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Tragedia y reaprehensión mítica *
ОглавлениеEn la historia de las ideas es frecuente que dos autores que se conocen entre sí, al ocuparse de un mismo objeto de estudio (llámese texto, pieza de arte, documento o monumento), discrepen en sus apreciaciones y se vean forzados a reconocer, por escrito o de viva voz, un ineludible desacuerdo. Razones de índole dispar contribuyen a explicar este hecho: el distanciamiento conceptual que media entre ambos, los hábitos de pensamiento que cada cual cultiva y da a conocer a través de alguna forma de comunicación, las sendas metodológicas que uno y otro siguen en su afán por comprender y explicar la cosa elegida. Si bien no imposible, más inusual es que, situados en contextos culturales diferentes, coincidan, aunque no sea más que parcialmente, en algunos juicios. Un ejemplo de esto último lo hallamos en el caso de la tragedia ática. Ya en el siglo IV a. C.,1 Aristóteles, en esas notas de clase que la tradición literaria ulterior conocerá con el nombre de Poética, deja constancia sobre el hecho de que los poetas, al momento de componer sus obras, podían atenerse tanto a las tramas inventadas como a las leyendas tradicionales o mitológicas (9, 1451b, 20-25). Y a poco de comenzar el siglo XXI, Kadaré, en un libro consagrado a estudiar el mundo trágico de Esquilo, no vacila en afirmar que, así como Homero “se sentó a la mesa repleta de un inmenso festín llamado mitología griega (criatura común de un pueblo que despertó al alba de nuestra civilización) […]”, también Esquilo y “el resto de los grandes poetas trágicos participaron del mismo festín” (2009, p. 26). Nótese cómo Aristóteles y Kadaré, pese a la distancia espacial y temporal que los separa, exponen una tesis similar, aun cuando sea con expresiones que no coinciden, a saber, que el sustrato del cual se nutre la tragedia –una vez se realiza artísticamente bajo la forma dramática– no es otro que el pasado remoto, y, especialmente, las narraciones míticas referidas por Homero, Hesíodo y demás cantores anónimos de ciclos épicos.
Con ser razonable y difícil de contrariar, la tesis calla más de lo que dice, pues a cualquiera que se adentre por vez primera en la lectura de una tragedia griega antigua no tendría por qué escapársele el hecho de que esta apunta a una edad desaparecida (matizada simultáneamente de majestad y sordidez divina y humana), cuando no es que podría comprobar con prontitud que las tramas dramáticas se asientan en un pasado remoto, del cual dan fe innumerables alusiones que remiten a ámbitos heterogéneos de un tiempo irrecuperable, con ser razonable, decimos, la tesis calla más de lo que dice. No hay que forzar demasiado la letra para darnos cuenta de que ella, así enuncie la existencia de un estrecho vínculo entre el mito y la tragedia, deja de pronunciarse sobre la naturaleza de dicho vínculo y se priva de hablar, por añadidura, de las circunstancias sociales, políticas y religiosas que lo determinan; y así afirme implícitamente que el autor de una tragedia hace reaparecer en el seno del género teatral naciente una parte de la herencia mítica griega, guarda un terco silencio respecto del modo a través del cual tal proceso se cumple artísticamente. Ni siquiera volviendo a situar las afirmaciones de Aristóteles y Kadaré en el contexto respectivo en que aparecen, y cuya síntesis da pie a la formulación de la tesis que mencionamos, tendríamos forma de encontrar el contenido de habla que cabe atribuirle a dichas omisiones. No lo hallaríamos puntualmente en Aristóteles, porque su libro constituye más un examen “racional del fenómeno poético” (García Bacca, 2000, p. XVIII), contemplado desde una perspectiva ontológica, que una averiguación dedicada a describir las condiciones del acto creador y las exigencias formales que este reclama. Y tampoco lo descubriríamos en Kadaré, ya que su texto se centra en el análisis de las siete piezas de Esquilo y culmina con una nueva teoría sobre el origen de la tragedia con la cual pretende rebatir las aproximaciones vigentes desde hace siglos.
Las páginas que siguen pretenden ofrecer sendas respuestas –desde luego provisionales– a los dos interrogantes que se desprenden de la situación referida: en principio, ¿qué circunstancias sociales ayudan a esclarecer la naturaleza de la relación que existe entre el mito y la tragedia?, y, luego, ¿de qué modo o mediante qué procesos artísticos el autor trágico se sirve del acervo mítico para producir formalmente esa pieza dramática denominada tragedia?
Vaya, de entrada, una célebre noticia referida por Heródoto. Cuenta este que cuando Frínico, poeta trágico contemporáneo de Esquilo, hace representar, en 492, La toma de Mileto, obra en la que recrea el evento histórico de la destrucción de la ciudad por parte del ejército de Darío luego de la revuelta de los milesios en el 494, los espectadores, asombrados y perturbados por lo que ven y escuchan, se deshacen en llanto. El efecto causado por la tragedia no para ahí, pues quienes fungen de árbitros le imponen al autor una doble sanción: lo conminan a pagar una suma de mil dracmas al tiempo que lo privan de la posibilidad de volver a representar su obra. ¿Cuál es la falta que le atribuyen? Heródoto es explícito al respecto: “Haber evocado una calamidad de carácter nacional” (Historia, VI, 21, 2). Quizás haya razones para sospechar que detrás del severo dictamen de los jueces se escondan otros motivos que desconocemos; solo que hasta la fecha no se ha encontrado ningún catálogo oficial de dramaturgos y obras (didascalia) que aclare lo ocurrido. Como sea, el dato ofrecido por el historiador es revelador en dos sentidos: de un lado, nos da a conocer una de las primeras muestras de censura pública producida en el terreno del arte, en medio de una democracia naciente que se precia de fomentar, entre otros principios ideológicos, el libre curso de las opiniones humanas; y, de otro, nos hace comprender que Atenas no ve con buenos ojos que un autor trágico lleve a escena acontecimientos históricos recientes2 cuya representación toca vivamente el sentir colectivo de los ciudadanos. Dejando aparte lo que concierne al expediente de los jueces, ¿se impone decir que el arte trágico, al parecer, huye del presente, hace a un lado los temas de actualidad y busca en otro tiempo y lugar las fuentes de las que pueda alimentarse para llevar a cabo su tarea?
Escribimos “al parecer”, y no sin razón, pues en 472, pocos años después de concluida la batalla de Platea (479), última de las denominadas Guerras Médicas, Esquilo lleva a las tablas Los persas, tragedia con la cual hace visible el choque entre Oriente y Occidente, de incontestable vigencia para los atenienses. Si antes Homero, en la Ilíada, al hilo de la narración épica, ha contado un segmento de esta confrontación, ahora Esquilo, al amparo de una forma sustentada en la imitación, retoma el tema y lo pone delante de los ojos del público que asiste al teatro. ¿Acaso el contenido de Los persas es menos actual que el de La toma de Mileto o, incluso, está compuesto de tal modo que logra dirigir y controlar anticipadamente la respuesta de los espectadores? Tal como ha llegado a nuestras manos, la obra de Esquilo detenta tanta actualidad como la de Frínico, y su carga emotiva, enhebrada a base de motivos misteriosos, entre los que se destaca el sueño de la reina Atosa y el fantasma de Darío, no sería inferior a la de este.
Nos encontramos, pues, ante dos informaciones de valor contrario. El drama de Frínico, al ocuparse de un evento real ocurrido dos años antes de ser transformado en obra literaria, suscita la irritación y el veto de Atenas; en cambio, la pieza de Esquilo, al volver sobre un conjunto de sucesos bélicos acaecidos a lo largo de dos décadas, es admitida por el arconte epónimo para hacer parte del concurso dramático anual. ¿Qué es lo que está en juego aquí? ¿Acaso un ejemplo palpable de lo volátil y mudable que puede llegar a ser el ánimo de los asistentes al teatro? ¿Por ventura una caprichosa manifestación de poder, excluyente en el primer caso e incluyente en el segundo? Es difícil saberlo. Si el tiempo (de los acontecimientos y de la representación) es una variable a tener en cuenta, entonces lo que estaría comprometido en la contradicción mencionada guarda relación, según Kadaré (2009), con el arduo problema de las predilecciones artísticas. Atenas se habría visto abocada a decidir entre dos alternativas opuestas: alentar un tratamiento trágico de temas actuales o favorecer el uso artístico de temas mítico-históricos (pp. 100-101). En el primer caso, las situaciones vividas cotidianamente por los ciudadanos atenienses proporcionarían a los tragediógrafos motivos suficientes para componer el tejido discursivo de sus obras; en el segundo, los autores dirigirían su mirada hacia el pasado mediato o remoto para convertirlo en veta fecunda de creación dramática. Actualidad o tradición mítica estarían en la base de esta disyunción electiva.
Independientemente de que se haya presentado o no dicho dilema, una cosa es incontestable: salvo las dos obras mencionadas, y excepción hecha de la conexión que pueda establecerse entre las Euménides de Esquilo y la reforma del Areópago emprendida por Efialtes en el 462, ninguna otra tragedia, de las 32 que conservamos, detenta una trama referida a hechos históricos conocidos o relacionada con avatares de su propio tiempo. Situación, sin duda, digna de sorprender, ya que cálculos aproximados –y desde luego inciertos– nos hablan de más de 150 autores de tragedias, diferentes de Esquilo, Sófocles y Eurípides, y “de más de 1.200 piezas representadas solo en el siglo V” (Zimmermann, 2012, p. 49). “Solo en el siglo V”, anota el estudioso alemán, y con razón. Hoy está fuera de duda que el género continuó cultivándose hasta mediados del siglo III, época en la que el rey Ptolomeo Filadelfo II actuó como mecenas de los llamados “trágicos alejandrinos” (Scodel, 2014, p. 15). Mientras un hallazgo arqueológico imprevisto o un descubrimiento bibliográfico aleatorio no alteren el estado de la cuestión, obligándonos a reconsiderar la naturaleza del material existente o la situación vivida por Atenas durante aquellas jornadas, es forzoso atestiguar que el sello distintivo de la tragedia reside en la extemporaneidad. Dicho con mayor énfasis: el arte trágico, en relación con el tiempo, se apuntala en el atavismo y en relación con el espacio, en el anatopismo.3 Si la tragedia descansa, abreva, rebusca en los tiempos idos para plasmar el resultado de su quehacer poético, ¿de qué tiempos hablamos? Respuesta llana: de aquellos que son inherentes al mito o, si se prefiere, a la mitología, entendida en el sentido de “conjunto de relatos que conciernen a los dioses y a los héroes, es decir, a los dos tipos de personajes a los que las ciudades antiguas les dedicaban un culto” (Vernant y Vidal-Naquet, 2002, p. 100). De inmediato, una pregunta brota por sí sola: ¿por qué la tragedia habría de apelar al mito, a estos relatos venidos de lejos, cuando es razonable pensar que “el impulso de la democracia hubiera debido conducirla […] hacia el presente y las realidades atenienses [?]” (De Romilly, 1997, p. 160).
No es solo por razones sociales, supeditadas al régimen democrático que se instaura en Atenas durante el siglo V, que los poetas trágicos apelan al mito para componer sus obras. Este aspecto es significativo, y sin duda es necesario tenerlo en cuenta a la hora de considerar el contenido político de la tragedia. Pero quizá haya otros motivos que ayudan a comprender mejor el vigoroso lazo que une a la tragedia con el pasado mítico. Tales motivos atañen al valor mismo de los mitos. Antes que ser “invenciones fantásticas” (Aristóteles, Metafísica, III, 4, 1000a, 18-20) con las cuales se pretende conjurar el miedo que los fenómenos de la naturaleza despiertan en los hombres, o modos “mitopoyéticos de pensamiento” (Kirk y Raven, 1979, p. 21) encaminados a descubrir el misterio que encierra la realidad, e incluso “hermosas mentiras” con las cuales los poetas cautivan el ánimo de los oyentes (Gigon, 1962, p. 18), los mitos, en cuanto relatos de acciones acaecidas en un tiempo primordial, despuntan en el alba de la civilización como estructuras de lenguaje mediante las cuales una comunidad traduce a otro nivel de expresión su propia captación de la realidad, sea esta la realidad total (el universo), sea una realidad parcial (el hombre, la relación de este con otros seres, una determinada costumbre, una institución social, etc.). Colmados de imaginación, cuando no de explícitos detalles tremebundos, y articulados sin necesidad de reparar en las determinaciones propias de una lógica demostrativa, los mitos versan sobre los eventos que tienen lugar en las distintas regiones que integran el cosmos, sobre los agentes responsables de dichos sucesos (sean dioses, héroes o fuerzas interiores o exteriores) y, en conexión con ambos motivos, sobre los entes en quienes recae la enérgica acción de aquellos. De ahí que lo que dan a conocer los mitos, bajo el aspecto de un entramado diegético (“narrativo”) que toca la sensibilidad fabuladora de los hombres, exhibe una voluntad de participación extendida. La colectividad que narra y escucha los mitos, recurriendo a una serie de palabras que se sustenta en la tradición oral, se reconoce en sus líneas esenciales como si se plantara ante un espejo cuyo cristal devolviera una identidad viva, no exánime o acabada. En suma, los mitos –escribe Soto Posada (2010)–, al apuntar “a lo permanente del hombre”, constituyen “un conocimiento para orientarse en el mundo y saber de sí mismo, un conocimiento que manifiesta algo sobre el origen último de las cosas” (pp. 35-39).
Los mitos entrañan, conforme a la naturaleza de la cual son tributarios, una dimensión de lo ficticio que los autores trágicos aprovechan para dar a luz una nueva creación artística. Esa dimensión de lo ficticio se relaciona con un rasgo que es inherente a los mitos y el cual les sirve para diferenciarse del relato histórico: su temporalidad constitutivamente imprecisa. ¿En dónde radica su imprecisión? En la imposibilidad de establecer con algún grado de seguridad o de mínima certidumbre cualquier clase de hito cronológico. De ahí que las unidades de medición temporal, tan caras al discurso de la historia, no sean aplicables a los mitos. Jamás las narraciones míticas dirán algo como esto: “En el año tal, cuando aconteció tal evento”. Dirán más bien: “Un año” (cualquiera). O, en palabras de Gigon (2012), los mitos se mueven en “un pasado absolutamente indeterminado e indefinido, en el ancho campo del ‘érase una vez’, que no guarda ninguna relación con el presente” (p. 27). De ahí la inutilidad –o el fracaso– de la pregunta que intenta averiguar por su origen o procedencia. Cualquier intento que pretenda fijar la génesis primordial de una narración mítica está condenado a sufrir el vértigo de la regresión infinita. Tampoco resulta procedente someter a examen una supuesta autoría mítica. Los mitos, más que el producto de la labor imaginativa de un individuo, son el resultado de una creación colectiva, en la que la autoría sale sobrando. Esta doble incertidumbre, antes que ser una limitante poética, favorece su uso (el uso de sus motivos) por encima de cualquier determinación local o personal. Dicho uso, aplicado para necesidades diversas (las artísticas, por ejemplo), se apuntala en el reconocimiento de la vigencia de su sustancia de contenido, decantada como residuo significativo tras siglos de trasmisión por parte de innumerables generaciones de mitantes (o contadores de mitos). Cada grupo humano, dependiendo de su propia conformación social, sabe extraer de este residuo aquellas figuraciones que necesita para investir de sentido al mundo. Por eso, en palabras de Castoriadis (2006), “el mito pone en acto este sentido, esta significación que una sociedad imputa al mundo, figurándolo por medio de una narración” (p. 196).
Si los trágicos se aprovechan de los contenidos míticos que forman parte de su compleja tradición es porque no ignoran que en ella todavía se atisban las huellas de un pasado salpicado de sentido que merece ser actualizado. En últimas, dado que el mito habla de los primeros tiempos en los que, paradójicamente, aún no existe conciencia histórica, y dado que la historia habla, según la conocida distinción aristotélica, de lo particular, “lo que ha sucedido –qué hizo o qué le sucedió a Alcibíades–”, entonces los autores trágicos hablan de lo general o universal: “A qué tipo de hombres les ocurre decir o hacer tales o cuales cosas verosímil o necesariamente” (Poética, 9, 1451b, 5-11).
Entre los griegos, la atribución de sentido mítico a su propia situación presente se soporta en dos circunstancias de facto, relativas, la primera, a lo que podría caracterizarse como una aquilatada estabilización de la tradición mítica y, la segunda, al ambiente cultural que se respira durante el siglo V dentro de la misma ciudad de Atenas.
Con “aquilatada estabilización” queremos indicar, no que el conjunto de mitos pierda una parte importante de su riqueza poética o de su fuerza religiosa, ni tampoco que dicho conjunto conduzca a las diversas comunidades urbanas y rurales a introducir cambios drásticos en sus prácticas rituales, sino que ese acervo mítico recibe una primera ordenación discursiva en los poemas de Homero y Hesíodo. Si por definición los mitos son irreductibles a una única y definitiva versión, de una sola y concluyente composición, pues la plasticidad está en el núcleo de su naturaleza, Homero y Hesíodo, más que actuar de mitógrafos profesionales, obran a semejanza de archivistas de un material oral vasto, disperso y contradictorio, nutrido de las hazañas y gestas de personajes legendarios lo mismo que de las actuaciones de entes sobrenaturales. No en vano, según Heródoto, ambos poetas, obrando de un modo distinto, “describieron para los griegos a los dioses, dándoles todos sus poderes, oficios y títulos apropiados” (Historias, II, 53). Lo que articulan en sus correspondientes poemas es aquello que requieren para dar cumplimiento a los fines perseguidos. Mientras Homero incluye deidades que son plasmadas con rasgos antropomórficos y dotadas de atributos y pasiones semejantes a las de los mortales (pues aman, odian, engañan, se ríen, se lamentan, trazan planes, agradecen los honores recibidos por los seres humanos bajo la forma de plegarias, advocaciones y sacrificios, etc., es decir, toda una gama de sentimientos cuya “cualidad más notable es la inestabilidad” –Cfr. Redfield, 2012, p. 311), y que invariablemente sitúa en una región del cosmos –el Olimpo– que funciona a la manera de una sociedad autocrática, gobernada por el poder unipersonal de Zeus, Hesíodo enlista no solo generaciones de divinidades sino además fuerzas cósmicas personificadas y otras criaturas insólitas que pertenecen a una época primigenia, muy anterior a la fase de entronización mítica de Zeus, según una cronología que se rige más por patrones temáticos que por líneas de datación temporal.
Sin importar cuántos relatos quedan por fuera de sus respectivas compilaciones, y haciendo caso omiso también de los detalles con que ambos poetas sazonan la textura discursiva de aquellas narraciones que recogen en sus obras, la organización llevada a cabo por ambos otorga a los mitos, adicionalmente, una explícita vocación educativa. Al ser arrancados del círculo del habla espontánea, los mitos se convierten en una de las fuentes más importantes –sino la más relevante– de la educación griega. Por eso cuando Platón, pese a la dura crítica que les dirige, llama a Homero y a Hesíodo “poetas mayores” (República, II, 377d), en el sentido de ser –cuando menos el primero de ellos– “maestro de todos los poetas trágicos” (X, 595c), no hace más que reproducir una convicción avalada por la opinión mayoritaria ateniense.4 Algo similar podría predicarse de Hesíodo, si tenemos en cuenta que un poema como Trabajos y días, hilvanado a base de consejos, instrucciones, símiles poéticos, breves y significativas fábulas y proverbios, al parecer estaba dirigido, primeramente, a su hermano Perses (Cfr. Trabajos, 27-41). Los mitos, en esa medida, dejan de ser solo materia de entretenimiento y placer (o, por el contrario, instrumento con el cual algunos pretenden ejercer poder y dominación sobre otros) y adquieren un fuerte valor pedagógico. En la enseñanza entran a formar parte de lo que los griegos denominan música. Mitos, pues, es lo que cuentan las madres y nodrizas a los niños durante su primera infancia; leyendas es lo que narran los pedagogos cuando llevan a los infantes a la escuela; y los adultos, con ser amantes de la palabra razonada, no dejan de entintar sus conversaciones con estas tramas que hablan de seres y potencias sobrenaturales. Son estos agentes de narración los que, junto con los poetas, reproducen –y al tiempo custodian– las tradiciones orales de los pueblos balcánicos. Lo que se consigue, con el correr de los años, es una especie de “marco mental” relativamente estable “en el que se induce a los griegos, con toda naturalidad, a representarse lo divino, a situarlo, a pensarlo” (Vernant, 1991, p. 17).
La continuidad del relato mítico en el tejido poético constituye un aspecto sobrepuesto, pero no menos trascendente, de esa cultura común que la escritura contribuye a consolidar. Nos servimos de la imagen “tejido poético” para designar el conjunto de producciones líricas que, junto al trabajo de Homero y Hesíodo, van surgiendo en Grecia entre los siglos VII y VI. Sea cual fueren los metros utilizados, y sea que se acompañen o no de la flauta o la lira, los poetas líricos en gran medida también favorecen la estabilización mítica de la que hablamos. Aunque en ellos el foco de atención se centre en la expresión del sentimiento personal, en el examen de la vida íntima o en la comunicación de sus más vivos deseos y esperanzas, no dejan de matizar sus composiciones con alusiones veladas o explícitas a los dioses, a las distintas fuerzas divinas y a las figuras heroicas de su propio pasado. La lírica, monódica o coral, recubre, al servirse de la escritura, un doble referente: el que es designado por una expresión que hace mención de lo general situado más allá de sí y el que brota, mediante el vehículo de la palabra emotiva, desde dentro de sí. Pero su magisterio social, hecho a base de un saber conseguido mediante el contacto con las divinidades, queda fuera de toda duda.
La tragedia, al regodearse en el pasado, no haría otra cosa que seguir las huellas dejadas por la epopeya y la lírica. No en vano el género épico, y en menor medida el lírico, escrutan –y encuentran– la sustancia misma de sus respectivos que haceres poéticos en la tradición mítica y, concretamente, en los denominados ciclos tebano y troyano (Alsina, 2015, p. 275). Si antes del siglo V estos dos géneros constituyen la única fuente de conocimiento disponible sobre los más diversos aspectos de la prehistoria griega (gestas de dioses, figuras heroicas, linajes humanos, regiones cósmicas, epítetos de culto, costumbres funerarias, conductas rituales, instituciones sociales, etc.) y si la inmensa mayoría de los griegos creía que lo dicho por Homero, Hesíodo y algunos autores de poesía elegíaca y yámbica tenía, si no valor de verdad, contenido de realidad (Castoriadis, 2006, p. 105), entonces el drama no tendría por qué ir a buscar su fuente de inspiración en un terreno distinto al ya frecuentado por aquellos géneros y autores. La inferencia salta a la vista: cuando los poetas trágicos toman de los mitos los temas con los cuales entrelazan poéticamente sus composiciones, en realidad lo que hacen es explotar un trasfondo cultural compartido del cual son partícipes todos cuantos se reconocen bajo la rúbrica de atenienses.
La segunda circunstancia compete a la atmósfera cultural. Como resultado de estas transformaciones sociales, militares y políticas, Atenas, durante el siglo V, se contempla a sí misma, si reparamos en el contenido del discurso que Tucídides pone en boca de Pericles, como una ciudad en donde se dan cita palabras que se traducen en hechos o hechos que son escoltados por palabras:
[…] somos, en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos [los asuntos públicos] lo consideramos, no un despreocupado, sino un inútil; y nosotros en persona cuando menos damos nuestro juicio sobre los asuntos, o los estudiamos puntualmente, porque, en nuestra opinión, no son las palabras lo que supone un perjuicio para la acción, sino el no informarse por medio de la palabra antes de proceder a lo necesario mediante la acción. (Historia, II, 40, 2-3)
Cierto que el historiador, al ponderar la alianza de estos dos aspectos, proyecta sobre su propia situación contemporánea un señalamiento ya acotado, otrora, por Homero, cuando nos hace saber, mediante la voz concedida a Fénix, que un héroe se caracteriza a la vez por “hablar bien y realizar grandes hechos”(Ilíada, IX, 443); cierto, también, que si la ciudad se piensa como un todo compuesto de partes, y dentro de esta unas se definen por su función oratoria y otras por su función artesanal, entonces la ciudad deviene una mezcla de oradores y demiurgos: oradores cuya labor reclama el uso de la palabra y demiurgos cuya tarea se basa en el uso manual de toda clase de herramientas; pero no es menos cierto que en la polis, a diferencia de lo que ocurre en el mundo descrito por Homero, palabras y hechos comienzan a separarse. El énfasis recae ahora en el discurso (Arendt, 2006, p. 40).
Durante el período conocido con el nombre de Pentecontesia (el tiempo trascurrido entre la batalla de Platea, en 479, y el inicio de la Guerra del Peloponeso, en 431), Atenas se convierte en el foco de atracción para muchos de los aliados y para un sinfín de extranjeros que quieren probar suerte en la ciudad. Entre estos, comienzan a destacarse una serie de personajes que, aunque no constituyen en propiedad una clase social, exhiben el perfil de un nuevo oficio: el de “enseñantes”. Se llaman a sí mismos “maestros de sabiduría”, gustan de frecuentar diversas ciudades y comparten entre sí una actitud similar: “El escepticismo, la desconfianza respecto de la posibilidad del conocimiento absoluto” (Guthrie, 1995, p. 78). Proceden de las más diversas regiones, ya sea del noreste de Grecia, del sur de Italia, del noroeste del Peloponeso o de las islas cercanas a la costa sur del Asia Menor. Más que proseguir el tipo de averiguación racional que había caracterizado a los antiguos físicos o fisiólogos (asuntos de cosmología y astronomía), enfocan sus reflexiones hacia aspectos prácticos de la vida política. Pese a las diferencias en sus “programas de enseñanza”, un asunto en particular los mueve por igual: la preocupación por la palabra como herramienta de acción política. Dado que no escatiman el cobro por las enseñanzas que imparten, prefieren frecuentar las casas de los hijos de la aristocracia superviviente. En boca de estos personajes, designados con el nombre de sofistas, el logos es asumido casi en términos de una divinidad. La acerba crítica que hacen de las categorías tradicionales de pensamiento suscita entre los atenienses medios no poca suspicacia y resquemor. Como individuos itinerantes, conocen las diferencias culturales entre los diversos pueblos; de ahí que no alienten la creencia de que existen costumbres universales o leyes con carácter vinculante para todos los seres humanos. Al trabar contacto con otras comunidades, no pueden menos de suscribir un relativismo cultural que se materializa en la oposición naturalezaley. Dado que ponen en duda las más venerables creencias del pasado religioso griego, y aun las más enquistadas opiniones de los más pudientes, suscriben un ideario en el que la noción misma de lo sagrado adquiere tintes de un germinal agnosticismo y en el cual la categoría de virtud admite ser convertida en objeto de enseñanza. La ciudad los tolera, aunque no sin reparos. No deja de ser paradójico que sea la misma clase aristocrática la que, en general, acoja a esta clase de personajes, pues sus doctrinas muy a menudo chocan contra las opiniones suscritas por ella. El Sócrates platónico que conduce los diálogos del Protágoras y Gorgias empeña todo su esfuerzo dialéctico en desenmascarar la perjudicial influencia que estos “maestros de la sabiduría y palabra” ejercen sobre la juventud y la vida ateniense.
Pero no es solo en el terreno de la política y la filosofía donde el logos tiene su asiento; la religión también se convierte en el blanco de un nuevo tratamiento discursivo, no exento de abierta contestación. Junto al culto público oficial, encargado de mantener una religiosidad más social que individual, la ciudad asiste a la consolidación de las llamadas sectas sapienciales-religiosas (órficopitagóricas) cuyo énfasis está puesto en la salvación del individuo. Una alternativa religiosa diferente nace, entonces, para contraponerse a la forma tradicional observada por el ciudadano común. Prohibición del consumo de carne sacrificial, férrea disciplina en el seguimiento de las prácticas y una atención manifiesta dirigida al cuidado del alma (Vegetti, 1995, pp. 311-312) son los rasgos básicos que regulan esta vida sectaria. El sentido de dichas reglas implica una concepción diferente de algunas de las divinidades del panteón5 (Apolo y Dioniso). En cierta medida, el movimiento órfico-pitagórico pone en juego un modelo de reflexión y praxis religiosas que hace vacilar la relativa estabilidad de la tradición.
Un espíritu agonal, en el doble sentido de la expresión (como duelo verbal y evento público respecto del cual alguien se alza con la victoria y otro más sale perdedor), insufla de confrontación, de debate, de pugna civilizatoria, el uso público de la palabra. Si no fuera por sus connotaciones estrictamente legales, diríamos que el logos es el tribunal popular ante el cual son llevados, para ser discutidos, criticados, derogados o implantados, mediante gregarias opiniones o sesudas argumentaciones, todos los aspectos de la existencia comunitaria: las leyes, los delitos de impiedad, los crímenes de sangre, las disensiones de vecindad, las declaratorias de guerra, las actuaciones atléticas, las ideas y, por supuesto, las narraciones míticas. Esta racionalidad, de índole discursiva, es adoptada por los autores trágicos, quienes la actualizan, dentro de la estructura dramática, bajo la forma de una alternancia conflictiva entre las partes cantadas y las partes recitadas. Si la ciudad experimenta, merced al libre empleo del logos, un auténtico hervidero de ideas, creencias, sentimientos, opiniones, dictámenes, a cuál más disímil y difícil de digerir, ¿iba la tragedia a quedar por fuera del radio de acción e influencia de estos sacudimientos culturales? La evidencia del material literario conservado nos dice que no.
Es necesario considerar otro aspecto. Esta Atenas sacudida por tendencias ideológicas de la más variada condición y finalidad, orgullosa de sus leyes e instituciones, piadosa en lo tocante al culto de las divinidades de su panteón, afable con el extranjero que pisa la geografía que la circunda, próspera en recursos monetarios (así algunos hayan sido obtenidos como resultado de la vocación imperial de la ciudad), embellecida arquitectónicamente por mandato de Pericles, y de la cual el gran estadista habría proclamado que se había convertido en una gran “escuela para toda Grecia” (Tucídides, Historia, II, 41), es también una polis inseparable de la guerra, ese “maestro de violencia” del que habla el historiador (Tucídides, Historia, III, 82). En el arco de tiempo que va desde el 490, fecha de la batalla de Maratón, pasando por el período de las reformas democráticas del 462, año en el que se produce el asesinato de Efialtes y se restringen severamente las antiguas funciones del Areópago, hasta el inicio de la confrontación bélica contra Esparta en el 431, cuyo desenlace –fatal para los atenienses– está precedido por los golpes oligárquicos de Estado del 411 y del 404, Atenas experimenta una doble tensión que pone en jaque su propia supervivencia como comunidad política autónoma y amante de la libertad. La que procede del exterior, del mundo asiático, cuya amenaza real se hace sentir bajo la figura de una horda de bárbaros invasores que arrasa todo a su paso; y la que emana de su interior, materializada en un conflicto latente, apenas sofocado, entre las asechanzas de la antigua clase aristocrática que funda su poder en el linaje, la hacienda y la educación, y las mayorías pobres, carentes de estas dignidades, pero conscientes de sus nuevos derechos y deberes civiles y políticos. Marcada por esta doble tensión, cuya intensidad crece y decrece según los intereses de las facciones políticas que año tras año se hacen con el poder, Atenas apenas si puede jactarse de conocer contados y frágiles períodos de calma y paz ciudadana. La tragedia, en cuanto arte ciudadano por excelencia, no permanece de espaldas a esta situación. Los autores trágicos, acaso en igual proporción que los cómicos, son los encargados de reimplantar en la conciencia social, atenazada por afanes y necesidades alejados del pasado, el recuerdo de las distintas enemistades, contiendas, refriegas y ataques sostenidos entre los mismos griegos, y entre estos y los pueblos de Oriente. Como no podría ser de otro modo, los discursos de los personajes que el drama actualiza anualmente se tiñen de explícitas alusiones a los horrores y vejámenes de la guerra (entre ellos, la indigna red de la esclavitud) y de abiertos clamores por las bondades que trae consigo una existencia pacífica.
Las circunstancias antes expuestas nos permiten registrar dos resultados parciales: uno, la tragedia es una manifestación poética sustentada en el atavismo y el anatopismo de sus motivos y temas; y, dos, los autores de tragedias, inmersos en un ambiente citadino instruido donde coexisten diversas tendencias políticas, filosóficas y religiosas traen a la fiesta dionisíaca el decantado de una tradición mítica fijada por la escritura.
Antes de dar un paso más, podría ocurrir que alguien se sintiera tentado a formular la siguiente pregunta: ¿qué estimación cabe concederle a un arte que, lejos de inventar, escarba en el pasado de su propia tradición y extrae de ella las historias que luego transforma en una serie de certámenes dramáticos? Admitámosla, a sabiendas de que se trata de una pregunta cuyo contenido desconoce la improcedencia de utilizar un criterio de investigación moderno para examinar un objeto de estudio que pertenece al pasado. La cuestión, a su manera, postula implícitamente el concepto de originalidad. Aunque esta noción es extraña a los griegos, digamos que la originalidad de los poetas trágicos habría que buscarla, si de tal cosa se tratara, no allí donde ciertos críticos opinan que debería encontrarse (a saber, en la novedad, en la primicia, en la exclusividad, en el interés que haría mutis por el pasado o que abjuraría de los vínculos con la tradición), sino donde nunca, según Nietzsche, imaginarían que podría estar, vale anotar, en el acontecimiento del retorno mítico (2004, p. 88).
La frase de Nietzsche debe ser leída, no en su literalidad, sino reparando en su intención implícita. De ser tomada al pie de la letra, la fórmula podría inducirnos a pensar que los mitos, en cualquiera de sus múltiples formas, y como “imágenes de la existencia en general” (Lesky, 2001, p. 105), habrían cesado de proyectar la amplitud de su significación interna y la riqueza de su alcance simbólico o alegórico, y solo se prestarían a devolver su inagotable reserva de sentido a condición de que mediara un esfuerzo de reaprehensión humana, emprendido por los miembros de un grupo profesional especializado (justamente de aquellos llamados a ser los creadores del drama).
En contra de estas implicaciones, hay que insistir en el hecho de que la mentalidad mítica pervive entre los griegos en los momentos en que la ciudad opone el juicio racional al relato mítico,6 o, incluso, en el tiempo en que la ciudad convierte la escritura en vehículo de construcción de una cultura común. En Nietzsche, la expresión “el acontecimiento de su retorno” (referida a los mitos), y esta es nuestra interpretación, responde a la intención de sugerir el proceso de reaprehensión que los autores dramáticos hacen de la sustancia mítica.
La palabra reaprehensión, merced al prefijo latino re, indica una acción ejecutada por segunda vez, o en todo caso no realizada de manera inaugural, y una acción que enseña repetición, experiencia conocida, camino transitado por alguien más. Por su parte, el núcleo semántico de la raíz léxica con que se forma el sustantivo aprehensión –así, con h intermedia– contiene la idea de una especie de prendimiento o captura. Aunque ella se aplica ordinariamente a cosas materiales o personas que cometen cierta clase de actos ilícitos, no excluye un uso figurado, referido en tal caso al ámbito de los bienes simbólicos y, en especial, de pensamiento. Por ende, el término reaprehensión comporta en su propio ser lingüístico ambas líneas de sentido para condensar la naturaleza del quehacer artístico de los poetas trágicos. Dicho quehacer, según lo anotado, no se realiza en el vacío; antes bien, conoce un antecedente significativo y de larga y fecunda duración en el tiempo: el de la épica y la lírica (siendo el de aquel, quizás, más decisivo que el de esta). Diríase que los cantores épicos y líricos son los primeros, no en inventar, sino en asumir el conjunto de mitos conocido como objeto de aprehensión.
¿Qué mueve a Nietzsche a utilizar la expresión acontecimiento para designar este proceso de reaprehensión? ¿No llamamos de ese modo a algo que tiene la particularidad de interrumpir, de cortar, de romper un cierto estado de cosas? Apresurémonos a responder que el meollo de la cuestión, otra vez, no está en el qué sino en el cómo. Con ocasión de la fiesta religiosa dionisíaca organizada en forma de concurso teatral, la reaprehensión mítica trae como resultado un ordenamiento poético (un género literario, si se prefiere) no conocido hasta entonces, así algunos de sus elementos se encuentren ya, en estado incipiente o bastante desarrollado, en géneros precedentes: el drama. Solo que la reaprehensión del mito que conduce al nuevo ordenamiento poético denominado drama entraña tres fases: a) de selección y modificación; b) de reestructuración; y c) de codificación.
Expliquemos cada una de ellas.
Ante todo, hemos de suponer que los poetas trágicos, tramados por el lenguaje que los constituye como seres dotados de logos, contemplan el conjunto de mitos con ojos que no son los de sus predecesores. No pueden ser los mismos ojos ni semejante la mirada, si tenemos en cuenta que el surgimiento, desarrollo y consolidación de la polis es el resultado de complejos cambios sociales y espirituales. Sin una racionalidad política que sirviera de basamento al entramado de las relaciones sociales entre los hombres, la ciudad escasamente se hubiera constituido como núcleo de propósitos comunes. Si descontamos factores tales como el nacimiento, el territorio y ciertos derechos amarrados a acuerdos establecidos entre gentes distintas, la participación es el criterio fundamental del reconocimiento de la ciudadanía en la Atenas democrática del siglo V. Aun cuando Aristóteles pone el énfasis de la participación en el desempeño de las funciones judiciales y de gobierno, es decir, en el acceso a los honores públicos (Política, III, 1275a, 7-8), es claro que la intervención ciudadana se extiende a otros ámbitos no propiamente políticos: por ejemplo, el religioso y el deportivo. Al ser las Dionisias Urbanas una fiesta de carácter cívico-religioso, cuya organización corre a cargo del arconte epónimo, los poetas trágicos que presentan a concurso sus obras intervienen en calidad de ciudadanos. Ya antes insinuábamos que no debemos considerar a los hacedores dramáticos como individuos ajenos a las vicisitudes de la polis o separados del espacio público donde se juega el destino de todos sus habitantes. Más razonable es pensar que en ellos la conciencia de la vida en común, sin duda muy distinta de la vida privada, toma el rumbo del arte, en cuanto forma especializada de participación ciudadana. El quehacer de los poetas, en esa medida, resulta destinado a otros, nunca a sí mismos. ¿A quiénes? Ni más ni menos, a aquellos que, enlazados social y espiritualmente por un sentimiento de amistad política (philía), se saben integrantes de una asociación compartida (koinonía).
Los ojos con que los autores de tragedias contemplan el universo mítico, observa Nestle (citado por Vernant, 1987, p. 27), son los del ciudadano. Dada la condición social que encarnan, no tienen más alternativa. Ello significa que la preocupación por la ciudad alimenta de energía creadora dicho ejercicio contemplativo. Lo que sea que vean al cabo de este operar teórico (pues no sobra recordar que, entre los griegos, la palabra theoría denota menos un “mirar por mirar” que un “demorarse en la mirada”) escapa por fuerza al conocimiento de los espectadores. Podemos presumir, no obstante, que el contenido de la visión alcanzada, además de estimular el diseño inicial de las obras, pasa luego a estas a través de una suerte de filtro heurístico y en ellas reposa como material cifrado (pero no hermético). La relación que se establece entre los poetas trágicos y el contenido de la visión o contemplación mítica describe la dinámica propia de la intencionalidad artística. De ahí que no podamos evitar pensar que, al demorarse reflexivamente en alguna clase de material mítico, cuyo sedimento es después reconfigurado dramáticamente en forma de tetralogía o pieza suelta, los poetas trágicos obren sin que medie una vocación expresa que se relaciona con las necesidades de la ciudad. Si ello es así, no resulta descabellado intuir que la tragedia
[…] se sitúa entre dos mundos y es esta doble referencia al mito, por una parte –concebido en adelante como perteneciente a un tiempo remoto, pero aún presente en las conciencias– y por otra a los nuevos valores –desarrollados con tanta rapidez por la ciudad de Pisístrato, de Clístenes, de Temístocles, de Pericles– lo que constituye una de sus originalidades y el resorte mismo de su acción. (Vernant, 1987, p. 11)
No creemos, con todo, que esta doble referencia de la tragedia al mito y a la ciudad, la primera centrada en el asombro que todavía genera el relato sobre los seres y acciones de otros tiempos, y la segunda encuadrada en los desvelos y ansiedades que origina la vida de los hombres en comunidad, pueda rendir sus frutos a menos que el trabajo artístico de los autores se ejercite previamente en una selección del material mítico. Dado que la frontera última de la creación trágica es la imagen de la ciudad que cada uno de los poetas tiene en mente, la elección de los mitos sería hecha en función de esa imagen. Desde luego, se trata de una imagen cambiante cuyos contornos varían conforme se modifica la ciudad con el paso de los años. Sensibles a las mudanzas del entorno cívico, los autores de piezas trágicas adecúan los mitos elegidos a las circunstancias puntuales que rodean la polis en un momento dado, y no al revés. Esta adecuación no solo demuestra la elástica naturaleza del mito; también atestigua la versátil maestría de los hacedores poéticos.
La tradición oral de la cual hacen uso los autores dramáticos, y en especial los tragediógrafos, no es tomada en su totalidad, y no puede serlo. La razón es sencilla: no todo el universo mítico conocido y disponible, de por sí abundante, disímil y a veces contradictorio en sus distintas versiones, facilita su eventual puesta en escena. Antes que desmentir la idea de estabilización relativa, esta razón no hace más que reafirmarla. Del mismo modo, como no todo lo contado por Homero y Hesíodo reaparece entre los trágicos, no todas las tramas trágicas hacen eco a lo referido por aquellos. Tres acotaciones nos sirven para demostrar el aserto: en el material literario griego anterior al siglo V, ¿dónde encontramos, salvo en los versos 321-325 de la Odisea (XI), en los que se hace una somera alusión al personaje de Fedra, una referencia directa a la leyenda de Hipólito que motiva la tragedia epónima de Eurípides? O, en otra dirección, ¿en cuál de las obras conservadas de los tres autores trágicos clásicos hallamos, como motivo estructurante de la intriga, la historia en la que padre (Urano), hijo (Cronos) y nieto (Zeus) se trenzan en relaciones arteras y violentas cuyo fin es acceder definitivamente a la soberanía divina e instaurar un orden cósmico inalterable, y la cual relata Hesíodo en su Teogonía? Y, por último, ¿de qué materiales echa mano Sófocles para contar, por boca de Teucro, que Héctor, el gran héroe aqueo, en lugar de morir a manos de Aquiles (tal como se narra en la Ilíada, XXII, 395-ss) “fue desgarrándose hasta que expiró”, sujeto por el cinturón que este le había regalado y que lo ataba al barandal de su carro? (Cfr. Áyax, V, 1031). Planteadas sin mucho desarrollo, estas rápidas acotaciones tienen el mérito de indicarnos que la primera fase del proceso de reaprehensión ha de pasar inevitablemente por la criba o el destilado de la sustancia poética. Los autores trágicos someten, pues, el conjunto de relatos míticos a un deliberado proceso de selección. Del amplio acervo fijado por escrito, escogen una parte y descartan otra. ¿Qué parte dejan por fuera? Solo un estudio comparativo, elaborado con base en exhaustivas recopilaciones mitográficas, podría establecerlo. Por supuesto, tal pretensión se aparta de nuestro propósito. No obstante, hoy sabemos que el conjunto de las obras trágicas conservadas demuestra que los mitos vinculados directamente con la historia de Dioniso han quedado al margen. Muy ocasionalmente, explica Lesky (2009), “encontramos como tema el relato del nacimiento del dios o los mitos de adversarios como Licurgo y Penteo, pero no basta para reconocer un período de desarrollo en el que la tragedia era una obra de contenido puramente dionisíaco” (p. 376). En efecto, salvo Las Bacantes de Eurípides, pieza de profundo contenido religioso con la cual el autor se habría despedido de la escena ática, ninguna otra tragedia se ocupa de dramatizar elementos pertenecientes al culto de esta divinidad. Por ahora, ignoramos si la tragedia más antigua, es decir, la que hubo de servir de germen al desarrollo de la consolidación del género, incluía o no algún contenido explícitamente dionisíaco. Y, a juicio de De Romilly (1997), es de suponer, también, que mitos apoyados en elementos desmedidamente inverosímiles o en motivos manifiestamente burlescos quedarían separados del conjunto utilizable, bien por necesidades artísticas, bien por razones de gusto (p. 170).
¿Qué eligen? Siendo coherentes con lo dicho hasta aquí, los autores trágicos seleccionan solo una porción del conjunto mítico conocido. Así es como entendemos el pronunciamiento de Aristóteles según el cual la tragedia versa en esencia sobre algunas familias, a saber, las de “Alcmeón, Edipo, Orestes, Meleagro, Tiestes, Télefo” (Poética, 13, 1453a, 17-21). Pero el Estagirita no se ciega a otra posibilidad: en caso de que estas no proporcionen lo que se requiere para la actividad de creación, los poetas tienen libertad de “inventar” otras, siempre y cuando respeten la norma estética de lo necesario o verosímil. ¿Qué tienen en común las familias que son llevadas a las tablas? Aparte de que cuentan con una probada nombradía y gloria (por no decir con una fama imperecedera), incluyen entre sus miembros figuras divinas (como el caso del Prometeo encadenado) o heroicas, seres excepcionales cuya existencia se rige por un destino especial. Dicho más puntualmente: a escena no se lleva cualquier grupo familiar, abstraído de los cientos que integran el ingente caudal mítico griego; a escena se retrotraen únicamente aquellos seres –hombres o mujeres– cuyos caracteres se traducen en actuaciones heroicas, ejemplares, paradigmáticas, rayanas en la desmesura, el exceso o la obstinación. Y dado que dichas acciones, ejecutadas en medio de situaciones límite, son la vivísima encarnación de lo que los griegos llaman hybris (“orgullo”, “desmesura”), la consecuencia de las mismas no es otra que el desencadenamiento de la ruina propia o ajena. Impulsados a actuar, urgidos incluso por la necesidad irrefrenable de manifestarse existencialmente en la acción, los héroes épicos que son refigurados en el drama atraen sobre sí la desgracia. Y sus conductas son valoradas como pavorosas no solo porque implican un hecho de muerte, sino porque dejan una estela de separación, salpicada de congoja, estupor y miedo. Como afirma García Gual (2006), “la actuación de los héroes conlleva –diríase que fatídicamente– sufrimientos y muertes de los seres queridos en un escenario de intensa truculencia” (p. 186). O, para decirlo en términos aristotélicos, los héroes épicos que aparecen sobre el proscenio del teatro gozan de una característica común: las vicisitudes traman sus vidas.
Una de estas características, quizás la más importante, tiene que ver con la fortuna, pues luego de disfrutar de existencias plenas, afamadas y colmadas de una “fabulosa prosperidad”, terminan siendo abatidas por una “fabulosa adversidad” (Cfr. Alexander, 2015, p. 117; Webster, 1964, p. 186). Otros autores han insistido, no sin razón, en el hecho de que la desgracia del héroe debe ser entendida en términos de sacrificio o, si se quiere, de suicidio o asesinato ritual (Sánchez Giraldo, 1980, p. 65). La muerte del héroe en la tragedia es por lo general un acto transido de violencia sacrificial. No solo hay sangre, instrumento de sacrificio o causa ritual de muerte, sino que además toda la atmósfera del desastre heroico se ve envuelta por un profundo dramatismo. Tanto si el héroe se da muerte a sí mismo como si otros son los causantes de ella, el evento se tiñe de tintes sacrificiales. Como señala Burkert (2011), “en Esquilo, Sófocles y Eurípides, la situación del sacrificio, la matanza ritual, el zyein (‘sacrificar’), constituyen el trasfondo, cuando no el centro de la acción” (p. 74). Lo cual no implica que la tragedia desconociera la posibilidad de los finales felices, o que, en un género de tan vasta duración, no se incorporaran variantes tendientes a conservar el carácter trágico a despecho de la presunta regla de los finales desastrosos (como ocurre con las Euménides, de Esquilo, o el Ion de Eurípides).
Efectuada la escogencia del material, que desde luego cambia según la finalidad artística deseada o según los condicionamientos sociales del momento, los autores se vuelcan a modificar los mitos. Tal cometido hace parte de la conciencia de su oficio. Las viejas y venerables historias, en consecuencia, son retocadas y contadas de otra manera. O, también, los antiguos perfiles heroicos dibujados por aedos y rapsodas son reconfigurados por los poetas trágicos. Esta reconfiguración atañe menos a su aspecto físico que a su talante moral o, mejor, a las líneas de acción que definen sus propios caracteres. Hemos de suponer que no se trata tanto de un capricho creativo, puesto en marcha para satisfacer las exigencias de un auditorio ávido de novedades, como sí de una necesidad artística determinada por los valores e ideales de la ciudad democrática. Como sea, le asiste razón a Alexander (2015) al subrayar el hecho de que, por ejemplo,
[…] los héroes aqueos más destacados de la Ilíada son tratados, reveladoramente y sin ambigüedades, como malvados en las obras de escritores posteriores. Agamenón, Menelao y Odiseo hacen múltiples apariciones en las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides como intimidadores, falsarios y tiranos implacables; y Helena, aparte de la tragicomedia de Eurípides que lleva su nombre, suele ser maldecida, sobre todo por otros personajes femeninos, como una simple puta. (p. 257)
En manos de los autores de tragedias, la antigua nobleza épica cede su lugar a una conciencia naciente, de índole más colectiva: los miembros que conforman la ciudad, en cuanto que ciudadanos, se rigen por el principio de la isonomía (“o igualdad ante la ley”), pero ya no por filiaciones de sangre, antepasados aristocráticos o desempeños individuales excelsos. Por consiguiente, “retocar” significa suprimir algunos pormenores, alterar otros, cambiar detalles ambientales, introducir nuevos personajes, imaginar circunstancias inéditas, insinuar conexiones insospechadas entre los dioses y los hombres o entre los hombres mismos. Incluso, supone concebir versiones nuevas que chocan contra las versiones conocidas por la mayoría del público. Por ejemplo, “la Electra de Eurípides en Electra está casada y vive en el campo, a diferencia de la Electra soltera, en el palacio, que conocemos por otras versiones. La Helena de Eurípides en Helena estuvo durante toda la guerra de Troya en Egipto; Eurípides no inventó esta variante (la tomó del poeta lírico Estesícoro), pero era claramente muy distinta de la versión más común” (Scodel, 2014, p. 58). Luego, “contar” significa suscribir la convicción de que al traducirse al lenguaje dramático, el material mítico utilizado se transforma inevitablemente. Esa otra manera de retocar y contar los mitos, para extraer de ellos, no los motivos descriptivos que sazonan la historia, sino los motivos asociados que dan cuerpo a la acción y al padecimiento del agente, depende en últimas no solo de la propia naturaleza del mito sino del tipo de racionalidad que se instala en la ciudad.
Y, sin embargo, esta libertad para retocar la sustancia mítica y hacer de ella la columna artística de la composición dramática está lejos de ser absoluta. Muy al contrario, tiene un límite; y es un límite que no debe ser violado, so pena de producir en el auditorio una sensación de desconcierto o una desaprobación afectiva manifestada por el público y los jueces. ¿Cuál es ese límite? Sea cual fuere la modificación hecha al mito escogido como base de la representación trágica, este debe comportar siempre un esquema básico reconocido (en el pasado) y reconocible (en el presente), que “define lo principal de su contenido” (De Romilly, 1997, p. 162). Dicho en breve, la variación expresiva del mito tiene por fundamento un núcleo de contenido constante. Un autor puede modificar cuanto quiera el entramado de la historia que pone en escena, pero solo si respeta sin objeción, si acata sin restricción, si observa sin reparos, el motivo esencial que caracteriza a la intriga misma. Basten dos ejemplos para aclarar lo dicho. Primero: bien se muestre en el escenario a Edipo como un gobernante que piensa solamente en el bienestar de sus ciudadanos, bien se lo haga mudar de carácter hasta verlo convertido en un auténtico basilisco que únicamente piensa en sí mismo, es preciso que Edipo se revele como parricida. Segundo: bien se muestre en el escenario a Orestes como un extranjero que solicita ante la casa de Clitemnestra los dones de la hospitalidad, bien aparezca con su amigo Pílades para hacerse reconocer por su hermana Electra es necesario que Orestes se alce sobre las tablas como matricida. La libertad artística conferida a los autores trágicos es siempre una libertad encadenada (permítasenos el oxímoron). En este sentido, la vocación artística antigua sigue unos derroteros que el mundo moderno dejará de transitar: no se va al teatro a encontrar lo desconocido sino a toparse con lo conocido, y no por ello hallar menos placer.
Rematemos este apartado aclarando que la selección mítica está condicionada por una finalidad que sobrepasa el mero cumplimiento de un ideal artístico. No se trata de retomar la figura heroica, sostenida por el culto que la ciudad institucionaliza, para remarcarla como modelo de comportamiento. Si este fuera el propósito de la actividad dramática, sobrarían razones para comprobar que la ciudad se estaría desmintiendo a sí misma, en lo que atañe a pilares tan importantes como la autonomía y la libertad. Nada más excluyente y desigual que una personalidad y actuación heroicas, y nada más opuesto al sentimiento de mancomunidad que una proeza individual urgida de reconocimiento social. Si los autores ponen en escena al héroe de los tiempos míticos es porque desean hacer transparente lo que ellos encubren: los móviles y consecuencias de su obrar. Atenuar el esplendor que rodea la figura del héroe, cuyos destellos enceguecen toda mirada con vocación descubridora, es una de las tareas esenciales del tragediógrafo. Y ello solo se puede conseguir al precio de una interrogación velada. ¿Qué fuerzas internas empujan al héroe a actuar?, ¿qué circunstancias sociales lo llevan a tomar las decisiones que adopta?, ¿qué demonios rebullen en su ser y se traslucen en su conducta? Todas estas son cuestiones que reclaman una reflexión y una respuesta, así sean provisionales y dubitativas, y aunque estén bajo el serio artificio de la imitación. Y todo con el fin de que el ciudadano se contemple ante el héroe como ante un ser que se define por la acción y por la palabra que sale de sus labios para explicar y justificar dicha acción. Desarraigado del mito para ser instalado en el marco ilusorio del teatro, el héroe que actúa, y que en su accionar inevitablemente se pierde a sí mismo, ofrece al espectador no solo el testimonio de su propia desdicha, sino también una ocasión para meditar acerca de las palabras y actos con los cuales se consolida la experiencia de una vida en común y en los que se asienta, de contera, una opción de comprensión de la condición humana, de por sí frágil, mudable y enigmática.
Además de seleccionar, de entre la extensa masa de relatos míticos que conforman la tradición oral griega, aquellas narraciones cuyos motivos libres y asociados brindan alguna clase de provecho dramático o de utilidad artística, el autor de tragedias se ve exigido a realizar una segunda actividad estética: debe producir, hacer visible, llevar a las tablas, mediante la imitación, una realidad poética nueva: la obra dramática. Y recibirá el nombre de poeta, no porque se sirva del verso o de la prosa, o porque se auxilie de un instrumento musical en lugar de otro, o porque mezcle un baile autóctono con uno extranjero, cuanto porque demuestra que es capaz de crear algo nuevo, algo que antes no existía, a partir de elementos preexistentes, tradicionales (Rodríguez Adrados, 1981, p. 30). Y en la medida en que esta actividad de producción espiritual tenga por objeto la reproducción mimética de acciones humanas que admiten ser valoradas por otros, el agente responsable de ella será llamado, no poeta a secas, sino poeta dramático, autor de obras dramáticas.
En sentido estricto, el autor dramático, el tragediógrafo, no es un aedo, ni un rapsoda y menos un compositor lírico. De hecho, él no compone y canta, en estilo oblicuo y ante una audiencia determinada, hechos o eventos acaecidos en otro tiempo y otro espacio cuyos contenidos ensalzan los valores y virtudes aristocráticos del grupo humano que lo recibe hospitalariamente; tampoco improvisa, zurce y recita, acompañándose de la cítara, conjuntos de odas tradicionales, de muy variada temática, en medio de corrillos de circunstantes que se reúnen espontáneamente para escuchar el destilado artístico de su labor (Fuentes Vélez, 2017, pp. 17-19); y menos crea, dejando su firma personal como traza de composición, la música y la danza de algún poema en el cual plasma los motivos que la circunstancia social o su propio espíritu le dictan, desde una exhortación militar, pasando por la expresión de los sentimientos más íntimos, hasta un canto que invita a los oyentes a repasar el modo como en la vida diaria alternan pesares y alegrías. Y, sin embargo, la obra que brota del autor de tragedias deja traslucir la huella de cada uno de estos oficios y prácticas poéticas. Por eso la tragedia, en particular, supone la unión, equilibrada, armoniosa y fecunda de la memoria perspicaz del aedo, la intuición razonada del rapsoda y la hondura emocional del poeta lírico (yámbico, elegíaco o coral).
Con ser notables, estos atributos no bastan para caracterizar el trabajo artístico del autor de tragedias. Si fueran suficientes, este irrumpiría en el horizonte cultural de los griegos como un mero usufructuario de la tradición o como un albacea especializado del patrimonio cultural de la época. En calidad de custodio del pasado, no tendría más función que la de velar por la conservación de los bienes espirituales de su pueblo. No obstante, el tragediógrafo se sitúa más allá de esta función. A su manera, él sabe que le aguarda el cumplimiento de un destino estético: tomar en sus manos esa herencia colectiva (teñida, como decimos, de sincretismo artístico), apropiársela en nombre de la comunidad de la que hace parte y devolverla luego a los demás con una apariencia distinta, marcadamente recompuesta y enriquecida. No de otro modo se podría materializar el acto de fingimiento que da orden y sentido al género teatral, el cual consiste en hacerle creer a los espectadores que son los personajes escenificados quienes, tras las máscaras que portan, hacen uso de la palabra en estilo recto, ya para conducir las partes dialógicas de la obra, ya para interpretar las partes líricas.
El proceso seguido por el autor de tragedias, consistente en devolver a la comunidad la herencia artística recibida bajo una forma y sentido diferentes, admite ser descrito en términos de reestructuración del mito.
En sentido literal, reestructurar el mito significa conferirle carácter dramático. Para conseguir que el mito adquiera esta forma artística es necesario que el autor, por una parte, afinque el uso de la dicción poética menos en el modo autoral que en el modo figural del discurso (Platón, República, III, 393c); y, por otra, que se adentre, por así decirlo, en las entrañas del mito y extraiga, luego de examinar sus diversos componentes, únicamente aquellos episodios, eventos o acontecimientos que han de ser ensamblados en un nuevo conjunto poético. Al entresacar sus fábulas de ciclos de historias evidentemente más amplias, los autores deben dotarlas de coherencia a fin de que los espectadores, sin mucho esfuerzo, puedan seguir los hilos de la intriga (por ejemplo, “por qué empiezan en un punto de la trama y terminan en otro” –Cfr. Scodel, 2014, p. 43) y de ese modo sentirse partícipes de la historia referida. Ello no significa, por supuesto, que las tramas deban ser lineales o que hayan de rehuir las “vueltas de tuerca” de la intriga. Una pieza como las Euménides de Esquilo, con la cual se cierra el argumento continuo de la trilogía integrada por Agamenón y Coéforas, aparte de estar impregnada de un lenguaje literario con hondos matices políticos, se estructura en torno, no de una sola acción, sino de un complejo de acciones destinadas a mostrar de qué manera una ciudad como Atenas puede hacer el tránsito, en el plano jurídico, de un derecho basado en la justicia privada a otro cimentado en la justicia pública. Así, la armazón estructural de la obra, lejos de responder a un orden estético lineal, satisface los requerimientos aristotélicos de una trama compleja (la que contempla al tiempo peripecia y reconocimiento o, lo que es igual, densidad dramática).
Adicionalmente, solo si el autor simula que son los personajes quienes, soberanamente, dicen lo que dicen, y solo si logra disponer un entramado de acciones apenas sugerido por el relato que ha seleccionado, el mito puede adquirir el perfil dramático que el teatro demanda. Tal vez por eso, Aristóteles sostiene que la gran tarea del autor trágico consiste, no tanto en inventar una trama, un mito, una historia, cuanto sí en confeccionar, con la mira puesta en una operación de mímesis venidera, un “ensamblaje de acciones cumplidas” (Poética, 6, 1450a, 3). De ahí que sea en la actividad de ensamblar acciones, y no en el acto de imitar líneas de conducta o caracteres, donde, a juicio del Estagirita, resida la virtud del poeta trágico. Estéticamente hablando, virtuoso es el tragediógrafo que, permaneciendo en la esfera del mito (esfera que no excluye cierto margen de libertad, según escribíamos atrás), logra componer “una intriga o puesta en intriga” (Ricoeur, 1992, p. 221). Sobra anotar que en este contexto la puesta en intriga acusa un valor puramente práctico, relativo al quehacer propio del poeta. De suerte que una intriga bien configurada es la que oculta la costura de cada una de sus partes cualitativas y cuantitativas y la que, sobre todo, permite al espectador comprender a cabalidad los hilos de conexión que anudan –causal y cronológicamente– cada una de estas partes. Mal compuesta, por el contrario, es la puesta en intriga que, además de exhibir los anudamientos de su composición, impide al público seguir, con una concernida complicidad, el curso necesario o verosímil de una acción dramática. En suma, una obra trágica es depositaria de un eximio acabado formal cuando su estructura promueve en el espectador o lector una inmediata inteligibilidad del mito que es llevado a las tablas.
Mientras realiza el ejercicio de reestructuración antes mencionado, el autor de tragedias obra a semejanza de un traductor, es decir, media entre dos lenguas o, por extensión, entre dos géneros literarios, uno correspondiente al venerable magisterio del cantor o recitador profesional y otro relativo al naciente oficio del hacedor dramático. Su conocimiento de las dos instancias debe ser suficiente como para no ignorar que entre el espíritu de la diégesis, característica del discurso épico, y el de su transformación en ficción teatral media una distancia que debe ser superada. Cuando esto se logra, gracias a una especie de acuerdo estético que toma en cuenta el sentido de ambos ámbitos de referencia, el autor de tragedias se yergue como creador de aquello que conviene denominar “el mito trágico” (De Romilly, 1997, p. 175). Así, un mismo elemento de composición se presta a un doble y dispar tratamiento estético. Si en la tarea que compete al autor no sobreviniera dicho ejercicio de traducción (en virtud del cual el mito logra pervivir en el espíritu de un pueblo como motivo dilatado de génesis e ímpetu creativos), a duras penas podría establecerse un nítido deslinde entre la épica y el drama.
La idea puede ser expuesta de otra manera: sin ser teólogos, y por lo tanto sin estar movidos por el deseo de hacer mitos, en cuanto tentativa por inventar leyendas que sobrepasan “nuestra comprensión” (Aristóteles, Metafísica, III, 4, 1000a, 9-19), y sin ser filósofos, y por ende sin tener la pretensión de hacer filosofía, en “cuanto intento para resolver los problemas del universo solo por la razón que se opone a aceptar explicaciones puramente mágicas o religiosas” (Guthrie, 1995, p. 32), los poetas trágicos se afirman en medio de ambos ámbitos de acción al momento de componer sus obras. Afirmarse quiere decir que no solamente ignoran la aguda repercusión social de la épica homérica y hesiódica y la innovadora actividad de pensamiento adelantada por los milesios e itálicos, sino también que proyectan en sus propias piezas teatrales, aunque bajo un manto enhebrado de ficción dramática, el sustrato decantado de una y otra tradición. Si para la mentalidad clásica griega dos son las posibilidades del lenguaje humano, una ofrecida por el mito (teología) y otra proporcionada por el logos (filosofía), entonces los poetas trágicos, guardando todas las proporciones, conceden la primera al coro y la segunda al héroe. No decimos que el coro sea un personaje colectivo tras cuyo velo se oculta la figura del teólogo, ni que el héroe sea un substituto enmascarado tras cuya apariencia se esconde el personaje del filósofo. Una afirmación semejante resultaría a todas luces absurda e inaceptable. Pero no deja de ser llamativo el hecho de que, así como el coro comenta, mediante analogías narrativas fabulosas, lo que acontece en escena, el héroe se refiere a la acción que está en trance de ejecutar o que ha ejecutado haciendo el uso de una palabra razonada, teñida a veces de lógica impecable. Desde luego, ninguno de los dos usos se presenta en estado puro, pues nada impide que el solemne canto del coro desemboque en lúcidas reflexiones de índole filosófico-moral, ni que el razonamiento del héroe se combine con sentimientos profundos que rozan lo mítico-religioso. Fluctuando entre estos dos modos de encarar la realidad, pero sin llegar al extremo de hacerse pasar por lo que no son, los poetas trágicos aúnan en lo más hondo de su ser la perspicaz sensibilidad del teólogo y la inquietante racionalidad del filósofo.
En su dimensión épica, sea en versión homérica, sea en versión hesiódica, sea en una versión privada de atribución personal, el mito llega a ser el lenguaje más característico de aquellas comunidades humanas en las que la trasferencia del saber tradicional, la enseñanza de las costumbres, la indicación de las líneas de parentesco, el registro de las jerarquías de poder, la descripción de los bienes privados, etc., se transmiten por vía oral. No habiendo escritura, o habiéndola solo en un estado embrionario, la palabra hablada se convierte en la herramienta primaria de la comunicación interpersonal. En calidad de lenguaje oral, el mito se afinca discursivamente en una larga secuencia de palabras cuya articulación interna, regulada por una doble determinación causal y temporal y sometida a los patrones de una métrica estricta (por no decir formularia), sirve de vehículo de expresión a las acciones de los dioses, héroes, animales fabulosos y demás potencias cósmicas que intervienen físicamente en la naturaleza. Cierto que el mito no se priva de ahondar en la compleja vida interior de los agentes implicados en el relato; pero no es menos cierto que su énfasis expresivo y referencial recae en las acciones realizadas por dichos agentes. Cargadas de poderosas resonancias religiosas, tales acciones dan cuenta del incesante dinamismo que distingue al cosmos como totalidad observable de los mismos seres que lo conforman, según su respectiva naturaleza. Quienes las oyen, ora en el cálido ambiente del fuego familiar, ora en el bullicioso reducto de la plaza pública, quizás encuentran en ellas, si no modelos de conducta que ameritan ser imitados, principios explicativos con base en los cuales tienden a forjarse una imagen del mundo. Pero cualquiera sea el modo de experimentar el contenido de las acciones escuchadas, este queda reservado a la vivaz o apocada imaginación de los individuos. Son ellos quienes, en privado o a la vista de todos, se hacen una idea, representación o imagen mental de las gestas, pasiones, palabras, etc., que componen el perfil divino o heroico de los personajes míticos que son referidos por los cantores o recitadores profesionales. Lo que oyen, al amparo de unas condiciones comunicativas muy diferentes de las que presiden el desarrollo de la cultura escrita, lo intentan refigurar en sus mentes, apoyándose en formas, decorados, funciones y movimientos conocidos. Con todo, lo refigurado, aunque pueda permanecer cierto tiempo en la mente de los oyentes, acaso sufriendo modificaciones debido al contacto con nuevos estímulos verbales, nunca se ofrece a la contemplación externa.
Muy distinta es la situación que tiende a configurarse cuando el mito, especialmente aquel que es objeto de selección por parte del autor, abona el versátil campo de la escena teatral. Más que plasmar en largos hexámetros o pentámetros dactílicos los motivos que integran el mito, el tragediógrafo los adapta, bajo un esquema métrico más acorde con el habla cotidiana, a las distintas posibilidades expresivas que entraña cualquier diálogo humano: intercambio de preguntas y respuestas, alternancia de afirmaciones y declaraciones, informes detallados de acontecimientos acaecidos con anterioridad a los encuentros conversacionales, frases cortadas por los interlocutores, etc. Así, el diálogo a varias voces y el canto poliestrófico toman el lugar ocupado en el pasado por la voz dominante del aedo o rapsoda (e incluso por la voz subjetiva del poeta lírico). El modo indirecto de la dicción poética cede su paso al modo directo. La técnica formularia “agrupada alrededor de temas uniformes tales como el consejo, la reunión del ejército, el desafío, el saqueo de los vencidos, el escudo del héroe, y así interminablemente” (Ong, 1987, p. 31), o la habilidad de improvisación, igualmente, son reemplazadas por el libreto, por una escritura previa que demanda otro tipo de aprendizaje, otra clase de memoria. Y tras el edificio de la escena, pero nunca en frente del auditorio que lo escucha y le hace eventuales peticiones poéticas, suponemos la presencia del autor, atareado en los diversos compromisos que debe atender como artífice último de la ficción dramática. Artífice de ficción, puesto que su labor se concentra en hacer que el mito cobre vida o, más bien, en suscitar artificialmente esa impresión.
En la tragedia, dicho en términos figurados, el mito adquiere carácter, energía, apariencia de voluntad. La divinidad, masculina o femenina, emerge sobre el escenario como si fuera tributaria de una voz y un cuerpo perceptibles, en cierto modo similares a los de cualquier mortal; el héroe o la heroína, al ser introducidos en el contexto teatral, dejan de ser simplemente mencionados o aludidos y se muestran como si obraran en realidad de verdad, instigados por temores, dudas, quejas, ambiciones o deseos de venganza; y un elemento natural (por ejemplo, el océano del Prometeo) interviene en la trama dramática como si estuviera provisto de atributos reservados solo a la raza de los hombres. Nada de lo que se ve u oye sobre las tablas es real, nada detenta consistencia tangible, nada denota una existencia duradera, pero la imitación ejecutada por los actores debe producir ese efecto en los espectadores. Todo ha de enseñar la marca distintiva del falso-semblante. En el marco estrecho delimitado por las barracas, la ficción tiene que campear a sus anchas, irrigar sus alcances ilusorios sobre la orquestra y aun sobre los hemiciclos del auditorio, impregnando de espantosa y placentera fabulación el campo visual y auditivo de los asistentes. El mito aguarda ser personificado al calor de extenuantes interpretaciones, en la esperanza de provocar entre los circunstantes, durante unos pocos días, el sentimiento de que un pequeño universo se levanta delante de sus propios ojos. Ello explica porque, más que ir a oír la palabra contada, el ciudadano ateniense va a al teatro a escuchar la palabra encarnada. En resumen, el drama se empeña en dotar al mito de una objetividad simulada, hecha de fingimientos creíbles, de dobleces convincentes.7
Con todo, poco valor literario y débil incidencia social tendría la actividad de reestructuración poética que intenta proporcionarle apariencia de vida al mito, si la labor del tragediógrafo se limitara únicamente a solucionar problemas de índole formal. Una muestra de destreza técnica o una demostración de maestría en el arte de componer tragedias no es garantía de trascendencia espiritual. No pocas veces la tenencia de unas cualidades excepcionales para crear algo en el terreno del arte desemboca en un estado de parálisis estética. Por eso, para los griegos, cualquier obra formalmente lograda pero vacía de contenido, resulta fallida o precisada de cumplimiento. De ahí la obligación de que el autor atienda, con igual o mayor cuidado, el asunto de la sustancia temática.
Atender la sustancia temática del mito o, lo que es igual, ocuparse de su contenido, es parte del quehacer interpretativo reservado al autor de tragedias. Con el mito, sostiene De Romilly (1997), “la fijeza del marco deja la mayor parte a la interpretación, y subordina el dato general a lo que él quiere trasmitir” (p. 162). Por tal razón cabe suponer que el autor, antes de fijar por escrito la obra que será representada durante las Dionisias Urbanas, examina pacientemente los postulados de sentido que el relato mítico encierra. De este examen depende el uso que luego habrá de darles a dichos postulados bajo la figura de un ordenamiento dramático. La interpretación, que cambia o puede cambiar de un autor a otro, abre, en lugar de cerrar, el mundo englobado por el relato mítico. La consecuencia de esta apertura es la intensificación de su dimensión intemporal y, más, de su dimensión universal. No en vano, al ubicarse por encima de la situación particular del ciudadano medio, la historia referida por el mito atañe, sino a todos los que la escuchan, a más de uno.
Decimos “atañe” puesto que si el mito no fuera más que un tejido multicolor de anécdotas legendarias o populares cuya fina urdimbre consigue embriagar el ánimo de los oyentes y les hace olvidar por unas horas sus más acuciantes necesidades, pero sin instigarlos a reflexionar o deliberar sobre las circunstancias que rodean su misma condición humana, o sin hacerles sospechar que bajo la superficie de lo contado subyace otra dimensión referencial débilmente intuida pero ciertamente fecunda, quizás los hombres se hubieran apartado de él, desechándolo como algo frívolo e insubstancial, y no le hubieran dispensado la acogida cultural que siglos de tradición oral evidencian. Pero la pervivencia del relato mítico a lo largo de decenas de generaciones o, más bien, su inscripción en la imaginación social de numerosas comunidades rurales y civiles, prueba que él cala en lo más profundo de la sensibilidad humana.
No es el mito por sí mismo lo que subyuga al poeta trágico. De hecho, él no tiene en mente hacer, apoyándose en un conocimiento técnico, una poesía que sirve de ropaje al mito, dado que este, primitivamente, es poesía oral que “viene de atrás” y, quizás, también “de arriba”. Al poeta trágico, a quien, como a otros, el mito lo recubre culturalmente desde su infancia, le interesa otra cosa: convertir la palabra mítica en conjuro, de suerte que aparezcan avivados –o como si estuvieran vivos– los seres mencionados por dicha palabra. El drama, entonces, tiene mucho más de ensalmo que de representación. La función de encantamiento del drama, a resultas de la cual el mito trasciende su existencia diegética, confiere al teatro griego una dimensión rayana en el rito. Los actores que personifican a los seres míticos obran a semejanza de aquellos que concelebran un culto religioso, cuya actividad ritual consiste en actualizar, durante un tiempo limitado, el contenido de la historia evocada. La mímesis, a diferencia de la diégesis que deja la presentación de la vida a la facultad imaginativa del oyente, es el cultivo ritual y artístico de una existencia encarnada ficticiamente. Al ser mimetizado por los actores, luego de la reestructuración acometida por el autor, el mito se abre a nuevas avenidas de sentido y otorga a los asistentes del teatro la posibilidad de entrever otros horizontes de comprensión de la trama. En definitiva, el comportamiento ritual es al relato mítico lo que la actuación mimética es a la leyenda reestructurada o sometida a un ordenamiento formal inédito.
A pesar de que muchas tragedias incluyen en sus tramas narraciones de eventos extraordinarios referidos por heraldos o mensajeros, o insisten en la idea de un destino sobre el cual el protagonista no tiene ninguna potestad, e incluso ponen en escena actos abominables cometidos por miembros cercanos de un mismo linaje, el énfasis de la interpretación no recae en el carácter fabuloso de la aventura mítica, tampoco en la naturaleza incierta de la acción ejecutada por el héroe, y menos en la condición atroz de la decisión que este toma una vez se dispone a actuar. No recae, cuando menos, en uno solo de estos aspectos en particular. Más bien, dicha interpretación, que es modelada según las exigencias formales del drama, ahonda esencialmente en la fragilidad constitutiva de la condición humana, a sabiendas de que dicha fragilidad se sustenta en imprevistos, yerros y audacias inexcusables. El héroe trágico, nacido a partir de la exégesis y reestructuración dramática del mito, se convierte en una suerte de espejo ante el cual se contempla, a la distancia, el hombre de la polis, el ciudadano. Lo que aquel dice y hace en escena, en medio de una situación límite que compromete su fortuna y la fortuna de los que le rodean, opera como trasfondo de una visión crítica que la ciudad patrocina –que la ciudad defiende a través de la práctica del certamen artístico– con el fin de hacer valer un nuevo ideal de vida en común.
La tercera fase del proceso de reaprehensión mítica se relaciona con los tres códigos que intervinieren en la elaboración de cualquier pieza trágica, a saber, el lingüístico, el musical y el que incumbe a la danza.
Antes de pronunciarnos muy someramente sobre cada uno de estos tres códigos y las relaciones que mantienen entre sí, quizás sea oportuno introducir una acotación previa respecto del modo como son valorados por el pueblo ático: a diferencia de lo que ocurre en muchas esferas del arte actual, en las que “goza de una universal aceptación el principio estético según el cual la reunión de dos o más artes no es capaz de producir ninguna elevación del placer estético, sino que es más bien una perversión bárbara del gusto” (Nietzsche, 2004, p. 81), en el arte antiguo la estimación se funda en el precepto de la complementariedad estética. Y no tanto porque se piense que cada arte es en sí deficiente o necesitada de algo adicional para tornarse más completa y así dar a alguien de manera conveniente lo que corresponde a ella (República, I, 342, a-b), cuanto porque se considera que la unión de dos o más artes, íntegras en lo que atañe a sus respectivos medios y fines, redunda en la satisfacción que proporciona el acto de contemplarlas u oírlas. El desafío está en alcanzar un espacio de confluencia estética en el que artes diferentes se comuniquen entre sí conforme a un espíritu de conjunto. De ello se sigue que la palabra, el canto y el baile, al intervenir en la composición del drama trágico, se fecundan mutuamente hasta conformar un todo indivisible cuya articulación responde a una técnica de ensamblaje artístico a la cual los griegos dan el nombre de choreia. Como técnica de entrelazamiento artístico, la choreia se pone al servicio de la reaprehensión mítica, no sin hacer del ordenamiento dramático una actividad provista de artificios.
¿Qué decir del código lingüístico? La palabra oral, en cuanto vehículo básico del relato mítico, deja de ser coloquial, corriente, incluso vulgar, y adquiere una apariencia diferente, revestida de ponderada formalidad. Lo que ella divulgue como mensaje incierto –como rumor imparable–, allí donde dos seres humanos se encuentren por casualidad, ya una historia de dioses, ya una remembranza heroica, bien un cuento infantil, bien una sentencia moral, ora una advertencia oracular, ora una reconstrucción genealógica, se convierte en sólido sumario dentro del teatro, asumido como espacio público donde el encuentro humano es refractario al azar. Lo que en escena se dice o entona (como si fuera el producto de una conversación desenvuelta o de una canción espontánea) no es otra cosa que la ejecución de un texto previamente escrito por el autor y después memorizado por los actores y coreutas. La escritura y los ensayos basados en diversos y demandantes ejercicios de repetición, por consiguiente, toman el lugar de aquella palabra, arrinconándola en nombre de un nuevo propósito de interpretación. Ahora, la palabra mítica no es un simple decir, un acto discursivo emitido por cualquiera ante cualquiera, y en medio de cualquier circunstancia social, sino un complejo decir, un acto de habla profesional y altamente especializado (que atañe por igual a los autores, coreutas y actores), cuyo contenido se pronuncia ante un público, si no experto en el arte poético, ciertamente concernido.8 Agreguemos a esto el hecho de que las piezas trágicas se sirven del verso como vehículo de expresión lingüística.
Si los griegos reservan la articulación lógico sintáctica que sirve de fundamento a la prosa para aquello que denominan historia, es decir, la pesquisa y consecuente narración de hechos bélicos entre ciudades que chocan entre sí por causas diversas (Tucídides, Historia, I, 1-2), así mismo optan por la articulación rítmico-melódica que sirve de soporte al verso para aquello que denominan el arte dramático, esto es, la imitación de acciones humanas (Aristóteles, Poética, 2, 1448a). “El rasgo más distintivo y específico entre prosa y poesía es el carácter rítmico, es decir, métrico, de esta frente a aquella” (Guzmán Guerra, 2005, p. 41). Aunque resulta evidente que la prosa puede contener elementos rítmicos de alguna clase y que el verso se encadena en atención a un cierto orden sintáctico, el uso de cada uno de estos registros lingüísticos se atiene a una finalidad diferente: la prosa, a la configuración de un estilo individual soportado en una rigurosa jerarquía de elementos formales regentes y regidos; y el verso, a la producción de un todo melódico apuntalado en una clara distribución de líneas rítmicas.
¿Cuál es el metro más demandado por los autores trágicos para llevar a escena los diálogos recitados? Aristóteles suministra la respuesta: “Al principio usaban el tetrámetro porque la poesía era satírica y más acomodada a la danza; pero, desarrollado el diálogo, la naturaleza misma halló el metro apropiado; pues el yámbico es el más apto de los metros para conversar. Y es prueba de esto que, al hablar unos con otros, decimos muchísimos yambos; pero hexámetros, pocas veces y saliéndonos del tono de la conversación” (Poética, 5, 1449a, 22-27). Si lo comparamos con nuestro sistema silabo-tónico, en el que lo más habitual es intentar sustituir una sílaba larga por una acentuada (tónica) y una breve por una no acentuada (átona), el yambo, o, mejor, el trímetro yámbico, integrado por seis pies yambos cortados por una cesura o pausa en dos períodos desiguales, corresponde a un segmento fónico de entre diez y doce sílabas. Aparte de este tipo de metro, es posible hallar en las partes dialogadas, aunque en menor proporción, tetrámetros trocaicos (ocho pies trocaicos) y dímetros anapésticos (cuatro pies anapestos), declamados estos últimos por el corifeo o los actores cuando se quiere insinuar el abandono de la escena por parte de alguno de ellos.
En cuanto a las partes corales, tanto las stásima como las monodias y diálogos líricos acusan una gran riqueza rítmico-melódica. Sobre la misma base articulatoria que opone sílabas largas y breves, los poetas, con arreglo a las circunstancias de la obra, disponen la combinación de metros diferentes a fin de crear los poemas que son cantados y los pasajes que son declamados melodramáticamente. A pesar del indudable refinamiento formal alcanzado, el complejo artificio de la línea de habla no debe cegarnos al reconocimiento de su auténtica función estética. La formalización de la palabra recitada o del canto entonado mediante el uso de las distintas posibilidades métricas aspira a suplir aquello que la puesta en escena es incapaz de ofrecer a la mirada del espectador. Dada la precariedad –o, mejor, economía– de medios del teatro antiguo griego, la palabra irrumpe sobre las tablas o en el círculo de la orquestra para crear vivísimas estampas orales, clarividentes “pinturas verbales” (Zimmermann, 2012, p. 37). Es la palabra poética la que debe ser capaz de crear en la mente de los espectadores lo que la pobre escenografía no consigue mostrar. En otros términos, ante la ausencia de finos y esplendorosos guardarropas teatrales, o dada la inexistencia de versátiles dispositivos de montaje escénico, los autores se ven abocados a convertir la expresión dialogada o cantada en el vehículo de una representación plástica mental. Su tarea es lograr que los asistentes, a través del lenguaje, vean con los ojos de la imaginación lo que no pueden observar con los ojos de sus rostros. De ahí la necesidad de que las palabras elegidas comporten una fuerza evocadora tal que sea capaz de despertar en el alma de los circunstantes la imagen de sus respectivos referentes y la respuesta emotiva de sus significados correlativos. Un buen ejemplo de este designio son los relatos contados por los mensajeros: precisos, munidos de pormenores, vivaces y, sobre todo, elaborados con pulquérrimo cuidado.
¿Qué decir del código musical, de la música dramática? Quizás improvisada al comienzo, cuando en la prehistoria del drama la espontaneidad de los encuentros humanos aún no dejaba entrever ni de lejos la formalización literaria que vendrá mucho más tarde; tal vez escueta en sus líneas melódicas, cuando los tonos, ritmos y cadencias todavía no se veían compelidos a seguir por ley la armazón de unos acontecimientos míticos sometidos a representación artificial; y posiblemente campechana en su ejecución interpretativa, cuando en el acto mismo de la celebración los participantes no sentían la necesidad de tomar partido por un instrumento en lugar de otro (por ejemplo, la lira –vinculada con Orfeo– en lugar de la flauta –asociada con Dioniso), la música es conducida al teatro como parte sustancial del género literario naciente.
Su inserción en la estructura del drama responde a dos hechos históricos. El primero, de carácter general, atañe a la vida social de los griegos, caracterizada por una importancia creciente otorgada a la música. En efecto, para los griegos del siglo V, una celebración religiosa, un banquete organizado en la casa de un individuo rico, una marcha militar o un certamen deportivo resultan incompletos sin el acompañamiento de alguna tonada de circunstancia y sin la ejecución de alguna clase de instrumento musical (Guzmán Guerra, 2005, p. 54). El segundo, de índole particular, guarda relación con los géneros literarios que sirven de antecedentes artísticos al drama: la épica y la lírica. A pesar de sus diferencias (de naturaleza, estructura, longitud y función comunitaria), ambos géneros están profundamente ligados a la música. Su ejercicio respectivo no solo aparece comprendido en el amplio concepto de mousike9 (que incluye un conjunto de actividades diversas, entre ellas la danza y la gimnasia, regidas todas por la idea de tiempo y movimiento), sino que además supone la utilización de instrumentos musicales: de la cítara, en el caso de la épica, y de la lira, en el caso de la poesía monódica o coral.
El surgimiento del drama, con sus propias especificidades formales y musicales, puede ser entendido como el resultado de una simbiosis social y musical de ambos registros diacrónicos, el histórico y el artístico. En particular, la tragedia constituye la forma mimética en que la vieja disputa acerca de la preeminencia de la música sobre la poesía se resuelve a favor de un equilibrio alcanzado al precio de promover la concordancia de sus lenguajes constituyentes. Cuando menos, así juzgan el género Platón y Aristóteles; el primero, en la República, afirma que “tanto el ritmo como la armonía deben acompañar el relato” (III, 398d), y el segundo, en la Poética, señala que “el ritmo, el lenguaje o la armonía” están al servicio de la imitación (1, 1447a, 22-23).
Solo que el enlace dramático entre poesía y música, al producir una forma de expresión inexistente hasta entonces, obedece a nuevas exigencias de arreglo y ensayo. El nombre dado por los griegos a dichas exigencias es el de nomoi (“reglas de composición”). Estos nomoi significarían no canciones mediante las cuales las leyes discutidas y aprobadas por la ciudad tenderían a ser divulgadas y aprendidas por los ciudadanos, sino clases particulares de melodías, fijas y estables, cuya ejecución respondería a ocasiones bien definidas. Haya sido o no Terpandro el inventor de tales normas, lo cierto es que ellas constituirían el “núcleo de la tradición musical ulterior e incluso la base sobre la que se asentara una verdadera enseñanza de la música “(Fubini, 2007, p. 56).
Más que servir de trasfondo sonoro destinado a condimentar el pobre espectáculo de la puesta en escena, la música se integra al teatro para redoblar artísticamente la composición y, sobre todo, la ejecución del drama. Al hacer eco a las cláusulas rítmicas de cada uno de los metros y períodos empleados, la música cumple la función de reforzar la emisión de las palabras pronunciadas y enfatizar “la expresión de los sentimientos y el interés de las situaciones, sin interrumpir la acción o molestar mediante inútiles adornos” (Nietzsche, 2004, p. 93). Siendo monofónica, y por ende interpretada al unísono, esta música no requiere más que del aulós, “un instrumento de viento, similar al oboe, de sonido sordo y sombrío [propio en su esencia del culto dionisíaco], para el que se ha impuesto la equívoca traducción de flauta” (Zimmermann, 2012, p. 44). Desde el centro de la orquestra donde se sitúa el intérprete, el sonido del aulós, ejecutado al compás de una estructura métrica que se acomoda al tipo de palabra utilizada, envuelve, con su resonancia tumultuosa, la atmósfera teatral y produce en el espectador, por qué no, un efecto similar o superior al que suscita la contemplación del padecimiento experimentado por el héroe. Prolija en medios de expresión rítmica, aunque carente de un sistema de composición tendiente a hacer sonar más de una nota al mismo tiempo, esta música monódica funda su sentido, no en la improvisación, sino en una suerte de codificación establecida con base en los denominados modos musicales. Modos regulados no solo por la idea de que las melodías traslucen determinados estados de ánimo, sino también por la idea de que responden a determinados modos, y no a cualquiera (Aristóteles, Política, VIII, 1339a).
En suma, y tomando en cuenta el testimonio de algunos tratadistas griegos (entre ellos Aristóxeno), cabe afirmar, no sin vacilación, que los griegos del período clásico llevan al teatro una música no polifónica, elaborada a base de melodías básicas cuyos modos o escalas, al ser ejecutados por ciertos instrumentos, refuerzan la unidad de los códigos en escena.
El tercer y último elemento contenido en la noción de choreia incluye la danza. Solo uniendo la imaginación con apuntes entresacados de distintas fuentes podemos formarnos una idea, mínima por lo demás, del modo como el baile tiene lugar en la tragedia.
Que la estimación cultural de la danza, como la música, hunde sus raíces en el pasado griego antiguo, es algo que se aprecia ya en Homero. Explícita es la mención que se hace del arte del baile en el canto XVIII de la Ilíada donde el poeta se demora en describir el escudo de Aquiles forjado por Hefestos. Justo al inicio del verso 590, leemos lo siguiente: “El muy ilustre cojitranco bordó también una pista de baile semejante a aquella que una vez en la vasta Creta el arte de Dédalo fabricó para Ariadna, la de bellos bucles. Allí zagales y doncellas, que ganan bueyes gracias a la dote, bailaban con las manos cogidas entre sí por las muñecas […] Unas veces corrían formando círculos con pasos habilidosos y suma agilidad […] y otras veces corrían en hileras, unos tras otros”. Sin ánimo de forzar la interpretación, es posible decir que la danza, ya en círculo, ya en filas, convierte el cuerpo en eminente vehículo de expresión. El contenido expresado por el cuerpo (bien un sentimiento –de alegría, de tristeza, de furor–, bien un motivo narrativo –de hospitalidad, rechazo, persecución) se materializa plásticamente en forma de figuras, en cuya realización toman parte individuos aislados o grupos enteros. En cuanto signo corporal que se fundamenta en la repetición, las figuras se componen de pasos y movimientos. Los pasos son las mudanzas que los pies ejecutan al momento de comenzar a moverse; los movimientos, por su parte, son los cambios de posición del cuerpo en relación con el espacio. El encadenamiento de unos y otros, según un orden de variaciones previamente establecido, conforma la coreografía. ¿Dirige la coreografía Alcínoo cuando, en la Odisea, manda a Laodamante y a Halio, “sin rivales en la danza”, a que bailen ellos solos (vv. 370-384), a fin de que muestren al ilustre huésped (Ulises) la excelencia de su arte y la embriaguez que este produce al ser contemplado? Esta danza de la pelota que allí se describe, ¿acaso no prueba que en el baile el cuerpo de los bailarines deja de operar según los dictados de la naturaleza y pasa a obrar conforme a las convenciones de una actividad reglada técnicamente?
Surgida, “cronológicamente hablando”, a continuación de la antigua epopeya y antes del nacimiento del drama trágico (Reyes, 2000, p. 107), la poesía lírica arcaica, en sus diversas manifestaciones –elegíaca, yámbica, coral o monódica– reclama el doble concurso de la música y la danza. Dicha poesía, una vez redactada, se destina a los demás (el señor de una casa familiar aristocrática, un grupo de ciudadanos reunidos con ocasión de una ceremonia religiosa, la ciudad misma, el vencedor de una justa deportiva, etc.), se aleja de las funciones de la épica, aunque sin abandonar muchos de sus motivos míticos, y da paso, por vez primera en Occidente, a la expresión del mundo interior de sus creadores. Intimista, vivencial, emotiva, sincera, por instantes abiertamente crítica, la lírica se constituye en el medio de expresión de un mundo cambiante que empieza a defender nuevos ideales y valores individuales. Sus cultivadores, en lugar de actuar como “funcionarios de la soberanía” (Detienne, 2004, p. 64), es decir, como agentes culturales que recorren el dispar territorio de la Hélade reconstruyendo discursivamente las narraciones míticas que dan sentido a los diversos pueblos, ejercen una especie de magisterio social, íntimamente anudado al ámbito religioso. Por tal razón adecúan las cláusulas rítmicas y los tipos de estrofas a las circunstancias concretas que motivan la hechura de las piezas (la honra de un muerto, la fijación de una alianza matrimonial, la delicada manifestación de un sentimiento amoroso, la proclama de unos principios políticos, etc.), pero sin verse forzados a sacrificar los rasgos de su propia energía creadora. Cada uno de ellos, a su manera, se siente depositario de un conocimiento que trasciende el simple aprendizaje escolar y que pone a disposición del grupo humano que lo acoge y por el cual le manifiesta su profundo reconocimiento y respeto.10
Fieles a la idea de que el drama emerge como un gran signo teatral de carácter sincrético, es razonable pensar que la inserción de la danza en la tragedia no es más que una prolongación del legado artístico precedente. Esta herencia será recogida años después por Platón quien, en las Leyes (VII, 816a), afirma haber encontrado el origen del arte de la danza en el hecho de que cualquier ser humano al momento de hablar o cantar no solo no puede dejar de mover su cuerpo o alguna parte de él, sino que se inclina a imitar naturalmente con determinada clase de gestos aquello mismo que dice o canta. Sea que estemos o no de acuerdo con la idea platónica, los pasos y movimientos que por definición forman la danza se ensamblan dinámicamente en una totalidad rítmica con el fin de calcar, hasta donde ello es posible, el “logos simbólico” de la música en la cual se asienta (Trías, 2007, p. 19). Mediadas por dicho logos, cuyo espesor contiene una promesa de acuerdo, alianza o conciliación, ambas manifestaciones artísticas tienen lugar en la orquestra del teatro. No en vano, al ponerse bajo la advocación de Terpsícore, la danza deviene competencia del coro, pues es el grupo de coreutas el responsable de ejecutar sus evoluciones rítmicas. ¿Qué tipo de danzas acompañan el drama trágico? ¿De qué modo se mueven los bailarines en la orquestra? ¿En qué medida el baile ennoblece y reafirma la significación del drama? Las respuestas a estas y otras preguntas solo pueden ser conjeturales. La emmeleia (palabra que significa “armonía perfecta o pacífica”, “afinación”, “decoro”), por oposición a plemmeles (“desafinado, “desordenado”), es, según Markessinis (1995), el baile por antonomasia de la tragedia. Este baile, del que apenas se sabe que era solemne y fastuoso, se opone al kórdax (o “cordacio”), propio de la comedia, a la sikinnis, más adecuado al drama satírico, y al “pírrico”, de connotaciones bélicas (p. 43). Pese a que no nos es posible determinar las particularidades de dicha danza (¿Saltos? ¿Brazos echados hacia atrás y hacia adelante? ¿Giros del cuerpo? ¿Sujeción de los hombros? ¿Cabriolas con algún tipo de objeto? ¿Movimientos de cadera? ¿Sacudidas del pecho?), algunos creen, aunque con incertidumbre, que los cantantes que integran el coro evolucionan en la orquestra de acuerdo con la estructura típica –tripartita– de la composición coral: previa distribución en la orquestra (siendo la más socorrida la que disponía “tres filas de cinco miembros”), una fila se dirige a los espectadores de la derecha para cantar –¿y bailar?– la estrofa, otra a los de la izquierda para la antistrofa y la del centro a la escena para el épodo (Fernández-Galiano, 1985, p. 26).
La choreia, al determinar la reaprehensión mítica que lleva a cabo la tragedia, solo se materializa estéticamente en la vida ateniense cuando la ciudad se convierte en el punto de convergencia de múltiples manifestaciones humanas, fecundas unas, como la política, la filosofía, la estatuaria y el teatro, y desastrosas otras, como la guerra. Considerados desde un punto de vista estrictamente formal, los tres lenguajes descritos –la palabra versificada, la música monódica y el baile colectivo– son contracara de la atmósfera ciudadana que se ventila en Atenas caracterizada por la acogida que dispensa a nuevas corrientes de pensamiento (la sofística), diversos cultos o credos religiosos (el órfico o el pitagórico y las denominadas sectas sapienciales) y radicales iniciativas de reforma política (la supresión de algunas de las atávicas prerrogativas del Areópago). Si para los griegos el tres es expresión de pluralidad, entonces la tríada de códigos o lenguajes artísticos no hace más que traducir una parte de la riqueza espiritual que la polis experimenta a todo lo largo del siglo V. La homología no termina aquí. Así como la unidad de los lenguajes que conforman la choreia no excluye cierta tensión interior, que se expresa estructuralmente en el hecho de que tanto el personaje que aparece en escena como el coro que canta y baila en el centro de la orquestra desempeñan funciones diferentes (en ocasiones opuestas), de modo semejante la comunidad que integra la ciudad no suprime la explícita tirantez de las ideas, opiniones, sentimientos que circulan con libertad en los diversos espacios públicos. El desafío de componer un tejido urbano coherente reside en la tarea, no de suprimir las diferencias, cualesquiera que sean, sino de encauzarlas hasta conseguir un estado de convivencia pacífica. Si los griegos (los atenienses) no eliminan la desigualdad natural que rodea a los distintos miembros que conforman la comunidad, y menos se disponen a permitir el uso de la fuerza bruta como principio organizador del nuevo mando y gobierno, es porque comprenden que no hay democracia sin contradicciones internas y sin disparidad de criterios al momento de deliberar y tomar decisiones que conciernan a todos. El trabajo del legislador, como el del autor de tragedias, consiste en encontrar acuerdo allí donde solo rebulle la diversidad.
Es momento de detenernos para ofrecer unas cuantas conclusiones. En cuanto género literario y, sobre todo, como creación cultural griega (ateniense, para ser más precisos), la tragedia se sitúa en una línea divisoria que separa dos épocas: el pasado y el presente. Los juicios de Aristóteles y Kadaré, citados al comienzo de este capítulo, han resultado innegables y ajustados a la evidencia documental. En su formulación sintética, los dos señalamientos difícilmente admiten discusión, al menos en lo que atañe a un elemento concreto: del pasado la tragedia toma el amplio campo del relato mítico y lo transforma en fuente estética de composición dramática. Sin embargo, si se examinan con más detenimiento, los juicios dejan al descubierto, no digamos una falta, sino una implicación que solo puede ser restituida por contexto: la tragedia también recoge, de un presente que se explaya a lo largo de casi un siglo, aquello que compete políticamente a la ciudad, y lo hace aparecer, esta vez entreverado, deformado o interrogado, pero nunca expuesto de un modo objetivo, como parte esencial del tejido discursivo de las obras.
En este orden de ideas, la tragedia resulta ser una producción artística que, luego de sumergirse en las aguas del pasado mítico, emerge revitalizada, por así decir, para humedecer sutilmente de conciencia ciudadana, de espíritu cívico, de inteligencia política la actualidad de cuantos componen la mancomunidad de ciudadanos. Si el lazo con el presente no es directo, como sí lo es el que la sujeta a los tiempos idos, es porque en los autores trágicos ya existe conocimiento del objeto en torno al cual trabajan los historiadores. Debido a que su labor no consiste en la descripción detallada de los hechos del día o del relato pormenorizado de las causas y los efectos de algún evento decisivo para el destino de la ciudad, los autores se vuelcan a componer sus piezas dramáticas, espoleados quizás por el presentimiento de que una obra poética cala más entre aquellos a quienes va dirigida mientras menos ilusión de realidad comporte. La trasgresión de este principio estético, tal vez inconsciente en el caso de Frínico y sin duda voluntario en el de Eurípides, ¿explicaría por ventura el veto impuesto por los jueces al autor de La toma de Mileto y el escaso éxito literario obtenido en vida por el tragediógrafo de Salamina, quien solo en cuatro ocasiones –si nos atenemos a la tradición– se alzó con la victoria en el certamen dionisíaco? Cualquiera sea la respuesta que demos, no dejaría de ser hipotética. Una cosa es más segura: en el seno de la tragedia, el pasado mítico remoza su potencia de sentido al contacto con el presente de la ciudad, en forma similar al modo como la ciudad, una vez se autocontempla en la inmediatez de la representación trágica, renueva su ligazón problemática con dicho pasado.
Gracias al jovial y solemne quehacer de los poetas dramáticos, la tragedia hace suyo lo que, en rigor, es un bien simbólico de todos y de nadie: el pasado mítico. Este hacer suyo algo que originariamente no le pertenece puesto que es patrimonio de una comunidad de ciudadanos en un tiempo y un espacio determinados, puede ser entendido como una forma de apropiación o, en los términos atrás empleados, como una forma de reaprehensión. Dicha reaprehensión constituye un complejo proceso creador que incluye tres instancias básicas: en virtud de la primera, de índole selectiva, los poetas abstraen el mito del continuum oral donde en principio tiene su asiento (o donde inicialmente cumple una función explicativa sobre los seres, objetos y fenómenos que componen el cosmos) y lo introducen en la esfera de la actividad artística que tiene por finalidad la mímesis de “acciones nobles y de gente noble”; en virtud de la segunda, de carácter propiamente estético, los poetas se empeñan en reorganizar o reestructurar el mito, en la esperanza de que las acciones que lo constituyen lleguen a ser lo que no son en el relato épico o en la expresión lírica: imagen verosímil, que no verdadera, de un espíritu redivivo por el empuje de la imitación; y, en virtud de la tercera, de naturaleza técnica, los poetas codifican el material mítico seleccionado y reorganizado según reglas definidas y altamente especializadas que atañen por igual a la dicción, el canto y la danza, en un esfuerzo por dotar de unidad aquello que podría existir de modo separado. Selección, reestructuración y codificación míticas fungen de medios para alcanzar una doble finalidad artística: interna y externa. Interna, puesto que dichas operaciones se llevan a cabo con la mirada puesta en la composición de los hechos que sirven para ensamblar la trama; y externa, porque la trama, una vez compuesta, ha de ser a la vez fuente de placer estético y utilidad social.11 Al apuntalarse en las tres instancias, la reaprehensión del mito se convierte en el fundamento artístico del drama y, en particular, de la tragedia. O, en otras palabras, el ser de la actividad dramática trágica se define por el entrecruzamiento entre el empuje de la imitación y la labor de reaprehensión, “operando conjuntamente en el campo de la praxis humana por medio de actuantes” cuya interpretación dramática admite ser juzgada en términos de virtud o vicio (Ricoeur, 1992, p. 220).
En últimas, lo que en el mito ha sido (de un modo que escapa a la vivencia en acto y según unas determinaciones que encajan mejor en las denominadas sociedades ágrafas) en la tragedia vuelve a ser, en conciliación con los hábitos agonales de la idiosincrasia ática. Solo que aquí, en la ciudad que patrocina la fiesta cívico-religiosa en honor de Dioniso,12 este volver a la existencia no enseña los rasgos de una identidad inmutable y permanente. Como sustento artístico del drama trágico, el mito retorna exhibiendo una apariencia alterada. Dicha alteración responde a dos razones. Una, de época, dada la necesidad de actualizar el contenido del mito; y otra, de género, dadas las exigencias propias del formato teatral. Las dos razones se asocian para ofrecer al mito una posibilidad de persistencia en la conciencia de los ciudadanos. Actualizar el mito significa reconocer que su inagotable clamor, proferido mediante una palabra que insinúa mucho más de lo que comunica, cuenta con la capacidad de esclarecer las situaciones humanas más inmediatas y aún las circunstancias sociales más conflictivas. Dramatizar el mito, por su parte, implica revestirlo de un dispositivo de funcionamiento artificial en virtud del cual lo que es expresión y referencia relatadas se transforma en lenguaje personificado, en tejido discursivo dialogado o cantado, que simula transparentar lo que acontece en la vida regular de una comunidad determinada. Por eso, con ocasión del teatro, esa institución social inventada por los griegos y convertida en un acontecimiento panhelénico, el mito se actualiza bajo la forma artística del drama, del mismo modo como la dramatización de las acciones humanas encuentra todavía sentido, y sentido vinculante, en la luminiscencia del relato mítico.
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