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La declaración de los 13 y la instalación de la tiranía
ОглавлениеMás tarde, en la casa del senador Ignacio Palma Vicuña, se escribe el punto final de la única declaración de militantes de la DC contra el Golpe, que comenzó a redactarse el 11 de septiembre en la casa de Bernardo Leighton a pesar de los numerosos llamados de altos dirigentes del partido para evitarlo. Además del rechazo sin ambigüedades a la intervención de las FF.AA., los firmantes expresan sus respetos hacia el sacrificio del Presidente Allende y reconocen que las responsabilidades de la tragedia son compartidas, tanto por la oposición como por el gobierno, aunque especialmente por los grupos extremos de ambos bloques. Andrés siente el peso del acontecimiento. “Si la DC permanecía en silencio en ese momento ya carecía de futuro”20, diría cuarenta años después.
La declaración genera una nueva fractura al interior de la Democracia Cristiana. La directiva del partido ha emitido una declaración que, si bien “lamenta lo ocurrido”, apoya los objetivos expresados por la Junta Militar. Los firmantes de la declaración de los 13 son llamados, por algunos de sus camaradas, “traidores”, “pusilánimes” y “cobardes”. Eduardo Frei Montalva asegura que no representan “ni al 5% de la opinión del partido”21. A Andrés casi lo golpean. “En el partido nos odiaron por esto por mucho tiempo, pidieron nuestra salida, que nos expulsaran”22, recordaría Mariano Ruiz-Esquide.
El 14 de septiembre —después de una noche de incertidumbre y temor en la que su hijo mayor temía un allanamiento y el arresto de su padre—, Andrés va a ver los restos del Palacio de Gobierno con al menos una sensación de alivio al saber que Jacques se encuentra en buenas manos. La atmósfera es de silencio, nadie habla con nadie y son poco más de cien personas las que se han reunido espontáneamente. Su amigo Edgardo Riveros también está ahí. Fue una casualidad, no se habían puesto de acuerdo. Andrés está llorando, al menos esa es la impresión que tiene Edgardo, que en ese momento se acerca a abrazarlo. Casi no cruzan palabras. No las tienen23.
El dramaturgo Sergio Vodanovic también se encuentra con él y comparten un breve diálogo. Andrés, desolado, le dice que el Golpe va a significar un retroceso de al menos cuatro o cinco años en el desarrollo democrático del país. “Se quedó corto en sus cálculos —diría Vodanovic, más de dos décadas después, en una entrevista publicada en el diario La Nación—. Pero el período de la dictadura fue el más fértil para realizar su labor cristiana, dando ayuda, comprensión y amor a tantos que lo necesitaban”24.
Estando a solo una cuadra de los escombros de La Moneda, Andrés decide repartir varias copias de la declaración de los trece a conocidos y desconocidos que deambulan por el sector. La carta ha sido completamente silenciada y solo se ha dado a conocer en el exterior gracias a las gestiones de Belisario Velasco. Él, pecando quizás de ingenuidad, la distribuye profusamente hasta que el diputado César Raúl Fuentes lo sorprende y le da un tirón:
—Don Andrés, es que usted no se da cuenta de lo que está pasando, si lo pillan con esto lo van a matar, lo van a matar25.
La advertencia no es una exageración: años después, Renán Fuentealba revelaría que, cuando se trató “el asunto de los 13” en la Junta Militar, el general Arellano Stark dijo sin vacilar que había que fusilarlos26.
Los días siguientes —ya consolidado el golpe de Estado— son agitados y reveladores. La muerte y la barbarie se huelen; se sienten en los huesos y en el corazón. Se intuyen. Andrés, angustiado por un desenlace que consideraba evitable, recibe visitas de amigos que temen que su “imprudencia” con respecto al Golpe le cueste caro. No dudan también en manifestarle que, si no fuera por los militares, los marxistas “los habrían matado a todos”. Él, sin embargo, no acepta la supuesta amenaza de violencia como pretexto para emplear justamente la violencia, y piensa que es preferible ser golpeado dos veces antes que responder un golpe con otro golpe.
El terror y el silencio se imponen, pero él siente la necesidad de constatar, personalmente, que las personas propensas a ser afectadas se encuentren bien. Lo asusta recordar la disciplina inquebrantable de los uniformados que conoció cuando hizo el servicio militar en la Escuela de Infantería del Ejército. “Puede haber una masacre”, piensa. Es así que comienza a recorrer todas las zonas que había representado en la Cámara y descubre que en Paine, al sur de Santiago, casi un centenar de hombres —en su mayoría jóvenes comprometidos con la reforma agraria y el sindicalismo— han sido arrestados sin conocerse su paradero, entre ellos cuatro hijos y dos yernos de la señora Mercedes Peñaloza, su amiga de hace años.
Al reunirse con conocidos de los detenidos nota reticencia y percibe en sus rostros el temor que obliga a agachar la mirada y callar.
Una mujer, sin embargo, le alcanza a relatar que han ocurrido cosas terribles, que ya han muerto muchas personas y que en la noche se escuchan balazos. Le advierte que su vida podría estar en peligro.
—Don Andrés, aquí ha muerto mucha gente y a usted lo pueden matar. Lo van a matar porque están matando a mucha gente y yo con mis hijos ya tomamos la decisión, me voy de Paine. Usted no vuelva por acá.
El relato comienza a repetirse y aparece, de pronto, una conciencia generalizada en los habitantes acerca del destino de los arrestados:
—No los busque más, están muertos.
Días después, Andrés logra conversar con parientes de los detenidos. Le cuentan que sus hermanos, maridos y padres fueron secuestrados por patrullas militares en compañía de personas vinculadas con los dueños de la tierra (y que habían sido afectados por la reforma agraria) o con grupos de extrema derecha que individualizaban perfectamente a los dirigentes sindicales y a los comprometidos con la reforma agraria.
—No hubo enfrentamientos. No hubo guerra. Tenían listas con los nombres de las personas que iban a arrestar —le dice un familiar, dando cuenta de la lógica revanchista que operó en las detenciones.
En los años noventa, al cumplirse 25 años de la tragedia, Andrés escribirá que esos arrestos se llevaron a cabo con “especial violencia y crueldad por parte de las patrullas de uniformados. Sin embargo, las autoridades de la época negaron que los arrestos hubiesen tenido lugar y, por lo mismo, durante muchos años se desconoció el destino de las víctimas”. Y luego continúa: “Sin embargo, con el tiempo se supo la verdad: varios de ellos fueron fusilados y los restantes pasaron a integrar la lista de los detenidos desaparecidos”27.
En San Bernardo, mientras tanto, en pleno día, penetra a la Maestranza de Ferrocarriles —la principal empresa de la zona— una patrulla militar que procede a arrestar a once dirigentes sindicales y trabajadores pertenecientes al Partido Comunista. Andrés conoce a la mayoría de los arrestados y los considera hombres dispuestos a luchar por la justicia social, pero ajenos a cualquier expresión de violencia. A los pocos días, empero, todos son ejecutados a sangre fría en el campo de prisioneros del cerro Chena, sin forma alguna de juicio, mientras él se encuentra en la casa de sus padres, en San Bernardo, junto a sus hermanos.
La balacera llega al oído de todos. Casi instantáneamente el cuerpo de Andrés comienza a tiritar y a sufrir un incontrolable ataque de nervios. Percibe la muerte, ahí, en el mismo lugar donde había hecho sus ejercicios de conscripto durante el servicio militar en 1947 y 1948, y donde se había acercado por primera vez a la doctrina de los derechos humamos, al aprender el trato respetuoso que se les debía dar a los prisioneros, algo que incluso estaba ligado con el honor militar.
Posteriormente, algunos cadáveres son enterrados como N.N. en el Patio 29 del Cementerio General de Santiago y otros son entregados a las familias de las víctimas masacrados y desfigurados. “Ojalá hubiese sido solo eso —recordaría el ex preso político Ricardo Klapp, testigo de los horrores del cerro Chena—. Ojalá hubieran sido solo fusilados, pero no solo les tiraron los balazos, es cosa de consultarles a los familiares cuando los fueron a ver: no tenían ojos, la cara destruida, quebrada, estaban en una situación final”. Y agregaría: “Los once dirigentes pensaron que don Andrés los podía salvar. En el cerro se hablaba mucho de él, ahí lo escuché, pensaban que era la única persona que podía ayudarlos. No se pensaba en otra persona”28.
A partir de este momento, Andrés ve cómo el terror se expande en la ciudad, en los campos, en las fábricas, en las universidades y especialmente entre los partidos —ahora disueltos— de la Unidad Popular. Y él, consciente de que el Congreso ha sido clausurado y de que ya no es más un diputado, se da cuenta de que eso no lo exime de la responsabilidad moral de defender principios y valores y de ir en ayuda de las personas que, ante el silencio, la pasividad y la tolerancia de los sectores que apoyaron, justificaron y ejecutaron el Golpe, han comenzado a sufrir los horrores, las violaciones y las injusticias de sus servicios de inteligencia.
Así, mientras la patria se cubre de silencio, su familia y él pasan a ser, nuevamente, opositores.
Décadas después, Andrés escribirá lo que significó la instalación de la tiranía:
La historia es así. Desgraciadamente las dictaduras, sustentadas siempre por falsos ideólogos que siembran el odio y el fanatismo, solo traen dolor a la vida de los pueblos. Dolor en el ser humano ultrajado o asesinado; dolor en la madre o el hijo impotentes ante la crueldad; dolor en cualquier hombre, civil o uniformado, a quien el sistema perverso lo puede llevar a cometer los peores crímenes; dolor, también, para el juez que hace abandono de sus funciones y para el comunicador que calla. Dolor, en síntesis, para las víctimas y los victimarios, y, especialmente, para los hijos, las madres y las esposas de unos y otros29.