Читать книгу Las aventuras de Astivio y Obdulio vol. 1 - Mauro Cocciolo - Страница 9
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ОглавлениеCorría el año 3033 d. C. El mundo, o lo que de este quedaba en pie una vez culminadas las nefastas guerras corporativas que habían caracterizado la primera mitad del milenio anterior, se había transformado en un lugar en verdad muy diferente. La siempre conflictiva raza humana ya no imperaba sobre el planeta de la manera en que las leyendas de antaño solían describir, simplemente sobrevivía como mejor podía hacerlo. Hacía ya más de quinientos años que la pólvora se había agotado, y que los cráteres dejados por los misiles se habían transformado en profundas lagunas de agua dulce. Ya no quedaba ningún rastro de toda esa vanagloriada tecnología, inundada de ceros y de unos, que había llevado a la humanidad a apoderarse en vano de la tierra, los océanos, los cielos y el espacio. El aire era puro otra vez. Flora y fauna habían tomado la delantera en la ocupación, los salvajes páramos crecidos como consecuencia de la tan incomprensible cuanto categórica devastación bélica tenían el dominio. Desde hacía varios siglos, el codiciado petróleo había dejado de fluir de los pozos. Las diversas fuentes de energía alternativa, que habían dominado el escenario durante la cúspide de la civilización, fueron poco a poco tornándose incontrolables, acompasando la alarmante y cada vez más empinada curva descendiente de la decadencia humana. La denominada Edad de la Globalización, que los viejos libros de historia describían como un período de prosperidad y crecimiento, ya no era más que un recuerdo, un mito, un contenido de ficción, fábulas como las que los padres contaban a sus hijos para entretenerlos o para ablandar el camino del sueño cuando llegaba la hora de irse a dormir. El concepto de sociedad, y por lo tanto de convivencia bajo normas comunes, distaba de asemejarse al que había caracterizado el vertiginoso modo de vida imperante en las superpobladas urbes del siglo XXI; en efecto, había mutado o más bien involucionado hacia una nueva y a la vez pretérita, salve la paradoja, forma de entrelazado social.
Ya no existía la antigua división entre países y ciudades, ni había mapas que detallaran con claridad el estado geopolítico de la situación global. Cada territorio era un mundo aparte, donde las distintas facciones coexistían lo mejor que podían con la naturaleza y, en especial, con sus propios pares, sus desesperados y casi siempre temidos vecinos. La antigua Ciudad Autónoma de Buenos Aires se había transformado en la plaza fuerte de la Liga Platense. Temerosos del resto de las poblaciones, y a la vez ávidos por conservar para ellos mismos los beneficios comerciales que esa particular zona les brindaba, por su cercanía al gran río y por ende al océano, los porteños habían levantado un gigantesco muro que todos apodaban “la Barca”, y que circunvalaba la totalidad de esa extensa comarca que otrora había pertenecido a la jurisdicción de la ya extinta Capital Federal. En los alrededores de la descomunal, imponente muralla fortificada, se desplegaba una serie de bosques, planicies, descampados y pantanos que en su conjunto constituía un vasto y escabroso territorio, antiguamente conocido como el Conurbano Bonaerense. En líneas generales, aquella amplia región que antaño conformaba la provincia de Buenos Aires se había convertido en tierra de nadie y de todos a la vez. Allí, diversos asentamientos pertenecientes a la vieja, mustia y siempre beligerante Confederación Andina se distribuían los terrenos de manera anárquica, y por demás sanguinaria. Vivían en una perenne disputa, cada grupo haciendo flagrar sus petulantes banderas al viento, tal como en tiempos ya demasiado lejanos solían hacer las huestes de los señores feudales, en la época en que los castillos medievales inundaban los paisajes de Europa y los reyes dominaban la historia, convencidos de su grandeza, efímera en verdad, y embriagados por esa narcotizante falacia que en definitiva demostró ser la insostenible ilusión de su poder eterno.
Solamente una determinada porción territorial, para nada despreciable en su extensión y que abarcaba una vasta zona al sur de la antigua provincia, más allá del muro, mantenía su status de región unificada y protegida. Por supuesto que, como era de esperar, ni la unidad ni la protección eran gratuitas: se sostenían gracias a la tiranía impuesta por el aguerrido linaje de los Uxicz, quienes habían bautizado todo aquello que se encontraba bajo el peso de su poderoso yugo opresor como Estado Imperial Berazachutense, tal vez en honor a los antiguos habitantes del inmenso paraje, de los que ya no quedaba ningún rastro.
Sin embargo… una pequeña y próspera comunidad de no más de trescientos habitantes mantenía su independencia con respecto al régimen, y conformaba en el mapa de Berazachusets una mancha que los Uxicz, muy a su pesar, no habían sido capaces de borrar. Habitaban en el interior de una colosal estructura que en otros tiempos se había conocido con el nombre de Proyecto PAVT, una megaplanta industrial donde las corporaciones fabricaban plástico, aluminio, vidrio y telas resistentes a los rayos ultravioletas. Para cuando las trágicas guerras corporativas habían llegado a su fin, hacía ya más de quinientos años, el Proyecto quedó abandonado. Pero, empujados por la necesidad de protegerse de las inclemencias de los elementos, de los peligros de la naturaleza y de la crueldad de los saqueadores, algunos habitantes de la zona comenzaron de a poco a poblar la antigua ciudadela corporativa. Se trataba de un lugar muy estratégico en cuanto al reparo y la seguridad que ofrecía; además, tenía una fuente inagotable de agua pura, garantizada por los viejos pozos y sus filtros de ósmosis inversa.
Con el pasar del tiempo, el Proyecto se transformó en una suerte de aldea fortificada capaz de autoabastecerse,aislada del mundo exterior. Sus pacíficos habitantes contaban con un techo seguro, a la vez que generaban su propio alimento. Cultivaban hortalizas y frutas, producían plantas medicinales, criaban animales de granja, y vivían al resguardo de unas murallas impenetrables, construidas con sólidos paneles de concreto y de acero. Sin lugar a dudas, se trataba de un indestructible bastión, teniendo en cuenta las primitivas armas que se tenían en un mundo sumergido en la reencontrada Edad Media. Además, un ingenioso sistema de torretas de avistamiento y alarmas activadas a través de rústicas pero efectivas y sonoras campanas, permitía a los aldeanos prepararse frente a los ataques del Imperio Berazachutense, que en vano hacía ya más de cien años intentaba reducir al PAVT para anexarlo a sus múltiples conquistas.
Por otra parte, la ciudadela abrigaba en sus entrañas un gran secreto. Sus fuertes muros custodiaban el arma más temida por los aguerridos poblados vecinos, por los animales salvajes de las zonas linderas y, muy especialmente, por las vapuleadas tropas imperiales. En honor a la verdad, las armas eran dos, y respondían a los respectivos nombres de Astivio y Obdulio.