risas le resonaban dentro y le recordaban algo, el eco de una felicidad lejana y sepultada desde hacía tiempo.
Envidió a un niño que fue feliz al encuentro de su padre, que lo tomó de la mano. Un recuerdo sepultado en su mente intentó salir a flote: el calor y el olor de la mano de su padre.
Una punzada de dolor le atravesó las sienes y le impedía pensar. Se tomó la cabeza con las manos. Sentía frío.
—Elio, ¿qué haces aquí solo? ¿Te sientes mal?
La tía, que no lo había perdido de vista, se sentó a su lado. Elio no respondió.
Ida le rodeó los hombros con un brazo y lo atrajo afectuosamente, pero él no sentía el calor. Otra vez estaba en su frío mundo.
Esa noche, ya de regreso en la granja, Gaia no hacía otra cosa que hablar de cuánto se había divertido y de sus nuevas amistades. Durmieron por primera vez en la buhardilla. Habían colocado la cama bajo el tragaluz como deseaba Gaia, que se quedó dormida mirando las estrellas.