Читать книгу Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900) - Mauro Vallejo - Страница 10

Boticas, regentes y falsificadores

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La sostenida proliferación de avisos de productos sanitarios en la prensa gráfica indica sin ambages la buena salud de ese mercado. Y dado que éste, según nuestro entender, fue uno de los artífices esenciales de una novedosa experiencia subjetiva y patológica, conviene atender a las lógicas que regían el desenvolvimiento de esa cultura comercial. Para empezar, cabe recordar algo ya señalado por otros autores: desde 1870 crece de modo acelerado el número de farmacias en la ciudad, y al mismo tiempo distintos actores sociales (médicos, comerciantes y químicos) deciden invertir en ese rubro que computan como lucrativo (González Leandri, 1999: 156-160). Por otra parte, la pujanza de ese negocio, así como las frecuentes noticias sobre clausuras de farmacias ilegales, hacen presumir que en Buenos Aires se dio el mismo proceso que en otras ciudades: esas mercaderías eran vendidas en una extensa variedad de puntos (“oficinas” de adivinas, cantinas, almacenes, consultorios médicos) que quedaban por fuera de los legalmente habilitados (farmacias registradas) (Correa, 2016; Palma, 2016).34 No faltaron, por ejemplo, puestos ambulantes de expendio de drogas, y al objeto de poner fin a ese tráfico, en diciembre de 1890 el Departamento Nacional de Higiene pasó una nota al jefe de policía exigiendo que los vigilantes impidieran la labor ilegal de esos sujetos que ofrecían “remedios secretos para la curación de numerosas afecciones” en plazas y otros lugares públicos.35

A la inversa, las propias farmacias, según testimonian algunas crónicas, podían funcionar casi como almacenes de ramos generales y clubes sociales. Refiriéndose a la década de 1870, Daniel Cranwell afirma:

Por aquellos tiempos de gentes sencillas y modestas, la farmacia era el sitio preferido de reunión. Se discutía política; se jugaba algún partido amistoso de naipes; se gustaban los refrescos a base de orchata y los aperitivos a base de tinturas; se conversaba sobre las novedades de los teatros y las comadrerías sociales eran comentadas con fruición. (Cranwell, 1939: 23).

Dos décadas más tarde, la recién inaugurada Farmacia Franco-Inglesa vio en esa posibilidad de vender productos de otros rubros una exitosa estrategia de mercado; en su salón de ventas se alineaban diversos “aparatos (…) de indudable atracción en su época: la famosa gallina que ponía huevos con caramelos, el negro que brindaba sabrosos chocolates, el vaporizador mecánico de perfumes” (Anónimo, 1942: 13).36 No se trata de un fenómeno que afectara sólo a los comercios de productos farmacéuticos o higiénicos. A resultas de un mercado cuyo ritmo de expansión fue más acelerado que su posibilidad de sectorizarse en rubros diferenciados, era frecuente que un mismo local de un género cualquiera sirviera de punto de despacho de una infinita variedad de mercancías. El Censo de la ciudad de 1887 incluía al respecto una queja furibunda:

En ninguna plaza comercial del mundo podrá ser más difícil la clasificación por ramos de las casas de negocio que la formen, que en la plaza de Buenos Aires. En primer lugar, en nuestro mercado, son raras excepciones, las casas que se consagran a negociar con una sola clase de artículos y sus verdaderos anexos, y, por el contrario, numerosos son los establecimientos que abarcan y reúnen ramos de comercio de bien distinta clase y género. Muchas casas introductoras venden al mismo tiempo al por mayor y en detalle los artículos que introducen directamente de las plazas extranjeras, y los artículos que introducen pertenecen a todas las clases que produce la industria humana.

(…) Es muy general en Buenos Aires, ver perfumerías en las cuales se expenden, por cascos y cajones, vinos y licores finos, así como trajes confeccionados en el extranjero, y mil objetos diversos de fantasía.37

El descontento era también para con las farmacias autorizadas, pues ellas expendían sin receta una gran cantidad de medicamentos y preparados, funcionando de esa manera como centros donde se ejercía ilegalmente el arte de curar.38 No faltaron incluso denuncias contra farmacéuticos que, cual curanderos inescrupulosos, revisaban, auscultaban y atendían a los enfermos.39

Ese desarrollo mercantil de la profesión farmacéutica fue objeto de una dura autocrítica, confeccionada desde los foros más eruditos o académicos de la farmacia porteña. Las páginas de la Revista Farmacéutica sirvieron para lanzar una reiterada condena contra ese hábito de transformar las farmacias en un “bazar de expendio de panaceas comerciales, y en negocio de competencias rastreras”.40 Esa campaña se materializó, por ejemplo, en la advertencia sobre la necesidad de prescindir del añejado término botica para designar a la oficina de farmacia; tal y como se encargaba de puntualizar Estanislao Zubieta en 1888, la botica constituía sólo una de las tres secciones de toda farmacia: aquella en donde el encargado del despacho tenía contacto con el público. Las otras dos (la rebotica, donde se preparaban las recetas, y el laboratorio) eran en verdad las más significativas, pues eran los indicadores de que la profesión había dejado atrás su vieja rusticidad.41

Resulta entendible esa queja, pues desde hacía mucho tiempo un sector de los farmacéuticos sostenía una batalla por lograr el reconocimiento del status científico de su profesión, y por prestigiar la embrionaria industria local, azotada por la continua invasión de esas “especialidades” extranjeras. Estas últimas mercancías colocaban a la profesión farmacéutica en una posición paradójica. Al tiempo que significaban un porcentaje significativo de las ventas o las ganancias de los locales, atentaban contra los intereses de muchos actores del gremio, sobre todo de su elite académica (deseosa de realzar el tenor científico de su quehacer) y de los empresarios capaces de solventar la fabricación de sus propios “preparados” (González Leandri, 1999: 157). Tal y como afirmamos más arriba, carecemos de recuentos exactos del volumen de mercaderías importadas en este sector comercial. Varios elementos indican, de todas maneras, que hacia fines de siglo, la comercialización de esos productos foráneos constituía una parte esencial de la actividad de las farmacias porteñas. Así, en plena crisis de 1890, los redactores de la Revista Farmacéutica ofrecieron una enumeración de los factores que explicaban el fuerte impacto del crack económico en su profesión, y entre ellos figuraba: “su carácter esencialmente comercial, motivado a que además de no existir en el país los elementos e industrias que dan a este gremio el carácter nacional, estriba su principal ramo de explotación en preparados y especialidades extranjeras”.42

Ya en 1887 la misma revista tildaba al tráfico de específicos de “verdadera plaga”, compuesta por productos que “en su mayor parte no contienen nada de la base o principio activo que deben contener según el anuncio de la etiqueta que los acompaña”.43 Sabemos que se trata de una batalla perdida de antemano: todavía en 1929, en una de sus Aguafuertes, Roberto Arlt sentenciaba que “la profesión ha sido muerta por el específico”.44 Unos años más tarde, en 1935, Fernández Verano interpretaba como el máximo peligro sanitario

(...) la multitud de pretendidos “específicos”, que llena las estanterías y depósitos de las boticas, cuyos avisos ocupan gran parte de los periódicos de toda clase, que cubre con carteles y “affiches” de propaganda los muros de las calles e invade hasta los mismos hogares con volantes y folletos. (Fernández Verano, 1935: 13).

En 1891 el Departamento Nacional de Higiene encargó al químico Nicolás Levalle un análisis de los específicos; según Sud-América, comprobó que no poseían “ni un adarme de las materias que dicen tener”.45 Dos años más tarde, un examen metódico de algunas sustancias muy populares en el tratamiento de trastornos digestivos, las pepsinas y papaínas comerciales, fue llevado a cabo por Miguel Puiggari (1893). Los resultados eran demoledores. Del análisis de 115 pepsinas de distintas marcas, se comprobó que sólo 9 eran buenas en cuanto a su poder de acción. El examen de las papaínas arrojó resultados aun peores:

Nada hay tan variado, como los caracteres físicos y químicos que presentan las papaínas que circulan en el comercio. (…) Estas variedades deben preocuparnos algún tanto, por la duda que llevan al espíritu, respecto de la bondad de un producto que debiendo ser destinado al mismo objeto, se le encuentra bajo diversos aspectos; sin embargo, debo confesarlo, aquella duda y esta preocupación disminuyen de grado, al observar, que estudiando su poder peptonizante en los ensayos fisiológicos por la digestión artificial, se obtienen resultados completamente negativos de todos ellos. Y a pesar de todo, éstas son las papaínas usadas entre nosotros, y las mismas tal vez que se emplean en todas partes, haciéndose de ellas un inmenso consumo, y que dado su elevado precio, representa una suma considerable puesta al servicio de enfermos que pretendieron quizá recuperar con ella su salud, y que sólo han perdido su tiempo. (Puiggari, 1893: 87-88).

Los voceros de los intereses farmacéuticos responsabilizaron a los médicos de la bochornosa proliferación de esas panaceas curativas. Con su constante recomendación de esos productos foráneos, los galenos cometían varios pecados. Por un lado, se rebajaban al nivel del curanderismo, pues aconsejaban el consumo de preparados cuya composición o dosificación les era absolutamente desconocida. Por otro lado, forzaban al farmacéutico a hacer de su local una tienda de talismanes: “para mayor irrisión está obligado el farmacéutico a ser su agente y aún a exhibirlas, para que no le pongan en entredicho los médicos y el público, que se han empeñado en convertir las boticas en un bazar de fruslerías”.46 Si bien ese enunciado es un síntoma de un vano intento de resolución −vía inculpación de la medicina− de una contradicción interna del gremio farmacéutico (tensionado irresolublemente entre la ciencia y el comercio), tiene el mérito de señalar la activa participación de los doctores en el desenvolvimiento de un mercado que, a primera vista, parecía transitar un sendero ajeno a las faenas de los galenos.

Siguiendo la propuesta enunciada por María José Correa (2018), podemos recortar la posición incierta y productiva de la figura del médico en ese mercado de consumo y en las publicidades que lo atizaban. En un plano más inmediato, la referencia a la profesión médica servía en muchos de estos productos como una vía de legitimación de su modernidad, de su autenticidad o de su efectividad. Recordar que tal o cual sustancia contaba con el improbable aval de una Academia de Medicina, o que era el fruto de la labor investigativa o humanitaria de un médico de vacilante renombre, parecía denotar un doble proceso: por un lado, ratificaría el prestigio público del saber médico, pues éste era convocado como el más seguro sostén del producto comercial, y por otro, demostraría hasta qué punto una empresa o iniciativa en el mundo de la salud dependía de su ligazón a ese mundo galénico donador de autoridad. Aquellas publicidades en las que un médico local o extranjero manifestaba su opinión favorable a propósito de un específico o remedio particular, constituirían otro ejemplo transparente de ese círculo de distribución de prestigios.

Ahora bien, la trama que sostiene este mercado asigna localizaciones menos previsibles o sencillas a los elementos que allí aparecen reunidos. Esto último es válido especialmente para el caso de los médicos. Al mismo tiempo que simulan acreditar el saber o la pericia de los diplomados, las publicidades en verdad incitan una tramitación de la enfermedad que prescinde de la intervención de los primeros. No sólo porque favorecían de manera abierta el autoconsumo, indicando dónde debían ser adquiridos los remedios o cómo debían ser ingeridos, sino también porque instaban a los enfermos/consumidores a reconocer por sí mimos su patología, o a circunscribir y nombrar sus síntomas. De esa forma lo que estaba en juego no era, en rigor de verdad, la reutilización del prestigio ya adquirido por los profesionales, sino algo más sutil y hasta contrario: si bien no se renunciaba a ese constante reenvío al lenguaje o los oropeles de la medicina, el enunciado que esos avisos transmitían en silencio rezaba que la visita a la botica era más provechosa y sanadora que la costosa consulta con el doctor.

Unos años más tarde, en su denuncia de la extensión del curanderismo en la Capital, Pedro Barbieri captó con sutileza esa confusa argamasa de agentes. Luego de advertir que muchas veces los diplomados pecan de torpeza a la hora de utilizar los recursos disponibles de la terapéutica, advirtió lo siguiente:

Y de ahí los fracasos, de ahí la prescripción de específicos, tan nociva para el médico, pues llega, a la larga, a herir su reputación, desde que el enfermo pretende muchas veces que para comprar un específico le hubiera bastado consultar con el farmacéutico próximo o con la página de anuncios de cualquier diario político.

A la próxima enfermedad el paciente acude al farmacéutico y, o le pide directamente un específico determinado, o le induce a curandear consultándolo sobre su mal. [¿]Acaso, dice, no conoce el farmacéutico tanto o más que el médico los específicos y su aplicación a las enfermedades? (Barbieri, 1905: 69).

Al mismo tiempo, ese elogio del autoconsumo resultaba atractivo para el enfermo por un doble motivo: primero, porque realzaba sus potestades (de regular por sí mismo su salud o sus drogas), y segundo, porque lo exculpaba de su padecimiento nervioso. Cabe suponer que esas publicidades se encargaron de popularizar a nivel local la certeza que otros historiadores han documentado para otros contextos, según la cual esas patologías eran de origen orgánico (y no mental), y que por ende nada tenían que ver con la vergonzante condición de la locura (Sengoopta, 2001; Thompson, 2001). Invitar a revertir una neurosis con un aceite o un específico era garantizar que la afección dependía de un desarreglo material (y no de la imaginación), y en simultáneo reforzar la vanidad del paciente que, cual buen sujeto moderno, tomaba las riendas de su cuidado personal.

Esa espiral del autoconsumo era estimulada asimismo por la comercialización de otros productos, que tenían un afán presuntamente aleccionador. Nos referimos a la difusión de folletos o pequeños libros explicativos, destinados en realidad a promocionar ciertos específicos o remedios. Esos materiales, de precio accesible, estaban redactados en lenguaje corriente, sin demasiados tecnicismos, y debían auxiliar a los lectores, por un lado, en el reconocimiento de los síntomas, y por otro, en la correcta administración de las drogas de venta libre. Algunos de esos volúmenes podían ir dirigidos a los médicos, a quienes buscaban instruir sobre las bondades de tal o cual específico; pero no sería errado aventurar que eran consumidos tanto por profesionales como por legos. A ese grupo pertenece una obra que circuló en la ciudad por esos años. Titulada Algunas afecciones del sistema nervioso en las cuales el Jarabe de Hipofosfitos de Fellows es beneficioso, e impresa en Londres en 1884 según su portada, esta obrita de 60 páginas contenía tres grandes secciones: en la primera de ellas se describían las afecciones nerviosas que podían ser sanadas mediante el remedio; en la segunda, se ofrecía la transcripción, cansina y redundante, de cartas de supuestos facultativos que habían probado con éxito la sustancia en sus pacientes; por último, se ofrecían precisiones sobre el modo de consumir la sustancia y acerca de los agentes que la distribuían a lo largo y ancho del planeta (Fellows, 1884).

De un tenor más popular, y con un contenido más parecido al de los folletos publicitarios, fueron los manuales del Dr Humphreys de Nueva York. De acuerdo con un aviso, esos manuales serían distribuidos gratuitamente a los interesados que contactaran al agente E. De la Balze, domiciliado en Cuyo 1837. Según esa publicidad, explicaban “los síntomas de cada enfermedad y modo de curarlas con los específicos de dicho autor, cura de la sífilis, debilidad nerviosa, etc.”. En palabras de esa fuente, las medicinas garantizaban “curas simples, eficaces, seguras y las más económicas”.47

Podemos aventurar, además, que el embrollo de identidades e intereses que vertebraba este mercado era aun más complejo. No alcanza con afirmar que las publicidades usaban y manipulaban de modo a veces descarado la figura del médico. Por alguna razón, que ciertamente excedía su gusto por el dinero, los doctores nunca dejaron de prescribir esos específicos, o de buscar diversas maneras de involucrarse en su comercialización. Sucede que los avisos no solamente servían al cometido de acercar al público más extenso la terminología médica, sino que propiciaban, aun a pesar suyo, una soldadura que podía resultar atractiva para los doctores. De manera subrepticia, las publicidades ligaban el campo de lo médico (su lenguaje, sus categorías diagnósticas) a una promesa tangible de sanación. Efectuaban un maridaje que la medicina por sus propios medios aún no podía garantizar. Invitaban a ver, tras los tecnicismos del vocabulario científico, la posibilidad de una cura, asequible mediante una acción muy simple ligada al consumo.

Por otro lado, esto último nos sirve para entender el motivo por el cual las publicaciones periódicas del gremio médico se hayan transformado, sobre todo a partir de la década de 1890, en una vidriera privilegiada de los “específicos”. Nos referimos sobre todo a La Semana Médica, fundada en enero de 1894. Las páginas de esa revista estuvieron desde el inicio atestadas de avisos publicitarios de tónicos y jarabes milagrosos. No cabe suponer que los médicos fueran consumidores contumaces de esas sustancias, sino que más bien oficiaban de eficaces e imprescindibles mediadores en ese mercado. Carentes de drogas capaces de sanar las enfermedades que llegaban a su consultorio, los doctores no podían dejar partir a sus pacientes con las manos vacías. Según las palabras de un autor que desempeñó un papel vital en este mercado:

(...) ciertos enfermos de los nervios (hipocondríacos, histéricos, personas pertenecientes a las clases inferiores) no pueden prescindir de la preocupación de que a las enfermedades hay que combatirlas con medicamentos, y que se consideran mal asistidos o descuidados si no se les administran medicamentos. (Marcus, 1892: 195).

Una década antes, en su temprana tesis acerca de la hipocondría, Francisco Mendioros hacía una observación similar. A pesar de que el autor interpretaba la polifarmacia −esto es, el hábito de atiborrar a los pacientes con todo tipo de remedios− como un indicador nefasto de la falta de conocimientos firmes sobre la enfermedad, confesaba que: “el enfermo quiere ser tratado de su mal, y para esto quiere remedios, es pues esencial prescribirle aun cuando no fuese más que para satisfacer su imaginación” (Mendioros, 1880: 52-53).

Ni Marcus ni Mendioros tenían forma de saber que aquello que tomaron por un capricho de los enfermos, y al mismo tiempo por una pecaminosa condescendencia de los diplomados, era el reflejo locuaz de una sedimentación generatriz. Por un lado, si los neuróticos no estaban dispuestos a abandonar el gabinete de los profesionales sin una receta en la mano, ello tenía una explicación histórica muy sencilla: el lenguaje de los productos de consumo había sido el responsable de su bautismo en la trama cultural; el neurótico había llegado a ser lo que era gracias a un dispositivo de promoción del auto-consumo, y poner en entredicho esa alienación constituyente era anular toda posibilidad de un lenguaje compartido. Por otro lado, al plegarse a los engranajes de esa comercialización, los médicos no buscaban otra cosa que empujar hacia su propia cantera una experiencia que se había forjado casi sin su mediación.

Incluso en las salas de los hospitales los diplomados concedían el estatuto de remedio a objetos de consumo que estaban muy próximos a los específicos.48 Tal y como denunciaron los propios farmacéuticos, los médicos prescribían y recomendaban a mansalva esas mercancías de composición dudosa, y de esa forma ayudaban a mantener vivo un circuito de consumo en el que todos salían ganando: los médicos resguardaban su prestigio y clientela, las farmacias seguían siendo locales concurridos, y los importadores y droguerías pagaban el favor financiando, merced a sus avisos, las revistas profesionales. Nadie iba a andar preocupándose de que ese tipo de propagandas estuvieran prohibidas por una vieja ordenanza sancionada en abril de 1882 por el Departamento de Higiene, la cual condenaba y castigaba las publicidades de remedios “específicos” que incluyeran mención a las enfermedades en que debían ser empleados.49


A resultas de esos convenios, se producían a nivel visual contigüidades y composiciones que no tienen nada que envidiar a esos “encuentros fortuitos” preconizados por el surrealismo. Por ejemplo, una informada reseña del hallazgo de Wilhelm Röntgen, ilustrada con una prolija litografía del busto del científico alemán, quedaba casi opacada por las grandes publicidades que llenan la página derecha: el “Vino Nourry”, el “mejor medio de administrar el Yodo” para el linfatismo, la anemia y las enfermedades pulmonares, o el “Licor del Dr. Laville” para la gota y el reumatismo.50


Un motivo adicional por el cual las farmacias solían quedar bajo la lupa de los guardianes del orden higiénico, concernía a un mal hábito que mostraban tanto farmacéuticos como médicos diplomados. Infringiendo una prohibición explícitamente contemplada en la ley de 1877, esos dos agentes sanitarios solían establecer asociaciones mutuamente provechosas.51 Estamos ante un pecado que retorna una y otra vez. Ya en una resolución del Departamento de Higiene de mayo de 1882 se denunciaba:

(...) que en la actualidad sucede en Buenos Aires con frecuencia que los médicos abren gabinete de consultas en la misma oficina de la farmacia o al lado, donde a título de asistencia gratuita atraen gran número de enfermos, a los que recetan de modo que no puedan ser despachados sino en la misma farmacia o farmacia vecina, donde lo son a precios muy elevados para partir los beneficios entre médicos y farmacéuticos.52

En septiembre de 1879, la redacción de la Revista Médico-Quirúrgica afirmaba que no había “botica que no tenga oficialmente establecido un consultorio médico”;53 unos años más tarde, Emilio Coni sostuvo que a resultas de esas asociaciones prohibidas, “esos establecimientos son verdaderas minas para sus dueños” (Coni, 1885: 277). En su novela más célebre, publicada en 1884, Antonio Argerich describió con ironía ese hábito en el capítulo acerca de la amistad que unía a D. Isidro, el dueño de una botica, y el Dr. Catay, un médico mujeriego y fanfarrón. De este último personaje, la narración agregaba que “concurría a la botica para encontrar enfermos de ocasión” (Argerich, 1884: 87).

Esas relaciones ilegales podían tomar diversas formas, que una normativa del Departamento Nacional de Higiene de julio de 1890 se encargaba de detallar y condenar: desde el liso y llano “establecimiento de consultorios médicos en las oficinas de farmacia” (advertidos con chapas y letreros colocados en la puerta de estas últimas), hasta el más sutil artilugio de diseñar vías de comunicación que unieran por el interior un consultorio y una farmacia contigua (Departamento Nacional de Higiene, 1890b: 9-12; Barbieri, 1905: 717). La modalidad más extendida de esa infracción consistía, por supuesto, en el deshonroso ademán de los médicos que aconsejaban o exigían a sus pacientes la compra de los remedios en tal o cual establecimiento farmacéutico.54 Al aplaudir aquella última ordenanza del Departamento de Higiene, la Sociedad Nacional de Farmacia lamentó que fuera “casi moneda corriente el que la farmacia tuviera su respectivo consultorio, bien dentro de ella, bien en la casa más inmediata”.55 La prensa general se hizo eco, de tanto en tanto, de quejas a propósito de ese reiterado delito. Por ejemplo, una nota publicada en El Diario en abril de 1891 responsabilizaba ante todo a los falsos médicos extranjeros de esa infracción. En sintonía con un prejuicio muy extendido en la opinión pública, según el cual se multiplicaban en la ciudad inmigrantes que poseían diplomas falsificados, el artículo advertía que la llegada de “miles de honorables seudo-diplomados médicos, que nos llegaban con el fin honesto di far l’América”, era tan solo la antesala de “asociaciones de médicos y boticarios (…) que se hospedan en una misma casa, y del estudio del médico a la oficina del farmacéutico es pasado el cliente”.56

Otro motivo de queja de las autoridades sanitarias tenía que ver con la extendida existencia de los regentes. Con ese rótulo se nombraba a los farmacéuticos que, al menos en los papeles, estaban al frente de farmacias de las que no eran dueños. Según la queja de la elite farmacéutica, esos profesionales prestaban su firma a cambio de un honorario, y en realidad no participaban de ninguna de las actividades de la casa comercial, y en ocasiones ni siquiera vivían en la misma ciudad.57 Cabe agregar, de todos modos, que ya a comienzos de 1870, cuando el tema generó un encendido debate, había quedado en evidencia que no todos los miembros de la corporación farmacéutica miraban con malos ojos la existencia de las regencias (González Leandri, 1999: 162-163). A pesar de que una normativa del Consejo de Higiene de 1871 había pretendido ordenar el papel de esos actores sociales, y a pesar de que su status era reconocido por la ley de ejercicio de la medicina de 1877 (artículo 20), algunos sospechaban que la regencia era muchas veces un artilugio usado por un individuo no diplomado (por ejemplo un curandero) que, escudándose en el título de su regente, podía llevar adelante su negocio de expendio de remedios ilegítimos.58

En un informe elaborado en marzo de 1890 por el doctor Patricio Martínez Rufino a pedido del Departamento Nacional de Higiene, se dejaba constancia de que en sólo 97 de las 218 farmacias de la Capital los dueños eran farmacéuticos y atendían personalmente el negocio. En las 112 restantes, quien estaba al frente era un regente, careciendo el dueño de título profesional. Al respecto, el redactor agregaba:

La regencia de las farmacias (…) no debe ser tolerada por más tiempo, pues a la sombra de éstas se permite ejercer una profesión científica a personas que no tienen sino un interés comercial. Afirma el informe que la frecuencia con que esa categoría de farmacéuticos flotantes, conocidos con el nombre de regentes, cambian de una farmacia a otra, es increíble, ejerciendo casi todos ellos actos de curanderismo.59

En la misma dirección, la difundida existencia de los regentes fue notada por el publicista genovés Ferdinando Resasco en su visita a la ciudad en 1889:

Justo es decir que en la República Argentina la fortuna tiene esos caprichos raros (…). Algunos desesperados, no sabiendo a qué Santo encomendarse, se hicieron mancebos de botica, y una vez adquirido un poco de crédito, abrieron oficinas de farmacia por su propia cuenta, sin poseer título de ninguna clase, y realizaron grandes fortunas por haber comprendido al público y conocido la localidad. Supe de otros que por haber establecido en Buenos Aires boticas con un capital llevado de Europa, y con otro capital mayor en títulos y en conocimientos profesionales, se arruinaron y acabaron muy desdichadamente, siendo criados y practicantes de sus mancebos. (Resasco, 1890: 403-404).

A los fines de introducir algún ordenamiento en esas asociaciones sospechosas, en abril de 1891 el Departamento Nacional de Higiene dispuso algunas medidas, entre ellas la obligación de que los contratos entre las partes fueran celebrados con la intervención de esa repartición sanitaria.60

La proliferación de falsificadores, puntos de venta ilegales y productos de composición dudosa puede hacer pensar, a primera vista, en una competencia desregulada o salvaje.61 Nada más lejos de la realidad. Incluso un aspecto como la publicidad estaba sometido a regulaciones que con el tiempo se tornaron más estrictas. En efecto, ya para el cambio de siglo fueron frecuentes las denuncias, formuladas muchas veces por los agentes o representantes de firmas internacionales, contra fabricantes o distribuidores que hacían imprimir propagandas que en su diseño, contenido o tipografía, emulaban las de productos de buena reputación.62

Resulta necesario comprender que el repetido señalamiento de esas infracciones es un síntoma de la existencia de controles ideados para regular infructuosamente un mercado denso y en constante expansión. Las propias autoridades no se cansaban, por su parte, de protestar por la insuficiencia de esos mecanismos de control. Podemos recordar, a tal propósito, la queja manifestada por el Departamento de Higiene en un informe publicado en 1896. Quedan allí en evidencia no solo la rotunda difusión y promoción de esas mercancías sospechosas, sino la vasta cantidad de actores sociales implicados en ese embrollado tráfico:

“Se analizan los vinos, se ha dicho, ¿por qué no se someten al mismo control los específicos que en inmensa cantidad existen? Creemos que si para el vino es necesario un examen, con más razón debe establecerse para las drogas” – De acuerdo con esa opinión, conviene a los mismos fabricantes de especialidades exigir ese requisito para evitar que los que sin conocimientos de ninguna clase lancen productos sin acción de ninguna clase cuando no nocivos [sic]. Ahí están los tranways, las paredes, los teatros, llenos de avisos de unas famosas píldoras hechas aquí, bautizadas con un apellido alemán, que no son otra cosa que aloes y harina, sin dosis fija, y que son preconizadas con certificados falsos contra todas las afecciones (…). Desgraciadamente en estos tiempos, ha adquirido el negocio de las especialidades un desarrollo exagerado a tal punto que puede decirse que no hay un farmacéutico que no tenga su vino, su elixir, su jarabe, sus polvos (hasta los médicos los tienen!), sus cachets, etc. (Anónimo, 1896: 15-16).63

No todos los creadores de esos sospechosos preparados o específicos se movían de espaldas a la ley. Muchos de ellos, deseosos quizá de promocionar con alguna libertad sus invenciones, cumplían con la obligación de dar aviso a las autoridades sanitarias sobre sus productos, sometiéndolos a un análisis químico.64 Lo hacían también con el objeto de poder colocar su mercancía en las farmacias habilitadas, pues la ley de 1877 establecía, en su artículo 21, que los farmacéuticos “responden de la buena calidad” de las drogas que expendan en sus locales (Coni, 1891: 249-250). Así, si algún día se lograse recabar el catálogo completo de los productos presentados ante la repartición de higiene, se tendrá una idea más clara no sólo del indomesticable universo de remedios que circulaban en la ciudad, sino también de la dispar identidad de sus promotores.

En mayo de 1891, Sud-América informaba que el Departamento de Higiene había recibido la más reciente creación del “Dr. Navá, el autor de la Perlarina, medicamento que lo mismo curaba un dolor de muelas que uno de tripas”.65 Este individuo había acercado “un frasco de otra nueva composición que denomina mitrina, en honor según parece del general Mitre. El nuevo medicamento, según Navá, cura las enfermedades del estómago, la parálisis, los callos y la calvicie”.66 Casi por las mismas fechas llegó al Departamento otra elaboración, el “Agua del Salvador”, para obtener su permiso de comercialización. El pedido fue efectuado por un médico extranjero de apellido Sorrentino, pero las autoridades sabían muy bien que ese profesional era una suerte de pantalla o portavoz del verdadero creador: el curandero y mistificador Hugo Salvador Baschieri, quien por esas fechas, y bajo el amparo de aquel doctor, explotaba un “consultorio nigromántico” en la calle Rodríguez Peña.67 En ese establecimiento, no sabemos si a resultas del consumo de aquella agua, “murieron dos o más [personas] por envenenamiento y varias otras causas”, lo cual motivó la intervención de la justicia.68

La existencia de productos que, además de ser falsificados, suponían un peligro para la salud no pertenecía sólo al terreno de la imaginación paranoica de los higienistas. Se trataba de una realidad cotidianamente verificada por los encargados del análisis químico de los objetos de consumo de los porteños. Si tomamos los resultados de las comprobaciones efectuadas en 1884, vemos que circulaban en la ciudad más vinos “malos peligrosos” que “buenos” o “regulares” (por ejemplo, durante el mes de mayo, el análisis arrojó como resultado 110 vinos malos peligrosos y ¡sólo 17 buenos!). Los números respecto de confituras, materias colorantes o café eran un poco mejores, pero de todas formas señalaban la prevalencia de falsificaciones que atentaban contra la salud (Arata, 1885).69

En síntesis, la comercialización de específicos contra afecciones nerviosas formó parte de la consolidación de ese mercado que, aun con sus desórdenes y tensiones, abastecía cotidianamente a esos porteños que para fines de siglo se habían habituado, movidos por la fuerza de las cosas, a amalgamar el cuidado de la salud con un ademán de (auto) consumo. Tal y como veremos, los boticarios no fueron los únicos en sacar provecho de esa fusión. Por lo pronto, conviene subrayar que el estudio de esa profusa circulación de remedios atañe, de un modo íntimo y en una medida difícil de sobreestimar, a la historia de la experiencia de la enfermedad en una ciudad cuyos habitantes tenían cotidianamente una relación fría y distante con la profesión médica. Más que la distancia, lo que marcaba el contacto con la medicina era la decepción; nunca viene de más repetir que durante el último cuarto del siglo XIX, y aun a pesar de los estrepitosos avances efectuados en bacteriología o en cirugía, la ciencia médica seguía siendo lo de siempre: una profesión que no curaba. Su arsenal terapéutico para las enfermedades más mortíferas y extendidas, como por ejemplo la tuberculosis, no era más efectivo que el hígado de bacalao. Una de las luminarias de esa ciencia había escrito en su tesis de juventud una confesión que encerraba esa verdad. En palabras de Enrique del Arca, la medicina “no cura sino algunas veces” (Del Arca, 1877: 9). El vacilante optimismo del “algunas veces” no sólo era incapaz de roer la contundencia del primer mensaje (“no cura”), sino que más bien lo realzaba.

En su novela Sin rumbo, Cambaceres puso en boca de una comadre torpe y supersticiosa, un parecer que fue compartido por los muchos enfermos que pudieron comprobar en carne propia la estrechez de la eficacia médica: “Güenos alarifes son los médicos; pa saquiarlo al pobre y mandarlo más antes a la sepoltora es para lo que sirven, ¡masones, condenados!” (Cambaceres, 1885: 79). Unos años más tarde, un autor de folletos populares repitió esa diatriba en un escrito aparentemente testimonial:

Lector, si tienes la desgracia, lo que Dios no quiera, de estar enfermo no cometas la simpleza de consultar a un Mata-sanos, pues es dinero tirado y tiempo perdido. Lo que a mí me ha sucedido te sirva de lección, en caso apurado, cualquier vecino, una curandera, el más obscuro veterinario, te servirá mejor que un Doctorete que tan solo busca tu dinero, no tu salud. Y al hospital, no vayas jamás, si en algo estimas tu existencia. Allí sólo servirías de objeto de estudio, de carne de bisturí (…) ¡te matarían de hambre! (Lecea, 1909: II).

Es la recuperación ecuánime de esa verdad, y no cualquier conjetura sobre la intrepidez o el desparpajo de farmacéuticos y mercaderes, lo que debe comandar la reflexión acerca de la aplastante presencia de los remedios y su autoconsumo en la cultura sanitaria porteña a fines del siglo XIX. La progresiva acumulación de conocimientos históricos a propósito de la profesión médica, el saber de los doctores o la implementación de sus campañas de higiene, nos ha acercado valiosas intelecciones sobre el pasado de esa ciencia o acerca de la intrusión de los artefactos médicos en los aparatos de acción estatal. Esa ganancia de saber jamás puede ser traducida, sin embargo, como un avance certero en la comprensión de las experiencias, prácticas y representaciones suscitadas realmente alrededor del cuerpo enfermo. Solo un estudio material del mercado de objetos y servicios movilizados cotidianamente en torno a la enfermedad puede otorgar ese discernimiento faltante. Sobre todo cuando lo que está en juego es una condición que en sus inicios halló en el mercado su único interlocutor o caja de resonancia.

1 Fue el caso del humoralismo de principios de siglo, cuya terapéutica se basaba muchas veces en purgantes y vomitivos destinados a expulsar del organismo los elementos impuros o corrompidos. Ello aparece denunciado por Inocencio Torino en un breve texto de 1884, cuyo cometido era denostar las inexactitudes de un tratado publicado en Buenos Aires en 1829. Al respecto concluía: “La medicación Le Roy que cuenta aún con sostenedores inteligentes en la turbamulta de los no iniciados en la medicina, reviste hoy formas distintas de las que adoptó primitivamente, pero las ideas teóricas entonces predominantes subsisten aún, si bien latentes, en los que todavía la preconizan y en los que sustituyéndola con fórmulas distintas le adaptan denominaciones nuevas −aunque no sistemáticas− con el objeto de explotar la candidez ajena. El sin número de píldoras purgantes: de Brandreth, píldoras depurativas, cápsulas de taurina, etc., que se espenden al público con éxito más o menos justificable, sirven para establecer la filiación histórica de la medicina popular actual, con las rancias y extravagantes doctrinas de edades que, si bien muy próximas, parecen remotísimas por la estructura cerebral que revelan” (Torino, 1884a: 505). Acerca de la difusión del sistema Le Roy en la región, véase (Di Liscia, 2003).

2 El libro de Diego Armus sigue siendo el estudio más completo e informado sobre la comercialización y difusión publicitaria de remedios y productos higiénicos en el cambio de siglo (Armus, 2007: 305-314; véase asimismo Armus, 2016). Existen monografías sobre recortes más puntuales de ese mundo de la publicidad médica o farmacéutica (Carbonettí & Rodríguez, 2007; Carbonetti et al, 2014).

3 En las publicaciones ilustradas, las imágenes comerciales tenían un grado mucho mayor de sofisticación visual, y en algunos casos el contenido gráfico, abigarrado y cuidadosamente compuesto, se autonomizaba respecto del mensaje verbal (Román, 2017: 130-154).

4 En su estudio sobre el mercado de productos terapéuticos en Chile, María José Correa comprobó que hacia 1902 el volumen de artículos de farmacia importados era el doble que el de perfumería, y casi equivalente al número de mercaderías alimenticias ingresadas al país (Correa, 2014a). El censo de Buenos Aires de 1887 arroja cifras distintas, pero que de todas maneras reflejan la significación de las sustancias importadas en el mercado farmacéutico porteño. Según aquel recuento, el valor total de las “Sustancias y productos químicos y farmacéuticos” importados durante 1887 ascendía a $ 2.380.505. El valor de los alimentos importados era de poco más de 13 millones de pesos; el de bebidas llegaba a 12 millones; el de tabacos era de 1.370.000 (Censo General, 1887, Tomo 2, pp. 156-164).

5 El Censo de 1887 contabilizaba la existencia de una única fábrica de productos químicos en la ciudad, que recién comenzaba a funcionar (Censo General, 1887, Tomo II, p. 336). Se trata seguramente de la firma Demarchi, Parodi & Cía., que en 1886 se había transformado en la primera fábrica de sustancias farmacéuticas (Cignoli, 1953: 316). Ese estado de cosas no puede ser desligado, por supuesto, de la tardía autonomización de la química en el país (Matharan, 2016). Para 1904, solamente el 14% de las sustancias farmacéuticas del mercado interno era de producción local; el 84% restante provenía de la importación. En 1939 se alcanzó una segura sustitución de esas importaciones, y la industria local era la responsable de la elaboración del 91,5% de los productos (Campins & Pfeiffer, 2011).

6 “Títulos y letreros risueños”, Sud-América, 23 de julio de 1890.

7 Sud-América, 13 de marzo de 1891.

8 Sud-América, 14 de marzo de 1891.

9 Sud-América, 14 de marzo de 1891.

10 El Diario, 28 de marzo de 1890. Las “Grajeas de hierro Rabuteau” estaban indicadas para tratar esas mismas condiciones; El Censor, 11 de febrero de 1892.

11 La “Trefusia (Albuminado de hierro natural)” era ofertada como un remedio eficaz contra “anemia, clorosis, y en general todas las distrofias del tejido sanguíneo, debilidades, cualesquiera que sean los individuos o las causas de que provienen; las diversas formas de leucemia, raquitismo, escrofulosis, pelagra (…), consecuencias de malaria, de la sífilis y de los envenenamientos crónicos”; Sud-América, 12 de julio de 1892.

12 “Impotencia”, Sud-América, 13 de noviembre de 1890. En el mercado porteño circularon muchos otros remedios de venta libre contra la impotencia; por ejemplo, las “píldoras tónico-genitales del Dr. Morales, de Madrid”, que eran publicitadas también como el “único remedio conocido para la infalible y completa curación” de esa condición; esas mismas píldoras, según el aviso, tenían resultados positivos en la esterilidad de la mujer; El Diario, 11 de diciembre de 1890.

13 La clorosis podía ser también combatida con las “Píldoras de Vallet” (véase Sud-América, 10 de enero de 1889). En ese aviso, que al igual que otros incluía frases en francés y referencias a direcciones postales de París, se habla en verdad de “chlorosis”. Ese detalle nos hace presumir algo que quizá resulte obvio: en muchas de estas publicidades no se hacía sino reutilizar ‘clichés’ (o planchas tipográficas) adquiridos en el exterior (Bonelli Zapata, 2017). En efecto, estas mismas publicidades llenaban las páginas de los diarios y revistas de muchos países de ambos hemisferios.

14 Véase Sud-América, 27 de junio de 1890.

15 Véase Sud-América, 13 de julio de 1889.

16 Véase El Correo Español, 15 de octubre de 1892. Poco después circuló en Buenos Aires la “Cocaína Midy”, indicada para molestias en la garganta, laringe y boca; Semana Médica, Año IV, 182, 8 de julio de 1897.

17 Véase El Diario, 9 de diciembre de 1890.

18 Véase Sud-América, 28 de noviembre de 1889.

19 Véase Tribuna, 2 de enero de 1893.

20 Véase La Patria Argentina, 1 de julio de 1885.

21 Para luchar contra la dificultad de conciliar el sueño, los porteños podían también recurrir al “Elixir de Cloralamido de Gibson”; El Nacional, 8 de noviembre de 1890.

22 También los cigarros Joy eran vendidos como remedio contra el asma por esa época; véase El Correo Español, 3 de febrero de 1893.

23 Véase Sud-América, 10 de julio de 1889.

24 Véase Sud-América, 13 de julio de 1889.

25 La Semana Médica, 24 de diciembre de 1896, p. DCCCXX.

26 La Semana Médica, 2 de enero de 1896, p. XI.

27 La Semana Médica, 17 de enero de 1895, p. XXIV.

28 La Semana Médica, 15 de julio de 1897, p. CCCCXLVII.

29 La Semana Médica, 18 de noviembre de 1897, p. DCCXLIII.

30 La Semana Médica, 24 de junio de 1897, p. CCCCII.

31 A ese listado podríamos sumar los “Verdaderos Collares electro-magnéticos Royer”, indicados contra las convulsiones y para facilitar la dentición de los niños (El Nacional, 19 de agosto de 1889), o el “braguero electro-médico” de los doctores Marie (de París), “que contrae los nervios, fortalece sin conmoción y sin dolor, y asegura la curación radical” de las hernias; El Diario, 18 de marzo de 1891.

32 Quizá haya que encadenar la consolidación de ese mercado sanitario con la irrupción de una nueva entidad patológica: el consumo problemático o la adicción. Ramos Mejía acopió desde bien temprano (1884) informes referidos a estos nuevos consumidores de sustancias, con los que se topó durante su trabajo en el servicio de enfermedades nerviosas del Hospital San Roque (al respecto, véase infra, capítulo 5). El médico se detuvo sobre todo en los bebedores irreprimibles del bromuro de potasio (los “bromiómanos”), una droga muy usada en el tratamiento de la epilepsia, así como de la nerviosidad o la histeria (Ramos Mejía, 1889c; 1893b). El caso más ilustrativo es el del joven de 30 años, de buena familia, que tras años de intenso trabajo intelectual, comenzó a sufrir molestos síntomas nerviosos, característicos de la neurastenia (insomnio, palpitaciones, tedio, falta de memoria, cansancio, vértigo). Consultó a un médico, quien restó importancia al cuadro; “Pero como el paciente insistiera, recetóle una poción con bromuro de potasio” (Ramos Mejía, 1889c: 155). Ese fue el inicio de su calvario, pues de inmediato se hizo adicto a esa droga. Solía entrar a cualquier botica, pedir un frasco de su sustancia, y beber de un trago hasta la última gota. Otro paciente, un conocido abogado, había desarrollado una tan notoria dependencia al bromuro, que siempre llevaba consigo una botella con el medicamento. La sola conciencia de poseer su remedio en el bolsillo, bastaba muchas veces para devolverle la tranquilidad (Ramos Mejía, 1889c: 161). Su adicción había tenido un origen similar: una noche, luego de un baile en el Club del Progreso, se vio preso de tal excitación nerviosa, que un médico le recomendó la ingesta de bromuro de potasio; desde ese día fue incapaz de prescindir del elixir, al que llamaba “el agente vivificador de su vida”. Incluso la prensa general se hizo eco de esas nuevas adicciones. A modo de ejemplo, a comienzos de mayo de 1890 una mujer de 32 años ingresó al servicio de enfermedades nerviosas que Ramos Mejía dirigía en el Hospital San Roque; deseosa de combatir su asma, hacía tiempo había comenzado a consumir morfina por medio de inyecciones, y en el momento actual no podía vivir sin esa sustancia; “Un caso de morfinomanía en Buenos Aires”, Sud-América, 8 de mayo de 1890. Ya en 1886 Meléndez había tratado en el Manicomio a otro asmático que, a resultas de la prescricpión realizada por un facultativo, había desarrollado una triste adicción a la morfina. Alertada del hecho, la familia del sujeto lo obligó a suspender de improviso su consumo, a raíz de lo cual desarrolló un cuadro de excitación maníaca (Meléndez, 1886).

33 Meléndez, el gran alienista porteño de fin de siglo, supo captar con mucha sutileza el estigma que llevaba consigo el diagnóstico de locura. En uno de sus textos señaló: “Más de una ocasión me ha acontecido encontrar en la calle a un ex-orate, que no quiso mirarme a la cara, demostrando en su rostro la vergüenza de algo que ya pasó; y sin embargo, esa persona es uno de los locos que más trabajo me dió y el que me prodigó palabras más groseras y soeces, amenazó y escupió en la cara. Estas circunstancias no son las que le avergüenzan; es el recuerdo de la vesanía!” (Meléndez, 1881b: 243).

34 A modo de ilustración, cabe citar el negocio de Jorge Tuati y Cía., ubicado en Cerrito 158. Según el anuncio aparecido bajo el rubro “Electro-homeopatía” de la Guía Kraft de 1889, ese local oficiaba de “Depósito General de Electro homeopatía, botiquines, libros, vino puro de Jerez para enfermedades, Tratamientos especiales” (Guía Kraft, 1889: 398).

35 “Remedios secretos”, Sud-América, 6 de diciembre de 1890.

36 Según la fuente que estamos siguiendo aquí, esa farmacia fue pionera en una estrategia de marketing que interesa particularmente a nuestra argumentación: el servicio de reparto a domicilio (efectuado a partir de 1893 en un vistoso coche tirado por caballos, cuya fotografía puede ser consultada en [Anónimo, 1942: 11]). Ese servicio realzaba aun más, a nuestro entender, el estatuto de producto de consumo de las mercaderías despachadas en una farmacia; las transformaba en un objeto que uno podía recibir en su domicilio, anulando las mediaciones (guardapolvos, recetas, libros de registros) que recordaran su inscripción en un universo profesional sanitario.

37 Censo General, 1887, Tomo II, pp. 213-214.

38 “Farmacéutico apercibido”, El Correo Español, 29 de diciembre de 1889; “Los farmacéuticos y las parteras”, Sud-América, 7 de marzo de 1890; “Por ejercer la medicina”, Sud-América, 24 de enero de 1890. Unos años antes, un médico había sentenciado: “Vienen a aumentar el número de individuos que ejercen el arte de curar, notablemente los farmacéuticos que ordenan y expenden al mismo tiempo remedios contra un sin número de males; el campo de las afecciones venéreas y de niños, es para los últimos el terreno más fértil” (Wernicke, 1880: 80).

39 “Boticario-médico”, Sud-América, 2 de febrero de 1891; “Farmacéuticos curanderos”, Sud-América, 22 de abril de 1891; “Multa a un farmacéutico”, El Correo Español, 8 de abril de 1892. Al respecto, véase González Leandri (1999: 154).

40 “La farmacia en decadencia”, Revista Farmacéutica. Órgano de la Sociedad Nacional de Farmacia, Año XXXI, Tomo XXVIII, 1, 1 de enero de 1889, p. 2; véase también “Redacción”, Revista Farmacéutica, Año XXIX, Tomo XXVI, 6, 1 de junio de 1887, pp. 185-187. Esa utópica autopercepción de los farmacéuticos daría lugar a descripciones de abnegación igual de bucólicas que las utilizadas por los médicos; así, la Sociedad Nacional de Farmacia clamaba por una unión de todos los que “hacen de la farmacia un sacerdocio, no un comercio”; “La unión constituye la fuerza”, Revista Farmacéutica, Año XXXII, Tomo XXIX, 3, 1 de marzo de 1890, p. 82.

41 Estanislao Zubieta, “Equívoca interpretación de las palabras botica y farmacia, boticario y farmacéutico”, Revista Farmacéutica, Año XXX, XXVII, 9, 1 de septiembre de 1888, pp. 311-314.

42 “La farmacia en su carácter comercial, científico e industrial”, Revista Farmacéutica, Año XXXII, Tomo XXIX, 9, 1 de septiembre de 1890, p. 310.

43 “Intereses profesionales”, Revista Farmacéutica, Año XXIX, Tomo XXVI, 11, 1 de noviembre de 1887, p. 366.

44 Roberto Arlt, “La decadencia de la receta médica”, El Mundo, 9 de enero de 1929.

45 “Departamento Nacional de Higiene”, Sud-América, 14 de abril de 1891.

46 “La farmacia, los médicos y las especialidades”, Revista Farmacéutica, Año XXXI, Tomo XXVIII, 8, 1 de agosto de 1889, p. 270; véase también “Las especialidades y la farmacia”, Revista Farmacéutica, Año XXXI, Tomo XXVIII, 9, 1 de septiembre de 1889, pp. 308-311; “Especialidades farmacéuticas”, Revista Farmacéutica, Año XXXIII, XXX, 4, 1 de abril de 1891, pp. 136-139.

47 El Diario, 8 de abril de 1891.

48 Julio Méndez no trepidó en utilizar, con los pacientes del Hospital San Roque, el Fernet Branca para tratar la constipación (por vía oral y rectal), tal y como quedó consignado en un informe de la principal revista galénica; “Tratamiento de la constipación por el Fernet Branca”, La Semana Médica, 20 de septiembre de 1894, p. 278.

49 La ordenanza (del 29 de abril de 1882) puede ser consultada en la Guía Médica Argentina, Año I, 1899, pp. 16-17.

50 Un autor al que volveremos en el capítulo 4 denunció el éxito de la venta de vinos y licores con supuestos agentes terapéuticos: “En parte influye la moda en la generalización de su empleo, no habiendo casi madre de familia que no compre a sus hijos anémicos o dispépticos, los vinos aperitivos o tónicos de tal o cual fabricante, lo cual será muy bueno para el droguista como objeto de lucro; pero muy malo como prescripción medicamentosa” (Paladini, 1891: 181). Para citar tan sólo un ejemplo, el “Vino uraniado Pesqui” era promocionado para la “curación del Diabetes”, pues hacía “disminuir de un gramo por día el azúcar diabético”; El Diario, 11 de marzo de 1891.

51 Aludimos a la ley de ejercicio de la medicina sancionada el 18 de julio de 1877 en el ámbito de la provincia de Buenos Aires (que unos años más tarde adquirió vigencia en el ámbito de la Capital) (Coni, 1879: 111-120).

52 “Departamento Nacional de Higiene”, Revista Médico-Quirúrgica, 1882, 19, p. 51.

53 “El curanderismo”, Revista Médico-Quirúrgica, Año XVI, 12, 23 de septiembre de 1879, p. 243.

54 “Redacción”, Revista Farmacéutica, Año XXXI, 6, 1 de junio de 1889, Tomo XXVIII, pp. 191-194.

55 “Médicos y farmacéuticos”, Revista Farmacéutica, Año XXXII, Tomo XXIX, 8, 1 de agosto de 1890, p. 271.

56 “Médicos y farmacéuticos”, El Diario, 23 de abril de 1891.

57 “El ejercicio de la farmacia y la venta de los medicamentos”, Revista Farmacéutica, Año XXXIII, XXX, 4, 1 de abril de 1891, pp. 125-128.

58 La Revista Farmacéutica ya había condenado esa práctica, reclamando “disposiciones que limiten el vergonzoso tráfico de las regencias, y de las especialidades de componentes desconocidos, que hacen del farmacéutico agente del curanderismo”; “La farmacia en decadencia. Las causas”, Revista Farmacéutica, Año XXXI, Tomo XXVIII, 2, 1 de febrero de 1889, p. 43; véase también “Redacción”, Revista Farmacéutica, Año XXX, XXVII, 12, 1 de diciembre de 1888, pp. 410-413. Otra infracción frecuente era que los “dependientes” o empleados de las farmacias carecieran de la autorización para ejercer, que debía ser obtenida mediante un examen; según Ramos Mejía, cuando en enero de 1892 se hizo cargo del Departamento de Higiene, pudo comprobar que solamente en 36 de las 204 farmacias de la Capital los dependientes contaban con la respectiva habilitación (Ramos Mejía, 1898: 505). Recién en 1905, con la sanción de la ley 4687, se alcanzó una primera regulación de la actividad farmacéutica, poniendo serias restricciones al lugar ocupado por los “idóneos” y dependientes (Otero González, 2013; Dussaillant, 2015).

59 “Farmacéuticos, dentistas y parteras”, La Nación, 7 de marzo de 1890.

60 “Farmacia. Relaciones entre los regentes y propietarios de farmacia”, Anales del Departamento Nacional de Higiene, Año 1 (4), p. 212; “Departamento Nacional de Higiene”, Sud-América, 24 de abril de 1891.

61 El Censo, en sus “Estudios de los resultados del censo de las industrias”, elaborados por Manuel Chueco, daba cuenta de cuán extendido estaba el hábito de la falsificación de productos farmacológicos o similares. Refiriéndose a las fábricas de perfumería, señalaba que la mayoría de ellas “trabajan principalmente en falsificaciones más o menos groseras de los productos de las más afamadas fábricas extranjeras; falsificaciones que venden para las casas de negocio de la campaña y pueblos de la provincia”, Censo General, 1887, Tomo II, p. 335. Carecemos de estudios históricos acerca de la falsificación de sustancias higiénicas o farmacológicas en Buenos Aires, pero la lectura de las sentencias firmadas por el juez Francisco Astigueta permite extraer dos conclusiones preliminares: por un lado, la gran extensión del delito en la ciudad, y por otro, la dificultad de probarlo. En muchos casos lo único que las pesquisas logran certificar es que el denunciado poseía los productos falsificados para su venta o distribución (Astigueta, 1905: 134).

62 Al respecto pueden consultarse las sentencias del Dr. Francisco Astigueta en algunos casos célebres, como por ejemplo el de Fernet Branca contra Verocai y Chissoti (Astigueta, 1905).

63 El iracundo texto que acabamos de citar, redactado con total seguridad por Ramos Mejía, evitaba mencionar que las publicidades de esos aborrecidos productos también llenaban las páginas de las propias revistas médicas. Sin ir más lejos, en el mismo volumen de La Semana Médica que contiene aquel texto, es posible hallar publicidades como la de “Rob Boyveau Laffecteur” (de yoduro de potasio), que cura “todas las enfermedades que resultan de vicios de la sangre, como escrófulas, eczema, soriasis, herpes, líquen, empétigo, gota, reumatismo”, además de los accidentes sifilíticos antiguos o rebeldes; véase La Semana Médica, 20 de febrero de 1896, p. CXXI.

64 La normativa sobre ejercicio de la medicina y de la farmacia prescribía lo siguiente: “Art. 28. Tanto a los farmacéuticos como a los drogueros o a cualquier otra persona, queda absolutamente prohibida la venta de todo remedio secreto, específico o preservativo de composición ignorada, sin previa autorización del Consejo [de Higiene]. Se comprende por remedio secreto, específico y preservativo de composición ignorada, toda preparación que se aplique exterior o interiormente en forma de medicamento y cuyo nombre no exprese claramente su naturaleza y composición, o cuya fórmula no exista en farmacopea o no haya sido publicada por el Consejo. Art. 29. Los que deseen expender remedios secretos se presentarán al Consejo de Higiene Pública por escrito, acompañando la fórmula o composición de dicho remedio y demás comprobantes que pueda aducir” (Coni, 1891: 250).

65 “Departamento Nacional de Higiene”, Sud-América, 26 de mayo de 1891.

66 “Departamento Nacional de Higiene”, Sud-América, 26 de mayo de 1891.

67 Toda esa información figura en una nota redactada por José María Ramos Mejía el 13 de marzo de 1894, y enviada al juez que entendía en la acusación de ejercicio ilegal de la medicina lanzada por el Departamento Nacional de Higiene contra Baschieri; Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, Siglo XIX, Caja B-63, “Baschieri, Salvador Hugo por ejercicio indebido de la medicina”, 1894-1895, foja 3. Acerca de Baschieri, véase Vallejo & Correa (2019).

68 Ibíd.

69 Véase también “Higiene alimenticia”, El Censor, 22 de abril de 1890.

Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900)

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