Читать книгу La seducción del jefe - Casada por dinero - La cautiva del millonario - Maureen Child - Страница 10
Capítulo Seis
ОглавлениеCaitlyn no fue a dar un paseo con Jefferson. Tampoco sintió pena por él cuando lo oyó quejarse mientras trataba de acomodarse en el sofá para poder dormir ni se sintió culpable al estirarse en su ancha y vacía cama… a pesar de que le habría gustado tener compañía.
Conocía a Jefferson demasiado bien. Aunque él no quisiera admitirlo, sabía que estaba tramando algo. No era la clase de hombre que iba detrás de una empleada rebelde para suplicarle que volviera a trabajar con él. Tampoco la clase de hombre que era capaz de hacer todo aquello sin una razón.
Fuera lo que fuera lo que hubiera planeado, Caitlyn no tenía intención de ponerle las cosas fáciles. Había terminado con Naviera Lyon y con él.
Si por lo menos se marchara… Sólo eso podría impedir que se volviera loca. Tres días con su presencia constante, atenciones persistentes… Caitlyn sentía que las fuerzas le iban abandonando. Jefferson tenía más encanto y más poder personal que ningún otro hombre que hubiera conocido. Cuando decidía centrar aquel poder en una mujer, era casi irresistible.
Cuando se iba a nadar, él estaba allí. Si se dirigía al bar para tomar una copa, él estaba allí. Si tomaba una clase de surf, él estaba allí.
Ésta era precisamente la razón de que hubiera decidido marcharse del hotel aquella mañana para dar un paseo por el pequeño pueblo que el dueño de Fantasías había construido para sus empleados. Las únicas personas que residían en aquella isla privada eran los trabajadores del hotel, que vivían en unas preciosas casitas que se extendían por toda la isla. El pueblo tenía tanto las tiendas más básicas como elegantes establecimientos donde los turistas podían gastarse el dinero que les quedara después de pagar la cuenta del hotel.
Los únicos vehículos permitidos en la isla eran los carritos de golf eléctricos y las bicicletas, por lo que las calles estaban casi vacías y muy limpias. Las aceras estaban alineadas de fragantes flores y los escaparates mostraban de todo, desde elegante ropa hasta joyas de diseño.
Sin embargo, Caitlyn no podía prestar atención a nada de todo aquello.
–Me está volviendo loca –admitió mientras hablaba con Janine por su teléfono móvil.
–Efectivamente, tiene un plan.
–De eso estoy segura, pero no sé de qué se trata.
–Ojalá estuviera allí, pero no puedo marcharme todavía…
–Lo sé…
Si Janine y Debbie estuvieran allí, ella podría entretenerse con sus amigas. Podría evitar a Jefferson con mucha más facilidad de lo que podía hacerlo en aquellos momentos. Por supuesto, aún tendría que enfrentarse al hecho de tenerlo en la habitación todas las noches, pero, al menos, tendría las horas del día para no tener que pensar en él.
–Sigue en tu habitación, ¿verdad?
–He ido a recepción esta mañana. Allí me dicen que el hotel está lleno, por lo que no tienen habitación para él.
–Podrías darle una patada en el trasero y hacer que duerma al lado de la piscina o algo así.
–No, no puedo hacer eso…
–Entonces, ¿qué? –le preguntó Janine–. ¿Vas a dejar que te estropee las vacaciones? No le debes nada. Dimitiste de tu puesto, ¿te acuerdas?
–Claro que me acuerdo, pero…
–No hay peros. Ese hombre está haciendo todo esto por una razón, Caitlyn… Michael, por el amor de Dios, ¿puedes ir a atender a los clientes? –le dijo a su compañero. Entonces, lanzó un suspiro–. Te juro que si no me marcho pronto a esa isla esta tienda se va a convertir en un baño de sangre.
Caitlyn se echó a reír.
–Eso lo dices ahora, Janine, pero las dos sabemos que no eres violenta.
–Podría serlo.
De repente, Caitlyn escuchó una voz que la llamaba y se detuvo en seco.
–¡Caitlyn!
–Dios –dijo, al darse la vuelta y ver que Jefferson se dirigía hacia ella–. Maldita sea, me ha encontrado.
–Es una isla muy pequeña. No creo que sea muy difícil.
–Oh… Está tan guapo…
Jefferson había ido a la isla llevando tan poco equipaje que se había tenido que comprar un vestuario completo allí y aquella ropa no se parecía en nada a la que Caitlyn estaba acostumbrada a verlo.
Siempre llevaba trajes de tres piezas hechos a medida cuando estaban en Long Beach, pero allí, en la isla, llevaba prendas informales que le daban un aspecto muy atractivo y… cercano. Aquel día, llevaba unos pantalones blancos y una camisa roja de manga corta que dejaba al descubierto un triángulo de torso que Caitlyn se moría por tocar.
Su cabello parecía mucho más claro por el efecto del sol y sus ojos aún más azules. Sin embargo, estaba hablando por un teléfono móvil y el gesto duro que tenía en el rostro no presagiaba nada bueno para la persona con la que estuviera hablando.
–¡La Tierra llamando a Caitlyn!
Caitlyn escuchó la voz de su amiga, pero no pudo concentrarse en ella. ¿Cómo iba a poder hacerlo cuando Jefferson se dirigía hacia ella?
–Caitlyn, sé fuerte. No dejes que pueda contigo. Tienes que…
–Ya te llamaré, Janine –dijo, plegando el teléfono sin dejar que su amiga terminara lo que estaba diciendo.
Jefferson se detuvo delante de ella y extendió una mano para evitar que Caitlyn dijera nada.
–Los contratos de Peterson están en su archivo correspondiente, Georgia –dijo con impaciencia–. Mira otra vez.
Caitlyn sintió compasión por la que había sido su compañera. Pobre Georgia. Cuando tenía que hablar directamente con Jefferson, se ponía tan nerviosa como si estuviera haciendo equilibrismo. Sin duda, los nervios hacían que fuera más despistada que de costumbre.
–No –replicó Jefferson mientras miraba a Cait-lyn de un modo que indicaba que consideraba que todo aquello era precisamente culpa de ella–. No me importa si ya has mirado y no puedes encontrarlos. Mira otra vez. Los contratos tienen que enviarse esta misma mañana al departamento jurídico. Si no los encuentras…
–Por el amor de Dios, dame el teléfono –dijo Caitlyn, extendiendo las manos–. Hola, Georgia, soy Caitlyn –añadió, cuando Jefferson se lo entregó.
Inmediatamente, la otra mujer empezó a balbucear algo sobre fotocopiadoras rotas, una secretaria que no había ido a trabajar porque estaba enferma y las tres cartas que aún tenía que escribir antes de que terminara el día.
–Tranquilízate, ¿de acuerdo? Lo primero que tienes que hacer es enviar los contratos al departamento jurídico. Los contratos Peterson están en su archivo. Los puse allí yo misma. No importa. Ve a mirar otra vez y tómate tu tiempo. Yo espero.
–Esa mujer es una incompetente –musitó Jefferson mientras se metía las dos manos en los bolsillos con un gesto de irritación.
–No lo es. Tú la pones nerviosa.
–Y ella me vuelve loco.
–Eso es porque tú eres tan impaci… ¡Georgia! –exclamó Caitlyn. Entonces sonrió a Jefferson–. Bien. Los has encontrado. No, no te preocupes. Simplemente llévalos tú misma al departamento legal. Aún tienes tiempo… De nada… A mí también me ha gustado hablar contigo.
Caitlyn cerró el teléfono y se lo lanzó a Jefferson.
–Crisis solucionada.
–Sólo porque tú te has ocupado de solucionarla –dijo él después de meterse el teléfono en el bolsillo.
–Tú también podrías haberlo hecho –replicó ella. Entonces se dio la vuelta y prosiguió con su paseo por la estrecha calle, deteniéndose de vez en cuando para mirar un escaparate–. Lo que ocurre es que simplemente no sabes hablar con las personas –añadió, mirándolo de reojo.
–¿Cómo dices?
–Tú das órdenes, Jefferson. No hablas con la gente.
–Soy el jefe.
–Y te aseguro que todo el mundo lo sabe perfectamente.
–Todos menos tú.
–Tú ya no eres mi jefe.
–Debería serlo –afirmó él. Echó a andar detrás de ella hasta colocarse a su lado–. No deberías haber dimitido, Caitlyn. Esa llamada de teléfono sólo reafirma el hecho de que tú sabes perfectamente cómo llevar mis asuntos.
Caitlyn tenía que admitir que le gustaba que él le hubiera dicho algo así. A todo el mundo le gustaba escuchar que sus superiores apreciaban sus esfuerzos. Que su trabajo no se daba por hecho. Era una pena que hubiera tenido que dimitir para conseguir que Jefferson se diera cuenta de ello.
–Tú debes estar conmigo, Caitlyn.
–¿Cómo dices? –preguntó ella. Se había detenido en seco.
–Ya me has oído. Tú debes estar conmigo. Con Naviera Lyon.
–Ahh…
«Idiota», se dijo. Tras centrar su mirada en el escaparate de la joyería junto a la que se había detenido, se dio cuenta que, efectivamente, él había estado hablando de su trabajo. No había querido decir que la quería para sí mismo. Sabía que, desde el principio, aquélla había sido la razón de su presencia allí. Tanto si quería admitirlo como si no, Jefferson estaba allí, en aquella isla, tentándola para que volviera a ser su ayudante personal.
Y ella, desgraciadamente, estaba allí completamente desgarrada por sus sentimientos de lujuria y necesidad que la atravesaban como si fueran puñales de fuego mientras él, simplemente, estaba tratando que regresara a su despacho para trabajar para él. No iba a hacerlo. Por mucho que Jefferson lo intentara, ella no iba a regresar a su antigua vida. Aquella versión era la de una Caitlyn nueva y mejorada. No iba a volver a enterrar sus deseos y necesidades por otra persona.
Jefferson observó cómo la expresión del rostro de Caitlyn pasaba de hosca a necesitada en un abrir y cerrar de ojos. Sonrió. De repente se sentía pisando un terreno mucho más firme. La conversación con Georgia había estado a punto de hacer que se arrancara el cabello. El hecho de ver cómo Caitlyn resolvía la situación casi sin esfuerzo sólo había servido para alimentar más aún sus convicciones de que la necesitaba desesperadamente. Sin embargo, no parecía estar haciendo progreso alguno en aquel sentido.
No obstante, se le acababa de ocurrir otra idea.
–¿Qué estás mirando?
–Eso.
Caitlyn golpeó suavemente el cristal del escaparate para señalar unos pendientes de oro, esmeraldas y topacios que relucían bajo el sol. En aquel momento, Jefferson supo exactamente lo que tenía que hacer. Lo que debería haber hecho desde el momento en el que llegó a aquella maldita isla. Quería seducirla, no enojarla. Debería haber sacado la artillería pesada desde el principio. No era demasiado tarde para empezar a hacerlo.
–Vamos.
Agarró a Caitlyn por el brazo y, a pesar de sus protestas, abrió la puerta y la metió en la tienda. Unos pocos minutos más tarde, volvieron a salir a la calle. Los pendientes que Caitlyn había señalado colgaban ya de sus orejas.
–No deberías habérmelos comprado –dijo tocando suavemente las frías piedras–. Y yo no debería haberlos aceptado.
–¿Por qué no?
–Porque son demasiado caros.
–Si insistes en mantener tu renuncia al trabajo, considéralos tu finiquito.
–Yo ya tengo…
–Caitlyn, por el amor de Dios –dijo Jefferson, algo irritado–. Son sólo un par de pendientes. Te sientan bien. Disfrútalos.
Efectivamente, los pendientes lucían mejor en ella que en el escaparate. Aunque sabía mucho de joyas, también sabía mucho de mujeres y sabía perfectamente que aquél había sido el detalle apropiado. Todas las mujeres respondían favorablemente a los regalos. Aunque no quisiera, Caitlyn terminaría ablandándose ante él.
–Puedes darme las gracias cenando conmigo esta noche.
–¿Quieres decir a propósito? –preguntó ella, con una sonrisa–. ¿No porque tú te presentes y eches de mi lado a quien pudiera estar sentado a mi mesa?
–Haz un favor a tus admiradores –respondió, recordando que, efectivamente, había muchos hombres en aquel hotel que se sentían atraídos por Caitlyn–. Dales una noche libre.
–¿Y por qué debería hacerlo?
Jefferson se encogió de hombros como si no le importara lo más mínimo.
–La pregunta es, ¿por qué no? No tienes miedo de estar a solas conmigo, ¿verdad?
Debería haber tenido miedo. Sentía que algo en su interior se iba ablandando en lo que se refería a Jefferson. Sabía que estaba pisando un terreno muy peligroso. En el momento en el que salió al patio iluminado por la luz de la luna y vio que él lo había preparado todo para que tuvieran una cena «íntima», comprendió que ese terreno era mucho más peligroso de lo que había pensado en un principio.
El escenario era muy hermoso. Una luna llena brillaba en un cielo negro cuajado de estrellas. La superficie del mar reflejaba la luz como si de una cortina de bruma se tratara y una suave brisa hacía parpadear las llamas de las velas.
Jefferson estaba de pie al lado de la mesa, ataviado con el traje y la corbata que llevaba puestos el día que llegó. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, lo que le daba el aspecto de un playboy muy rico y poderoso. Cuando le sonrió, Caitlyn sintió que se le debilitaban las rodillas.
Mientras caminaba, las sandalias resonaban contra las losetas del patio. Cuando la brisa nocturna le acarició los hombros, que el vestido verde oscuro dejaba al descubierto, se echó a temblar. Los pendientes que Jefferson le había comprado le rozaban el cuello a cada paso.
Le había comprado joyas, al igual que había hecho con el resto de las mujeres que habían pasado por su vida. Las que había intentado seducir y de las que se había intentado librar. Ella había visto de primera mano cómo Jefferson utilizaba su encanto y los regalos para convencer a las mujeres, por lo que estaba decidida a mantenerse al margen de los montones de mujeres que caían a sus pies.
Con ese pensamiento en mente, se detuvo al lado de Jefferson y aceptó la copa de vino blanco que él le ofreció.
–Todo esto es muy hermoso.
–Sí. Igual que tú –añadió, mirándola de arriba abajo.
Caitlyn sintió una corriente eléctrica que tuvo que reprimir con fuerza para recordar por qué no iba a permitir que un hombre como Jefferson la sedujera.
–No te va a servir de nada, ¿sabes?
–¿El qué?
–Lo de seducirme.
–¿Acaso crees que es eso lo que estoy haciendo?
–Bueno, es lo que haces siempre –respondió, tras dar un sorbo de vino–. Eres un hombre muy generoso, Jefferson, pero sólo compras joyas por dos razones.
–¿De verdad?
–Sí. O estás tratando de seducirme o de librarte de mí y, dado que los dos sabemos que no es lo segundo… Sólo nos queda una opción.
–Me conoces demasiado bien, Caitlyn.
–Más de lo que te imaginas.
Jefferson extendió una mano y le apartó un mechón de cabello de la cara. Al hacerlo, le rozó suavemente el rostro con las yemas de los dedos, lo que hizo que ella se echara a temblar.
–En ese caso, si estoy tratando de seducirte… ¿cómo lo estoy haciendo?
–No está mal –admitió ella, a su pesar.
–Veamos de todos modos si puedo mejorarlo…
Le quitó la copa de entre los dedos y la colocó encima de la mesa. Entonces la tomó entre sus brazos y la miró durante el que a Caitlyn le pareció el instante más largo de toda su vida. A continuación, fue bajando la cabeza poco a poco…
Caitlyn sabía que debía detenerlo. Sabía que debería dar un paso atrás y salir huyendo. Besar a Jefferson sólo haría que la situación fuera mucho más difícil. Sin embargo, sabía que no iba a ir a ninguna parte.
La boca de Jefferson tocó la suya. Una. Dos veces. Besos suaves y rápidos que le sobresaltaron el corazón y le llenaron de anticipación. De repente, lo deseó como jamás había deseado nada en toda su vida. Sintió un profundo deseo de experimentar su sabor.
Justo cuando esperaba que él la besara más profundamente, Jefferson apartó la cabeza. Caitlyn abrió los ojos y vio que él tenía el ceño fruncido y que su rostro expresaba una emoción que no sabía interpretar.
–Dulce… tan suave y dulce –susurró, acariciándole delicadamente los brazos.
–Jefferson…
–Otra vez. Tengo que besarte otra vez…
La pasión se desató entre ambos y, aquella vez, cuando Jefferson inclinó la cabeza para besarla, fue mucho más que un ligero contacto. Aquella vez la besó con fuerza, con ferocidad, con un frenesí que Caitlyn sintió que se hacía eco en ella. Entonces sintió que un húmedo calor la invadía.
Las piernas le temblaban. En su interior experimentó un dolor que sabía que sólo él sería capaz de acallar. Las fuertes manos de él le acariciaban constantemente la espalda, pero, de repente, se deslizaron hacia el trasero y la apretaron con fuerza contra la fuerte y rígida columna de su masculinidad.
Caitlyn se perdió en la magia del momento. Se olvidó de su determinación de evitar a toda costa los poderes de seducción de Jefferson. Decidió olvidarse de que él estaba jugando deliberadamente con ella. No le importó que aquel maravilloso beso no significara para él más de los besos que había compartido con el resto de las mujeres que había habido en su vida. Por el momento, aquello le bastaba.
Jefferson sabía que en el arte de la seducción resultaba fundamental actuar a tiempo. Tras notar que ella se había entregado a sus caricias, decidió que debía ir más despacio. La seducción debía ser algo lenta y deliberada. Una cuidadosa coreografía de la que él sabía todos los pasos.
Sin embargo, no quería dejar de besarla. Caitlyn se moldeaba contra su cuerpo, haciendo que éste se tensara de deseo y que se pusiera más firme de lo que habría creído posible. Cada centímetro de su cuerpo la deseaba, pero nada de lo que hacía le bastaba.
Los suspiros de Caitlyn inflamaban su deseo. El aroma de su piel lo inundaba por completo y le daba sabor a un beso hasta tal punto que Jefferson estuvo seguro de que jamás podría volver a respirar sin saborearla.
Aquel pensamiento fue suficiente para hacerle recuperar el sentido común. De mala gana, apartó la boca de la de ella y la soltó. Aunque no hubiera otra razón, tenía que hacerlo para demostrarse a sí mismo que podía apartarse de ella. Sin embargo, cuando ella lo miró con sus profundos ojos oscuros, Jefferson supo que el vínculo seguía existiendo tanto si había contacto físico como si no.
Dio un paso atrás para darse un poco más de tiempo y tomó las copas de vino. Le entregó una a Caitlyn y luego dio un largo sorbo a la otra para permitir que el vino refrescara el fuego que ardía en su interior.
–No ha estado nada mal…
–Sí –respondió Jefferson, tras tomarle una mano para conducirla a su silla–, no lo ha estado.
Genial. La seducción estaba funcionando tal y como había planeado, pero, si no tenía cuidado, podría terminar atrapado en su propia tela de araña.