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Оглавление1. Neoliberalismo y subjetivación contemporánea
Una nueva racionalidad de gobierno
Los años ochenta del siglo pasado permitieron la emergencia del denominado neoliberalismo, con la llegada al poder de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en sus respectivos países, como producto de una serie de transformaciones que se fueron realizando en las naciones liberales occidentales desde la tercera década del mismo siglo, como bien lo señala Michel Foucault (2007) en su curso Nacimiento de la biopolítica. En esto coinciden Christian Laval y Pierre Dardot, quienes continúan la investigación foucaultiana sobre el neoliberalismo y la presentan en su texto La nueva razón del mundo, del año 2013. La crisis del liberalismo del siglo xix, anunciada ya en los inicios del siglo xx, y la consecuente nueva interrogación del lugar del Estado dentro de las economías nacionales y en la economía mundial se perfilaron como el escenario en el que el intervencionismo del Estado es puesto en cuestión en función de la libertad de mercado. Aquello que Michel Foucault denominó fobia al Estado no demoró mucho tiempo para hacerse su lugar.
Con la noción de “emergencia” no nos referimos a que el neoliberalismo es fruto de un proceso evolutivo similar al desarrollo en una línea de tiempo de unos discursos, prácticas, técnicas, actos legislativos y acontecimientos que fueron previamente pensados, razonados, diseñados y ejecutados ordenadamente para llegar a lo que somos hoy. Tampoco estamos defendiendo la existencia de unas mentes maestras que idearon, desde hace casi un siglo, una lógica que no podía desplegarse en ese momento sino que requería de unas condiciones espacio-temporales especiales para manifestarse en su esencia. Menos aún estamos indicando, en una suerte de ontologización del presente, que este neoliberalismo es la versión acabada de la libertad humana, la cual, llevada a su culmen, es la condición de posibilidad del hombre definitivo, de la naturaleza humana lograda, lo que nos recuerda a Herbert Spencer, con su evolucionismo social, que supone un progreso humano que lo ha conducido desde el salvajismo hasta la sociedad industrial. Más bien estamos de acuerdo con que la emergencia alude a cómo fueron teniendo lugar acontecimientos discursivos, prácticos y técnicos dispersos en el espacio e imprevistos en el tiempo; a la manera como fueron apareciendo dispositivos que buscaban responder a situaciones imprevistas de los Estados, del mercado y de los individuos en las sociedades liberales; a la forma como estos discursos, prácticas y tecnologías fueron resonadas por los medios de comunicación, las autoridades de gobierno, los expertos, los managers, los educadores, los padres, los sacerdotes y los clientes.
La aparición del neoliberalismo no se produce ex nihilo, pero tampoco es un perfeccionamiento del liberalismo clásico. Más bien es un acontecimiento surgido de marcadas rupturas y discontinuidades con este. Tampoco nos es lícito sostener que sea totalmente otra cosa y que no existen temas que se mantienen. Sin embargo, en este mantenerse se transforman, ya no son los mismos. Dicho de otra manera, por una parte, muchas de las problematizaciones perduran, pero las soluciones de ellas sufren rupturas a lo largo del tiempo y, por otro lado, surgen problematizaciones nuevas. Una de las perdurables problematizaciones es la de la intervención del Estado en la lógica del mercado. Pero no es la única: el problema del disciplinamiento de los individuos, cómo lograrlo en función de una economía cifrada en la libertad de mercado; el problema del espacio ha sido también un tema que ha transitado a lo largo de estos tres siglos de lógica liberal. El neoliberalismo lejos de ser una ideología, un capitalismo desorganizado, un sistema caótico e irracional, se constituye en toda una racionalidad que abarca el gobierno de la vida económica, vida social e individual, como lo indican, en su rigurosa genealogía del neoliberalismo, Laval y Dardot (2013). La idea de racionalidad tiene que ver, en Michel Foucault, con el “funcionamiento histórico de prácticas que se insertan en ensamblajes de poder”, como lo señala Castro-Gómez (2010, p. 34). Su racionalidad se debe a que tienen unos objetivos, unos medios y unas estrategias que articulan medios y fines.
De esta manera, la racionalidad se refiere a los regímenes de prácticas. De hecho, “la palabra racionalización es peligrosa. Lo que tenemos que hacer es analizar racionalidades específicas más que invocar siempre el progreso de la racionalización en general” (Dreyfus y Rabinow, 2001, p. 243), lo que significa que en vez de la focalización en una analítica de la racionalización y las verdades, para Foucault el trabajo consiste en una analítica de las prácticas. La racionalidad, por lo tanto, no es vista como un atributo propio de los sujetos; es decir, no es concebida como una invariante antropológica. En este mismo sentido, la noción de racionalidad es desontologizada por este autor, pues no habla de la racionalidad como si fuera un rasgo natural de la sociedad, un todo homogéneo, sino de múltiples prácticas racionales que han de estudiarse singularmente. Por esta razón, el uso que Foucault hace del concepto de racionalidad es “instrumental y relativo” (Foucault, 1982, p. 65). Bien se podría sostener que los conjuntos de prácticas no son conducidos por una racionalidad que preexiste, sino por una racionalidad en acto, inmanente a ellos mismos. Al ser visto como una racionalidad, más que como una ideología o una política económica, el neoliberalismo es un conjunto de discursos, prácticas y dispositivos que propende por estructurar y organizar la acción de los gobernantes y la conducta de los propios gobernados, como lo afirman Laval y Dardot (2013), alrededor de dos ejes definidos: por una parte, la competencia como norma que rige la conducta de las personas, las instituciones y los Estados; por otra parte, la empresa, la cual se constituye en el modelo de todos los procesos de subjetivación.
Así visto, el neoliberalismo es una racionalidad de gobierno cuya fuerza le es dada gracias a la generación de situaciones que obligan a los sujetos a funcionar de acuerdo con unas reglas del juego determinadas y que les son impuestas. En otras palabras, la lógica ofrecida por el neoliberalismo se arraiga en su pretensión de conducir las acciones, las elecciones, las opiniones y, en general, la vida de las personas. Aunque en la tradición europea de la posguerra el liberalismo, en general, se constituía como “una mera elección económica y política formada y formulada por los gobiernos o en el medio gubernamental” (Foucault, 2007, p. 253), en Norteamérica, y bajo su influencia, hoy, en el resto de Occidente, el neoliberalismo ha devenido una forma de ser y de pensar. Lo que está en juego, en esta forma de ser y pensar, es algo que excede los problemas del servicio público. Lo que el neoliberalismo pone a circular se refiere, más bien, a un problema global, multiforme y ambiguo, a saber, la libertad, la cual se convierte en “una especie de foco utópico siempre reactivado [y que es al mismo tiempo] un método de pensamiento, una grilla de análisis económico y sociológico” (Foucault, 2007, pp. 253-254). La individualidad y el gobierno (y la individuación) no dejan de ser focos continuamente observados y salvaguardados en la contemporaneidad.
El lugar del Estado y el juego empresarial
A lo largo del siglo xix y hasta el primer tercio del siglo xx se instaura una crisis del liberalismo jalonada por las tensiones propias entre la dogmática del laissez-faire y las preocupaciones por el bienestar social de la población (liberalismo social, reformismo social). Más precisamente, lo que se constituye en estimulador de la crisis es el problema del gobierno y la posición del Estado. Laval y Dardot (2013) sostienen que la llamada crisis del liberalismo no es otra cosa que crisis de la gubernamentalidad liberal, pensada en términos de la política, la economía y lo social. El denominado reformismo social liberal del siglo xix orienta la acción del Estado para enfrentar los cambios en la estructura del capitalismo, las luchas de clase que amenazaban la propiedad privada y las nuevas correlaciones de fuerza entre las naciones. Ya desde principios del siglo xix las divergencias entre J. S. Mill y Alexis de Tocqueville muestran de qué manera el tema de la intervención del Estado se constituía en nuclear en el avance, desarrollo y posterior crisis del liberalismo. Mientras que Tocqueville defiende la tesis de la democracia como fundamentada en el poder directo del pueblo (lo que hace que los gobiernos posean un poder inmenso y tutelar), Mill señala que la democracia debe ofrecer la garantía del gobierno del pueblo en función del bien de todos.
Como consecuencia de la problematización del lugar del Estado en la civilización mercantil en el siglo xix, el dogma del laissez-faire fue puesto en discusión. En On socialism el mismo Mill sienta las bases para la acción estatal al sugerir una suerte de relativismo del derecho de propiedad en favor del bien común. La reacción de Herbert Spencer no se hizo esperar. En su contraofensiva con los reformistas sociales tipo Bentham, reivindica un utilitarismo evolucionista y biológico. En una suerte de evolucionismo social, su sociedad es vista como un organismo evolutivo conducido de la horda a la civilización industrial, en la cual los individuos más débiles deben perecer. Spencer se mostró contrario a quienes sostenían la tesis de que el Estado se definía por la potestad para la creación de derechos (Jeremy Bentham y sus seguidores). Al culpar a Bentham de elevar a fin supremo del Estado el bienestar del pueblo, sugiere que el Estado es simplemente un garante de los contratos libremente consentidos entre los individuos.
El dogma del laissez-faire del liberalismo clásico considera al mercado como una realidad natural, sometida a leyes que, de no ser afectadas desde el exterior, se encauzarán espontáneamente con una tendencia a la igualdad de los intervinientes en ella. Con ello, el tema de la intervención del Estado queda problematizado dentro de la racionalidad liberal. Alrededor de ello, como uno de los focos siempre presentes en la discusión económica mundial durante los siglos xix y xx, se fueron construyendo discursos y dispositivos diversos que, poco a poco, relocalizaron al Estado no solamente en la dinámica internacional de mercado, sino, y esto lo desarrollaremos más adelante, en el juego de la gubernamentalidad de los individuos. Esto no resulta ser de importancia despreciable, toda vez que lo que se pone en juego es el papel que debe o no cumplir el Estado en el aseguramiento de las condiciones de vida dignas y de bienestar para toda la población.
De la certeza decimonónica de que gobernar es gobernar poco y cada vez menos, hemos pasado en el presente a afirmar que el Estado, lejos de ser eliminado o debilitado, transforma sus objetivos y gobierna con unos fines que han variado. Ahora se orienta al fortalecimiento del mercado, asumiéndolo como lógica normativa del funcionamiento generalizado para la población, para cada individuo y para sí mismo. La labor del Estado consistirá, por tanto, no en intervenir en los jugadores de este juego del mercado, sino sobre las reglas del juego de este (Foucault, 2007). Además, tornándose a sí mismo una empresa, se hace juez y parte en la medida en que participa de las reglas del juego (del sistema legal) que ha creado (Laval y Dardot, 2013). En tanto que la economía es vista como un juego estratégico en el que lo que se pone en circulación es la libertad de los individuos para mostrar su competencia y competir, resulta claro que el Estado no puede comprometerse ni con la regulación absoluta de la economía ni con la desregulación del mercado, pues ambos polos afectan las condiciones básicas del mercado y, por lo tanto, la libertad de los participantes del juego. Así vista, la acción del Estado busca ofrecer las condiciones (milieu) para el buen funcionamiento de una estructura de competencia entre los jugadores y promover el juego entre personas libres.
El tema de la competencia no era nuevo en la lógica liberal. Con la idea de que la cooperación voluntaria (mediante el contrato entre individuos) asegura el sostenimiento del superorganismo social, Spencer había retomado en el siglo xix la idea darwiniana de la simpatía como lo específicamente humano y, con ello, había construido una síntesis evolucionista a partir de la teoría de la selección natural. Esto le sirvió para establecer un paralelismo entre la evolución de las especies y la evolución económica, lo que le permitió fundamentar la concepción de la competencia como el principio de la supervivencia y del progreso humano. El paso que da Spencer, y que tendrá hondas repercusiones para el neoliberalismo, es pensar el motor del progreso como producto ya no de la especialización sino de la selección. En opinión de Laval y Dardot (2013), el “darwinismo social”1 es más exactamente un “competencialismo social”, puesto que la competición es instaurada por Spencer como norma de vida individual, colectiva, nacional e internacional. Competir es luchar por la supervivencia. El liberalismo comenzó a resquebrajarse porque mantuvo su ilusión en la idea de competencia perfecta emergente de la naturalización del mercado. El neoliberalismo no solamente descubre que toda competencia es imperfecta, sino que, por eso mismo, se requiere de la empresa, con su modelo de organización y competencia en marcha, para sacar de la crisis al capitalismo. La empresa se erige, entonces, como modelo de funcionamiento del mercado (Foucault, 2007; Laval y Dardot, 2013; Sennett, 2000). Con la desnaturalización del mercado y sus leyes ha aparecido, como mano visible del mercado, una nueva generación de expertos: gerentes, financieros, políticos, consejeros económicos (Laval y Dardot, 2013). Para Foucault (2007), la racionalidad económica neoliberal se fundamenta en “un juego regulado de empresas dentro de un marco jurídico institucional garantizado por el Estado: esa es la forma general de lo que debe ser el marco institucional de un capitalismo renovado” (p. 209). Este diagnóstico neoliberalismo-empresa fue adelantado por Foucault cuando esta racionalidad apenas se anunciaba en políticas públicas concretas y ha sido confirmado y ampliado por autores que han hecho de la analítica del neoliberalismo una vertiente de estudios posteriores.
Si bien, como lo indican Laval y Dardot, Ludwig von Mises se presentó durante la primera parte del siglo xx como defensor de la doctrina decimonónica del laissez-faire y esto le trajo como consecuencia ser dejado de lado por quienes defendían las nuevas ideas acerca de la no naturalización de las leyes del mercado, no puede olvidarse que en el argumento de este economista se encuentra tempranamente la defensa de la diada competencia-empresa como forma general de organización de la sociedad, diada que hoy en día se sitúa en el corazón mismo de la racionalidad neoliberal.
A nuestra manera de ver, la gubernamentalidad propuesta por la racionalidad neoliberal va más allá del rol que lleva a cabo el Estado contemporáneo. El arte de gobernar no puede reducirse al gobierno del Estado, sino que más bien se despliega positivamente en el sentido de configurar formas de existencia que encuentran en la economía de mercado su principio básico (Castro-Gómez, 2010; Foucault, 2007) y en la empresa su espacio de acontecimiento. La acción gubernamental estatal y no estatal se orienta a la creación de una sociedad sometida por completo a la dinámica del mercado y la competitividad. Forma nueva racionalidad, formas nuevas de sujeción. La nueva forma de funcionamiento social —la empresa— que Coutrot (1998, 1999) denomina empresa neoliberal, y que se consolida con la crisis del fordismo, promueve el trabajo autónomo de equipos y de los individuos, la múltiple ocupación del trabajador, la creciente movilidad (al orientar la labor del trabajador hacia el desempeño por proyectos), la flexibilidad laboral y la flexibilización contractual. El control empresarial de los empleados es realizado a distancia y de manera más indirecta, con mecanismos más sofisticados que son asociados directamente al rendimiento de los trabajadores y que conllevan una vigilancia más difusa de la vida de los empleados. Como efecto de esto, se instaura un sistema de vigilancia de sí mismo y de los otros centrado en los resultados, lo que a su vez se convierte en el caldo de cultivo para la maximización del rendimiento individual (Laval y Dardot, 2013).
Este control empresarial a distancia también es identificado por David Harvey (2007, 2014) cuando expresa que una de las características básicas del neoliberalismo es la descentralización de las relaciones laborales como una expresión del nuevo culto a la empresa (nacido desde los años ochenta). Por otra parte, para Laval y Dardot (2013), este culto se cifra en que la empresa es vista como el “vector de todos los progresos, condición de la prosperidad y, en primer lugar, proveedora de empleos” (p. 292). De esta novedad se benefician todos quienes encuentran en la implementación del modelo-empresa el incremento de su lucro personal y financiero. El clima de apertura económica se imbrica con el imperativo de la competitividad en un proceso de homogeneización ideológica que ve en el Estado de providencia a un enemigo y en el nuevo gerencialismo un aliado “que se presenta como un remedio universal para todos los males de la sociedad, reducidos estos a cuestiones de organización que se pueden resolver mediante técnicas que busquen sistemáticamente la eficiencia” (Laval y Dardot, 2013, p. 293). En resumidas cuentas, en su diagnóstico del neoliberalismo, concebido como racionalidad, Christian Laval y Pierre Dardot consideran que son cuatro sus características: 1) el mercado no es una realidad natural dada, sino un proyecto constructivista que requiere de la intervención del Estado y la implantación de un sistema legal específico; 2) su eje, lejos de ser el intercambio de productos y, por lo tanto, el consumo, es la competencia, “definida ella misma como la relación de desigualdad entre diferentes unidades de producción o ‘empresas’” (2013, p. 383); 3) el Estado mismo está sometido a la norma de la competencia y, como corolario de ello, su funcionamiento es (o se ha venido constituyendo en) eminentemente empresarial; el Estado es, al mismo tiempo una empresa en competencia; y 4) la norma de la competencia excede la esfera del Estado y alcanza al sujeto en su relación consigo mismo. El Estado, con su gubernamentalidad empresarial, influye sobre el gobierno de sí del individuo-empresa, llevándolo a conducirse como empresa. La gubernamentalidad neoliberal incluye técnicas de gobierno que van más allá de la acción estatal y se insertan en su forma de subjetivación, haciendo de cada sujeto una empresa.
Vemos cómo la racionalidad neoliberal articula el problema del gobierno de los otros y el gobierno de sí alrededor del dispositivo empresarial. Como ya lo habíamos señalado, Ludwig von Mises, en su crítica denodada a la intervención del Estado y en su defensa del laissez-faire, sostuvo mucho tiempo antes de la consolidación del neoliberalismo que el esquema competencia-empresa debía ser el que configurara la norma general de funcionamiento de la sociedad. Esta idea tuvo gran resonancia en la instauración del neoliberalismo como racionalidad y como política de Estado. Y, en la medida en que aboga por la destitución del Estado como agente principal de la economía de mercado, sugiere la emergencia de un nuevo agente: el sujeto emprendedor (Von Mises, 1986). Con Von Mises se articula al proceso de mercado la acción individual para fundar esa nueva manera de pensar al sujeto. La responsabilidad por la dinámica del mercado ahora hay que construirla y encuentra en la rentabilidad y el rendimiento su criterio y en este nuevo agente su responsable. Adaptarse, ajustarse a los requerimientos del mercado, tornarse previsivo, anticiparse creativamente a las demandas de los consumidores, ofrecer respuestas ciertas y rápidas a los agentes de consumo. Todo ello se torna en características propias de este nuevo agente:
En nuestro mundo real, los precios todos fluctúan, debiendo los hombres acomodar sus actuaciones a tales transformaciones. Precisamente porque prevén mutaciones y de ellas pretenden derivar lucro, lánzanse los empresarios a sus actuaciones mercantiles, variando los capitalistas las inversiones de que se trate. La economía de mercado es un sistema social caracterizado por el permanente empeño de mejoramiento que en el mismo prevalece. Los individuos más emprendedores y providentes buscan el lucro personal readaptando continuamente la producción, para, del modo mejor posible, atender las necesidades de los consumidores, tanto las que estos ya sienten y conocen como aquellas otras que todavía ni siquiera han advertido. Dichas especulativas actuaciones revolucionan a diario la estructura de los precios, provocando las correspondientes variaciones en el interés bruto de mercado (Von Mises, 1986, p. 795).
Cualquiera que posea el suficiente ingenio puede iniciar nuevas empresas. Quizá sea pobre, tal vez sus recursos resulten escasos e incluso cabe que los haya recibido en préstamo. Pero si satisface mejor y más barato que los demás las apetencias de los consumidores, triunfará y obtendrá “extraordinarios” beneficios. Reinvirtiendo la mayor parte de tales ganancias verá rápidamente prosperar sus empresas. Es el actuar de esos emprendedores parvenus lo que imprime a la economía de mercado su “dinamismo”. Estos nouveaux riches son quienes impulsan el progreso económico. Bajo la amenaza de tan implacable competencia, las antiguas y poderosas empresas se ven en el trance de servir, sin titubeos y del mejor modo posible, a las gentes o de abandonar el campo, cesando en sus actividades (Von Mises, 1986, p. 1165).
El modelo empresarial y la idea de individuo formador de empresa son apenas la antesala del florecimiento de una nueva racionalidad, la neoliberal, con su idea de sujeto-empresa o empresario de sí, forma de subjetividad que, lejos de ser pensada como un dato o una figura trascendental, se impone como fabricación (Laval y Dardot, 2013; Rose, 1996; Vázquez, 2005a). Si bien las sociedades disciplinarias requerían (y formaban) cuerpos dóciles y fuertes que asegurasen la producción (producción en serie de la que el fordismo puede pensarse como última manifestación), el neoliberalismo, con su ideal de emprendimiento, requiere sujetos con capacidad inmediata de adaptación a las condiciones del mercado, con creatividad y flexibilidad. Cuerpos y mentes fuertes, pero maleables, con adaptabilidad fuerte a las condiciones siempre cambiantes del mercado (Laval y Dardot, 2013; Rendueles, 2006; Vázquez, 2005a). Para Vázquez la subjetividad de este nuevo sujeto no coincide con el Homo oeconomicus, el cual era movido por intereses naturales y dados que le permitían elegir. El sujeto neoliberal necesita, por el contrario, ser fabricado. El “ciudadano social” (Vázquez, 2005a, p. 92), aquel que estaba unido a la colectividad por lazos estatales de solidaridad, es cambiado por el empresario de sí, sujeto activo y autorresponsable, que elige por sí mismo y usufructúa al máximo sus recursos personales para alcanzar un estilo de vida propio y singular.
La crítica que durante el siglo xx se había realizado al Estado-providencia se fundamentaba en la idea de responsabilidad. A este Estado se le imputaba configurar sujetos desresponsabilizados de los aspectos atinentes a su supervivencia y la de su familia. En la segunda mitad del siglo xx esta crítica fue reactualizada, amalgamándose de manera intencional alrededor de temas como el bienestar social, la presencia activa del Estado para regular la economía en función de toda la población (y no de unos pocos empresarios), el totalitarismo de Estado, el papel fiscalizador del Estado, la provisión de los medios para que los que están en condiciones desfavorables en la sociedad puedan recibir ayuda. En fin, el Estado-solidario es visto como entorpecedor y totalitario. Esta vulgata ha circulado en todos los medios y ha calado hondo en las mentes inicialmente de aquellos encargados de la generación ideológica (mass media, intelectuales, políticos, etc.) y posteriormente del público en general. Esta nueva forma discursiva recriminatoria de la solidaridad estatal se asienta, por otro lado, en una suerte de naturalización del individualismo. Así es satanizada cualquier tentativa de solidaridad, compromiso y responsabilidad social. Los millones de pobres son vistos como millones de individuos, uno por uno, que no han sido capaces de usufructuar sus capacidades y habilidades humanas y laborales en función del logro de la empleabilidad. En ese sentido, problemas como el de la pobreza son individualizados, operación que termina borrando la responsabilidad de los Estados, las instituciones financieras y las empresas en la generación de estas situaciones.
Sin embargo, estimamos que el discurso individualista es un discurso falaz, puesto que en realidad es un individualismo para las ganancias, colectivismo para los riesgos (Laval y Dardot, 2013; Sennett, 2000). Los rescates económicos hechos en los últimos años a grandes instituciones financieras en casi todos los países son salvavidas constituidos por aportes de los contribuyentes. Esto deja ver que el “sálvese quien pueda” no opera para todos. Sugerimos que del Estado benefactor hemos ido pasando rápidamente a uno que ya no está al servicio de la población sino de los grandes oligopolios (representados por las entidades financieras y las aseguradoras), a los cuales provee de asistencia y ayuda (Harvey, 2007; Laval y Dardot, 2013). Consideramos que el problema del bienestar ha tenido un doble giro: por una parte, se ha individualizado y, por otra parte, se ha privatizado. De esto emerge un sujeto que se hace cargo de todos los aspectos de su vida que antes eran prerrogativa del Estado y que halla los proveedores privados que requiere para tal efecto.
Efectivamente, la crítica al Estado de providencia termina imponiendo el ideal de la desresponsabilización del Estado respecto de las funciones que venía desempeñando y que buscaban menguar un poco la incertidumbre social propia del liberalismo clásico, como bien lo sostiene Castel (2005, 2010). La pregunta, entonces, acerca de quién es responsable y de qué, es resuelta por la racionalidad neoliberal “a favor” de la libertad del sujeto. Pero, gracias a un deslizamiento del lenguaje, que el individuo sea libre significa que él debe proveerse la salud, la educación, los servicios básicos para la supervivencia, tornándose, finalmente, en sujeto-cliente. La lógica del mercado invade toda la vida de la persona y, en consecuencia, toda la vida debe ser gestionada en términos de mercado. Así visto, en nuestra opinión, el problema de la responsabilidad social se localiza en el centro del surgimiento del sujeto-empresa. Este modelo empresarial ha colonizado, y sigue haciéndolo, todas las esferas de la vida, como la familia, la educación, la política, el trabajo, etc. (Foucault, 2006, 2007); es este modelo el que se impone en la actualidad cuando se habla de gobierno de lo social. Más aún, en el gobierno del presente, como lo afirma Castro Orellana (2004a), la vida misma es convertida en variable económica y financiera.
Así vista, la racionalidad neoliberal, lejos de buscar la igualdad como ideal social, convierte al Estado como ente que fija su meta en la regulación de las condiciones de competencia y de mercado, para lo cual la desigualdad funciona como un aspecto fundamental en el mantenimiento del engranaje del mercado. La realidad individualizante del neoliberalismo queda plasmada claramente en el hecho de que lucha por la libertad individual (para hacer empresa, claro está), pero hace superflua cualquier pretensión de igualdad social.
Si nos preguntáramos acerca del origen decimonónico del empresario de sí, caeríamos fácilmente en la ligereza de hacer una historia continuista de este sujeto; seguramente esbozaríamos una posición acorde a la lógica del historicismo presentista contra la que Michel Foucault (1982) tan contundentemente se manifestó. Pero lo cierto es que si bien en el siglo xix hay empresarios, las postrimerías del siglo xx arrojaron una nueva manera de serlo. La ruptura es clara: mientras el liberalismo clásico inventó el hombre del cálculo, aquel que mantenía una preocupación constante por el equilibrio ingresos-gastos, haciendo una planificación de sí en función del mantenimiento de este balance y mostrándose reacio al proceso de disciplinamiento del cuerpo, en las décadas del neoliberalismo propiamente dicho el sujeto se reconoce activo, unificado alrededor del deseo de ofrecer los mejores resultados, comprometido totalmente con su actividad profesional, con deseo de realizarse a sí mismo y con la certeza de contar con los medios subjetivos para ello. En resumidas cuentas, el empresario de sí es el sujeto que hace de la empresa de sí su deseo, como lo señalan Laval y Dardot (2013). La persona deja de ser considerada como un ciudadano para ser vista como actor económico y responsable último y único de su felicidad.
Como ya lo mencionamos, el dogma de la competencia sufrió unas transformaciones de fondo con el paso del liberalismo clásico al neoliberalismo. La tradición austroamericana, o angloamericana como es denominada por Sennett (2000), inaugura una concepción de competencia centrada en la gestión de la información (Deleuze, 1999; Laval, 2004, 2012; Laval y Dardot, 2013). Tener un mayor acceso a la información que otros hace del sujeto empresario un individuo más competitivo y exitoso. Se confecciona una carrera entre sujetos que buscan, para obtener los logros propuestos, estar mejor informados, ser creativos para acceder a la información y para producirla porque de ello depende que puedan gestionarse mejor como empresa en todas las esferas de su vida.
El sí mismo como inversión
Si bien la libertad humana ha sido problematizada a lo largo de la historia, el liberalismo clásico la concibió como un imperativo, como una forma de racionalidad que se unía a la naturalización de las normas económicas. En el presente, el papel del Estado es velar por la defensa y la promoción de la libertad de los individuos basándose en el criterio de la competencia y el rendimiento, es decir, bajo el horizonte de la economía y el mercado. El neoliberalismo mantiene la aspiración de los siglos previos frente a la libertad del individuo. Solo que ha habido una torsión: mientras que los siglos xviii y xix concebían la libertad como un derecho natural, el neoliberalismo la ve como una conquista que se logra ya no por efecto de las dinámicas políticas y sociales, sino fundamentalmente por la lógica del mercado y la competencia. La persona es libre, pero para ser empresario, para definir cuál es el producto que tiene para comerciar; es libre para determinar el ramillete de productos que quiere consumir. En fin, es una libertad no fundamental sino realizada en el marco que ofrece el mercado de consumo. A ese tipo de libertad se acoge el individuo alienado al neoliberalismo.
La fobia al Estado (Foucault, 2007) no habría tenido el mismo impacto en términos de la configuración del sujeto contemporáneo si no hubiera emergido la tecnología conceptual del capital humano.2 Michel Foucault recurre a los trabajos de Gary Becker y Theodore Schultz, con sus textos The human capital de 1964 e Investment in human capital del año de 1971, respectivamente (Castel, 2010; Castro-Gómez, 2010; Foucault, 2007). El sutil desplazamiento desde la noción de consumo hacia la de la inversión se constituye en nuclear dentro de esta teoría. El programa de gobierno promovido por el neoliberalismo defiende la idea de que al comprar servicios de salud, educación u otros, o al gastar tiempo divirtiéndose o buscando empleo, las personas están haciendo una inversión en sí mismas. Los factores inmateriales “como el placer sensual, la felicidad, y el bienestar corporal también son factores económicos. Son inversiones que los sujetos hacen en sí mismos, ‘competencias’ que luego podrán capitalizar” (Castro-Gómez, 2010, pp. 202-203).
El neoliberalismo aborda el problema del trabajo desde un dominio de análisis puramente económico, lo cual se constituye en toda una novedad en la medida en que los neoliberales habían criticado que de los tres factores implicados en la producción de bienes, según lo sostenía la economía política clásica, solo fueron explorados en profundidad la tierra y el capital, quedando el tercero, el trabajo, como página en blanco sobre la que los economistas no escribieron nada. Más específicamente, el trabajo solo fue considerado en la variable del tiempo, pero nunca antes se lo había analizado en sí. La reflexión de la teoría económica sobre la producción capitalista, como también lo hace el marxismo, deja el trabajo reducido a las variables cuantitativas de tiempo y fuerza. Por el contrario, los neoliberales “pretenden cambiar lo que constituyó el objeto, el dominio de objetos, el campo de referencia general del análisis económico” (Foucault, 2007, p. 259). Puesto que durante el siglo xix y parte del siglo xx el análisis económico giró en torno de los mecanismos de producción e intercambio y de los hechos de consumo localizados dentro de una estructura social dada en la que aparecen esos mecanismos, el neoliberalismo cambia el foco del análisis y se pregunta por la naturaleza y las consecuencias de lo que denomina decisiones sustituibles, las cuales aluden al hecho de que las personas destinan los escasos recursos con que cuentan a fines excluyentes entre sí: “La economía, por lo tanto, ya no es el análisis de procesos, es el análisis de una actividad. […] el análisis de la racionalidad interna, de la programación estratégica de la actividad de los individuos” (Foucault, 2007, p. 261).
En qué gasta el trabajador los recursos de que dispone será, por lo tanto, la pregunta del análisis económico que realiza el neoliberalismo sobre el trabajo. Esto significa situarse en la perspectiva de quien trabaja para situar al trabajador como un sujeto económico activo. Este cambio tendrá importantes implicaciones para esta forma de análisis llevada a cabo por el neoliberalismo, pues deja la economía del lado de los comportamientos de los individuos y, por lo tanto, tendrá que ocuparse constantemente de la pregunta por la racionalidad de los comportamientos. La pregunta que se impone tiene que ver con las formas de razonar que tiene un individuo cuando elige gastar sus escasos recursos en unos productos específicos que constituyen los fines perseguidos en esta inversión. Las motivaciones de las personas, sus gustos, sus cogniciones, sus motivos conscientes e inconscientes, sus aspiraciones y anhelos, y, en fin, su mundo interno se constituyen en un campo para ser comprendido y gobernado en función del despliegue de imperativos económicos, de consumo y mercado.
El trabajo, desde la óptica de Becker y Schultz, es la actividad realizada por una persona para obtener unos ingresos, entendidos estos como “el producto o rendimiento de un capital” (Foucault, 2007, p. 262) y, a su vez, el capital es entendido como aquello que puede representar ingresos futuros. Foucault se pregunta “¿qué es el capital cuya renta es el salario?” (Foucault, 2007, p. 262). Responde que, para el neoliberalismo, el capital son todos los factores físicos y psicológicos que habilitan al individuo para ganarse un salario o un flujo de salarios. En otras palabras, el trabajo es una aptitud, una idoneidad; es decir, una máquina. Así visto, el capital no puede disociarse de su poseedor. La idoneidad, inseparable del trabajador, se constituye en máquina en cuanto que “produce” flujos de ingresos. Aquí lo que se pone en juego es “la idea del individuo activo, calculador, responsable, capaz de sacar provecho máximo de sus competencias, es decir, de su capital humano […]. Nos encontramos, más bien, frente a una nueva teoría del sujeto como empresario de sí mismo” (Castro-Gómez, 2010, p. 205). O, como lo dice Christian Laval (2004), quien contrata “compra sobre todo un ‘capital humano’, una ‘personalidad global’ que combina una cualificación profesional stricto sensu, un comportamiento adaptado a la empresa flexible, una inclinación hacia el riesgo y la innovación, un compromiso máximo con la empresa” (p. 97).
El Homo oeconomicus se comporta como una máquina empresarial. Cualquier acción que busque asegurar unas mejores condiciones de vida es vista como inversión que se dirige a aumentar el capital humano (que incluye su capital económico). Encontramos aquí un tejido en el que confluyen la estructura de competencia, el capital económico de las personas y el logro de la promesa de bienestar, felicidad y libertad, alrededor de la lógica del mayor rendimiento. El logro de esta promesa solamente se obtiene en tanto que los individuos sean competentes, en el sentido de ser poseedores de cuerpos y mentes sanos para tornarse productivos, para sacar el mayor provecho de sus recursos personales, para lograr soportar los embates de una sociedad que los mantiene en continua sensación de riesgo y amenaza, con el efecto de angustia que de ello se desprende (Castel, 2005, 2010; Laval y Dardot, 2013; Sennett, 2000). La salud física y mental se constituye en condición fundamental para conducirse y para conducir a los otros. Aparecen, entonces, los estándares del hombre sano tanto a nivel corporal como mental. Y, por tanto, al hacerse a esos criterios de salud se despliegan formas de subjetivación determinadas.
La generación de flujos de ingresos, dada la radicalización mercantilista del esquema neoliberal del gobierno, termina absorbiendo todas las capas de la vida de las personas, su historia como individuos, la historia de sus propias familias y hace lo propio con la esfera de las relaciones sociales. Consecuentemente con ello, se propende por la llegada de un momento en el cual la vida de cada sujeto, desde sus inicios mismos, pueda ser calculada, proyectada y hasta delineada de acuerdo con aquello que sus padres y la sociedad invirtieron en términos de la provisión de una historia personal satisfactoria (Foucault, 2007). El afecto, el cuidado, el esmero, el vínculo seguro, la atención adecuada y demás aspectos asociados a la crianza se constituyen en todo un “capital semilla” (Castro-Gómez, 2010, p. 206) que le es dado a cada persona incluso desde antes de su nacimiento. El neoliberalismo convierte estos aspectos en variables económicas y, como efecto de ello, puede someter a cálculo el futuro de cada individuo.
En resumidas cuentas, la segunda mitad del siglo xx se ha constituido en la era del capital humano y, en esa medida, hemos pasado de ser consumidores a ser inversores, gracias a que la teoría económica contemporánea, a diferencia de las anteriores, se ha hecho la pregunta por la designación de nuestros ingresos y porque, simultáneamente, ha convertido en variables económicas todos los aspectos de la vida privada y pública, individual y social. En la doctrina del capital humano importa menos la estabilidad laboral y más el despliegue de las habilidades y capacidades de los individuos para convertir en ingresos todo lo que hacen (Laval, 2004; Sennett, 2000). De hecho, como tempranamente lo había manifestado Castel (1984), hasta el ciudadano desempleado tiene algo para hacer su inmersión en la dinámica del mercado. Incluso, en el caso de que sus recursos humanos no le fueran suficientes, puede recibir capacitación. Entonces, paradójicamente, dice Castel, los desempleados parecieran tener una situación de privilegio, ya que pueden aprender a cambiar para convertirse en fuerza de trabajo disponible en unas condiciones no poco ideales de reciclaje.
Estimamos que, en una suerte de cadena sin fin en la que el mercado conquista cada vez más esferas de la vida, también alrededor del capital humano una nueva empresa ha emergido. Cada sujeto debe estar en continua actitud formativa, de aprendizaje, de capacitación, de actualización de sus recursos individuales de tal manera que, como lo hace cualquier empresa, pueda estar a tono con las exigencias del mercado. Consultorías, asesorías de expertos, evaluaciones de pares, terapias de todo tipo y muchas otras empresas han aparecido ofreciendo servicios que buscan aumentar el capital humano de las personas, prometiendo una mejor gestión de sí para los individuos y, en última instancia, ofreciéndose como la clave para que estos se sientan cada vez mejores empresarios de sí. Nuestra tesis es que el empresarismo de sí ha requerido la teoría del capital humano para fundamentarse plenamente.
El sujeto contemporáneo es aquel que debe saber que cuenta con unos recursos humanos que lo habilitan para generar ingresos, pero, al mismo tiempo, reconoce que está sometido, como cualquier otra empresa, a los riesgos e incertidumbres inherentes al mercado y que, en consecuencia, debe hacer una gestión de riesgos individuales. Más importante aún, autorresponsabilizándose, el empresario de sí se hace consciente de su capital humano y asume los costos y los riesgos de su supervivencia, desresponsabilizando al Estado. Incluso, para el caso de los mismos asalariados, se busca que asuman toda la responsabilidad cuando son despedidos de la empresa y que vean, irónicamente, en ello una oportunidad para ser mejores empresarios de sí. De hecho, como lo denuncia Sennett (2000), la persona que busca estabilidad laboral es vista como sujeto de otra época. En la pregunta por el gobierno del sujeto asalariado y del sujeto desempleado, el individuo empleable emerge como característica de la subjetividad contemporánea. Devenir empleable, como lo nombra Castro-Gómez (2010), se convierte en un rasgo fundamental que articula el empresarismo de sí con la teoría del capital humano, pues el hacerse cargo de sí mismo exige que el sujeto empresarial haga un uso adecuado de —y potencie— su propio capital. Ser empleable significa que si se es asalariado, es factible un mejor empleo; si está desempleado, el individuo puede prepararse para asumir el reto de empleo que se le presente. Flexibilidad y desapego son, según lo sostiene Sennett (2000), rasgos del empresario de su propio capital humano.
Como lo señala de manera acertada Castro-Gómez (2010), el problema del gobierno de la población en la racionalidad neoliberal excede la clásica focalización en variables biológicas como el nacimiento, la enfermedad y la muerte; más bien la intervención que se realiza contemporáneamente tiene que ver con toda la vida, en términos moleculares. Por lo tanto, al hacerse poseedor de un capital humano, el sujeto convierte decisiones cotidianas en “estrategias económicas orientadas a la optimización de sí mismo como máquina productora de capital” (Castro-Gómez, 2010, p. 208). Este diagnóstico lo encontramos radicalizado en Han (2014), quien sugiere que el capital se ha constituido contemporáneamente en el nuevo amo que gobierna al sujeto y su intimidad. Proponemos que el gobierno de la intimidad, que es localizado como meta biopolítica actual, supone la diseminación de la forma-empresa hacia terrenos íntimos que son racionalizados económicamente, pensados en términos del mercado y reconvertidos bajo estrategias económicas que los hacen ver como productos adquiribles monetariamente, etc.
Pero, además, la biopolítica introducida por el neoliberalismo parte de la creación de un “medio ambiente competitivo” (Castro-Gómez, 2010, p. 208), lo cual tiene como condición de posibilidad que sean desmontadas sistemáticamente “las seguridades ontológicas por medio de la privatización de lo público. Esto quiere decir que la mejor forma de hacer que los sujetos sean ‘empresarios de sí mismos’ es la creación de un ambiente de inseguridad generalizada” (Castro-Gómez, 2010, p. 208) que promueva las soluciones nuevas a las situaciones de urgencia que generan incertidumbre e inseguridad. Nos encontramos, entonces, con una lógica que parte de la certeza de que la capacidad creativa del ser humano surge en situaciones de presión, incertidumbre, inseguridad y competición. Aquí notamos una ruptura clara entre el Estado providencia y el neoliberalismo contemporáneo: en el primero, el Estado adquiere una responsabilidad social y una posición solidaria que lo compromete con el despliegue de acciones que busca que los individuos sean creativos en situaciones de estabilidad y aseguramiento de las condiciones básicas de vida. El Estado neoliberal, por el contrario, lleva al límite la creatividad de la persona. Y al partir de la concepción de que cada sujeto es responsable de todos los aspectos de su vida íntima y de ciudadanos, desmonta las estabilidades que otrora condujeran su existencia, pues la innovación, carácter propio del sujeto-empresa, hace su aparición. Desproteger al ciudadano, promover al empresario; desregulación de los derechos, reglamentación de las situaciones que estimulen una mayor fluidez del mercado. Nos encontramos, así, ante el basamento de fenómenos como la flexibilización laboral, la transformación de las relaciones sociales en relaciones de competencia/competición, el ascenso de la inseguridad social y la cultura del riesgo, propios de las denominadas sociedades de control.
Libertad y control a campo abierto
En 1990, en Post-scriptum sobre las sociedades de control, Gilles Deleuze (1999) realiza un conciso y contundente diagnóstico de la contemporaneidad, en el que sostiene que hemos pasado de las llamadas sociedades disciplinarias a las sociedades de control. Para esta tesis retoma la conferencia ofrecida por Michel Foucault en la Universidad de Vincennes en el año de 1978 (Foucault, 1985).3 El problema al que pretendió acercarse Foucault en esta disquisición es cómo gobernar en medio de la escasez de energía en el futuro próximo. Sostiene que los Estados, que hasta ese momento se han caracterizado por ser Estados-providencia, tendrán dificultades para enfrentar, dominar y controlar los conflictos y las luchas asociados al problema del creciente encarecimiento de la energía. La salida más viable que ellos habrán de elegir es lo que Foucault denomina desinversión del Estado (Castro Orellana, 2004b; Foucault, 2007). Esto cambia completamente la idea de orden interior y el ejercicio para lograrlo. De hecho, esta transformación se produce como efecto de la entrada en escena de una nueva economía. En esta desinversión, el Estado necesita economizar su propio poder. Entonces, se desentiende de una serie de aspectos que antes lo conminaban (ahora la acción policíaca de control será más relajada) y delimita otros de alta prioridad en los que tendrá que ejercer control denodado (zonas de vulnerabilidad en las que el Estado no permitirá que pase nada y asumirá activamente el control). La condición para el buen funcionamiento es la activación de un sistema de información general que le permita al Estado realizar su acción, en caso de peligro, en aquellas zonas. El logro del objetivo de esta forma de gobernar requiere de los medios de comunicación para que el poder no se desgaste y se produzca una regulación espontánea que autoengendre y perpetúe el orden social (Foucault, 1985). En esta situación, el Estado aparecerá, al mismo tiempo, desentendido y condescendiente.
Control sin vigilancia es, entonces, el diagnóstico del presente adelantado por Foucault y avanzado por Deleuze (Castro-Gómez, 2010). Esto significa que la forma de establecer el control, el cual se afianza como objetivo fundamental de gobierno, ya no se corresponde, como también lo sostendrá Foucault, en sus lecciones iniciadas al año siguiente (Nacimiento de la biopolítica), con la lógica del disciplinamiento de los individuos a través de su cuerpo, de la vigilancia panóptica y bajo el recurso al encierro, sino que este se realizará mediante una vigilancia focalizada en la potencial peligrosidad susceptible de desarrollarse en las zonas de vulnerabilidad.
Como lo dice Deleuze, el paso de las sociedades disciplinarias a las de control, como es el caso de nuestro tiempo, no supone una evolución y mucho menos la existencia de la plena libertad. No se puede sostener que un régimen de encierro disciplinario sea mejor que el régimen de la sociedad del control sin vigilancia (Deleuze, 1999). Sin embargo, el tema, o más bien la promesa, de la libertad se localiza en el centro de la racionalidad neoliberal. Como bien lo expresa Castro-Gómez (2010): “desde luego, esta situación no significa que hayamos entrado en un tipo de ‘sociedad abierta’ o ‘libertaria’, como quieren los apologetas del neoliberalismo, sino en una sociedad donde, paradójicamente, el control se realiza a través de la libertad” (p. 216). Deleuze (1999) ha notado la movilidad de los controles cuando plantea que estos son una suerte de molde autodeformante que se transforman continuamente, pero sin perder su carácter de control. Defendemos la idea de que el control contemporáneo como forma de gobierno de los otros ya no acontece privilegiadamente en los dispositivos de encierro como la cárcel, el hospital o la escuela, los cuales están siendo hoy interrogados desde sus bases más profundas; este control se da en una suerte de confiscación de la vida total de la persona y la sociedad que lleva a tres cosas: por una parte, a que no existan recovecos en los que no aparezcan las voces de los expertos indicando cómo conducirse, a partir de los mass media, de las voces de las nuevas autoridades, etc.; por otra parte, a la creación de lenguajes nuevos que viabilicen las nuevas formas de control; y finalmente, a que el control devenga autocontrol.
Según lo proponemos, las formas-encierro se quedan cortas, en la actualidad, para llevar a cabo el gobierno de la población. Se necesita control dinámico (con estrategias que se renuevan continuamente), control totalizante (que no deja por fuera ninguno aspecto de la vida individual y social), control autogenerado (formas conocidas de control engendran nuevas formas de realizarlo), control a campo abierto (no reducido a las instituciones de encierro), autocontrol (cada persona es responsable del control de sí). Son estas algunas de las características propias de la racionalidad contemporánea.
Como lo señalamos, en las lecciones sobre el Nacimiento de la biopolítica se plantea que no estamos ya en el mundo disciplinario en las sociedades modernas, sino en el mundo del control propio de la racionalidad neoliberal. Esto no significa que las formas e instituciones del disciplinamiento moderno hayan sido superadas, sino más bien que, aunque siguen existiendo, están siendo profundamente interrogadas en la actualidad (Castro-Gómez, 2010; Deleuze, 1999, 2007; Foucault, 2007; Morey, 2005). La desinstitucionalización hospitalaria con la figura del hospital-en-casa, la figura de casa por cárcel, las nuevas formas de escuela, las nuevas formas de trabajo desde la casa que se ofrecen como una alternativa al confinamiento fabril, entre otras, son manifestaciones de este cuestionamiento. Y estos cambios pueden ser considerados como producto de la nueva racionalidad económica. En otras palabras, no se debe a la buena voluntad de los Estados y a las buenas intenciones de los administradores, ni incluso al férreo deseo de transformación que realizan sus propios usuarios, que las instituciones de encierro se hayan transformado.
Las personas se han visto llevadas a asumir una posición ondulatoria ante la realidad que, siempre subsidiaria de una economía en continuo e imprevisible cambio, les exige el despliegue de movimientos multidireccionales que les permitan lograr una mediana adaptación a esas transformaciones; adaptación que, dicho de paso, está continuamente amenazada, puesta en cuestión y, finalmente, atacada. Vivir peligrosamente se convierte entonces en un rasgo definitorio de este individuo, metafóricamente denominado por Deleuze (1999) la serpiente monetaria. La gestión de sí mismo en un mundo totalmente inaprehensible y lleno de inseguridades, la capacidad de reinventarse continuamente, gestionando su capital humano (Castro-Gómez, 2010), y el hacerse espacio a partir de su propio movimiento (Han, 2014) son características de esta serpiente.
Ser lo más emprendedor posible y, por supuesto, hacerse gestor de sí mismo articulan plenamente con la metáfora serpentina del sujeto contemporáneo. En un planteamiento metafísico, desde Von Mises (Laval y Dardot, 2013) se habla del emprendimiento como una facultad del sujeto del presente que solo puede desplegarse en un medio mercantil y como efecto de vivir en la incertidumbre y el riesgo, rasgos propios de la dinámica del mercado. Se piensa, por supuesto, el emprendedor como la versión evolutiva más acabada de la persona, como lo último “descubierto” del individuo humano. Hacia allá es natural, por lo tanto, querer tender. El neoliberalismo, en cuanto nueva racionalidad económica para el gobierno de los otros, ha implantado el problema y, al mismo tiempo, sugerido su solución. El problema es inmanente a su propia racionalidad; viene definido por el hecho de que esta forma contemporánea de gobierno está sometida a los vaivenes del mercado, lo cual plaga de riesgo, inseguridad y fragmentación la vida de las personas (Sennett, 2000). La solución es, en este contexto, aprender a conducirse de manera flexible, adaptarse de la manera más rápida posible a los cambios y convertirse a sí mismo en empresa. Aquí encuentran su lugar cogniciones como “nada a largo plazo” (como lo denuncia Sennett) o “nunca se termina nada” (como lo nombra Deleuze).
En las sociedades de control acudimos a una forma de gobierno en la que se modula la conducta de los sujetos ya no mediante el encierro, sino a través de la intervención sobre su medio ambiente, lo que se constituye en el foco de la acción a distancia que propicia la autorregulación conductual de los individuos (Castro-Gómez, 2010). Tal modulación se estructura en función de la libertad que tiene toda persona para incluirse en el sistema de mercado.4
Juzgamos que, en un nuevo deslizamiento de la noción de libertad (ya habíamos postulado que en el neoliberalismo cada individuo es conminado a hacerse libre pero para encargarse de aquello de lo que el Estado era responsable), nos encontramos el problema de la inclusión. Cada sujeto es libre para incluirse en la dinámica social (que es la dinámica del mercado); no es incluido ni por otros ni por el propio Estado, sino por sí mismo. La labor del Estado tampoco es, como lo fue antes del neoliberalismo, preguntarse cómo incluir a todos y, aunque nunca logró plenamente tal inclusión, con qué instrumentos lograrlo. En las sociedades actuales cada uno debe incluirse y para ello es poseedor de un capital humano que debe usar e incrementar. El responsable de su exclusión sería el propio sujeto. No obstante, esta racionalidad se las arregla para que todo esté incluido en la lógica del mercado (las necesidades básicas, los objetos materiales, los ámbitos inmateriales como la educación, la belleza, el amor, la sexualidad). El mercado les ofrece “salvavidas” a los individuos para que logren hacer parte del engranaje social. El endeudamiento se convierte en la estrategia incluyente por excelencia.
En todo caso, la libertad de la que permite gozar el neoliberalismo es puramente constrictiva: libertad de elegir lo que el mercado ofrece; libertad para incluirse de acuerdo con los imperativos de la dinámica económica actual. Estamos obligados a elegir (Castel, 2005, 2010; Laval y Dardot, 2013; Lazzarato, 2006; Von Mises, 1986), y por ello el problema de la libertad y la democracia absoluta del consumidor resulta engañoso. Oponiéndose a aquella idea de los siglos previos de que el Estado es el que sabe lo que es bueno para los individuos, Von Mises y Hayek postulan que la particularidad y superioridad de la economía de mercado radica en que el individuo es capaz de decidir sus acciones y lo que es bueno para sí mismo (Laval y Dardot, 2013). ¿Ante qué opciones puede elegir el individuo? Todas las opciones posibles son puestas en frente suyo por el mercado, por los grandes capitales, por los medios de comunicación. Esta idea de libertad misesiana y hayekiana termina siendo falaz. De hecho, como nos lo recuerda Han (2014), el neoliberalismo produce una sensación de libertad en los sujetos, pero, en el fondo, induce en el individuo sendas coacciones y formas de sometimiento a partir de las cuales, paradójicamente, este se subjetiva. Para completar su diagnóstico del presente, señala que el neoliberalismo muestra una gran eficiencia e inteligencia para explotar la libertad.
Nuevas sujeciones mediante el culto al riesgo
En La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Sennett (2000) se une a los diagnósticos contemporáneos que defienden la idea de que vivimos, en las sociedades de control actuales, en una situación continua de riesgo. El riesgo puede ser pensado en dos sentidos: por una parte, como asociado a la incertidumbre, a las situaciones desconocidas que ponen en tela de juicio los recursos de que dispone la persona. Vivir en riesgo significa, según esto, estar un paso atrás respecto de la realidad que exige más y que resulta desconcertante. Por otra parte, estar en situación de riesgo es arriesgarse, lanzarse a una arena que por ser desconocida no necesariamente inmoviliza a los individuos.
Para Sennett es propio del ser humano, cuando de riesgo estamos hablando, ser más sensible al temor a la pérdida que a la ganancia. Consideramos que esta focalización en el miedo a la pérdida muestra una característica también humana, a saber, la vivencia de una situación de constante vulnerabilidad. Ser vulnerable es estar expuesto a situaciones potencialmente dañinas para el sujeto cuando este siente que los recursos de que dispone no son suficientes para hacer frente a las exigencias de ellas. El riesgo implica un continuo volver a empezar por cuanto la manera como este es valorizado, dentro de la racionalidad de mercado de hoy, enfatiza la capacidad de las personas para moverse de lugar, emprender nuevos proyectos, proponer nuevas soluciones a antiguas necesidades, hacerse lectores de necesidades actuales para diseñar el producto que las solucione. Vivir en riesgo, pues, es descubrir nuevas oportunidades de negocio, poniendo a prueba los recursos propios y haciéndose a aquellos de los que no se dispone. Todo esto es, finalmente, la tarea de todo emprendedor.
Las instituciones modernas mantienen un carácter incierto como resultado de su ataque a “la rutina como objetivo, haciendo hincapié en las actividades a corto plazo, creando redes amorfas y sumamente complicadas en lugar de burocracias de estilo militar”, como lo indica Sennett (2000, p. 87). Al invocar al sociólogo Ronald Burt, quien, en su texto Agujeros estructurales, hace un acercamiento al problema de la flexibilidad en las organizaciones contemporáneas, adhiere a su postura según la cual el trabajo en red ofrece mayores oportunidades de movimiento para los sujetos en medio de un mundo de incertidumbre, dado que una persona puede hacer uso de las “oportunidades no previstas por otros, puede explotar los controles débiles de la autoridad central. Estos ‘agujeros’ en una organización son los sitios de la oportunidad, no las ranuras claramente definidas para un ascenso en la pirámide burocrática tradicional” (Sennett, 2000, p. 88). Aprender a moverse, identificando los espacios que posibiliten la mejor actuación y rendimiento dentro de la organización, parece ser la norma que se impone a pasos agigantados. Esto, sin lugar a dudas, produce estados de incertidumbre y desorientación que para Sennett, basándose en Burt, se manifiestan de tres formas:
1. Movimientos ambiguamente laterales definidos por el hecho de que el sujeto cree que está ascendiendo en la empresa, pero, en realidad, se mueve hacia un lado u otro, puesto que la creciente estructuración flexible y la des-jerarquización del mando no dejan claras las rutas del ascenso. El resultado de esto es que “las categorías de los puestos de trabajo se vuelven más amorfas” (Sennett, 2000, p. 89).
2. Pérdidas retrospectivas. Al moverse ambiguamente, el sujeto suele contar con poca información fiable sobre la nueva posición que ocupa. Y, como si fuera poco, no alcanza a recabar la suficiente información puesto que rápidamente es reasignado. En esta situación, “solo retrospectivamente se da cuenta que ha tomado decisiones equivocadas” (Sennett, 2000, p. 89).
3. Ingresos impredecibles. La movilidad laboral en las prácticas empresariales contemporáneas tiende a una creciente ilegibilidad, puesto que si antes cambiar de puesto de trabajo o de empleo era asociado a un ascenso salarial, hoy no necesariamente lo es.
Si bien en la criticada práctica de la rutina empresarial fordista el empleado tenía claridad sobre su presente (estaba delimitada claramente su función dentro de la empresa) y su futuro (los tiempos de producción, de disfrute del ocio y del goce de la jubilación eran predecibles), el nuevo explorador de agujeros está sometido al incremento de las incertidumbres y a la indicación constante de la necesidad de asumir riesgos. Sin embargo, tal asimilación de las incertidumbres es penalizada si los resultados no son los esperados por la organización. Lo que para Sennett es uno de los aspectos que corroen el carácter de las personas es que, en esta práctica de asumir riesgos, la experiencia acumulada es poco valorada, pues se enfatiza la capacidad del sujeto para renovarse a sí mismo, para devenir adaptable a los requerimientos de los nuevos amos (los clientes), para hacer uso de herramientas innovadoras, para desligarse de soluciones “viejas” que lo único que lograrían, según los neoliberales, es anquilosarlo en el pasado. Sugerimos que, en la experiencia del capitalismo contemporáneo, la vivencia y el lugar asignado al riesgo están cruzados por tensiones. Dos de ellas son la tensión por la historia y la tensión por la ambigüedad/incertidumbre.
Tensión por la historia. La gente, en el discurso contemporáneo del empresarismo, se mueve entre dos polos, a saber: 1) habitar en el riesgo y el caos viendo allí las oportunidades que presentan los “agujeros” en la red institucional en el día a día, lo cual implica el despliegue de habilidades “nuevas”, sin historia, ante cada situación; y 2) en el otro polo están quienes suponen que las situaciones nuevas, por muy frecuentes e irruptoras que sean, se afrontan con la experiencia acumulada. Esta tensión lo que pone en juego es el valor de las raíces, la historia de las personas y de los logros del individuo. La tendencia a la deshistorización del sujeto (un sujeto con capital pero sin historia) se ha ido tornando en narrativa dominante en el discurso neoliberal. En su práctica de gobierno tanto del individuo como de los colectivos humanos, el neoliberalismo acude al desarraigo y al desapego como basamentos importantes para la adaptación rápida y flexible de los individuos a las condiciones siempre cambiantes del mercado.
Tensión por la ambigüedad/incertidumbre. Sennett señala que hay dos tipos de individuos, a saber, los que navegan confiada y fluidamente en las aguas de las ambigüedades y las incertidumbres (los amigos de los “agujeros”) y los que no se sienten a gusto con ellas que más bien se sienten exiliados, ahogados, desarraigados, sin lugar. La expresión “vivir en el agujero” es una buena descripción cuando nos referimos a las subjetividades propuestas por la racionalidad neoliberal. Vive en el agujero quien lo asume como una oportunidad. El agujero, como ya habíamos adelantado, se refiere a aquellas rendijas por las que el individuo se va promoviendo, por las que las personas hallan oportunidades de navegar fluidamente en los mares de la organización en red; son las fisuras propias de una organización reticular y que, lejos de ser consideradas obstáculos para el logro de los objetivos institucionales, se constituyen en fuentes de movilidad, dinamismo y creación. Sin embargo, también esos agujeros son fuente de incertidumbre. Pero vivir en el agujero, un lugar oscuro que quita el aire, también puede metaforizar esta sensación de incertidumbre que acompaña a las personas que se resisten a este tipo de organización reticular que se concibe a sí misma como flexible.
A partir de esto, nosotros postulamos la existencia, en el discurso neoliberal, de dos duplas contemporáneas del empresarismo: 1) la dupla vulnerabilidad/riesgo y 2) la dupla flexibilidad/adaptación. La racionalidad empresarial contemporánea pareciera cifrarse más en la primera dupla que en el éxito propiamente dicho. Es decir, este discurso se ha infiltrado en nuestra cotidianidad para revelarnos que somos individuos frágiles, falibles, vulnerables, lo que nos pone en continuo riesgo; riesgo que, dicho sea de paso, es visto como inevitable, como algo a lo que hay que exponerse. Dos posibles salidas encontramos a esta situación, ambas referidas a la gestión del riesgo, y que aquí denominamos el empresario consumidor y el empresario mercader.
Capturada por el mercado, la incertidumbre que emerge de la vivencia de la dupla vulnerabilidad/riesgo es manejada mediante el consumo de nuevos bienes que son ofrecidos por gestores del riesgo. El empresario de hoy es, por tanto, un consumidor cotidiano de servicios asociados al manejo del riesgo (Rose, 2007a). De todas maneras, no podemos suponer la existencia de los llamados riesgófilos y los riesgófobos basándonos en el criterio del temor al riesgo, como lo hacen Laval y Dardot (2013),5 pues la base de la gestión del riesgo es la administración de situaciones que, conjugadas con la sensación de vulnerabilidad subjetiva, puedan ser potencialmente destructoras de la persona, de la comunidad, de la empresa o de la sociedad. En otras palabras, los riesgófilos también son sujetos atemorizados por el riesgo, pero que se hacen a herramientas para su eliminación o disminución. Hacerle frente al riesgo conduce, como ya lo habíamos insinuado, a consumir los productos que ofrecen las empresas gestoras del riesgo. El sujeto consumidor que, aunque temeroso de los riesgos, paga por la gestión de estos, es, al mismo tiempo, un individuo que hace mercadeo de sí mismo. En cuanto sujeto mercader reconoce como inevitables los riesgos y los administra. Claro que el management actual tampoco conjura del todo el temor al riesgo y más bien mantiene la impresión de que tenemos pocos recursos para manejar la variabilidad de la vida.
El riesgo tiene dos características promotoras de incertidumbre y angustia: remite a lo desconocido (en cuanto temido) y es irrupción. La subjetividad es puesta en escena dentro de este juego. La vida empresarial contemporánea ha sido promotora de una suerte de culto al riesgo, como si solamente de frente al riesgo el sujeto mostrara su real fortaleza. En este sentido, presenciamos que el verdadero culto no es tanto al riesgo, sino al yo.
Acorde con las exigencias que la racionalidad neoliberal contemporánea le ha hecho al sujeto que produce, la vida del empresario de sí es un escenario para mostrarse como competentes, emprendedores y capacitados para competir fuerte. La figura que mejor refleja esta forma de individualidad promovida es la del sujeto agonístico. La dimensión agonística del sujeto era característica de la enkrateia griega en la que este combatía consigo mismo para el dominio de los placeres y los deseos (Foucault, 1998b): “La enkrateia, con su opuesto la akrasia, se sitúa en el eje de la lucha, de la resistencia y del combate” (p. 62).
Así vista, la agonística promovida en aquella sociedad se refería fundamentalmente a una lucha consigo mismo, cuyo modelo era la actitud de combate con los adversarios, que, para el hombre griego, que era político y libre, finalmente, eran sus propias pasiones y deseos. En cambio, la búsqueda del lucro económico, del mayor rendimiento, del despliegue ad infinitum de los placeres y deseos, del desarrollo de las competencias individuales y de la mayor capacidad de competición en el mercado son los nuevos puntos de aplicación de la posición agonística del sujeto del neoliberalismo. Consideramos, entonces, que la agonística subjetiva contemporánea tiene un carácter más externalista por cuanto el sujeto-empresa no se plantea el límite de sus deseos, aspiraciones y anhelos, pues estamos habitando crecientemente la cultura del “todo se vale, todo se puede”, y, por lo tanto, su lucha no es contra sí mismo fundamentalmente, sino que su vector de combate son los otros en la medida en que el individuo que es en sí mismo su empresa no puede ver en los otros más que competidores que amenazan la estabilidad de su negocio, que ponen en riesgo continuo su flujo de ingresos y, por lo tanto, el valor de sí. El Otro (es decir, cualquier otro) puede llevar a la quiebra a un individuo. Y aquí lo que se pone en juego no es el capital económico sino el capital subjetivo de la persona. La doctrina austríaca (generadora del neoliberalismo propiamente dicho) “privilegia una dimensión agonística, la de la competición y la rivalidad. A partir de la lucha de los agentes se podrá describir no la formación de un equilibrio definido por condiciones formales, sino la vida económica misma, cuyo actor real es el emprendedor, animado por un espíritu empresarial” (Laval y Dardot, 2013, p. 136).
Sostenemos la idea de que el sujeto agonista de hoy tiene para mostrar sus competencias y su talante guerrero, características que son la base de la adaptación y la capacidad para el combate. El neoliberalismo le endilga al individuo no solamente esta capacidad, sino, y sobre todo, la obligación de sobreponerse a los imprevistos, los fracasos y los obstáculos en el proceso de mantenerse como empresa de sí exitosa. El sujeto agonista es pensado, de todas maneras, como aquel que siempre puede volver a empezar debido a dos razones: es el responsable de sus propios fracasos y, lo que resulta más definitivo, nunca lo pierde todo, pues posee un capital humano. Como lo sostienen Laval y Dardot (2013), el sujeto emprendedor es causa y efecto: causa, porque sobre sus hombros descansa la responsabilidad de la generación de la dinámica y la evolución económica. Efecto, porque la racionalidad neoliberal produce a este sujeto alrededor de la dinámica propia del mercado de consumo, volviéndolo un innovador capaz de levantarse, rehacerse y volver a empezar. Las consecuencias de esto no se hacen esperar: por una parte, con el agobio y la angustia emergentes de la posición de emprendedor que asume cada individuo aparece el sujeto medicalizado. Por otra parte, el lazo social es puesto en cuestión. Con el tema del “nosotros”, que es discutido por los críticos del neoliberalismo, nos encontramos con que históricamente ha habido dos debates. El primero de ellos (el universalismo del lazo social) tiene un calado histórico más amplio e incluso previo al surgimiento de esta racionalidad; el segundo (la ruptura de este lazo), circunscrito al neoliberalismo propiamente dicho:
1 El debate acerca del universalismo del lazo social emerge de la tensión producida por tema de lo social en el ser humano. Existen los que, como Von Mises (1986), plantean la existencia de lo comunitario como un a priori al sujeto mismo. Las teorías del desarrollo psicológico y las corrientes angloamericanas del psicoanálisis hacen énfasis en que somos sujetos relacionales (Greenberg y Mitchell, 1983; Mitchell, 1993). Pero, en el otro extremo, se encuentran aquellos que no dan por sentado que el vivir juntos sea sinónimo de “lo social”. Nosotros nos desmarcamos de esta tensión, pues no nos situamos en ninguno de estos dos polos, en la medida en que nuestra analítica se alimenta de los estudios genealógicos que, como aquellos que realizó Michel Foucault, no adoptan ningún universalismo humanista, antropológico, científico o social. Por ello, aunque reconocemos el piso que ofrece la idea del “vivir juntos”, no suponemos, con ello, que lo social sea un a priori al sujeto mismo. Creemos que esto nos ofrece una pista, pues, frente al problema de lo social, en vez de partir de una especie de trascendentalismo comunitarista, nos interesamos en preguntarnos: cuando la gente vive junta, ¿cómo lo hace? ¿Qué dispositivos, formas de relación, discursos y prácticas les permiten a las personas vivir juntas y construir “lo social”?
2 Debate por la ruptura del lazo social. La primera posición está caracterizada por la denigración del individualismo radical realizado por el neoliberalismo, de la cual es subsidiaria la despolitización del sujeto contemporáneo. Sennett (2000) mantiene la idea de que las lógicas posfordistas atentan contra el vínculo de los asalariados con los otros (familia, amigos, colegas, etc.) no solamente por el hecho de que el trabajador, dentro del régimen de riesgo y flexibilidad al que lo somete la organización empresarial de hoy, dispone de menos tiempo para generar redes sociales (o mantener las ya existentes, como la familia), sino porque la práctica de la competencia lo enemista con los otros que son vistos como competidores. Álvarez-Uría (2006) hace un análisis en el que también denuncia la despolitización del sujeto, la cual se da como producto de la búsqueda de un yo pleno, producto de la psicologización del yo. En esto coinciden Laval y Dardot (2013) cuando sostienen que hemos pasado del ciudadano con responsabilidad colectiva al hombre empresarial al que “la sociedad no le debe nada, que ‘no obtiene nada sin nada a cambio’ y que debe ‘trabajar más para ganar más’, por retomar algunos de los clichés del nuevo modo de gobierno” (p. 387). El sujeto de derechos es reemplazado por un actor empresarial, el derecho público es sustituido por la negociación caso-caso. Esta empresarialidad de la acción pública arremete contra la ciudadanía social y su lógica democrática, pues refuerza las desigualdades sociales y las prácticas sociales de exclusión, fabricando cada vez más “‘subciudadanos’ y ‘no ciudadanos’” (Laval y Dardot, 2013, p. 388).
Lo que entra en juego aquí es el problema de la dependencia. El gobierno social de la segunda mitad del siglo xix instauró una serie de prácticas administrativas, jurídicas y económicas que, como bien lo sostiene Castel (2005, 2010), se orientaban a enfrentar los peligros que traía consigo la pauperización de la población. Se gestó, entonces, un sistema que buscaba hacerle frente a las incertidumbres asociadas principalmente al mundo del trabajo. Las ideas de solidaridad y mutua dependencia, que están presentes también en el welfare state del siglo xx, se hallan expresadas en este gobierno social. Justamente es la idea de dependencias mutuas lo que, en opinión de los críticos del Estado providencia, degenera en un exceso de intervencionismo estatal (Castel, 2005, 2010; Foucault, 2007). Como lo expresan Laval y Dardot (2013), el neoliberalismo es una racionalidad que privilegia la independencia, la ruptura de la mutualidad como formativa de la solidaridad, la autogestión bajo la idea de que nadie le debe nada a nadie y que, por consiguiente, cada uno debe asegurar la satisfacción de sus necesidades a fuerza de invertir en sí mismo. Ruptura del lazo social, por lo tanto.
La segunda posición sostiene que esta racionalidad produce, irónicamente y de manera no deliberada, nuevas formas de lazo social (ligas de consumidores, públicos críticos, defensores de los derechos humanos, comités de censura televisiva, etc.). En una suerte de resistencia desde la base, se van consolidando movimientos que atacan desde adentro ciertos aspectos del neoliberalismo (Laval y Dardot, 2013) creando el “nosotros”, lo que para Sennett (2000) es la base de cualquier resistencia a esta lógica corrosiva del carácter. Finalmente, en la tercera posición está la idea de que lo que cambia no es el lazo social, sino los vectores sobre los que este se articula. Vázquez (2005a) se refiere a que hemos pasado de una forma de gubernamentalidad centrada en la gestión del riesgo ubicada en la experiencia colectiva (mediante los seguros sociales, por ejemplo) al desarrollo de estrategias de responsabilización de sí frente al propio riesgo, que ahora es visto como acontecimiento exclusivamente individual.
El lazo social, según nuestro planteamiento, no se ha roto por efecto de la racionalidad inherente al neoliberalismo, sino que se ha transformado en virtud de que los criterios bajo los que esta lógica instaura lo social tienen que ver con el rendimiento máximo y con la competencia, entre empresas y entre individuos. Entonces, nuevas formas de vínculo social se han creado en este marco. Lejos de creer que el empresarismo de sí crea a un sujeto solipsista, desarraigado del mundo, enajenado, desinteresado de los otros, la ascesis del rendimiento lleva a desplegar en el sujeto una auténtica preocupación por el otro (cliente real o potencial, competidor, amigos, familiares, la empresa para la que se labora, etc.). Es por esto que, a nuestra manera de ver, esta racionalidad contemporánea transforma el lazo social. De la solidaridad smithiana, la simpatía darwiniana y la preocupación por lo social del Estado de bienestar poco queda; el lazo social hoy se cifra en vínculos de mercado y competición. Mercantilización de las relaciones con los otros, por supuesto. Han (2014) observa cómo el sujeto neoliberal es incapaz de relacionarse con otroslibre de cualquier finalidad, de lo que deriva la idea de que el neoliberalismo rompe con la libertad del individuo. No obstante, no coincidimos con este autor cuando deriva de esto también otra idea: que este sujeto está totalmente aislado. Creemos que este, en realidad, construye vínculos, pero con una finalidad empresarial, de capitalización de sí mismo.
Retomando nuestro hilo discursivo previo al problema del lazo social, el volver siempre a empezar (Deleuze, 1999; Sennett, 2000) puede ser leído, como aquí lo hacemos, en el sentido de que el riesgo no nos permite salir del punto cero: así salgamos airosos de una situación riesgosa, somos llevados hacia otra desconocida. Otro de los efectos del eterno retorno del riesgo es la imposibilidad de construir una narración de sí mismo. ¿Qué hace la persona para no naufragar en este mar de incertidumbres? Adaptarse rápidamente. Creemos que la racionalidad del mercado neoliberal usufructúa la dupla vulnerabilidad/riesgo y resuelve la angustia que esta genera mediante la puesta en marcha de la segunda dupla (flexibilidad/adaptación). Ante la imprevisibilidad de la vida lo que queda es adaptarse e inventar respuestas sobre el camino a las demandas imprevisibles de la vida. Aquí aparece el recurso de la flexibilidad.
El tema del riesgo no es nuevo. Desde finales de la Edad Media el peligro de pérdidas asociado a la práctica del mercado había estado presente (Laval y Dardot, 2013). De hecho, la percepción del riesgo había dado origen a la tecnología del aseguramiento. En su Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general, texto publicado en el año de 1755, Richard Cantillon ya había denominado empresarios (emprendedores) a todos los habitantes de una ciudad cuya característica es que tienen remuneración incierta y, por lo tanto, viven en la incertidumbre. Lo novedoso en la perspectiva del riesgo actual es que hoy todos participamos de una racionalidad de gobierno neoliberal en la que somos conducidos a ser empresarios, en la medida en que, por una parte, se instauran prácticas cada vez más generalizadas que se centran en que cada persona haga su propio salario y, por lo tanto, tenga remuneración incierta y, por otra parte, todos somos llevados a valorar el hecho de vivir en riesgo. Los asalariados corren menos riesgos, pero, bajo esta lógica, son eternos dependientes. Esta crítica la escuchamos también en la segunda mitad del siglo xx en el ataque denodado de la rutinización, la burocratización de la empresa y, sobre todo, el deseo de estabilidad laboral como lo leemos en Sennett (2000).
El discurso neoliberal ha ontologizado los estados de incertidumbre y riesgos y los ha dejado ver como el reverso del deseo de cada sujeto. Desear, dentro de esta perspectiva, es vivir en la incertidumbre y el riesgo. En realidad, como lo muestran Laval y Dardot (2013), el riesgo es una producción social y política que es gestionado ya no por el Estado, sino por las empresas privadas que se dedican, cada vez en mayor número, a gestionarlo, dando paso al “sujeto de la seguridad privada” (p. 353), al sujeto del aseguramiento.
Para Rose (2007a) el discurso sobre el riesgo se inscribe dentro de las estrategias gubernamentales. Y en vez de pensar este discurso como emergente de los cambios en las condiciones de vida de la humanidad, como lo sugieren las sociologías históricas, los estudios genealógicos muestran que el problema del riesgo es inherente a un tipo de racionalidad que vio su luz en el siglo xix y que “implicó nuevos métodos de entender y actuar sobre la desgracia en términos del riesgo” (p. 131). Tornar el futuro calculable como una forma de reducir la incertidumbre por lo no acontecido aún se convirtió en cometido claro desde aquella centuria. Las prácticas del aseguramiento no se hicieron esperar y permanecieron a lo largo del siglo xx cuando se democratizó el discurso sobre la seguridad y contra el riesgo. Tanto para Laval y Dardot (2013) como para Rose (2007a), el riesgo se ha mercantilizado. Pagar por los riesgos asumidos significa acudir menos a la ayuda mutua, la solidaridad y el lazo con otros. Por esto pensamos que se ha radicalizado el individualismo de tal forma que todas las causas externas son asumidas como responsabilidad individual, como producto de sus decisiones y, en última instancia, como vinculadas al fracaso personal. El individuo cubre el riesgo del cual solo él se siente responsable, puesto que la existencia conlleva necesariamente la presencia del riesgo.
Robert Castel, haciendo una denodada crítica a la idea de cultura del riesgo sostenida por Ulrich Beck, sostiene que ella crea un amalgamiento de las situaciones de riesgo que viven los individuos y, como efecto de ello, un imaginario social del riesgo como algo connatural al ser humano (Castel, 2010; Varela y Álvarez-Uría, 2013). Nosotros mismos notamos la impertinencia del uso del concepto de cultura del riesgo, pues da la impresión de ser una realidad en sí con visos de universalidad, lo que lo sitúa en un claro lugar de trascendentalidad respecto del sujeto y de lo social.
Esta crítica también la hallamos en Castro-Gómez (2010), quien, haciendo uso de las grillas analíticas foucaultianas, somete a cuestionamiento la idea de Beck según la cual la época actual es una consecuencia no prevista del estallido de los dispositivos de seguridad construidos en la sociedad industrial. Cuando el Estado se hizo el responsable del control de la incertidumbre propia de la sociedad de mercado, terminó paradójicamente, según Beck, instaurando la sociedad del riesgo. Ahora vivimos en una sociedad de la inseguridad y del riesgo que es afrontada buscando reducir cuanto más se pueda la ansiedad producida por ellos a partir de lenguajes expertos psicológicos. Para Beck la sociedad civil hace uso de los nuevos lenguajes expertos para llevar a cabo reivindicaciones locales con impacto global. Al hacer uso reflexivo del saber experto, este autor plantea que tanto el “yo” como el “nosotros” se han convertido en un proyecto reflexivo. Ante este diagnóstico adelantado por Beck, Castro-Gómez (2010) se muestra crítico, pues insiste en que la perspectiva de los posfoucaultianos no se dirige a considerar qué es el riesgo en cuanto cosa, sino a indagar cómo funcionan las tecnologías del riesgo. La ontologización beckiana del riesgo conduce a que este sea homogeneizado, universalizado y totalizado. La pregunta que debe hacerse es más bien por la especificidad de las diversas tecnologías del riesgo, su modo de funcionar según sus racionalidades propias. Dicho sea de paso, conocer la lógica de funcionamiento de las diversas tecnologías del riesgo permite delinear formas de resistencia, puesto que aquellas se constituyen en estrategias de gobierno de los sujetos.
Para Nikolas Rose (2007a) el vacío dejado por el desmonte de la responsabilidad del Estado frente a las seguridades ontológicas (Estado benefactor) ha sido llenado por todo un mercado de la gestión del riesgo. Ha ido emergiendo, entonces, un mercado del aseguramiento de la salud, de la educación, de los servicios públicos, etc., conformados, todos ellos, por consumidores que, desde dentro y bajo las mismas reglas del juego de los mercados, se van constituyendo no solo en actores económicos, sino en actores políticos. La noción de sociedad civil beckiana poca utilidad ofrece a esta dinámica, pues esta noción se queda en el ámbito de la exterioridad y sitúa a los sujetos en el lugar de “‘víctimas’ que exigen ‘derechos’ al Estado […] [en vez de localizarlos] como sujetos activos que no desean ser gobernados de ese modo” (Castro-Gómez, 2010, p. 259).
Finalmente, procurando mantenernos en el razonamiento foucaultiano, podríamos objetar que la visión del riesgo presente en Sennett tiene un carácter negativo en la medida en que concibe el riesgo como un agregado externo al sujeto mismo y lo responsabiliza del deterioro ético de este. Quizá la dificultad que traiga este análisis es que reduce, paradójicamente, la capacidad de maniobra y resistencia de los sujetos a una forma de gobierno que les presenta como constante de vida, aunque externo a ellos, el riesgo en todas las esferas de la existencia. El riesgo ya no es visto como el monstruo exterior a las formas de subjetivación (en cuyo caso, el individuo, como lo dice Castro-Gómez, es una víctima), sino como inmanente a ellas. Entonces cuando la persona despliega una práctica reflexiva de sí y cuando problematiza su manera de ser sujeto, se da cuenta de que cierto tipo de riesgos son producidos por ciertos estilos de existencia. En tanto el sujeto pone en cuestión el modo como es gobernado abre la puerta a desear no ser gobernado así y, por lo tanto, a intervenir sobre el conjunto de riesgos producidos por ese gobierno. En otras palabras, ciertas formas de subjetivación producen ciertos riesgos; elegir modos alternos de subjetivación es actuar sobre los riesgos, ya sea para afrontarlos, reducirlos, transformarlos, eliminarlos.
De la vulnerabilidad/riesgo a la flexibilidad/adaptación
La racionalidad neoliberal, en la que el mercado funge como el eje de las prácticas, ha incorporado el discurso del riesgo a los modos de gobierno de las personas. Como lo dijimos, una estrategia asociada a ello tiene que ver con la introducción de la tecnología conceptual de la sociedad del riesgo, la cultura del riesgo. Y, como vivimos en riesgo constante, nos tenemos que constituir como sujetos asegurados, consumidores de servicios de aseguramiento. Por lo tanto, la sociedad del riesgo resulta ser una noción de gran utilidad para la racionalidad neoliberal y el emprenderismo; el empresarismo, el sistema de seguros y el endeudamiento son estrategias de subjetivación contemporáneas. Aparte de ser consumidor en el mercado del aseguramiento, el sujeto está compelido a adaptarse y ser flexible como una forma de hacerle culto al riesgo para disminuir su impacto desorganizador de la individualidad y para, finalmente, sacar dividendos de él, en lo que aquí hemos denominado la dupla flexibilidad/adaptación. Ante el riesgo que vivimos se impone el comprar seguros, contratar expertos y ser flexible para lograr adaptarse a la incertidumbre del vivir.
Como correlato del planteamiento deleuziano, la serpentización contemporánea en el orden de la vida y del trabajo encuentra en la conducta flexible un punto de anclaje importante. Sennett (2000), al referirse a las nuevas formas de empleo en el capitalismo contemporáneo, sostiene que la crítica denodada a la rutinización fordista del trabajo fue el lugar de inserción del discurso sobre el sujeto emprendedor, el cual se caracteriza sobre todo por ser un innovador y resistente a la rutinización de la vida empresarial (Laval y Dardot, 2013). Por esta vía ha emergido todo un régimen de verdad tendiente a localizar la flexibilidad como la panacea ante este panorama: “hoy la sociedad busca vías para acabar con los males de la rutina creando instituciones más flexibles. No obstante, las prácticas de la flexibilidad se centran principalmente en las fuerzas que doblegan a la gente” (Sennett, 2000, p. 47). Un nuevo orden flexible se ha impuesto (Castel, 2005). Del mismo modo que lo hace Sennett (2000), estos autores indican que la lógica de la flexibilidad en las nuevas formas de organización del trabajo debilita la personalidad.
La estructura de la flexibilidad está compuesta, en opinión de Sennett, por tres aspectos: primero, la reinvención discontinua de las instituciones. Las instituciones de hoy no mantienen vínculo de continuidad con las del pasado, transitando de una organización de jerarquía piramidal a una estructura de red. La idea de reingeniería se impone como un esnobismo de gran calado en la actualidad, pero lo que en el fondo pretende es generar las condiciones para la reducción de puestos de trabajo. Coincidimos con Sennett en su crítica a la reingeniería. En el fondo, pareciera ser una estrategia técnico-científica para disminuir el número de empleados. La necesidad de la eficiencia, la lógica del costo-beneficio, el hacer más con menos, necesariamente lleva la pregunta de “¿qué gastos reducimos para hacernos más eficientes?”. La respuesta a esta pregunta puede hallarse en la disminución de los puestos de trabajo y la reasignación de tareas entre los empleados que sobrevivan. Ellos tienen que tornarse altamente creativos para resolver problemas que no eran de su experticia. Por esta razón, la reingeniería requiere una ruptura con el pasado, lo que permite comprender que la flexibilización del mundo (laboral) hace desarraigados que sufren por su desarraigo. El segundo aspecto de la flexibilidad de hoy es la especialización flexible de la producción. Es la tentativa de “conseguir productos más variados cada vez más rápido” (Sennett, 2000, p. 52). Esta flexibilidad especializada sería antítesis del sistema de producción fordista. La alta tecnología, la velocidad de las comunicaciones modernas, la rápida toma de decisiones, el trabajo a partir de pequeños grupos, entre otros, son los ingredientes necesarios de esta especialización flexible.
Finalmente, la falacia de la concentración sin centralización del poder, la cual se desprende de la idea, también falsa, de que el trabajo en equipo, en vez de promover una estructura jerárquica piramidal, representa el modelo contemporáneo de trabajo en red y, como consecuencia de ello, descentraliza el poder en la medida en que promueve la participación igualitaria de cada uno de los miembros del equipo. Lo cierto es que “los nuevos sistemas de información proporcionan a los directivos un amplio cuadro de la organización y dejan a los individuos, al margen de cuál sea su lugar en la red, poco espacio para esconderse” (Sennett, 2000, p. 57).
Frente a la idea de la desjerarquización de la organización empresarial contemporánea, conexa con el discurso de la flexibilidad, para Laval y Dardot (2013) la organización empresarial contemporánea, al cuestionar el modelo burocrático previo, ha impuesto un nuevo régimen de obediencia al empleado: el nuevo jefe al cual se debe obedecer es el cliente, el cual siempre tiene la razón. Pero esto no es todo; el mundo del trabajo se ha visto cruzado por la lógica de la competencia ya no solo a nivel externo (de las empresas entre sí), sino, y sobre todo, interno (entre los trabajadores). Esta situación no disminuye los controles jerárquicos, sino que los modifica progresivamente “en el marco de un ‘nuevo management’ que se ha podido apoyar en nuevas formas de organización, nuevas tecnologías de contabilidad, registro, comunicación, etcétera” (Laval y Dardot, 2013, p. 229).
De acuerdo con esto, advertimos que esta idea de desjerarquización de la empresa, al igual que la de la concentración sin poder, también es una falacia. No ha cesado la organización jerárquica de la empresa. Lo que sí ha cambiado es la noción de empresa. Ahora la empresa no es una organización que habita una gran superficie, donde cada uno de los empleados está contratado por ella y depende de ella, donde el gerente está observando toda la producción. Más bien, hoy la empresa funciona como archipiélago y península: la península ordena, organiza, ensambla el producto final; tiene un nivel de ascendencia jerárquica marcada; controla todo el proceso, cambia de isla a discreción. Los empleados de cada isla no son la responsabilidad de la península, sino del director de la isla (que, a su vez, es otra empresa). La figura del collage de Sennett bien muestra esta nueva idea/pragmática de la empresa. Así que las jerarquías se mantienen en un nuevo tipo de organización. Lo que también varía es el nivel de responsabilidad que adquiere la empresa sobre los trabajadores que le permiten sacar al mercado su producto final. Las empresas temporales, las maquilas, los trabajos por encargo, las consultorías son nuevas islas. Cada una se encarga de sus empleados, los cuales, a su vez, fungen como trabajadores con “salario integral”, movibles, prescindibles, con una autorresponsabilización evidente.
Quizá lo que se llama red es una nueva empresa fragmentada con su centro de poder definido, con un nuevo sistema ético (pues, su moral, sus reglamentos dependen ahora de los embates del mercado, los cuales los hacen relativos y móviles). Digamos que la norma es la adaptación. Pero otro sentido de la idea de red tiene que ver con la manera como se organiza el trabajo dentro de las empresas. En la medida en que genera nodos de trabajo no personalizados, posibilita que las personas que ocupan esos nodos sean contingentes, movibles y reemplazables, lo cual tiene un efecto directo en la sensación de estabilidad y seguridad de los trabajadores. A los empleados les queda una salida, a saber, mantenerse en una posición de latente desapego respecto de la organización, pues en cualquier momento su lugar en la red puede ser ocupado por otra persona o, en el mejor de los casos, ser reasignados al desarrollo de otras tareas y proyectos. El discurso empresarial contemporáneo racionaliza este desapego como capacidad de adaptación de los individuos, la cual resultaría concordante con el discurso, también propio de esta lógica, de la disposición sin límites al cambio.
Paralelamente a este desapego, el nuevo orden flexible produce sujetos con una alta tolerancia a la fragmentación, entendida esta como la capacidad para desempeñarse simultáneamente en muchos frentes de trabajo (ya sea dentro de la misma empresa o dentro de varias simultáneamente). “La capacidad de desprenderse del pasado [y] la seguridad necesaria para aceptar la fragmentación” (Sennett, 2000, p. 65) se constituyen entonces en dos rasgos del carácter promovidos por el nuevo orden económico mundial. La flexibilidad y la capacidad para moverse tranquilamente en el caos son rasgos que resultan altamente benéficos para los mandos superiores en el capitalismo, para los que Sennett denomina “los vencedores”. Sin embargo, para los eslabones bajos de la cadena es precisa una traducción: el desapego significa desarraigo, la tolerancia significa fragmentación, lo que se traduce por incertidumbre constante ante el mundo cambiante e inaprehensible.
El problema del tiempo es también capturado por esa estructura de la flexibilidad. La flexibilización del tiempo se constituye en uno de los aspectos más radicalmente abordados en la racionalidad neoliberal contemporánea. El horario flexible, si bien se ofrece como la posibilidad de funcionar con altos márgenes de libertad a nivel laboral, quizá sea más bien una estrategia por la cual se conduce al trabajador haciendo una incautación de todo su tiempo. Horarios extendidos, trabajar en casa y uso del tiempo de descanso para “sacar adelante los proyectos”. Particularmente trabajar en casa significa convertir la vida familiar, íntima, cotidiana y privada en oficina, en escenario de ventas, servicios y tareas laborales. Flexibilizar el horario laboral se convierte en la generación de una creciente porosidad en la membrana que diferencia trabajo y casa, vida laboral y vida familiar, lo público y lo privado.
Ser “empresarios de sí” es el correlato de una transformación acontecida en las sociedades de control: la producción, que antes se localizaba en el encierro de la fábrica, hoy se localiza en la exterioridad de esta. En su interrogación de las formas de disciplinamiento mediante el espacio del encierro y la confiscación de los cuerpos, las sociedades contemporáneas, sociedades regidas por la racionalidad económica y la implantación de nuevos sistemas de producción, fueron reemplazando la vieja estructura de la fábrica por la nueva organización empresarial (Deleuze, 1999). Como lo sostiene Sennett (2000), las instituciones contemporáneas (entre ellas, las empresariales) atacan sistemáticamente cualquier forma de rutinización al considerar que hacen más lenta y tortuosa no solamente la vida de los empleados, sino las formas productivas. Además, al crear redes amorfas y complicadas en contra de las burocracias tipo militar, terminan desregulando el tiempo y el espacio de las personas. En su tentativa por desrutinizar los procesos llevan a cabo una estrategia de segmentación al focalizarse en actividades de corto plazo. En las fábricas se hacía todo, en las empresas se ensambla todo (el producto final resulta del ensamblaje de piezas construidas en otros lugares, a veces tan remotos como desconocidos).
Ya habíamos sostenido que la desjerarquización de la empresa es una falacia; que no se puede realmente hablar de relaciones horizontales en la empresa, sino de un cambio en la visión que se tiene de esta. Consideramos que el discurso antiburocrático actual no ha llevado necesariamente a una desburocratización de la empresa, sino que, en realidad, se ha instaurado un nuevo sistema de burocratización acorde con la nueva idea de empresa, con las nuevas reglas de contratación y con las actuales y novedosas tecnologías no solamente informáticas, sino administrativas, comunicacionales, relacionales, laborales, etc. Vemos resonar esto en Laval y Dardot (2013): “el neomanagement no es ‘antiburocrático’. Corresponde a una nueva fase, más sofisticada, más ‘individualizada’, más ‘competitiva’ de la racionalización burocrática” (p. 335). En vez de salir de la “jaula de acero” capitalista nombrada por Weber, cada sujeto se ve obligado a construir su pequeña jaula.
Como corolario de esta nueva forma de funcionamiento de la organización empresarial aparece el problema de la figura del nuevo jefe. El artículo de Javier Mesones titulado “¿Por qué todos los empleados de Facebook adoran a Zuckerberg?” (2014) deja ver el modo de funcionamiento de las nuevas formas de jerarquía dentro de la empresa y lo que ello implica en la forma como es visto y apreciado el nuevo directivo, en la relación del empleado con el jefe y en la manera como el empleado se vincula con la empresa misma. El autor afirma que, para el 2014, Mark Zuckerberg (fundador y presidente de Facebook) recibió el 93% de favorabilidad de sus empleados. Las justificaciones dadas por trabajadores de Facebook para opinar positivamente de su jefe nos llevan a decir que hoy la racionalidad neoliberal quiere conducirnos a tener una mirada positiva del jefe basada en aspectos como su práctica filantrópica, su capacidad emprendedora, de adaptación y afrontamiento frente a los retos que impone el mundo de los negocios, su decisión de tomar riesgos, su actitud estratégica no solamente en el mercado sino en la vida empresarial, su presencia y trato informal en el ámbito laboral, los resultados obtenidos en términos de rendimientos cada vez más altos, la política de bonificaciones que establece (que no significa un aumento consistente en el salario de los empleados y, menos aún, una política administrativa de estabilidad laboral y mantenimiento de los puestos de trabajo).
Con su sistema de modulación de los sujetos y sus ingresos en función de los méritos, logros y competencias, la organización empresarial contemporánea acaba de tajo con lo que hasta hace unos años se constituía en un piso seguro para el trabajador, a saber, el cálculo de sí y de su futuro que permitía la certeza de un trabajo seguro, estable y sometido a pocas variaciones en términos operativos. Este cálculo también pasaba por el conocimiento previo de los ingresos que representaban su trabajo; existía claridad acerca del momento en que podía jubilarse, del sistema de primas y prebendas a que tenía derecho. La organización empresarial, no exclusivamente la empresa, como lo sostienen tanto Deleuze (1999) como Sennett (2000), resulta ser el nuevo topos de la construcción de la subjetividad contemporánea. Los sujetos se tornan islas. Esta metáfora insular resulta objetable, pues asocia unívocamente un archipiélago a una península determinada, lo que produce sujetos inmóviles, dependientes y con un nivel de especialización tal que su carácter flexible se pone en entredicho. La metáfora más precisa es la de las islas flotantes que van moviéndose entre penínsulas, mostrando a cada una su producción, que, en su relación con penínsulas diversas, se diversifica para satisfacer la demanda, con una aparente independencia.6 A nuestro juicio, esta es la base de la construcción de nuevas subjetividades en la actualidad.
Nuestra metáfora de la isla flotante, móvil y autoformativa resulta ser concordante con lo que ya anunciábamos: el empresarismo de sí es el correlato del relevo de la fábrica por la empresa. Hoy el sujeto humano es su propia empresa; ya no está confinado necesariamente al espacio interior de la organización tipo fabril, ni a un tipo de contratación que lo obliga a trabajar para un solo empleador; menos aún está limitado por un tiempo y un espacio determinados por otros. Concordamos con Sennett: en la actualidad hay una tendencia a la recomposición del mundo del trabajo como producto de la imposición de la competencia, la competitividad máxima, la maximización de las ganancias en función de la minimización de los recursos, lo cual resulta ser característico de la mundialización bajo el dominio del capital financiero internacional. Tal recomposición conlleva el trabajo en equipo, el cual se erige como modelo privilegiado de consecución de logros empresariales.
1 Respecto del neoliberalismo como sustentado en el denominado darwinismo social, ver Vega, Los economistas neoliberales: nuevos criminales de guerra. El genocidio económico y social del capitalismo contemporáneo (2005).
2 Proponemos esta idea de tecnologías conceptuales a partir de la propia noción de tecnología que usa Michel Foucault para referirse a los medios que son reflexionados y usados para alcanzar unos fines. Cuando esos medios que se orientan al logro de la conducción de los individuos y los públicos son conceptos (como “hombre normal”, “hombre promedio”, “naturaleza humana”, “capital humano”, “mundo interno”, “sujeto psicológico”, etc.), estaremos hablando de tecnologías conceptuales de gobierno.
3 Titulada Nuevo orden interior y control social.
4 Respecto del endeudamiento y la cifra como formas de modulación de la conducta de las personas, ver Deleuze, Conversaciones 1972-1990 (1999), y Lazzarato, La fábrica del hombre endeudado (2013). Laval y Dardot, en La nueva razón del mundo (2013), se refieren al endeudamiento crónico como productor de subjetividad y modos de vida.
5 Para diferenciar riesgófobos y riesgófilos, ver Ewald y Kessler, “Les noces du risque et de la politique” (2000).
6 Otra manera de pensar este problema viene dada en términos de sostener que el neoliberalismo piensa al sujeto como proyecto que realiza la libertad de sí y, por lo tanto, puede producir ilimitadamente, pues estamos ante una nueva dictadura, la del capital. En otras palabras, la sensación de la realización de la esperanza de libertad total nos conduce a la esclavitud absoluta. Al respecto, ver Han, Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder (2014).