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Una larga amistad en los turbulentos años de la Unidad Popular

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María Edy pasa dos noches en la casa de sus amigos y relata en detalle lo que vivió con Jacques. Andrés escucha con calma, aunque sabe que cada minuto que pasa es un minuto más que tendrán los uniformados para encontrarlo. El toque de queda que inició el martes a las seis de la tarde sigue vigente; si van a intentar algo, necesitarán una ventana de tiempo razonable. ¿Podrá resistir Jacques? Andrés implora una respuesta, pero se siente atado de manos. Recuerda con nostalgia la época en que su amigo lo iba a visitar todas las semanas hasta San Bernardo en un viaje que le tomaba dos horas, cuando estuvo enfermo de tuberculosis. Se habían conocido en los años cuarenta cuando él estudiaba Derecho en la Universidad de Chile y su amigo, Agronomía. Juntos hicieron una candidatura de la Falange para la presidencia de la FECh en la que Andrés postuló de presidente y Jacques, de secretario general; no ganaron, pero recibieron un premio de consuelo cuando al preguntar en la facultad de Artes por qué de los treinta votos que les habían prometido solo sacaron cuatro, les contestaron que los alumnos más inteligentes habían votado por ellos. Su amistad siempre se mantuvo, incluso con la escisión de la Democracia Cristiana en 1969 y el nacimiento del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), partido al cual ingresó Jacques y que posteriormente integraría las filas de la Unidad Popular. Lo que vendría después sería duro para él. “Fue muy destructivo y triste para mí ya que el MAPU se forma poco antes del 21 de mayo, fecha en que el Presidente de la República tiene que dar cuenta al país —recordaría el año 2018, al reflexionar sobre la forma en que se desarrollaron los hechos en esos años previos al gobierno de Allende—. Entonces yo era diputado y fui a ver la cuenta de Frei, pero me sentía mal, me sentía incómodo y triste, sentía que había perdido la pertenencia, que ya estaba fuera, que había dejado de ser parte de un lugar donde tenía tantos amigos y que tenía que pensar en nuevas amistades”7.

El ambiente en el Congreso Pleno, ese 21 de mayo, era tenso y existía temor de que más parlamentarios y dirigentes sindicales se fueran al MAPU. Durante el discurso del Presidente, Andrés tuvo la sensación de que, al menos tres veces, Frei Montalva lo miró directamente, mientras entregaba su mensaje político. “Pensé que podía ser una ilusión, una equivocación, porque yo era un simple parlamentario”, recordaría.

Una vez finalizada la sesión del Senado, era costumbre que los diputados y senadores fueran a La Moneda a saludar y expresar su adhesión al mandatario. Pero él decidió restarse. Se fue, inquieto, a caminar por calle Ahumada, para luego sentarse en un café a meditar. Ahí estuvo, absorto, hasta que se dio cuenta de que si había decidido permanecer en la Democracia Cristiana no podía adoptar una actitud infantil; debía ser consecuente y regresar. Volvió a La Moneda —aún pensativo, triste y ausente—, subió hasta el segundo piso y divisó al Presidente, quien al verlo le dirigió una amistosa mirada y se acercó a saludarlo.

—Andrés, tu presencia aquí es lo más importante que me ha pasado en este último tiempo —le dijo mientras lo abrazaba fuertemente—. Para mí es muy importante que hayas venido. Y te voy a decir algo más: cuando yo estaba pronunciando el discurso al país, yo varias veces te miré a ti. Te veía preocupado.

***

Durante la presidencia de Allende, el creciente antagonismo entre la Democracia Cristiana y el oficialismo se acentuó aún más tras el asesinato del democratacristiano y ex ministro del Interior Edmundo Pérez Zujovic, a manos del grupo de ultraizquierda Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP). Este hecho, que sería interpretado como un regalo para quienes perseguían la caída del Presidente8, fue el preámbulo de los días más negros para el futuro de la democracia.

El mismo día del crimen, Andrés se dirigió al Hospital Militar y se encontró de frente con un ministro del gobierno de Allende. Con la emoción del atentado en su corazón, estuvo a punto de decirle una pachotada, pero se detuvo poco antes de hacerlo.

La lucha por la paz —pensaba— debía continuar.

Al día siguiente, hubo una sesión extraordinaria en la Cámara de Diputados. Andrés sintió la necesidad de hablar directamente, y en un tono más humano, con el ministro del Interior, José Tohá.

—Este asesinato es una triste consecuencia de una campaña previa, tolerada por el gobierno, que ha convertido a seres humanos buenos y pacíficos en personas despreciables —le dijo.

Le pareció percibir cierta comprensión del ministro, pero tristemente ya se habían desatado fuerzas oscuras que, en sus palabras, “conducían al abismo”.

Durante aquellos días, Andrés mantuvo una fluida relación con Jacques, que por entonces era ministro de Agricultura, y aprovechaba cada encuentro para manifestarle su preocupación de que tomaran medidas que atentaran contra la legalidad del país. “Nuestra amistad dura toda la vida —le decía—. Pero si entran por la vía violenta vamos a tener que cortar relaciones”. Jacques respondía haciendo referencia a lo que él llamaba la obsesión del Presidente por atenerse a la legalidad y su irrestricto apego a la institucionalidad democrática, lo que sin embargo se contradecía con los constantes llamados de sectores más radicales de izquierda a agudizar la revolución socialista por medio de acciones violentas.

Andrés, férreo opositor al gobierno de Allende, no lo veía todo en blanco o negro y creía que la Unidad Popular había tenido una oportunidad histórica para movilizar al pueblo por grandes ideales. Pero su rechazo, como le ocurriría a muchos democratacristianos, fue aumentando en la medida en que predominaba la falta de entendimiento y la rivalidad entre ambos bloques, expresada en el repudio de la DC a las masivas ocupaciones ilegales de predios agrícolas y sus posteriores expropiaciones amparadas en resquicios legales, al indulto a extremistas que habían sido procesados por actos terroristas y a la postura radical del Partido Socialista, que no descartaba entre sus estrategias para consolidar el poder la lucha armada. Esas diferencias, entre muchas otras, terminarían siendo irreconciliables y derrumbarían los diálogos entre el centro y la izquierda, como bien lo describiría Camilo Escalona: “La izquierda y el centro divididos, antagonizados por su retórica discursiva y un espeso ideologismo que los llevó a enfrentarse sin ningún tipo de contemplaciones, facilitaron o coadyuvaron a la crisis institucional, condición necesaria para el golpe de Estado”9.

En ese contexto, en septiembre de 1972, Andrés escribió:

Cuando la historia analice estos tiempos juzgará a los gobernantes no tanto por los errores, que son muchos, sino más que nada por la oportunidad perdida. Ha sido el empleo de tácticas políticas totalitarias, la utilización del odio en forma masiva, casi científica, lo que ha exacerbado las pasiones en tal medida que hemos llegado a tener una nación destruida espiritualmente; dividida hasta en la escuela o la familia10.

En paralelo, su amigo Chonchol era removido de su cargo luego de intensos ataques en su contra por su liderazgo en la reforma agraria, plasmado en su polémica frase: “La reforma debe implementarse de forma rápida, drástica y masiva”. Eso le ganó en la prensa el apodo de “Atila”; lo acusaban de no respetar el derecho a la propiedad y de implementar una reforma arbitraria que inevitablemente conduciría al país a la ruina económica. Jacques era, según él mismo ha reconocido, uno de los hombres más odiados del gobierno de Allende. No le quedó alternativa: tuvo que dar un paso al costado y se fue a trabajar al Centro de Estudios de la Realidad Nacional.

Un mes después de las cruciales elecciones parlamentarias de marzo de 1973, que culminaron con el fracaso de la oposición en conseguir los dos tercios que necesitaba en el Senado para aprobar la destitución legal del Presidente (abriendo, de este modo, una enorme interrogante respecto a cómo podrían coexistir fuerzas tan antagónicas e intransigentes11), Andrés escribió un nuevo artículo de prensa en el que mantuvo firme su postura, señalando que el gobierno actuaba sin escrúpulos, injuriando y desprestigiando a todos los que no pensaran como ellos. “No se trata ya de la pasión que hemos puesto los chilenos en nuestras disputas, es algo mucho peor, pues se trata del odio y de la infamia utilizados científicamente, con los mismos métodos deleznables que siempre han utilizado las dictaduras12”, escribió.

Pese a ser muy amigo de varios miembros del oficialismo —entre ellos José Tohá y Carlos Altamirano, a quienes conoció cuando era estudiante en la facultad de Derecho de la Universidad de Chile—, era escéptico frente a la idea de que el socialismo se iba a construir no en base a la dictadura, sino que, fundamentalmente, por medio de la solidaridad del pueblo. Respecto de lo cual escribió:

¡Bonita idea! Pero, entonces, nos preguntamos: ¿Pueden crearse una gran solidaridad nacional y una mística de esfuerzo colectivo en un país donde una minoría gobernante utiliza todo su poder para sembrar el odio y aplastar a la enorme mayoría del país que no es marxista? Más aún: ¿Puede crearse una mística de esfuerzo en un país donde prolifera una burocracia oficialista que asienta su poder en el odio al que tiene algo y que, sin embargo, salvo las excepciones, no da ningún testimonio personal de sacrificio, y se enriquece, viaja al extranjero, adquiere automóviles y compra casas de veraneo?13.

En los meses previos al 11 de septiembre, marcados por un fallido golpe de Estado liderado por el coronel Roberto Souper y sofocado por el comandante en jefe del Ejército, Carlos Prats (quien luego, ante la falta de apoyo interno, renunciaría a su cargo, eliminándose el último obstáculo para las fuerzas golpistas), Andrés fue testigo de la profunda polarización que permeaba todos los ámbitos de la vida. Era, en sus palabras, una situación insoportable: el comunismo se había transformado en el símbolo de la maldad, en la Cámara de Diputados nadie se escuchaba, abundaban los atentados y acciones violentas de los grupos de ultraderecha y el país, en suma, estaba que ardía… solo faltaba una chispa. Él responsabilizaba principalmente a la Unidad Popular, a la que acusaba de haber sembrado odio y totalitarismo con el objetivo de conquistar la adhesión del pueblo y, de paso, transformar a Chile “en un ring”14.

El 5 de junio, durante la votación por la acusación constitucional contra el intendente de Valparaíso, Carlos González, Andrés dirigió sus críticas a los periódicos que hacían circular el Partido Socialista y la Izquierda Cristiana, ambas expresiones de la campaña de odio a la que constantemente había aludido en sus intervenciones en el Congreso.

—Ellos se pueden encontrar en cualquier quiosco de Santiago —afirmó—. Uno, dice: hay que aplastar a los enemigos del pueblo, a hoja completa, y el otro expresa: para evitar la guerra civil hay que aplastar a la reacción. Este es un sistema totalitario y dictatorial que no está de acuerdo con la tradición nacional, porque jamás las mayorías pueden aplastar a las minorías, pero menos todavía las minorías pueden aplastar a las mayorías15.

Las tácticas oficialistas le suscitaban animadversión, pero rechazaba, al mismo tiempo, la forma en que el Golpe se palpaba en el Congreso, por medio de conversaciones informales con personeros de derecha y con algunos miembros de la Democracia Cristiana. ¿Es que acaso no había otra forma de encauzar el conflicto? ¿Es que no era evidente que un golpe militar traería trágicas consecuencias para el país? Motivado por la sencillez y claridad de sus principios, decidió escribir un artículo que lo distanciaría de la vía violenta y que marcaría públicamente una postura —orientada a aminorar el odio y la polarización— que se mantendría invariable a lo largo de su vida. El título de la columna habla por sí mismo: Solo con métodos democráticos salvaremos la democracia, publicada en el diario La Tercera de la Hora el 6 de julio de 1973, dos meses antes del Golpe. Ahí se dirigió fundamentalmente a la oposición y sobre todo a aquellos que, cansados de los vejámenes y abusos, comenzaban a pensar en cualquier tipo de soluciones, incluyendo el derrocamiento del gobierno. Ahí marcó un quiebre con la retórica de un sector de la oposición que, más que buscar una salida pacífica y un entendimiento con el gobierno —al cual negaba su legitimidad—, ya estaba resignado a una solución violenta. Ahí, también, marcó una clara distancia con la posición más conservadora e intransigente que predominaba en su partido. Él entendió que no era momento de echarle más leña al fuego, sino de buscar a como diera lugar la forma de preservar la democracia.

Eran días en que primaba la irracionalidad intelectual, plasmada en discursos de ideólogos que torcían el sentido profundo de lo razonable y lo ético para hacer prevalecer la muerte y la barbarie, logrando influir incluso en las mentes más lúcidas. No era poco común, por ejemplo, escuchar a personas de derecha decir que “alguien tenía que hacer el trabajo sucio” o sentir el atronador grito de la bancada del Partido Nacional que al unísono clamaba “Yakarta, Yakarta, Yakarta”, haciendo alusión a cientos de miles de comunistas muertos durante un golpe militar de derecha en Indonesia.

Tampoco eran poco frecuentes las presiones para que los democratacristianos —cuya envergadura moral y política era significativa— se comprometieran con el enfrentamiento y se lograra, finalmente, la intervención de las Fuerzas Armadas. “Entre los que así piensan están los que creen que mañana podrían perder sus privilegios”16, escribió Andrés.

Las excepciones se contaban con los dedos de las manos. Uno de ellos era el diputado y ex ministro democratacristiano Bernardo Leighton, quien lograba, en las pocas veces que hablaba, generar silencio en la Cámara y concitar respeto entre sus adversarios. Su palabra llamaba a la racionalidad e invocaba la larga trayectoria democrática del país, anunciando grandes dolores para el pueblo si se imponía el predominio de la fuerza. Leighton fue, según recordaría Andrés, un ardiente partidario de promover diálogos y buscar acuerdos racionales que evitaran muertes y sufrimientos.

Frente a ese complejo escenario —en el que las voces dialogantes y pacíficas eran una minoría— la respuesta de Andrés, al igual que la de su amigo Bernardo, fue categórica: “No”. Les dijo no a las soluciones fáciles y a los milagros; les dijo no a los que pensaban que la destrucción y el asesinato de la democracia eran el único camino para, justamente, salvar la democracia. En momentos en que para muchos la idea de un golpe de Estado había abandonado su connotación negativa y se presentaba como la única salida para la crisis, él creía que existía un solo camino para la victoria:

El trabajo de cada día, la justicia de nuestras ideas y soluciones, el testimonio personal, la consecuencia entre lo que se piensa y lo que se hace. Hoy más que nunca hay que trabajar con la verdad. Organizarnos. Entender, por todos, que es hora de defender solo lo esencial que hay en la democracia —que son fundamentalmente valores espirituales— pero jamás privilegios17.

Al final de ese premonitorio artículo, Andrés se refirió a aquellos que decían estar dispuestos a entregar sus vidas por uno u otro bando, y les advirtió, casi con desesperación que no “es hora de muerte, sino de vida. No es hora de aferrarse al pasado, sino de entender por qué hemos llegado a lo que estamos llegando. No es hora de imitar procedimientos deleznables, sino de hacerle saber al pueblo, especialmente sobre la base del testimonio, que hay otros valores, otras verdades”.

Poco después, en un foro organizado por la Universidad de Chile, el senador del Partido Nacional Patricio Phillips se acercó a conversar con él. Quería advertirlo de las consecuencias de sus palabras.

—Tú hablas con demasiada vehemencia contra el Golpe —le dijo, en presencia de su esposa, Mónica—. Cuidado, el Golpe viene con todo. Te pueden hasta matar.

Yo no soy un Quijote

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