Читать книгу Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900) - Mauro Vallejo - Страница 9
Instrucciones para bromiómanos
ОглавлениеCon el correr de los años, como dijimos, las “enfermedades nerviosas” en su conjunto, o algunas de ellas en particular, comenzaron a figurar en esos avisos de milagros. Ya a mediados de la década de 1880 hallamos ese tipo de publicidades, y no cabe duda de que muchas de ellas se remontan a años anteriores. La “solución anti-nerviosa de Laroyenne”, por ejemplo, figurará en esa sección de los diarios durante muchos años. Con ella se conseguía una “curación frecuente” y “alivio siempre” para la epilepsia, el “histérico” o las convulsiones. El aviso tiene valor paradigmático, por otro lado, por el balance disparejo que establece entre el texto, claro y en letras bien visibles, y la imagen (que representa a un hombre caído, presa de un ataque convulsivo), pequeña, ubicada en el vértice superior derecho.
La misma alusión al “histérico” aparece en otro remedio que además prometía una “curación segura” de la epilepsia o la corea: las “Grajeas Gelineau”. El producto estaba indicado para condiciones un poco más difusas, pero que de todos modos ya comenzaban a ser deletreadas en la literatura médica del período y a abultar los registros estadísticos, como el “nervosismo”:
El jarabe Henry Mure, distribuido por esos mismos días, apuntaba a una población similar, pero se atrevía a dar un extenso listado de las “enfermedades nerviosas” que podían ser contrarrestadas. Aquí también podemos sospechar que no hay una mano médica detrás: no debido a lo añejo de los rótulos, sino a su carácter extravagante (o a su denominación errática). Por ejemplo, este jarabe debía servir contra el “baile de San Víctor” –recordemos que la enfermedad lleva el nombre de “baile de San Vito”−, o contra la extraña dupla “Epilepsia-histérico, histero-epilepsia”.
Muchas de estas publicidades guardaban silencio acerca de la composición de los productos lanzados al mercado. Otras pocas, en cambio, daban un esquivo detalle de su fórmula activa. El “elixir antinervioso polibromurado Dr. Baudry” reunía “en perfecta combinación” drogas que eran muy utilizadas por esos años por los médicos en sus abordajes de las patologías nerviosas: bromuro de potasio, de sodio y de amonio. Este elixir en particular prometía la curación o el alivio del insomnio, la jaqueca, la agitación nocturna, “el histérico”, el baile de San Vito y las convulsiones infantiles; convenía, por último, “a las señoras que padecen de espasmos, vapores y ataques de nervios”.17 No todas las sustancias provenían de Francia. Algunas eran de origen inglés, como las “Beecham’s Pills”. Por otro lado, la toma en consideración de la circulación de esta última mercadería en el mercado porteño sirve para efectuar un señalamiento que puede ser extensivo a otros productos. La emergencia de lo “nervioso” como parcela de un mercado de bienes de consumo no se tradujo en la inmediata irrupción de drogas que se aplicasen exclusivamente a esa nueva esfera. En algunas ocasiones, a los remedios que eran vendidos para enfermedades más tradicionales o para condiciones que no respetaban la progresiva sectorización de los sistemas orgánicos de la medicina, se les quiso agregar mágicamente un poder anti-nervioso. Es lo que comprobamos en esas píldoras de Beecham. Además de remediar las pústulas en la piel o el escorbuto, “refrescar la sangre, rechazar las calenturas y prevenir las inflamaciones en los climas cálidos”, eran provechosas asimismo “para los desórdenes biliosos y nerviosos” como jaquecas, vértigos, sofocaciones, “rojeces súbitas”, pesadillas y “todas las demás sensaciones nerviosas y temblorosas”.18
Otro ejemplo ilustrativo está dado por el “Hierro del Dr. Girard”, entre cuyas indicaciones estaban la histeria, la clorosis, la anemia, el empobrecimiento de la sangre, la constipación y los dolores de estómago.19 Las “Píldoras tocológicas del Dr. Bolet” (fabricadas en Nueva York y distribuidas en Buenos Aires por la farmacia de Otto Recke, según rezaba su anuncio) eran el “remedio infalible” para el histerismo, los “catarros uterinos”, los “malos embarazos” o los tumores de ovario.20 Por su parte, el “Sirop du Dr. Forget” era anunciado como un antídoto contra “resfriados, insomnios y enfermedades nerviosas”.21
Algo similar puede ser señalado quizá respecto de los “Cigarrillos Espic”. Además de “calmar el sistema nervioso”, eran recomendados contra el asma, la tos, las constipaciones y las neuralgias.22
Para el caso de las enfermedades nerviosas podemos hacer valer asimismo la distinción entre avisos como los recién recuperados, que iban dirigidos a condiciones singulares, y algunos otros que no renunciaban a una confusa mescolanza. Entre estos últimos cabe colocar a las “cápsulas Thévenot”, compuestas de antipirina, bromuro de alcanfor, bromuro de potasa y éter; según el aviso que se imprimió en esos años, esas cápsulas servían de remedio contra “enfermedades nerviosas de toda clase”.23 Para “todos los afectos nerviosos”, y para las jaquecas y calambres de estómago, iban destinadas también las “píldoras antineurálgicas del Dr. Cronier”.24
Para mediados de la década de 1890 una entidad diagnóstica invade los avisos de específicos; conquista esas propagandas más rápidamente que las páginas eruditas de los doctores. Nos referimos a la neurastenia (o la neurosis a secas). Estamos ante una entidad que llegó para quedarse, pues los productos para atacar ese mal abundarán en el mercado sanitario durante largas décadas. En el capítulo cuatro abordaremos las figuraciones que acerca de esa condición circularon en la medicina local a fines de siglo. Anticipemos meramente que ella tenía la virtud de recuperar y resignificar las clásicas representaciones del debilitamiento, aunándolas a modelos y lenguajes que insistían en el carácter perjudicial de la vida moderna (el aceleramiento del tiempo, el desgaste por sobre-estimulación, etc.).
En el cierre del siglo XIX los flamantes neurasténicos de Buenos Aires tuvieron al alcance de la mano múltiples remedios para su mal. En muchos casos debieron consolarse con píldoras que servían para todo, pues a los tradicionales “tónicos” o reconstituyentes se les atribuyó, de un día para otro, virtudes anti-nerviosas. Las páginas de La Semana Médica supieron ser una inmejorable vidriera de esas novedades del mercado. Allí se anunció la “Contradolina”, un innovador “antineurótico”, que además estaba indicado contra el reumatismo, la gota, la gripe, la fiebre tifoidea y la fiebre amarilla.25 O el “Fosfato Vital de Jacquemaire”, en solución inyectable, útil para la neurastenia, la tisis y las enfermedades de los niños.26 Encontramos también la versátil “Cerebrina”, que en su versión “bromada y yodada” servía para combatir la neurastenia, la neurosis y las neuralgias rebeldes.27 Las sílabas “neuro” aparecían en los rótulos de los productos más diversos, incluso en los que incluían sólo tangencialmente las enfermedades nerviosas en el largo listado de las dolencias a revertir: el “Hemoneurol Cognet”, que amén de la neurastenia, curaba la tuberculosis y las afecciones de los huesos;28 o el reconstituyente “Neuroiodina Tegami” que, al igual que muchas sustancias de esos años, era promocionado como un excelente reemplazo para los “repugnantes y desagradables” aceites de hígado de bacalao;29 el “Neurosine Prunier”, en cambio, apuntaba más directamente a los desequilibrios nerviosos.30
No todos los productos ofertados para sanar vagas condiciones nerviosas se amoldaban al hábito del consumo de sustancias (por vía oral o mediante inyecciones). Si bien su difusión fue más marginal antes del cambio de siglo, en los años que nos ocupan circularon asimismo implementos o artefactos de auto-consumo ligados al universo del magnetismo o la electricidad. Reaprovechando fantasías y representaciones que atribuían a pilas, imanes o mercancías electrificadas un poder curativo inmaterial, distintos actores sociales, en muchos casos magnetizadores no-diplomados, pusieron a la venta objetos portátiles y accesibles: medallas imantadas, cinturones eléctricos o plantillas magnetizadas. En un contexto en el que, tal y como veremos en el capítulo que sigue, los propios médicos promocionaban abiertamente las virtudes bienhechoras de los magnetos, la electro-terapia o las máquinas vibratorias, sus competidores lanzaron al mercado objetos que tenían la ventaja de poder ser llevados en las prendas de vestir, y que podían ser utilizados sin la costosa mediación de los galenos (Correa, 2014b). Algunos de estos objetos prescindían incluso de toda referencia técnica a su presunto mecanismo eléctrico −en sus publicidades no había información sobre el tamaño o potencia de la “pila” o del inductor de energía−, y apelaban más bien a un imaginario cuasi religioso o pagano, acostumbrado a los amuletos o talismanes. Tenemos, como primer ejemplo, un collar cuyo nombre buscaba la aleación entre los dos universos de significación, uno ligado a lo técnico (Volta) y el otro a la fe (Cruz). El producto tenía, según su vistosa publicidad, efectos benéficos en casos de “nerviosidad”, insomnio, dispepsia u otras condiciones mórbidas.
Un segundo ejemplo está dado por la medalla “electro-magneto-terapéutica” de Borsani, en cuya publicidad se apelaba sin medias tintas a un ideario religioso. Ese producto fue comercializado por un hipnotizador, José Borsani, que hacia 1890 tuvo algunos altercados con las autoridades sanitarias locales (Vallejo, 2017b). La medalla curaba “todas las enfermedades nerviosas”, y era acompañada, sin costo adicional, por un librito explicativo.31
A medida que nos acercamos al cambio de siglo, algunas tendencias en esta fauna publicitaria se tornan reconocibles. Por un lado, son cada vez más numerosos los productos que apuntan a desarreglos que aparecen definidos con un apego más claro al lenguaje de la medicina contemporánea. Por otro lado, se ve un avance en la calidad gráfica de los anuncios, sobre todo un protagonismo mayor de las ilustraciones. Valga como ejemplo la publicidad de la “Sirop” (o jarabe) de Follet, anunciado como remedio contra el insomnio producido por cualquier tipo de causa.
Más de un elemento del contenido visual apunta en la dirección señalada más arriba. El vestido de la mujer, así como su calzado y su peinado, indican claramente su pertenencia al sector acomodado. Otro tanto hace el sillón en que se recuesta, de madera ornamentada. La imagen, en tal sentido, parece jugar con el carácter equívoco de la escena presentada: antes que ilustrar el efecto sanador del remedio, opta por resaltar la posición deseable de su consumidora (elegante, adinerada). El mensaje icónico se inclina por ensalzar la condición envidiable de la mujer, antes que la naturaleza bienhechora del jarabe, y al hacerlo enaltece lo que se muestra como envés (en tanto que signo y no como consecuencia) de esa distinción: la neuralgia o la irritación nerviosa. Por otro lado, el aviso se muestra fiel a una recomendación que los publicistas hacen en el cambio de siglo: cada vez con mayor insistencia sugieren contextualizar los objetos o los hábitos a difundir. En vez de ofrecer la imagen de la botella o el piano a vender, es menester evocar su tenor deseable a través de un trayecto oblicuo, indirecto, visualizando una escena donde el objeto en sí mismo quede asociado a su ámbito natural de consumo (Szir & Félix-Didier, 2004). Siguiendo esa lógica, el sillón, el vestido y los bastidores son indicadores inconfundibles de que estamos en el interior de un hogar de clase media o alta. Así, el porte relajado de la mujer se debe menos a su cansancio que al goce de la tranquilidad del hogar. El insomnio queda así en un segundo plano.
Le Sirop de Follet queda delineado como una mercancía apetecible, no porque cure el insomnio, sino porque forma parte del hábito de consumo de quien se ha ganado ese derecho de distinción. A todo ello cabe quizá sumar una conjetura alternativa. Si el centro de la escena está ocupado por una figura humana −y por una figura que poco tiene que ver con la mortificante convulsión que habíamos recortado en una publicidad más vieja− y no por un producto, ello se debe a que para esa fecha (1895) lo nervioso ha ganado mayor derecho de ciudadanía. El neurótico ya tiene un rostro reconocible. Gracias a la confluencia de un mercado inquieto y de una medicina no menos imaginativa, existe ya el contorno de ese nuevo personaje, que puede buscar en los avisos impresos una imagen en que identificarse.
En síntesis, las dolencias nerviosas no tardaron en alimentar ese pujante mercado de productos curativos, gestionado en gran medida por firmas internacionales que importaban drogas y remedios desde Francia, Inglaterra y Alemania. Las farmacias, droguerías y boticas eran algunos de los puntos de distribución y venta de esas mercaderías. Si hemos de prestar su debida significación a la sostenida y abultada difusión de esos avisos publicitarios en todos los diarios de Buenos Aires, no podemos sino concluir que estamos frente a un circuito de venta exitoso. Los neuróticos porteños, los individuos que se sentían víctimas de esas dolencias nerviosas un tanto inmateriales, debilidades difusas, o simplemente de síntomas que poco tenían que ver con el vetusto y vergonzoso mundo de la locura, se lanzaban diariamente a esa feria de remedios y novedades.32
Mediante la compra de esas mercaderías, los porteños decaídos hacían mucho más que amontonar en sus botiquines sustancias de controvertible efectividad. Se daban a sí mismos la identidad que la medicina académica les denegaba. No es momento de zambullirnos en conjeturas contrafácticas, pero ¿dónde, si no en la seducción de esas publicidades, los neuróticos de Buenos Aires pudieron descubrir (y forjar) su verdadera condición, dado que los médicos locales apenas empezaban a escribir correctamente los nombres de esas afecciones en sus tesis a veces grandilocuentes? Esos avisos dieron a sus lectores la lección que ningún otro dispositivo cultural podía en aquel entonces reproducir; divulgaron, de modo obstinado y convincente, que lo nervioso era un territorio del auto-cuidado, siempre proclive a desarreglos y disfunciones. En un comienzo sancionaron que esa parcela era un rostro más de la debilidad orgánica, y en consecuencia debía ser revertida con productos reconstituyentes. Muy pronto acometieron una catalogación más pretenciosa, y dieron en deletrear afecciones que tenían el brillo de la moda. Autonomizaron el redil mórbido de lo nervioso mediante un mensaje que era asaz atractivo para su destinatario: el neurótico no sólo aprendió que su mal tenía un nombre, sino que merced al mismo gesto entendió que un simple consumo era su tramposa redención. De todas formas, lo más importante de todo esto es que jamás se lo confundía con el loco. El dispositivo de generación del neurótico tuvo el cuidado, desde el más temprano inicio, de colocar a sus criaturas a resguardo del estigma de la alienación. Cuanto más realimentaba su condición de comprador (artífice de un auto-consumo deliberado), más lo tranquilizaba respecto de su no pertenencia al universo del delirio.33
El enunciado de Sud-América ubicado como epígrafe de este capítulo decía en tono de sorna algo más que una ocurrencia divertida; lanzaba una verdad sobre la génesis cultural del neurótico. Dada la naturaleza endeble de la medicina nerviosa porteña, y ante la carencia de otros artefactos culturales que se mostraran capaces de alojar una demanda y una experiencia que una temprana globalización comercial ya había hecho arraigar, el neurótico estableció su diálogo generatriz con el mercado. Mucho antes de buscar su hábitat natural (que legitimara su rostro y le hablara en su propio lenguaje) en el diván, y bastante antes de que una medicina entre moral y tecnificada se mostrara a la altura de las circunstancias, a la experiencia neurótica le cupo ser el corolario quejumbroso de un mercado. Quien estuvo dispuesto a llevar hasta sus últimas consecuencias el estudio de la neurosis halló más tarde que esa experiencia tenía siempre algo de interminable; nadie puede poner en duda esa verdad, pero a condición de agregar que ella afecta más al dispositivo que le dio vida, el mercado, que a la propia experiencia patológica.