Читать книгу Las aventuras de Astivio y Obdulio vol. 1 - Mauro Cocciolo - Страница 11
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ОглавлениеEl cuidado y la educación de los niños tenían lugar en un sector que en otros tiempos había sido utilizado como galpón para el depósito de materiales, y que luego fue reestructurado para transformarlo en un sitio seguro, apto para los pequeños. En el Criadero, así nombraban a esa particular sección de la aldea, chicos de todas las edades eran atendidos por sus madres o por las nodrizas. Fue allí donde se conocieron Astivio y Obdulio, y donde forjaron su eterna amistad. Compartieron la misma nodriza y luego el mismo grupo de crianza. Sus nombres habían sido elegidos en honor a dos arcaicos personajes de una historieta que había sobrevivido al apocalipsis corporativo, cuyos protagonistas se apodaban Astérix y Obélix. Las amarillentas y arruinadas páginas del cómic habían pasado de generación en generación, marcando la infancia de todos, pero en especial la de los padres de nuestros héroes, verdaderos fanáticos de las aventuras galas. Por desgracia, los progenitores de ambos desaparecieron durante una excursión al indómito mundo exterior cuando los niños tenían apenas dos años de edad.
El del 3013 fue un invierno crudo y riguroso; el frío arremetió con mucha más fuerza que de costumbre, sumergiendo la zona en una suerte de anacrónica Era del Hielo. El suministro de carbón no daba abasto, la madera comenzaba a escasear, y los preocupados pobladores se vieron obligados a buscar soluciones rápidas al problema, si no querían perecer congelados. Durante una reunión de emergencia decidieron formar varios grupos de expedición, con el objetivo de buscar leña por fuera de las seguras murallas del Proyecto. Florinda y Royermo, los padres de Obdulio, junto con Hermenegilda y Juanjo, los de Astivio, participaron de una numerosa cuadrilla de exploradores, quienes, dejando atrás el amparo brindado por la ciudadela fortificada, se perdieron entre las sombras y jamás lograron regresar de la intemperie en la que se habían adentrado. Nunca más se supo de ellos, incluso a pesar de las múltiples incursiones que se realizaron a los peligrosos páramos linderos intentando encontrarlos, por lo que se presumió que debían de haber perecido.
Los dos muchachos quedaron huérfanos, y fueron adoptados por todo el Proyecto PAVT. Astivio era un niño muy vivaz, ocurrente, rápido de pensamiento, y que hacía reír a todo el mundo con los ardides que inventaba para intentar salirse con la suya. Su precoz perspicacia y la pequeña estatura le valieron el sobrenombre de Pequeñín, el pícaro sinvergüenza de la aldea. Obdulio había sido un bebé fornido, luego fue un niño fornido, y posteriormente un adulto alto y fornido, solo que para ese entonces ya todos lo llamaban, con gran aprecio y cariño, El Grandote. En honor a la verdad, no se trataba de un muchacho con demasiadas luces, pero su espíritu noble y generoso, su fidelidad, su altruismo, su simpática manera de ser, lograron conquistar el corazón de todos en el poblado. Iban siempre juntos de acá para allá, haciendo de las suyas, riéndose a carcajadas, jugando, ayudando a los adultos con las diversas tareas. El ingenio que le sobraba a uno compensaba la simplicidad del otro, del mismo modo en que la fuerza, el civismo y la generosidad de Obdulio corregían la balanza en cuanto a la picardía a veces exagerada y un tanto egoísta de Astivio.
Rara vez se dejaba a los niños sin supervisión, pero ellos dos siempre se las arreglaban para burlar a los mayores, apartarse y mandarse alguna infantil proeza. Por lo general, no se trataba más que de inocentes travesuras, carentes de importancia. Pero algo muy diferente ocurrió en el transcurso del año 3018, cuando ambos tenían siete años de edad: un evento cuyas consecuencias cambiarían por completo el rumbo de sus vidas… y el destino de la humanidad.
Desde hacía mucho tiempo, un gigantesco cartel blanco con letras rojas advertía que se encontraba terminantemente prohibido traspasar el oscuro pasillo que comunicaba con la abandonada, desértica y, por sobre todas las cosas, peligrosa zona de producción fabril. En toda la historia del Proyecto, ningún niño jamás se había animado a transgredir dicha norma, más que nada porque el temor solía superar a la curiosidad o a la rebeldía, de modo que no se destinaban recursos para custodiar el pasaje en cuestión. Pero ellos no eran como los demás chicos, y la barrera del miedo no alcanzaba para impedirle a Obdulio acompañar a su amigo, o al sagaz Astivio para intentar saciar su avasalladora sed de conocimiento. Así, un buen día juntaron las agallas suficientes y atravesaron el solitario corredor, entusiasmados con la idea de que, por primera vez después de cientos de años, se volverían a dibujar huellas humanas en el piso polvoriento. A pesar del temor y de la hasta entonces desconocida sensación de alarmante cautela que les sobrevino, caminaron un buen trecho, escoltados solo por el eco de sus pasos, hasta que por fin dieron con el sector donde se encontraban las prensas hidráulicas. Siguiendo a través de una interminable galería, repleta de lo que en el pasado habían sido máquinas divisoras y raspadoras, fueron a toparse con una pesada puerta que estaba sellada con lacre a lo largo de sus bordes. En otros tiempos, dicha puerta permitía el acceso al Laboratorio de Ingeniería Cuántica, Bioquímica y Física Aplicada del colosal complejo industrial, y solo podía ser abierta mediante el uso de un complicado sistema informático de códigos de seguridad, cuya altísima sofisticación incluía, entre otros filtros, el escaneo de retina y el mapeo cromosómico personalizado. Pero cuando el mundo se vino abajo, y junto con la civilización se extinguió también la energía eléctrica, el súper pórtico nunca más volvió a ser funcional. Por esa misma razón, los prudentes habitantes del Proyecto decidieron que era conveniente lacrarlo y consensuaron entre todos que quedaría vedado el acceso a esa zona del complejo, dado que nadie sabía con certeza cuáles eran los peligros que podía esconder un laboratorio perteneciente a las corporaciones responsables del fin del mundo. Pero ellos dos eran especiales, y cuando estaban juntos lo eran aún más. En honor a la verdad, Obdulio no quería traspasar la puerta de acceso porque algo le decía que no les convenía, pero al final cedió ante los argumentos de Astivio, quien, a sabiendas de que estaban haciendo algo indebido, no pudo aguantarse sus endiabladas ganas. Y así, motivado por la curiosidad, arrastró a su fiel amigo con sus palabras y entre ambos rompieron el lacre.
A diferencia del lúgubre, fosco pasillo del principio, ese que tenía colgando el restrictivo cartel blanco con letras rojas, este lugar se hallaba realmente abandonado desde hacía siglos, muchos siglos. Sin embargo, no había ni una sola gota de polvo en su interior, ni siquiera una mísera tela de araña. Estaba dividido en sectores mediante un práctico sistema de paredes móviles, encastradas entre sí y elaboradas con un material translúcido. En cada box había una gran cantidad de mesas, máquinas y elementos varios. Podían distinguirse, entre miles de otros objetos, agitadores magnéticos, argollas metálicas, varillas, balanzas analíticas, matraces de destilación, densímetros, tubos de ensayo, probetas, termómetros, muflas y microscopios de avanzada. Recorrieron en completo silencio el extraño lugar, atónitos, con las bocas abiertas de estupor y con ese tipo de éxtasis tan particular con el que se viven las travesuras en la infancia, o cuando se está en presencia de algo gigantesco y maravilloso, raro, pero más que nada prohibido. Por fin, llegaron a una sala en la que, junto a una mesa de trabajo que estaba repleta de utensilios exóticos, había una suerte de interminable estantería. Allí se lucían una serie de frascos coloridos dentro de amplios casilleros individuales, equipados para su protección con sendas puertas de vidrio blindado que contaban con una traba digital de seguridad, otrora accionada a través de una clave, que por supuesto ya no funcionaba más. Es decir, en ese preciso momento ambos pequeños tenían al alcance de sus inocentes manos una serie de turbias sustancias, lo suficientemente valiosas, delicadas o nocivas como para haber sido resguardadas con métodos preventivos de última tecnología. Pero, como era de esperar, la intriga y la ingenuidad pudieron más que el miedo o la precaución. Entonces, los amigos se pusieron a jugar, exaltados y eufóricos, con todos esos frascos de colores tan vívidos y raros al ojo de cualquier persona de esa época, ni hablar de un niño, por no decir dos.
Lo que comenzó como una inocente picardía pronto se trastocó en algo mucho más preocupante. Combinaron los ingredientes de un frasco con otro, luego con otro y con otro más, hasta que con la última mezcla se produjo una sonora explosión, y el laboratorio se llenó de un denso gas amarillo fluorescente.
Quienes primero escucharon el estruendo fueron las personas que se encontraban trabajando en el aserradero y en la mina de carbón. La ayuda tardó algo así como tres minutos en llegar al recinto. Los socorristas se encontraron con la puerta de entrada abierta, sin lacre, mientras que el acceso al laboratorio estaba obstruido por una suerte de vidrio blindado que se había deslizado desde una hendidura interna, ubicada a escasos centímetros del marco superior, como si alguna vieja medida de prevención se hubiera activado junto con la explosión. Dentro de las instalaciones científicas, la atmósfera estaba teñida de amarillo y no se podía ver nada. Llamaron con urgencia a la gente del pañol, quienes llegaron al lugar lo más rápido que pudieron, llevando consigo máscaras antigás y un par de mazas de acero. Habiéndose colocado las máscaras, comenzaron a golpear el vidrio con fuerza, pero solo recién después de diez minutos de ardua labor lograron quebrarlo. De inmediato comenzó a evacuarse todo ese espeso gas amarillo que inundaba el laboratorio, y cuando la visibilidad se hizo mínimamente aceptable, aquellos que tenían máscaras entraron corriendo. Por supuesto que todas las paredes móviles divisoras habían desaparecido, como si se hubieran desintegrado, mientras que el piso se había transformado en un regadero de restos de vidrio y de objetos varios. Casi en el centro del lugar, distinguieron el contorno de los dos chicos, que yacían en el suelo. No sabían si estaban vivos o muertos, o qué era lo que les había sucedido. Los sacaron de allí con urgencia, y mientras un grupo llevaba a los niños a la enfermería, otro se encargaba de lacrar de nuevo la puerta de entrada al peligroso laboratorio, o lo que de este restaba aún en pie.
Astivio y Obdulio llegaron inconscientes a la sala de cuidados, donde los especialistas en el tema indicaron, en un primer momento, que ambos habían fallecido. Nadie nunca supo si se trató de un aberrante error de los entendidos, de un diagnóstico algo apresurado, o si todos estuvieron frente a la materialización de un auténtico milagro. Pero lo cierto es que, de improviso, ambos muchachos a la vez se sentaron con ímpetu sobre sus camillas, buscando inhalar aire con todas sus fuerzas, como lo habría hecho cualquier persona que acabara de sacar su cabeza fuera del agua después de haber aguantado la respiración por un tiempo demasiado prolongado y exasperante.
Esa misma noche, a pesar del susto, la aldea entera se reunió a festejar la supervivencia de los dos jóvenes. Armaron largas mesas al descubierto, circunvalando en su totalidad el patio central, y encendieron fogones en el centro. Para la ocasión, se sacrificaron varios lechones y se tomó vino en abundancia. Por supuesto que no era la primera vez que realizaban un gran festejo, pero lo más usual era que el evento tuviera lugar en el viejo complejo de hangares que las corporaciones reservaban para el mantenimiento de sus aviones, helicópteros, camiones y máquinas en general. Sin embargo, esta vez, todos querían mirar el cielo estrellado mientras brindaban por el triunfo de la vida. Claro que existía una muy buena razón por la cual las fiestas no solían hacerse a la intemperie. Una de las más drásticas consecuencias de la guerra había sido el cambio climático provocado por los gases que las corporaciones utilizaban como armas letales contra sus supuestos enemigos, es decir, otras corporaciones. A pesar de que para la época que nos ocupa el aire había vuelto a ser puro, incluso mucho más limpio y fresco que mil años atrás, aún existía la posibilidad de que en ciertos períodos del año se desatara aquello que los lugareños denominaban “las titánicas”: tormentas repentinas, de proporciones en verdad exageradas, intensas y devastadoras, que provocaban daños dondequiera que se desarrollasen. Y quiso el destino que esa mágica noche, la del festín al aire libre y bajo el cielo estrellado, se engendrara en pocos minutos una furiosa y destructiva titánica, de una magnitud tan descomunal como pocas veces se había visto antes. Todos los aldeanos corrieron deprisa a refugiarse, pero la rapidez del incidente climático complicó las cosas cuando los vientos huracanados se complotaron con un terrible rayo, que parecía haber sido lanzado por el mismo Zeus, y que impactó de lleno en la base de lo que había sido en otros tiempos una enorme antena satelital colocada en lo más alto del complejo industrial. La sólida base de la antena se rompió al fundirse el metal, y quedando entonces a merced de la gravedad, la pesada estructura comenzó a caer en dirección a la masa de personas en fuga, quienes no podían hacer más que anticipar con espanto, y sin una mínima posibilidad de escapatoria, lo que les estaba a punto de acontecer. Fue entonces cuando sucedió lo inimaginable.
Al contacto con el agua de lluvia, los ojos de Astivio y los de Obdulio se incendiaron de amarillo. Una suerte de remolino boreal comenzó a revolotear por sobre sus figuras, como una especie de aura espiralada. Se miraron fijo… e instintivamente lo supieron, sin mediar razón o palabra alguna. El tiempo se congeló, y mientras los aldeanos se agachaban, intentando en vano escapar del mortal objeto que caía sobre ellos, en ese preciso instante, los dos muchachos se irguieron con resolución, y alzando sus pequeños pero poderosos brazos al cielo, atajaron la descomunal antena metálica que se abalanzaba sobre sus seres queridos.
Entonces todos cerraron los ojos, menos ellos dos. Luego, cuando lo inevitable no sucedió, todos los volvieron a abrir, menos ellos dos, que ya los tenían abiertos, claro está. Los habitantes del poblado permanecían agachados y perplejos, observando de cerca el intenso color gris del metal que levitaba amenazante a pocos centímetros de sus cabezas; eran conscientes de que deberían haber fallecido aplastados por la antena, pero no obstante se encontraban feliz y milagrosamente vivos. Mientras tanto, en el centro de la escena, dos diminutos y a la vez enormes héroes controlaban por completo la situación: el más pequeñín, con una pluma atada a su blonda y larga cabellera, y el más grandote, utilizando unos curiosos pantalones azules con pintitas blancas. Ambos estaban allí, parados como dos Atlantes, sosteniendo el peso del mundo sobre sus cabezas, con sus ojos irradiados de amarillo y su fuerza sobrehumana impidiendo que las parcas cortaran con frialdad el hilo del glorioso y amado Proyecto PAVT.
De pronto, los brazos de Astivio empujaron hacia arriba el enorme y pesado objeto, que salió despedido hacia el cielo unos cincuenta metros. Luego, miró a su compañero con determinación y complicidad, Obdulio lo entendió al vuelo y asintió con la cabeza. Cuando el objeto volvió a caer atraído por la ineludible fuerza de gravedad, provocando nuevamente la agachada masiva de los aturdidos pobladores, Obdulio le propinó un puñetazo tal que lo despidió por los aires, lejos, muy lejos de la aldea a la que pertenecía. Dos héroes habían nacido, y un pueblo entero había resucitado, listos para enfrentar lo que sucedería quince años más tarde.