Читать книгу Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900) - Mauro Vallejo - Страница 7
Capítulo 1
Un bazar para las neurosis. Aceites, píldoras y medallones magnéticos
Оглавление“La primera vez que cae bajo nuestros ojos un aviso, no lo vemos; la segunda vez lo vemos, pero no lo miramos, la tercera vez nos damos cuenta de lo que existe; (…) la sexta hacemos un gesto al notarlo, la séptima vez lo leemos con más atención y exclamamos: ¡Oh bobería! (…) La novena vez nos damos a pensar si la cosa valdrá la pena, la décima vez decidimos preguntarle al vecino si ha ensayado el producto anunciado; (…) la duodécima vez reflexionamos que acaso servirá para algo, la décimatercia deducimos que debe ser producto aplicable a algún uso bueno, la décimacuarta vez recordamos que justamente lo que se anuncia es un artículo que de tiempo en tiempo venimos necesitando, la décimaquinta vez determinamos que luego hemos de comprarlo, (…) la décimaséptima vez nos desesperamos porque la escasez de nuestros recursos no nos permite comprarlo”. (Sud-América, 5 de septiembre de 1890).
El mexicano Gamboa prestó su voz a una decepción que podía resultar generalizada entre las víctimas nerviosas de la metrópoli porteña. Pero el desencanto hacia lo que los médicos no podían dar, estaba llamado a ser una lamentación olvidable. Una mirada rápida a las páginas de avisos de los muchos diarios de la ciudad, devolvía cotidianamente el alma al cuerpo a los neuróticos locales. Allí encontraban, en recuadros de dudosa composición gráfica, la confirmación de que un abultado mercado de productos podía traerles, a precios módicos y a cambio de un esfuerzo mínimo, el alivio que los diplomados ni siquiera podían prometer. Esas publicidades, que aprovechaban con sigilo el mudable prestigio del saber médico, eran al mismo tiempo el soporte de un novedoso pacto de consumo, el catalizador de una construcción subjetiva, y el índice de una trama social conformada por farmacéuticos, importadores, inventores, curanderos y vendedores ambulantes (y también diplomados, que hacían lo imposible para no quedarse afuera a la hora del reparto de los dividendos).
Casi en los mismos días en que Gamboa decía aquella verdad, y al mismo tiempo que Rawson de Dellepiane denunciaba que ser nervioso era una forma de estar a la moda, un doctor extranjero −que de esa manera se anticipaba a Díaz de la Quintana− veía en la profusión de publicidades una preocupante radiografía del estado sanitario de la ciudad: “Una ojeada a los anuncios de los diarios cotidianos basta para demostrarnos esta pobreza nerviosa y sanguínea. Pululan en ellos avisos y réclames de todo género, medios reconstituyentes, fortificantes, anti-nerviosos, etc.” (Marcus, 1892: 30). Esas voces recortan con precisión la amalgama que atraviesa este capítulo, aquella que diluye la distancia entre mercado y salud. Y al mismo tiempo restituyen los nombres de los hilos que tejieron la red en que la experiencia neurótica trazó su camino: progreso, moda y publicidad.
Nos ocuparemos ahora del costado más material, visual y sustancial del mercado neurótico de la ciudad, costado que muchas veces es difícil de separar de todo lo relacionado con el gremio galénico. La presencia de doctores en ese mercado de ortopedias subjetivas no debe llamarnos al error de superponer lógicas y rituales diferenciados. El mundo de los remedios contra las neurosis puede ser analizado con relativa independencia del andamiaje teórico que los profesionales intentaban construir sobre las nuevas patologías. No se trata de una autonomía inveterada, pues los recursos sanadores ofertados en ese mercado podían estar en sintonía con las definiciones teóricas presentes en las páginas de la erudición médica, o más comúnmente, con las definiciones científicas ya perimidas (pero que habían logrado una amplia difusión por su capacidad de adaptarse a representaciones legas o populares del funcionamiento orgánico).1 A la inversa, la proliferación de sustancias presuntamente indicadas contra ciertas enfermedades legitimaba ante la mirada pública la existencia real de esas patologías (y, como corolario, la necesidad de una ciencia que las estudiara). Sin embargo, esa traducción o reenvío no siempre era seguro o posible; más importante aun, la oferta de productos debe ser leída desde un registro que le es propio. Su lenguaje es el del consumo, y su destinatario, el comprador.
En las últimas décadas, sobre todo gracias al impulso dado por Roy Porter al estudio de esa problemática, la historia de los cruces entre medicina y mercado de productos curativos ha dado lugar a ensayos muy documentados (Porter, 1989). Aquel historiador mostró de modo convincente que durante el siglo XVIII, en un contexto de franco crecimiento del consumo, el mercado de la salud aparecía constantemente tensionado entre la demanda de alivio de parte de los sujetos enfermos (entendidos como agentes activos que reclamaban respuestas y remedios para sus muchas dolencias) y un escenario donde los médicos competían, muchas veces con desventaja, con una gran variedad de sanadores, que intentaban por todos los medios prestigiar sus conocimientos y pericias en el arte de curar. En tal situación, los médicos aparecían como protagonistas entre marginales y poco afortunados a nivel competitivo. Otros estudiosos han mostrado que ese proceso de extensa comercialización de mercaderías sanitarias puede incluso ser remontado a los siglos anteriores para regiones como Inglaterra u Holanda (Curth, 2002, Cook, 2007). Sea como fuere, todas esas reconstrucciones han puesto en evidencia que la historia de la amalgama entre salud y mercado debe ser entendida desde una perspectiva de larga duración. Sería un error suponer que esa mixtura es privativa de la sociedad contemporánea, e igual de equivocado sería sostener que nada ha cambiado con el paso de los siglos. Muchos factores (la irrupción de las grandes empresas de productos químicos, la creciente profesionalización y consolidación social de la medicina, la difusión global de la cultura de patentes y marcas, etc.) han hecho que, hacia finales del siglo XIX, ese mercado haya comenzado a adquirir los rasgos que mantendría hasta nuestros días (Marland, 2006).
En este capítulo no pretendemos sino ofrecer un mapa algo desordenado del cúmulo de productos curativos que los neuróticos porteños tuvieron al alcance de la mano en las décadas finales del siglo XIX. Sería difícil establecer con precisión cuándo desembarcan en las páginas de avisos las publicidades de cada una de las sustancias que habrán de retener nuestra atención. Lo que sí podemos afirmar con cierta seguridad es que desde comienzos de la década de 1880 la cantidad de esos avisos ha crecido de modo significativo, y también se ha reforzado su sofisticación en términos gráficos. En los inicios de nuestro arco temporal, lo nervioso, muchas veces declinado como debilidad, aparece como una condición mórbida apenas circunscripta. Son promocionados como remedios contra esas afecciones muchos productos que sirven en verdad para revertir variados procesos de decaimiento, pérdida de fuerzas o agotamiento. Las enfermedades nerviosas quedan confundidas, en el mensaje de promesa curativa enunciado por esas publicidades, con malestares que han ganado ya una entidad más segura: tuberculosis, clorosis o digestiones difíciles. Poco a poco, tal como veremos, no solamente comienzan a recibir nombres propios más claros (neurastenia, histeria, etc.), sino que quedan asociadas a sustancias que les son privativas en esa farmacopea casi plebeya.2
La expansión del mercado de remedios constituye tan sólo una pequeña muestra de las alteraciones que se producen hacia fines de siglo en las pautas de consumo de los argentinos. La modernización económica, sumada al crecimiento demográfico y al afianzamiento de la urbe, trajeron como corolario la conformación de un mercado interno que dejó atrás la vieja lógica del auto-abastecimiento, y que pasó a estar regido por la espiral del consumo (Rocchi, 1999; Szir & Félix-Didier, 2004). Según algunos cálculos aproximativos, entre 1880 y el inicio de la Primera Guerra, el tamaño del mercado interno local creció unas nueves veces; en ese mismo lapso, los sectores medios, al menos en lo que respecta a la región del litoral del país, pasaron del 15 al 30 por ciento de la población total, y su poder adquisitivo se triplicó (Hora, 2010). La vida cotidiana de los habitantes de Buenos Aires comenzó a estar teñida por el acceso creciente a una amplia gama de productos (alimentos, vestidos, muebles, adornos, bebidas, etc.), despachados por una extensa red de negocios y agentes sociales. José Wilde fue un testigo privilegiado de esa metamorfosis; en sus memorias de 1881 se encargó de subrayar el contraste entre la vieja sociedad de 1830 o 1840, de ritmos aún coloniales, y la que él llegó a conocer en su vejez, en la cual el “furor por la novedad” alimentaba un mercado infinito de objetos (Wilde, 1881). Ese proceso se vio reflejado y fortalecido por el desarrollo de la publicidad visual, que en los últimos años ha recibido una fuerte atención de los estudiosos de la cultura gráfica de fin de siglo (Szir, 2009a, 2009b; Tell, 2009; Bonelli Zapata, 2017).