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IV

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21 de marzo 1

Deslumbra el día. Blanca la casa, como todas las que se alcanzan a ver, y eso que, con la guerra, el jaharrado deja que desear. Está en un alto, las demás en las laderas cercanas. Son casas de veraneantes, en las afueras del pueblo, que tiene gran predicamento en Valencia por la pureza de su aire, enemigo declarado de la tuberculosis, ese fantasma que de madrugada y a cualquier golpe de tos asusta a las madres. Grande la puerta, la escalera que lleva a ella, de dos tramos, cobija una ventana baja que da luz al sótano. Dos ventanas arriba –otra con balcón encima de la puerta– que corresponden a las del piso bajo. Delante, un jardín, escaso de tamaño –dos cipreses, unas adelfas de hojas oscuras–, descuidado; detrás, un corral y una huerta pequeña; luego el barranco, poco profundo, en suave declive, lleno de hierbas aromáticas y pedruscos, con seis olivos y muchas higueras, como si de aquel suelo solo pudieran salir troncos retorcidos.

La carretera, ni ancha ni buena, ni siquiera lo es de verdad, porque no lleva, hacia la derecha, a ninguna parte; ahí acaba. Por el otro lado, baja al pueblo.

Todo huele, ligera pero continuamente, a tomillo, romero, mejorana, cantueso; olor de laderas. Luego, pinos –cuya emanación se mezcla con la de las matas–. Este mes de marzo, como casi todos, ha sido muy variable: ha llovido –charcos y barro–, pero también ha lucido el sol, levantando más los olores. Náquera dio siempre, en medio de la guerra, una gran sensación de paz que, ahora, entre la paz y la guerra, se ha convertido en un oscuro sentimiento de inquietud.

A lo lejos, algunos naranjos sienten asomarse sus primeros botones de azahar; los algarrobos y sobre todo las higueras se preparan para dar lo suyo como en ninguna parte. Ya hay flores que crecen –en marzo– en lo inculto: campanillas rayadas, malvavisco, jaras; otras que parecen brezo y dicen que no es, llantenes, tréboles, verónicas, matas de lentiscos, duros palmitos, espejos y peines de Venus. Más allá, la pinada de Serra.

La tierra, cuando se la abre, es roja con mil pálidos cantos rodados. También hay mármol negro que asoma de cuando en cuando sus archipiélagos limados por centenares de años.2

El ancho corredor desemboca en el corral; para llegar a él hay que bajar seis escalones. A la derecha está la sala; a la izquierda, el comedor; a su lado, la amplia cocina con sus baldosas rojas, oscuras; el zócalo es de azulejos, blancos, amarillos, azules –del cercano Manises–; algunos baldosines del pavimento están rotos, descubren un polvo grasiento; pocos trebejos: un par de cacerolas, un cazo, algunas vasijas de barro, brillantes; media docena de vasos desaparejados; unos platos; en la escurridera, una jofaina; los grifos, sucios. Todo da sensación de abandono. Una mesa de madera de pino tiene manchas oscuras; un banco, a lo largo de la mesa, adosado a la pared. Enfrente, tres sillas, con asiento y respaldo de esparto; la tomiza, gastada, sucia de tiempo.

En lo que fuera comedor, quedan dos retratos de los dueños de la casa, o de sus padres, cuando se casaron, hace muchos años; él, con bigote y barba; ella, con moño alto y mangas de jamón; la cintura muy encorsetada, estrechísima. Los marcos son de ébano, anchos y sencillos. En medio, una mesa hecha de un tablero y unos burros improvisados. En otra pared, una vieja litografía de Los fusilamientos del dos de mayo, de Goya,3 con anchos bordes amarillentos, encuadrada de media caña negra.

–Sí, es mucho más fácil vivir durante la guerra; porque uno –miles– saben lo que quieren. Despiertas y te duermes con un interés (aunque solo sea el del parte oficial). Todo tiene otro color y las horas un sentido. Antes, ¿qué eras tú? Cualquier cosa, perdona o no perdona. ¿La Universidad? ¿Y qué? No. Un fin, y tampoco un fin remoto, ni la salvación del alma. Ahora algo se juega por ti, cada día en que andas metido, algo que te empuja, que te levanta: la posibilidad de perder, ¿comprendes? Ahí está el quid. Te has metido en algo y puedes despeñarte en la pérdida. Todo el gusto del juego está en la ruina, en la amenaza. Si hubiésemos tenido la certeza de ganar, entiéndeme, la certeza absoluta de ganar, ¿qué ganaríamos? Nada. Y de perdidos, al río. Uno se muere, y ya. Los políticos no pueden pensar así, ni los generales en jefe, supongo; aunque un general en jefe que pensara así sería algo serio. ¿Qué hacías tú cuando no había guerra? Ni siquiera te acuerdas. Era el limbo. Si ganamos, seguirá la guerra. Y si perdemos, también. Por lo menos así lo pensamos y eso nos empuja y mantiene. ¿O no? Esto es vivir, lo otro era vegetar. A menos de tomar la paz como la guerra. Y el amor. La santa paz del matrimonio. ¡Al demonio! ¿Qué se gana con eso? Quedan las queridas, pero son recursos idiotas porque los casados que tienen queridas, dos veces casados; y los que tienen una querida, como si estuviesen casados. ¿Tú no estás enamorado?

–Sí –le contesta Rafael Saavedra.

–¿Novia?

No contesta, se le contraen los rasgos de su cara niña.

–¿Pero te la has tirado?

–No –responde con rencor, y no solo porque Templado es de mediana edad.

–¿Cuántos años tienes?

–Veinte. Veintiuno –rectifica.

–Claro.

–¿Por qué claro?

–No sé. Supongo que muchos de tu edad creen haber vivido más que tú. La guerra da mujeres y las mujeres son la edad del hombre.

Rafael calla, le duele horriblemente lo que le dice aquel hombre. Tal vez es verdad; pero para él, no, y tenía a Alicia, sobre todo sus ojos, continuamente presentes, a todas horas; sus ojos azules estriados de verde. Además, aquel hombre mentía. Mentía a sabiendas (a sabiendas de él, Rafael). Porque, ¿dónde estaban todas esas mujeres?: ni siquiera las había visto desde que llegó al frente. Eso sería en las ciudades. Pero tampoco. Cuenca no es Madrid ni Barcelona, pero sí una ciudad bastante grande y a él, ¿qué mujeres se le habían ofrecido? Posiblemente en las capitales, pero debían de ser mujeres de la calle. Y se había jurado no acostarse nunca con una de esas. Le da asco. Pensar que otro hombre la abrazaría después que él...

–¿Qué estudiabas?

–Derecho.

–¿Qué te falta o te faltaba?

–Dos años.

–¿Y tienes ganas de acabar la carrera?

Ve que se lo pregunta en guasa; no contesta. Tiene la orden, como todos, del general Menéndez, de no moverse. Va y viene porque buscan a los comunistas para meterlos en la cárcel. ¿Quién sabe que lo es? Ni siquiera aparenta su edad. El gobierno de Negrín ha desaparecido. El general Miaja manda ahora en Madrid, a las órdenes del coronel Casado.4

–¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado en Madrid?

–¿Usted lo sabe?

–Hasta cierto punto, como se sabe todo.

–¿Y qué?

–Nada; que ganaron los moros, porque eran más.

Julián Templado no tiene ganas de contarle nada a aquel chiquilicuatre. Llegado a Valencia, de Madrid, hace cuatro días,5 ha venido a Náquera porque es amigo de Federico de la Iglesia6 y allí no puede pasarle nada ni faltará condumio.

Evacuados los heridos del contraataque del 9 de marzo, en Rosales, fue González el que le dijo que se fuera.

–Esto no tiene solución.

–¿Y dónde voy?

–Vete a Cuenca, habla con Monzón, el gobernador. (Si es que lo sigue siendo, piensa.) Un tipo estupendo.

No sabe el jefe de la VII división que Monzón ya está en Orán, camino de Marsella, acompañando a Pasionaria, siguiendo los consejos de Ercoli.7

Cuando Templado llegó a Cuenca encontró la ciudad en manos de los casadistas y, en medio de un barullo espantoso, ya algunos fascistas por la calle. La provincia siempre había sido reaccionaria y durante la guerra pueblos serranos enteros se pasaron al enemigo. Hasta que el gobernador, comunista, le puso término provocándoles a irse, facilitándoles camiones, que los llevaron a las cárceles de Valencia. Ahora los «nacionales» van y vienen por la ciudad, muy quitados de la pena, susurrando:

–Es cuestión de horas.

Lo fue de días. Ahora Templado habla con ese jovenzuelo. Desde la galería posterior de la casa mira el esplendor del paisaje, a la medida del hombre. Montañas, cerros, colinas que no pasan de lo fácilmente escalable y el color malva de todos los matices en la tarde todavía en carne viva. Allí Serra, allí Portaceli (¿dónde los cartujos de antaño? –piensa el médico cojuelo), larga sierra mediana, suave; hacia abajo la huerta, más allá de Bétera. (¿Qué sabe la naturaleza de la Historia? Mañana –o pasado– mandarán aquí los fascistas; las líneas ligeramente quebradas del horizonte, los colores, serán idénticos, Perogrullo de mi corazón.) ¿Cómo de ello saca quietud? No lo sabe; así es.

Rodales de pinos por las cumbres, allá atrás serpentea la carretera de Teruel. Higueras, algarrobos, vides, olivos, tierras labrantías en las hoyadas. El bosque de pinos de Portaceli. El olor. Los olores seguirán siendo los mismos, más el suyo, carcavinando.8

Sentados en el poyo, de espaldas a la maravilla del atardecer, con su fusil ametrallador en las rodillas, un centinela y un comisario lían medio cigarrillo cada uno hablando sin tapujos de lo que preocupa a todos.

–¿Qué crees tú que va a pasar?

–La recaraba.

–¿Qué vamos a hacer?

–Ya nos lo dirán.

–Tú, claro...

–Yo, claro...

–No te contesto, de tan idiota: los comunistas tenemos una sola línea, un solo fin, una sola voluntad y como se trata de una línea científica, no nos equivocamos nunca; eso es lo que no podéis comprender, por lo que se mueren todos de envidia. La URSS dirige el mundo hacia un camino nuevo...

–Y Stalin es su profeta.

–Aunque te rías.

–No me río.

Quintín es de espíritu simple y el comunismo le basta para dormir tranquilo. Fue estuquista. Ahora es comisario. Está lejos de su mujer, que se quedó en Zaragoza. Es feliz. Las noticias son malas, pero no le hacen mella; son cosas de afuera. Seguro de sí, todo es cuestión de tiempo. No pueden perder. A tipos como este Valentín Mijares que, además de viejo, puede tener cerca de cincuenta años y es socialista, lo mejor: no hacerles caso, aunque agoreen:

–Ya verás cómo nos dejan en la estacada.

En el comedor, Ignacio Mantecón, Comisario general del Ejército de Levante,9 que no ha tomado posesión, y el Estado Mayor que queda: Federico de la Iglesia, Paco Ciutat, Fernando Errandonea,10 tras comer miran el cromo de Los fusilamientos del dos de mayo y escogen posturas para cuando les toque:11

–Yo, como el de la esquina.

–Pues el del medio tiene cierta dignidad.

–Yo, como este.

No dudan de lo que les espera.

Suena el teléfono.

–¿Qué?

–Por «Perros comunistas».12

Mantecón cuelga el auricular.

–En el Palmar han aparecido dos cadáveres de compañeros vuestros (Mantecón es de Izquierda Republicana) con unos cartelones: «Por perros comunistas».

–Vamos a ver a Menéndez.

–¡Qué a Menéndez! A los de la CNT, directamente.13

–Tú –le dice Errandonea a Mantecón–, te quedas aquí, quieto.

–¿Yo? ¡Vamos!

–Órdenes terminantes del general.

–Sí. Pero si te coge en Valencia...

–Lo mismo que a vosotros. Nada, hombre, nada. Ya no están las cosas para nada. Se asoma Templado:14

–¿Qué pasa?

–Nos vamos a Valencia a arreglar un asunto. ¿Vienes?

–¿Vais a volver?

–Claro que sí.

–¿Entonces para qué me voy a molestar? No me gusta Valencia y Clemencia ha preparado arroz de conejo...

No tiene ganas de moverse. Que caiga la noche, a cenar y a dormir. Dormir: «Proletarios del sueño, uníos.» Mucho mejor que: «Proletarios de todos los sueños uníos.» Náquera o el baño del mundo el día de la creación. Silencio. No hay aviones ni bombardeos ni heridos que curar. (¿Quién sabe que es médico? Amigo de Mantecón, de la Iglesia y ya.) Todo se ha perdido, hasta el honor, que Casado echó por la borda.15 ¿Qué le importa a él ya nada? Manuela se quedó en Madrid.16 Ni siquiera le dijo adiós. ¿Para qué? Queda la posibilidad del exilio o de pasar desapercibido, en cualquier lugar; al fin y al cabo nadie sabe quién es ni ha hecho nada, ni piensa hacerlo. Además, le tiene sin cuidado. Lo que le importa es cenar, dormir y no despertar.

Van camino de Valencia, conduce Federico de la Iglesia, al lado de Mantecón, uno de escolta, con una subametralladora; detrás Ciutat y Errandonea y otro ayudante, con un máuser.

–«Perros comunistas» –dice Mantecón–. Me acuerdo de un anarquista. ¿Cómo se llamaba? No me acuerdo. De Caspe. Lo habían juzgado en Zaragoza –debía de ser por el 25 o el 26–, tampoco me acuerdo por qué: un atentado, un asalto. Tanto da. El fiscal, en su acusación, se ensañó como de costumbre y de «perro comunista» no le bajó. El 18 de Julio del 36 estaba mi hombre en una cárcel de Barcelona. Lo soltaron, como es natural, y fijaos lo que es la casualidad, se entera que aquel fiscal estaba veraneando en Salou. –Este me lo dejáis por mi cuenta. Tardó lo que os cuento en ir por él y se lo trajo a su casa, en Caspe, y lo metió en una perrera. Allí le tuvo cerca de un año, encorvado, sin poder levantarse ni sentarse; le llevaba su comida y el agua y le obligaba a comer y a beber a cuatro patas, como un perro. Hasta que me enteré. El pobre hombre no se podía ni desdoblar.

–¿Qué hiciste con él?

–Lo juzgaron, le condenaron a muerte. Pero como hace más de un año que no se cumple ninguna sentencia, por ahí andará.

–Todo son perrerías... ¿Y tu anarquista?

Mantecón se alza de hombros.

Entran en los arrabales de la ciudad, más concurridos que nunca. Afluye gente de todas partes. Muchos que dejaron de ser soldados por propia decisión han abandonado los arreos, arrancándose los galones –si los tuvieron–, abandonando armas, pero no cierto aire vacilante de quien no sabe andar solo.

–Y que hayan sido capaces de asegurar que esos nombramientos de Negrín que, según dicen, armaron todo el jaleo de Casado y compañía,17 eran para jugar a ser numantinos... ¡Me cachis en la mar! ¡Cuando lo que quería era controlar las costas y los puertos para que se salvara la mayor cantidad posible de gente...!

–Todo dependerá de cómo se escriba la historia.18

–Que lo hagan como les dé la gana: por de pronto a nosotros...

Entran en el local de la CNT. Habla Mantecón sin dejarles abrir boca:

–Si continúa esto, ya sabéis de lo que estoy hablando, nos venimos para acá con un regimiento de tanques. Vosotros escogéis.

–Nosotros...

–Vosotros, ya lo sé. Punto y basta, y a hacer gárgaras.

Los anarquistas saben que el Ejército de Levante sigue, en parte, a las órdenes de los presentes.

–Y ahora a Capitanía –dice Errandonea.

Para allá fueron.

El general Aranguren, Gobernador Militar de la plaza, les recibió en seguida a pesar de su pierna imposibilitada y su salud deshecha.

–Mi general, en la cárcel hay muchos comunistas, entre ellos el diputado Uribes.19 ¿Piensa entregarlos a Franco?

El general Aranguren les dice que no, toma el teléfono que está al alcance de su mano y da, por de pronto, la orden de soltar a Uribes.

–¿Usted cree, mi general...?

–Yo no creo nada.

Entra el general Menéndez. Mira a los presentes, se fija en Mantecón; no hace comentario. Paco Ciutat repite la pregunta, refiriéndose no solo a los detenidos en Valencia sino a los treinta que la junta ha enviado de Madrid. Menéndez, alto y fuerte, contesta:

–Enterado.

Errandonea inquiere:

–Y puestos a hablar de prisioneros, ¿qué hacemos con los de ellos que tenemos en un campo, cerca de Náquera?

–Cuando entren en Madrid, los sueltan.

–¿Y nosotros?

–Ustedes sabrán.

–¿Y usted, general?

Menéndez contesta con otra pregunta, seca:

–¿Algo más?20

–A sus órdenes.

–No nos queda más remedio que ser hombres –dice Mantecón, de vuelta hacia Náquera–. Es una lástima, porque quisiera ser mosca. Y no se va uno a suicidar. Si me echo a pensar que lo que pienso no llega más allá de mis narices, que lo demás no hay manera de conocerlo, me entran ganas de vomitar.

–Nadie te lo impide.21

–¿Por qué te hiciste comunista? –indaga Templado–. No me contestes. No lo sabes. Porque sí, porque era lo más, porque lo ibas a dar todo. ¿No?

Rafael Saavedra no contesta, impresionado porque uno mayor se interese por él.

–¿De dónde eres?

–De Segovia.

–¿Te cogió la rebelión en Madrid?

–En Valencia, por la feria.

–¿Y cómo has venido a parar aquí?

–A ver al coronel Iglesias.

–Te has equivocado de camino.

–No lo entiendo.

–Donde debes de ir es a Segovia.

–¿Habla en serio?

–¡Hombre! ¿Qué tenías al empezar la guerra, dieciséis, diecisiete años? ¿Qué sabes de tu familia?

–Nada. Ni quiero.

–¿Carcas?

El muchacho calla.

–Mira, hijo, hay que saber perder y dejar las cosas para mejor ocasión. Quítate ese uniforme, métete en Madrid. Alza el brazo, tan pronto como entren.

–No soy capaz.

–Allá tú. Y vete a Segovia. Y cuenta que a última hora te movilizaron. Pero que tú estabas con ellos.

–¿Me está hablando en serio?

–Como si fuese tu padre. ¿Tu novia?

–Se quedó en Madrid –dice con la voz más apagada.

–Será de buena familia.

–Era.

Julián Templado mira al muchacho, que tiembla.

–Perdona. Pero hazme caso. ¿Un bombardeo?

–Se le cayó la casa encima.

Un guerrillero, naranjero en ristre, llega, con Vicente Dalmases. Templado le mira. El soldado pregunta:

–¿Le conoces?

–Creo que sí. ¿De qué te conozco?

–De Madrid.22

–¿Cómo te llamas?

–Vicente Dalmases.

–Eras amigo de Carlos Riquelme, ¿no?

–Sí.23

–Está bien –dice Templado al centinela–. ¿Cuándo le viste por última vez?

–Hace cuatro o cinco días.24

–¿Qué pensaba hacer?

–Quedarse. No va a abandonar el hospital.

–Lo que va a abandonar es otra cosa.25

–Es así.

Vicente se fija en Rafael:

–Hola.

Templado pregunta:

–¿Os conocéis?

–Sí.

–Le estoy aconsejando que regrese a Madrid y luego a su pueblo. ¿No te parece lo mejor?

–No lo sé.

La misma inseguridad.

–¿Tú qué piensas hacer?

–Si se puede, ir a Valencia.

–Puedes. Allí la cosa está relativamente tranquila, todavía.

–¿No han metido a los comunistas en la cárcel?

–A algunos. Se han contentado con destituirlos.

–Entonces, para allá voy.

–¿No quieres comer algo?

–Sí.

–Entra. ¿Conoces a Ferrís?26

–Claro.

–Aquí vive con su compañera.

Señala la casa. Vicente se queda estupefacto.

–Con tu permiso.

Entra, da con Clemencia.

–¿Conoces a Asunción Meliá?

–Sí.

Sale Ferrís, de los adentros.

–Hola. ¿Qué haces por aquí?

–¿Qué sabes de Asunción?

–Nada. Trabajaba en las Milicias de la Cultura, hasta la sublevación de Casado; y en el periódico, con Bolea;27 y creo que en un refugio o algo así.

–Eso ya lo sé. ¿Dónde está?

–No lo sé, no lo sabemos –dice Clemencia–. Supongo que sigue en Valencia.28

–¿Allí no ha pasado nada? –repite, incrédulo.

–Comparable con lo de Madrid, no. Se han contentado con echarnos y echarles mano a quienes han podido.

–¿Así que no sabéis nada?

–¿De Asunción? Habrá hecho como los demás; esconderse y andar de aquí para allá, por si acaso.

–¿Así que se puede andar por Valencia?

–Con cierto cuidado.

–Pero no con los pies como los traes –dice Clemencia–. Espérate.

Trae agua caliente, la pone en una jofaina.

–Anda, esto te descansará. No te puedes ir a estas horas a Valencia. ¡Mira cómo traes los pies! Le ayuda a descalzarse el derecho.

–¿No hay coche?

–Los caminos están cortados por barricadas en las entradas de los pueblos, los guardias de asalto o los carabineros te piden documentación. De día, todavía, por el uniforme, puedes pasar sin demasiadas dificultades. Pero, a estas horas de la noche, unos u otros, sin ganas de hacer daño, por fastidiar, son capaces de meterte en chirona. No por nada; por ver, por molestar.

Clemencia no es parca en palabras. Algunos la llaman El Molinillo, por aquello de que no para.

–¿Qué más te da hoy que mañana? Pon que llegas ahora a pie, o en bicicleta, a Bétera. ¿Y qué? Trenes no hay más que de cuando en cuando. Autobuses, si los he visto no me acuerdo. Los del Estado Mayor tienen coches, pero no los sueltan ni pa’ Dios.

–Y hacen bien.

–Nadie te dice lo contrario.

–¿Sabes manejar un tanque? Porque, para que veas, eso sí, a lo mejor te lo regalan.

–Espérate a mañana –aconseja Ferrís–. Total, ¿qué te cuesta? De comer hay, y cama. Comer, dormir. Lo demás vendría solo.

–Pon los pies en alto.

Paco Ferrís, Valencia, Asunción, la lechería de la calle de Lauria, la Escuela de Comercio. Como si fuese ayer. Paco Ferrís, siempre el mismo. ¿Cómo es posible que haya cambiado tanto? La guerra. No, no es como si fuese ayer. Nada es como si fuese ayer. Ayer, por el monte; ahora, aquí. ¿Y Asunción? Su puerto. A pesar de lo que dicen, tiene que marcharse.

Después de cenar no puede moverse, lleva muchas leguas en el cuerpo. No que tenga sueño; es que, auténticamente, no puede con su alma.

–Espérate a mañana. Si no, eres capaz de llegar al Puente de Madera y no poder cruzarlo.

–¿Cómo fue lo de Madrid? –pregunta Clemencia.

Vicente se alza de hombros.

–¿Muchos muertos?

–No lo sé. Hablaron de cuatro mil.29

–Ninguna dictadura puede sobrevivir sin violencia.

–Por eso no estoy, no estuve ni estaré con vosotros –dice Paco.

(¿Qué quiere decir? Está aquí, con nosotros. ¿No ingresó en el Partido?)

–¿Crees que odio menos que tú esos procedimientos?

–¿Entonces?

–La violencia, es decir, la policía, la delación, las cárceles. El tiro de gracia. Ahora bien, mientras la política sea lo que es hoy –la de ayer, la que será todavía desgraciadamente mañana– antes que la policía, la delación, las cárceles, los tiros de gracia del enemigo, preferiré siempre los nuestros.

–¿Así, siempre? ¿Hasta la conclusión de los siglos?

–No la habrá. Así hasta que se implante el comunismo en el mundo entero. Hasta que desaparezca el Estado –asegura la mujer tan contundente como corpulenta.

–Si tan largo me lo fías... –chunguea Ferrís.

–¿Entonces? –se rebela Clemencia.

–Entonces, vamos a cenar –dice Templado, entrando.

–Por eso –sigue Ferrís, sin hacerle caso– no he ingresado ni ingresaré nunca en el Partido.

–De esa agua no beberé...

–Ni ingresaré nunca –insiste– porque no sabéis lo que es la amistad.

Vicente cambia palabra por mirada; para él es lo contrario.

–No te hagas de nuevas, hermano. Muchas bromas y confianzas, muchos abrazos y palmadas en los hombros, mucho cantar y comer juntos mientras estáis de acuerdo, mientras obedecéis, mientras os dejáis llevar por la corriente. Pero en el momento en el que –por lo que sea y el que sea– muestras tu inconformidad con la «línea siempre justa del partido», se acabó todo; hace fin y termina. ¿Qué se ha hecho de aquellos abrazos? ¿Dónde aquellas palmadas? ¿Cómo se eclipsó aquel vino tomado en común? Cortan, salen, te dejan solo.30

–¿No es normal?

–Para ti, tal vez: para mí, monstruoso. Ten en cuenta que no hablo de gentes solo reunidas al azar de un comité, una tenida, una célula, una reunión, sino de amigos. De amigos verdaderos, de toda la vida, es decir, de toda la juventud. Este sentir inhumano me aparta de vosotros. Y no me lo niegues; lo he visto.

Ninguno ve el rostro desencajado de la mujer.

–No te lo niego.

–¿Y no te parece mal?

–No.

–Entonces, ¿qué es ser hombre? Si las ideas pueden más que la amistad, yo renuncio.

Vicente mira a Paco Ferrís sin querer adivinar lo que le lleva a esos extremos.

–Prefiero a los anarquistas. Los he visto perdonar asesinatos, robos, estafas, deserciones por el solo hecho de pertenecer a un grupo.

–Pues no hay más que escoger.

–Sí lo hay: aceptar las inconformidades, los cambios, los titubeos, los vaivenes, el volver atrás, las dudas.

–¿Quién no las tiene? –dice Templado.

–Pero las calláis.

–No.

–Olvidaba que eres perito mercantil.

Lo dijo con ganas de herir. Lo consiguió:

–Tienes razón.

Vicente deja pasar unos segundos para preguntarle:

–¿A esto llamas amistad?

–Nunca estuvo reñida con la mala leche. Y, a propósito, lee lo último que escribí para Adelante31 y que no llegó a publicarse.

–¿Por qué?

–Porque lo escribí el 5 y el 6 ya no salió el periódico.32 Te advierto que no hay una línea que no suscriba de verdad.

–Entonces, ¿por qué no firmabas con tu nombre y apellido?

–Los guardo para otras cosas.

–¿Hiciste alguna estos años?

–Notas, apuntes. Tal vez algún día te los enseñe. Pero para que veas que todavía sé escribir, lee esto.

–¿Pero viene o no viene esta cena? –clama Templado.

–Un momento –pide Clemencia.

Se mete a la cocina para dejar que Vicente tenga tiempo de leer el texto de Paco. Sabe lo que le importa a su amante.

Dicen: «la historia le juzgará», como si nosotros no fuésemos historia o el futuro valiese más que el pasado o el presente. Alguien me ha contado alguna vez aquella madrugada bilbaína en que dijo: «De no despertarme mañana Presidente del Consejo, no me interesa nada.» En aquella época, era una fantasía de la imaginación. Algunos años después pudo serlo y se negó. ¿Por comodidad, rehuir de responsabilidades, inseguridad en sí mismo?

Como tantos, creció, se hizo y acostumbró en la oposición. Orador, prefirió atacar el poder a defenderlo; hombre de partido, pocas veces gozó de la mayoría de los votos de sus correligionarios y, si los tuvo, buscó triquiñuelas para no coincidir con sus compañeros de directiva; jamás se entendió con Largo Caballero ni con Besteiro, amigo de soluciones personales buenas para él con tal de que no fueran compartidas por otros que podían ofrecerlas distintas.

Opositor por nacimiento, periodista por gusto de llevar la contraria, moviéndose como anguila en barro entre chismes, dimes y diretes, llevando sus simpatías y diferencias a categoría superior, dándoles una importancia que no tenían, hinchaba perros, él, tan obeso. Con visión clara de la realidad nunca procuró enfrentarse decididamente a ella más que palabreando. Gracioso, ocurrente, de inteligencia aguda, perspicaz, honrado hasta donde puede serlo un político profesional, amigo de los entresijos del poder, que le sorbía el seso, de gran memoria como lo son indefectiblemente todos los que andan en eso y aficionados de verdad a la cosa pública; mangoneó durante más tiempo que nadie la política española republicana.

–¿Qué dirá Prieto?

–¿Qué hará Prieto?

No se hacía nada sin Prieto y Prieto no hacía ni dejaba hacer. ¿Con tal de molestar? No, sencillamente porque no se hacía o dejaba de hacer lo que él no quería –o quería de otra manera– llevar a cabo. Siempre dijo que no, príncipe de distingos.

Para toda una vida dedicada a la política, los nuevos ministerios de Madrid, el proyecto de unión de las estaciones de ferrocarril, más parecen obra de alcalde que de ministro.

Su influencia fue personal –extraordinariamente simpático, ocurrente–; su fuerza, la palabra –oral y escrita–; en ella quedó, buena para el escritor que no fue, mala para un político. Sus inquinas de campanario, sus previsiones justas –todas resonantes– le impidieron tener un norte al que se sacrificara; sus odios personales, enardecidos por su agudeza, le llevaron a extremos lamentables para el pueblo que siempre esperó de él tanto o más que de nadie.

Defraudó a todos, menos con la lengua. No usurpó: frustró, inutilizó, dejando sin resultado monumentos y renombres que había contribuido a construir. Teniendo tantas cosas en la mano las dejaba caer al final por desidia, cansancio o, tal vez, por haberse dado cuenta de que sirvió para poco pudiendo haber sido tanto, refugiado en sus recuerdos de juventud.

Sabiéndose superior –lo fue durante años–, gozne sobre el que giró durante unos lustros la política española, se desperdició y a los demás: vivirá los años suficientes para quedarse solo, mirar hacia atrás, y no remorderle la conciencia.

Gran gustador de zarzuelas y de toda clase de alimentos, gordo, ojos de buey, oportuno en réplica, cazurro, dañó con su clarividencia, aplicado más a su gusto personal que al servicio público, no a su medro. Le perdió, como a tantos, el desprecio. Profundamente burgués, hijo de su siglo y no, como quería, de su etiqueta socialista. En esta diferencia entre su marbete y su verdadero pensamiento radicó parte de su impotencia, empeñándose en lo contrario. Díjose disciplinado para centrar las discordias de los demás capitostes de su partido. Así vino a reñir con todos los sobresalientes, más si crecidos a su sombra.

Quien tonto o envidioso hace daño, puede, naturalmente, ganar el olvido. Prieto, que oye gemir el viento en las Antípodas, quedará durante algún tiempo en el de las memorias como uno de los políticos españoles más funestos de nuestro tiempo.33

–¿Qué te parece?

–Bien. Pero ¿a qué viene esto ahora?

–Viniendo de Madrid, ¿lo preguntas?

–Precisamente por eso. No porque Prieto no se merezca eso y más. Lo que te sabe mal es que no se haya publicado no por lo que dice sino por el cómo. Y no creo que se trate de un capítulo de novela.

–Ve a saber.

Clemencia sale con unos huevos fritos.

–Ya era hora –suspira Julián Templado, ya sentado en la mesa.

–¿Tú lo has leído? –pregunta al médico–. ¿Qué te pareció?

–Bien.

Solo le echó la vista por encima, pero no quiere discutir sino comer.

–Tú no te muevas –le dice Clemencia a Vicente–. Ahora te traigo más agua caliente.

–¿Y ese muchacho que estaba contigo ahí afuera? –pregunta Vicente.

–Volvió a Valencia. Viene todos los días. Bueno, venía. Le traía las pruebas del periódico al coronel de la Iglesia, que era, hasta la semana pasada, jefe del Estado Mayor.

–A lo mejor conoce a Asunción.

–Pues sí –dice Clemencia–. No se me ocurrió. A veces parece una tonta...

–¿Cómo se llama?

–Rafael, no sé qué.

–Rafael Saavedra.

–Es un chico estupendo.

–Me ha estado contando cómo se libró de ir a filas.

–¿No está?

–Sí, y no. Le dieron por inútil total. Por eso trabaja en el periódico.

Templado hace una pausa, no solo para masticar:

–Trabajaba.

–Entonces, ¿a qué viene?

–A ver a los amigos.

–¿No hace nada?

–Oír la radio de Burgos, a la hora de los partes, por encargo del Partido –dice Clemencia–. Es la única manera de enterarse de lo que pasa.

–¿Y qué pasa?

–Nada.

(El 19 de Julio de 1936, Rafael Saavedra cumplió dieciochoa años. En la Central de Milicias, bastó su carnet de la FUE. Le dieron un brazalete, un fusil, sin municiones, y le mandaron vigilar el paso a nivel del camino del Grao.

Vivía en casa de su tía, en la calle de Caballeros. Era una costumbre: pasar la Feria en Valencia, antes de ir a reunirse con sus padres, en Zarauz, en agosto. Quiso volver a Madrid la noche misma de la sublevación, pero no hubo trenes: la guarnición de Albacete se había sublevado. Solo pudo hacerlo los primeros días de agosto. Madrid, ardido, le dejó estupefacto y entusiasmado.

Cuando llamaron a su quinta se presentó en la Caja de Recluta correspondiente; a su sorpresa, le dieron por inútil total: «por tracoma.»34 Su tía Manuela, hermana de su padre, se asustó; fueron a ver a un oculista:

–No, nada en absoluto. ¡Qué barbaridad! ¿Quién le ha dicho eso?

–Pues, mire.

–Muchacho, ¡menuda suerte!, hay quien pagaría montones de dinero por tener uno igual.

Rafael no supo qué hacer.

–No seas tonto, aprovéchate –le dijo su tía.

Lo hizo solo a medias, más por la novia que por otra cosa. Se puso a corregir pruebas de El Mono Azul,35 que todo lo que fuera letra le interesaba. Hacía versos, que no enseñaba a nadie, con bastante sentido común para saber que eran malos. Sin embargo, publicó algún que otro romancillo, escondido en la cuarta plana.

–Inútil total...

–¡Bah! –dijo el médico–. Entre mis compañeros, bueno, eso de compañeros es un decir, hubo, había, hay muchos saboteadores. Nunca salieron tantos inútiles como entonces.

–¡Pero, tracoma!

–Ve a saber. Lo más probable es que te confundieran con otro.

–¿Usted cree?

–Claro. Al fin y al cabo, Rafael Saavedra no es llamarse Margarita Nelken.36 ¿Saavedra? A lo mejor te creyeron hijo de un ortopedista de la calle de la Montera, que conozco. No que fuera carca del todo, pero tiene un hijo de tu edad.

–¿Y se llama Rafael?

–No lo sé. Pero puede ser. Andará por el frente y su padre cagando puñetas acerca de lo informales que pudieron ser algunos amigos suyos, médicos de la Caja en la que te presentaste.)37

Madrileño –por equivocación– de un mes; hace veinticinco años, doña Mariana Rodríguez de Ferrís se empeñó en acompañar a su legítimo, fabricante de calzado, de Almansa, en busca del arreglo de un asunto bancario de cierta importancia. Ninguno de sus partos anteriores –seis– había fallado en cuanto a la fecha, aunque sí al sexo, que todas fueron hembras. Sea por lo que fuera – alumbramiento tal vez prematuro– la criatura nació escuálida, calidad, si lo es, que no perdió en todos los años de su vida enfermiza sin que los médicos acertaran nunca a definir las razones de su evidente debilidad. Paco –por su padrino, alcalde de la ciudad– trajo siempre mal color, haciendo temer algún asalto repentino a su quebrada salud que todas las mujeres de su familia reputaban, por adelantado, mortal de necesidad. Mariana, Ángela, María, Carmen, Julia y Adriana, sus hermanas, formaban una valla infranqueable para las posibles corrientes de aire, los microbios, el frío y el calor. Paco Ferrís no tuvo, hasta los diez años, más horizontes que faldas. Su educación fue –como puede suponerse– casera; ¿quién iba a atreverse a sugerir que se le enviara a un colegio? Confiado a doña Josefa Angulo, ancha «maestra nacional» que cuidó mucho, ante las instancias de los progenitores de no «cargarle las meninges» lo que hubiera sido difícil dadas las limitadas dotes de la profesora en quien lo más visible era una dentadura postiza, casi toda de oro, en la que invirtió el caudal de la menguada herencia de sus progenitores, merceros de poco. Así le llegó al jovenzuelo la edad del bachillerato, con sus consiguientes problemas.

–Que estudie «libre». (Es decir, en casa.)

–Y que se examine en Murcia. (Que tenía la reputación de manga ancha.)

–Sí, «libre», pero en los Salesianos, como externo.

–¡Estás loco, Julio! ¿Cómo vamos a dejar que salga el chico de casa? Se perdería. No tienes corazón. Quieres matarme.

Don Julio Ferrís tenía corazón, y grande, aunque no le sirviera para gran cosa.

La única que estaba de acuerdo en que su hermano saliera de la casa era Adriana, que se las prometía felices de benjamina.

Don Claudio Moreno, el médico de la familia –alto, calvo, bigotón, cuello de celuloide, tan gran fumador como chamelista–, no daba opinión, partidario como lo era de que «la naturaleza es la mejor medicina». Don Santiago Abascal, competidor comercial y amigo, fue tajante:

–Dejen al chico; que vea mundo. Si no, el día de mañana, ¿cómo va a manejar la fábrica?

El padrino había muerto, de apoplejía; la madrina había sido doña Mariana. A su director espiritual, don José López Becerra, no muy bien visto de la familia por su abolengo liberal, le tenía sin cuidado:

–Todo tiene su lado bueno y su lado malo –dictaminaba.

–¿Tú qué prefieres? –se le ocurrió preguntarle la hermana mayor, que era práctica y ya empezaba a llevar el peso de la casa.

–¿Yo? –respondió estupefacto el niño, al que nunca pedían parecer–. ¿Yo? No sé.

Con tal que le dejaran jugar con las muñecas de sus hermanas, sus soldados de plomo y libros de estampas lo demás no contaba. Le gustaba quedarse quieto.

–Este va a salir romancero –decía Feli, la criada de más edad–. Déjenlo que vea algo más que las enaguas de todas vosotras, pobrecito mío.

Aunque parezca mentira, el criterio criaderil se impuso y el niño fue a los Salesianos. Abrió los ojos y no entendió nada. Fue pésimo estudiante. Nadie le pidió cuenta de sus suspensos, como no fuera él mismo. Luego fue aprobando, dándose cuenta de que si se empezaba podía aprender sin dificultad, como no fueran las matemáticas que le repelían porque sí.

Mejoró su salud; aunque siguió pequeño, seco y enjuto dio en ocuparse de su aspecto, sobre todo de su pelo que tenía abundante y ondulado. Amigos no tuvo, conocidos pocos, y la pubertad, como es de suponer con estos antecedentes, le cogió desprevenido.

La natural endeblez, su aspecto doliente, su falta de fuerzas –la gimnasia le fue perdonada–, su apartamiento de los juegos violentos, su gusto por la literatura, le hicieron pronto blanco de las burlas de los más musculosos. No faltaron motes denigrantes ni profesor que se interesara por él. El alias de Mariconcete llegó a oídos de su padre.

–¿Sabes cómo te llaman?

–Sí.

–¿Y?

–No me importa.

–¿Cómo que no te importa?

–Todos son unos imbéciles. Este es el problema, papá. No es que haya mucha gente sino muchos idiotas. Cada día más.

El buen señor se quedó sin habla. Cuando se recobró:

–Pero, a ti, ¿no te gustan las mujeres? (Paco Ferrís había cumplido los dieciséis años.)

–¡Cómo no! Si no he visto otra cosa en casa...

–No te lo pregunto en este sentido.

–¿En cuál pues?

–En el natural.

–No me parece una conversación para un padre y un hijo.

Don Julián miró a su retoño con la boca entreabierta y salió de su despacho.

–Me preocupa el chico –dijo a su cónyuge.

–¿Por qué?

–No nos haya salido rana.

–¿Qué quieres decir?

–Nada.

–Tú siempre preferiste a las chicas.

–Esas, por lo menos no presentan problemas.

–¡Cómo se ve que no las tienes que soportar!

Ya se habían casado la segunda y la tercera. La mayor parecía llamada a vestir santos.

–¡De todo ha de haber! –se consolaba, muy a medias, la buena señora.

–Sí, pero de eso no.

–No lo entiendo, Julio.

–Ni falta que hace.

–A grosero no te gana nadie.

Don Julio hizo partícipe de sus congojas al médico.

–Deje, deje que obre la naturaleza –concluyó don Claudio.

–¿Y si lo hace en sentido contrario?

–Mire, don Julio, si así fuera, tampoco contra eso se puede hacer nada.

–Entonces, ¿qué? ¿Le parece a usted justo que uno se esfuerce toda la vida, que trabaje como un negro durante treinta o cuarenta años, que le haga uno siete hijos a su mujer, que levante un negocio más o menos boyante para que, al fin y al cabo, me salga rana mi único hijo, mi sucesor natural?

–Un momento: primero, no he dicho que sea justo; segundo, ¿quién le asegura a usted que el chico sea pederasta? ¿Que es menudito? ¿Que no le gustan los ejercicios violentos? ¿Y qué?

–Tampoco le entran las matemáticas.

–No veo la relación.

–Yo sí: los números son cosa de hombres.

–A lo mejor hará un excelente abogado. Y en cuanto al negocio, le sobrarán yernos.

–¡Qué yernos ni qué ocho cuartos! No es lo mismo. Yo siempre había pensado...

–Ahí está lo malo, mi querido don Julio; no hay que pensar, usted deje que las cosas lleven su curso.

–Sí, ya sé: la naturaleza.

–Usted lo ha dicho.

–¿Y si la naturaleza hace que a mi único hijo le guste...?

–Lo mejor es verlo.

–¡Don Claudio!

–No hago chistes. El chico, de hecho, no ha salido a la calle. ¿Quiere un consejo?

–Ya era hora.

–Mándele a Madrid.

–¿Solo?

–Claro. Lo que sea sonará. Y tenga confianza. Con todo, a mí me parece que no hay nada, por lo menos físicamente, que lleve al chico por malos caminos.

Así fue Paco Ferrís no a Madrid, que doña Mariana desde aquel parto, que siempre tuvo por prematuro, tenía en horror, sino a Valencia, a acabar el bachillerato. Allí tenía la buena señora a su hermano, relativamente bien casado –en un puño– que acogió, sin grandes entusiasmos, al sobrino.

Don Germán regentabab un negocio de exportación de naranjas; las tierras eran de su mujer. Su única preocupación era la temperatura, para que no se helara la cosecha de las navel, allá por los Valles, en las cercanías de Sagunto. Doña Amparo vivía bajo el manto de la virgen de su advocación, rogándole que el termómetro no bajara a los extremos que temía su legítimo que, del frío, se ponía imposible física y moralmente, hasta el extremo de atreverse a plantarle cara.

–O se ocupa uno del sexo o de política.

–¿Y la literatura?

–Depende de lo uno o de lo otro.

–¿No de los dos?

–Eso se queda para los dioses.

–Entonces, tú.

–¿Yo?

Dionisio Velázquez se quedó mirando a Paco Ferrís e hizo un gesto vago. Dionisio quería ser pintor y lo que más le molestaba, además del hígado –de cuando en cuando– era su apellido, que no tardó en suprimir; firmó Dionisio, a secas.

–¿A ti no te importa la política?

Eran los últimos tiempos de la dictadura de Primo de Rivera.

–Ni un comino.

–Pero ¿los demás?

–No existen.

Paco se había unido, al año de estar en Valencia, con un grupo de jóvenes todos algo mayores que él. No mucho: Dionisio tenía veintidós años; Alberto Domínguez, veintitrés; Emilio Ferrer, veintiuno; Blas Ortega, veinte; Vicente Dalmases, los mismos. Hablaban de música, de literatura, de pintura; en general mal, pero ardidos. Alberto era escultor; Emilio, poeta; Blas, crítico de arte; Vicente estudiaba comercio.38 Ninguno de ellos había salido del terruño natal como no fuese para asomarse, unos días, a Barcelona o a Madrid. A pesar de no tener conocimiento directo de las corrientes imperantes en Europa sino a través de revistas y periódicos no muy especializados, la emprendieron contra sus mayores ayudados por un periodista de La Voz de Valencia y el cónsul paraguayo que había estado, poco, en París.39 En general, nadie les hacía caso, pero ellos se creían el ombligo del mundo y Paco estaba seguro de haber encontrado, por fin, su vocación; sería escritor, cosa que ocultó cuidadosamente a la familia.

Dionisio, a pesar del padrinazgo de Federico Ramírez, el periodista y de Carlos María de Alfaro, el cónsul, dominaba la tertulia. Era, de lejos, el más inteligente sin contar sus posibles que ayudaban no poco al respecto. Él, es decir su padre, registrador de la propiedad, pagó los seis números de una revista, Huerta,40 que no mereció honores y con razón, ni en Madrid ni en Barcelona. Allí publicó Francisco Ferrís por primera vez, un poema en prosa, que mandó a su hermana mayor con la obligación –¿hasta qué punto sincera?– de no enseñárselo a nadie; Mariana, con buen criterio, la respetó.

Contribuían al descrédito de que gozaba el grupo en la ciudad las nefandas relaciones de Dionisio con Blas, que no ocultaban a quien quisiera tomarse el menor trabajo de enterarse. Entre otras cosas porque les parecía natural y a Dionisio evidente prueba de superioridad.

Dionisio Velázquez se interesó en seguida por Paco Ferrís. Lo citaba en cafés apartados donde podía darse el gusto de pontificar. Quiso formar al almanseño. Dejábale este, más curioso que convencido. Sin embargo, lo marcó indeleblemente, propicias la edad y la ocasión.

–Intentar ayudar no tiene sentido. A nadie. Cada quién va a lo suyo, aunque no quiera. Así, ¿quién puede remediar a quién? Como no sea económicamente... Es decir, con algo que no tiene que ver con la vida, dar algo que sirva al prójimo para que este haga lo que le parezca mejor. Cualquier otro apoyo carece de sentido. Dios inventó el dinero para eso. Es lo único que sirve para salvar almas ajenas. No protestes: nadie colabora. ¿O conoces alguien que haya agradecido un favor? La filantropía es una mierda; la caridad, un insulto; dar lo superfluo –veinte céntimos o un libro repetido– es deshacerse de lo que sobra, de un lastre, de lo que no vale. O por el placer de dar –el propio gusto–, de regalar, de gozar entregando, una copulita barata. Todos los plazos están vencidos. Entiende: «No hay plazo que no se cumpla»,41 tontería: todo es después, todo fue ya antes, no se hace nada gratuitamente. Nada. ¿Me comprendes? Todo lo rige el interés propio, así sea el ajeno. Siempre se obra por algo. No se suicida uno por nada. Uno manda; siempre se es dueño –poseedor– de algo; la miseria absoluta no existe. Siempre se puede matar, por ejemplo, que es otra manera de dar. ¿Qué diferencia hay entre dar y quitar? ¿Quién agradece de veras un favor? Solo los que pueden devolvértelo con creces. El agradecimiento, de quien da, nunca de quien recibe. Las dádivas solo engendran la envidia. No hablo de las palabras, máscaras que plagan nuestro laberinto. Las sacamos y las agitamos en la punta de unos palos, moviéndolas a distancia. El hombre si no es esclavo es desagradecido. Al fin y al cabo, la libertad es ingratitud o no es libertad. La libertad consiste en hablar y obrar mal para con quien se portó bien contigo. Lo contrario no tiene sentido. Libre, el que se desgaja de sus padres, de sus maestros, de su familia. El agradecimiento es esclavitud. Por eso inventó Dios el dinero, fuente la más corriente de la libertad. Por eso existe tan gran admiración por lo que llaman «espíritus independientes», es decir, los más desagradecidos. La gratitud, la lealtad, son obligaciones tan pesadas que hunden al hombre al fondo de lo vulgar. Vuélvelo: la ingratitud, el desagradecimiento, el olvido, la deslealtad son las bases de la grandeza humana, lo firme de la historia, lo que queda; y no hay progreso. El hombre solo va hacia adelante despreciando lo que antecede, entre otras cosas porque, de todos modos, ahí queda. Para subir hay que pisotear lo anterior, alzarse a costa de lo que sea. No es fácil, porque, además, si lo haces conscientemente, sabes que los que te siguen –a quienes aun sin querer haces favores por el solo hecho de vivir–, a su vez te han de machacar. El mundo es una enorme montaña de fino polvo en la que los que no se ahogan por impotencia, desde que tienen uso de razón, no tienen sino un leve respiro antes de hundirse en lo que hundieron. El interés del mundo reside en la superposición de una maquinaria desconocida –que no sabes si funciona o si lo hace bien o mal– hecha de nuestros pensamientos heteróclitos, arbitrarios, extravagantes, desproporcionados, generalmente monstruosos, muchas veces ridículos, siempre mágicos. La idea de progreso –que envenena al mundo desde hace siglos– es la imagen misma del desagradecer: querer más a costa de los demás, aunque estos, a su vez, «progresen». Todos quieren ganar –lo que sea–. ¿Quién no se naturaliza desnaturalizándose?

Solían reunirse los jóvenes en el estudio de Dionisio, tendido de seda negra, atravesado por un biombo filipino, dos camas turcas, alfombras persas, mesas bajas, dizque chinas y un piano en el que Blas tocaba, como Dios le daba a entender, algunas piezas de Debussy y Ravel. Ferrís, que era negado para la música, mostró entusiasmo por la Pavana y La catedral sumergida. Dionisio solía vestirse con un precioso kimono negro bordado con flores brillantes, doradas, rosas y verdes, que había sustraído a su madre. Contra lo que pudiera suponerse eran sobrios, dejando aparte el sudamericano que solía emborracharse, a solas, en su casa, cada noche con tal de no oír a su mujer, por no hablar de su gusto natural por el whisky.

Los primeros escarceos amorosos de Paco Ferrís fueron con una criada de sus tíos, sin mayores dificultades; debido al dinero no hubo favor que no tuviese, aunque bajo, su precio. No pasaron de roces, masturbaciones entre los pechos de la doméstica, que los tenía abundantes, y tentarrujeos repetidos. Así descubrió el hombrecillo cosas insospechadas. Por ejemplo: la menstruación de la que no tenía cabal idea y que le produjo auténtica repugnancia debido, entre otras cosas, al poco cuidado de la Rosario que se contentaba con llevar, esos días luneros, unas enaguas de tela de saco que lavaba con frecuencia. Ni qué decir tiene que de coito ni se hablaba ya que quedaba, para la moza, reservado para uno de su pueblo el día que coyundeara. Paco llegó a preguntarse, en serio, si le gustaban las mujeres. Dionisio le dio a leer algunos relatos eróticos que le produjeron mayor confusión.

Publicó por entonces el doctor Marañón su Evolución de la sexualidad y los estados intersexuales que pasaron a ser la Biblia del pintor, que tenía nociones de Sade, Gide y algunos surrealistas.42

–Si todos tenemos dos sexos, más o menos desarrollados, no veo por qué constreñirnos a uno solo. Es una aberración. De ahí la superioridad de los griegos. No seas tonto. Un hombre bien vale una mujer y el tacto, bien amaestrado, se satisface tanto con uno como con otro. La inversión – ¿qué tal sonaría esta palabrita a nuestros padres?– es absolutamente natural. No es vicio. Viciosos o viciosas, como quieras llamarlo, solo pueden serlo las mujeres. Es el único remedio que les queda aun a las más inteligentes, como lo ha visto muy bien Marañón: o se quedan bobas con la maternidad, o imbéciles e insatisfechas con la infecundidad. Que el homosexualismo está mal visto no es más que la prueba de que la humanidad es incapaz, desde hace siglos, de dar un paso adelante. Si no por la misma razón debieran perseguir a los calvos o a los zurdos.

–Yo soy zurdo –dijo Paco, sonriendo.

–Comprendes, lo que cambia es la forma, en el fondo todo sigue igual desde el principio de los principios. Siempre hubo hombres, mujeres, hombres-mujeres, mujeres-hombres: imbéciles, inteligentes, imbéciles-inteligentes, inteligentes-imbéciles. Tú y yo nos vamos a entender muy bien.

–Nos entendemos muy bien: es decir, hasta cierto punto, del que no se puede pasar.

–Ya veremos –dijo Dionisio.

Lo intentó. A Paco Ferrís no le produjo ninguna impresión. Blas sintió unos celos feroces. Paco le miró con sorpresa:

–Si le da gusto, ¿a mí que más me da?

–Pero tú... –le gritó descompuesto el afeminado.

–¿Yo? A mí no me interesa.

Surgió Clemencia, ya en Madrid; que Paco decidió estudiar Filosofía y Letras, cosa que no podía hacer en Valencia. Dionisio le dio cartas para varios amigos suyos, pintores en su mayoría. A Paco Ferrís le hicieron poca gracia y ligó más a gusto con algunos escritores que se solían reunir en la Granja del Henar: Sénder, Sánchez Ventura, Díaz Fernández, Arderiús.43 Allí conoció a Clemencia Velasco. Grande, gorda, fea, joven, como es natural en total ruptura de bando con su familia palentina. Le gustaba montar a caballo, la esgrima, escribir versos al estilo popular de Gil Vicente según la forma –que en otros venía a fórmula– en que lo hacían García Lorca y Rafael Alberti. «No es mala del todo», decían sus mejores amigos. Publicaba aquí y allá sus cancioncillas. Diose cuenta rápidamente de la situación (Paco trajo a la reunión a un joven pintor, Santiago Marco, que todos sabían invertido) y decidió obrar con la prisa que las circunstancias reclamaban, por lo menos para ella.

Tenía algún dinero que, a la fuerza de la ley, siendo medio huérfana, le enviaba su familia. Poco, pero suficiente para vivir en un pisillo de la calle de Velázquez –que había sido parte de la portería–, que no arreglaba de ninguna manera porque entre otras cosas no le importaba demasiado la limpieza ni la buena vida.

–Sí, cómo no, engordo como una vaca.

Se había acostumbrado a tomar solo cafés con leche; eso sí, a todas horas. Lo que le gustaba era Paco, por inteligente, chiquito, grácil.

–Tamarrizquito, ven aquí –le decía.

Un sofá, una mesa coja, dos sillas, un armario que nunca pudo cerrarse del todo, una palangana en un tocador con laja de mármol blanco bien rota en medio, formaban su mobiliario. Tres platos, dos vasos y otras tantas, o tan pocas, cacerolas; un cazo, unas botellas, en la cocina, y dos trapos cochinos que hacían juego con un par de toallas; era todo.

Su ajuar se componía de tres trajes y dos pares de zapatos. Muchos libros –en francés, en inglés– por todas partes y párese de contar porque la alfombra hacía tiempo que había dejado de merecer su nombre, desflecada y con agujeros que dejaban al descubierto unas duelas en las que sobresalían carcomidos nudos de las más diversas formas.

Clemencia atrajo a Paco sin complicaciones ni contemplaciones y el joven escritor vio de pronto el cielo abierto –es una imagen–, un poco en forma de avalancha, de golfo, de prado de altas hierbas. Clemencia fue madre, amante, esposa, hija, tía, sobrina, madrina, cocinera –mala, pero cocinera–. Lo envolvió en algodones y hasta aprendió a hacer huevos fritos como le gustaban al mancebo: muy hechos.

La guerra los llevó de la mano a la Alianza de Intelectuales Antifascistas.44 De ahí pasó Paco Ferrís a la 11.ª división, con Herrera Petere y su mujer –una niña rubia, preciosa–, Juan Paredes, Miguel Hernández, Martínez de León, el dibujante de toros, tan chirigotero. Hacían, entre todos, el periódico de la división.45 Se reunían en una casa de la calle de Lista –frente al edificio que albergaba la jefatura del V Cuerpo de Ejército, mandado por Modesto–.46 Los cuarteles estaban en la Ciudad Lineal.47 Por ahí aparecían, de cuando en cuando, Rafael Alberti y María Teresa León, su mujer, que hacían teatro en el de la Zarzuela.

A principios de 1938, la 11.ª pasó a Cataluña; no Paco Ferrís, por entonces enfermo de pulmonía. Fueron algunos a despedirse de él en el hospital con un cordial y rutinario:

–No tardes.

Ninguno pensaba que no se volverían a ver. Los «nacionales», el cuerpo de ejército legionario que mandaba el general Gambara, alcanzaron el 7 de abril el vértice Tornell desde el que divisaron al Mediterráneo, donde llegaron el 15. Quedó España más partida.48 Ese mismo día sacó Clemencia a Ferrís del hospital y se lo llevó a su cuchitril. Un mes después lo destinaron al Comisariado del Ejército de Levante. Así fue Ferrís a parar a Náquera, a las órdenes de Carranque, comisario político y ayudante de Ortega, Comisario General del Ejército. Clemencia se le reunió a los dos días; no se fiaba de nada ni de nadie. La vida era tranquila, la comida suficiente, el tiempo espléndido. Ferrís se repuso totalmente y pensó en empezar a escribir una novela.

Una mañana de noviembre de 1938 se presentó su tío, Gonzalo Muñoz. Encontró la casa, se quedó sorprendido al ver a Clemencia, a la que confundió con una posible sirvienta. La mujer se dio cuenta, le dio cuerda, más o menos divertida.

–¿No está?

–¿Quién?

El bueno del tío se quedó en el aire, no sabía qué palabra emplear. Por fin se decidió:

–El señor... Paco Ferrís. Es mi sobrino.

Que Paco tuviera familia a mano asombró a Clemencia y más que se tratara de aquel tío ordinario. Él nunca le había hablado de su pasado ni ella indagó. Entre otras cosas porque le tenía absolutamente sin cuidado.

–No. ¿Qué quería?

–Verle, claro.

–Está en el Estado Mayor.

Gonzalo le daba vueltas a su sombrero.

–¿Está bien?

–Sí.

–¿Del todo?

–Sí. Salió hecho un pimpollo.

–Salió... ¿de qué?

–De una pulmonía.

–Ah. ¿Y ya está bien?

–Completamente.

–¿Y qué hace?

–Está en el Comisariado.

–Ya me enteré. Por eso vine.

–Ah.

–¿Y dónde está el Estado Mayor?

–No se lo puedo decir.

–Usted... ¿le atiende?

–En lo que puedo.

–Me alegro.

Ferrís, al poco de llegar a Madrid y liarse con Clemencia, rompió todo vínculo familiar, entre otras cosas –aunque no lo pensara– porque no lo necesitaba ya económicamente. Su amantísima le proveía de lo necesario y sus colaboraciones en revistas y periódicos (así las firmara con muy variados nombres para resguardar el suyo, llamado a altos destinos) le daban para no quedar mal en el café. Había decidido que nada tenía que ver con la industria zapatera, con Almansa, sus padres, sus hermanas, la historia, el pasado. Para ser escritor, y bueno, tenía que surgir de la nada. Añadíase el desprecio: había dado –iba de descubrimiento en descubrimiento– en que era inteligente. Clemencia le empujaba hacia las cimas. Leía mucho de lo que se tenía por mejor y no se asombraba; esto –se decía– lo podía haber escrito yo. Lo malo que, cuando se enfrentaba a las cuartillas –como no fuera para algo preciso y urgente–, no se le ocurría nada de provecho. Partía del supuesto, para él esencial, de que la literatura era expresión de disconformidad entre el mundo y el escritor. La cuestión era averiguar en qué consistía, y, aunque lo tenía en la mente y aun en el pecho, no daba con ella.

–Metieron a tu tía en la cárcel.

–Por algo sería.

–Nada serio: la acusan de guardar billetes de numeración atrasada.

–Como recomienda la radio de Burgos.

–No lo sé. Tal vez.

–¿Entonces?

Con un voluntario tono hiriente en la pregunta.

–¿No puedes hacer nada?

–No puedo. Y aunque pudiera no lo haría.

El pobre hombre no sabía qué decir y menos qué pensar.

–Mire: a mí no me importan nada ni usted ni su mujer. Además, no se preocupe, no le va a pasar nada. Ya no fusilan a nadie. La van a soltar.

–¿Estás seguro?

–Absolutamente. No nosotros: ellos.

–¿Quiénes ellos?

–Los de Burgos. Hemos perdido. No me diga que no lo sabe.

–Puedes venir a casa cuando quieras. Allí nadie te molestará.

–No pienso hacerlo.

–No creas que hagamos responsable a nadie de lo que le pasó a tu padre.

Ferrís no aguantó más:

–Váyase y déjeme en paz.

A su padre, a los seis meses de guerra, lo habían paseado, en Albacete, donde se creía seguro en casa de un amigo. Paco Ferrís se enteró mucho más tarde y quiso adargarse pensando que no le importaba. Llegó a echarse la culpa de tanto distanciarse del asunto: ¿qué tengo que ver?, nadie me dijo nada. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía haber hecho? No hubiese hecho nada. Se lo merecía. ¿Se lo merecía? De derechas, desde luego, ¿qué más?, ¿qué le importaba?, ¿no había roto con su familia? No tenía nada que ver con el pasado. Ni con el futuro.

Al llegar Templado a Náquera, tuvieron grandes conversaciones. Se conocían de Madrid. El médico se extrañó:

–¿Cómo te metiste en esto?

–No lo sé: de pronto juzgué que era intolerable que los militares decidieran, por las buenas, de la vida de uno. Dije, no. Y me presenté en el Quinto Regimiento.49

–Clemencia –callando– no era extraña al hecho.

En aquellos días de marzo, muertos, no había qué hacer. Horas extrañas: ¿qué iba a pasar?, ¿a dónde irían a parar?

Los soldados rodeaban Náquera, sabiendo que allí había «jefes»; se iban por otros caminos llenando las carreteras, hacia Valencia, las calles de la capital levantina estaban atestadas de desertores, todavía con armas. Iban, venían sin saber a qué atenerse. Emplazaban cañones y tanques o, mejor, los dejaban abandonados en las orillas del Turia.

–¿Comprendes? Lo triste es que somos unos y nos importan los demás. Bueno, digo lo triste, desde tu punto de vista. Desde el mío... Yo soy yo y tanto me da lo que tú pienses. Pero tú quisieras saber lo que pienso de ti, y no pienso sino de mí. Uno solo puede pensar de sí y con ese parecer andar por el mundo: a ciegas, claro está. Y de topadas, descabezazos, quiebros y quiebras y requiebros está el universo lleno.

Ferrís calló mirando hundirse el día.

–¡Si a uno pudiese, de verdad, importarle únicamente su parecer y voluntad! Pero, ca. Lo que quiere el hombre es señorear. Y a eso llaman ética.

–¿Y el amor?

–Eso viene después, si viene, puro adorno. Pero las fundaciones, Templado, no se hacen con jeribeques. Contentarse con sus propios sentimientos no puede ser hijo más que de la conciencia de la propia superioridad. Por eso el estoicismo es una filosofía aristocrática.

–¿Y tú eres estoico?

–Por lo menos aristocrático.

–¿Por eso has hecho la guerra con nosotros?

–Naturalmente.

–Me das lástima.

–Nadie es digno de lástima, porque la lástima es un sentimiento turbio y bajo. No se puede sentir lástima, si es que a tanto te rebajas, más que por los que la tienen por lo que sea. Las cosas se remedian y si no se puede, se abandonan.

–Para un filósofo de tu especie, no está mal recordarte que «nada le sienta al hombre mejor que la grandeza de los sentimientos», según tu Séneca.

–Todo es cuestión de lo que se entienda por sentimiento.

–Para ti: ¡muerte o soberanía!

–Esa noción de muerte y soberanía solo se desencadena tres veces en la historia española: Séneca, Quevedo y el 98.

–¿El 98? No fastidies. Si dijeras Goya...

–No digo Goya porque no hablo de sentimientos, sino de dignidad.

–Que no es un sentimiento...

–No. Es una manera de enfrentarse a la vida. El español es estoico por dignidad personal; porque sufre mengua al solicitar o usar apoyo de quien sea. Y la soledad no nace de su misoginismo sino de la gallardía. Séneca y Cristo son poco más o menos contemporáneos, sus influencias contradictorias han influido en España: tan importantes son para el conocimiento del español el uno como el otro. Séneca crece derecho desde Córdoba y Cristo viene con el aire de Levante. El uno, árbol, y el otro viento, o la música: la música que no se puede ir a otra parte, que diría Bergamín.

–¿Y tú crees de verdad que Séneca era español?

–A menos que Córdoba esté en la luna.

–Era Roma. De verdad: debieras estar con los de enfrente. En el fondo eres falangista.

–Lo que sucede es que los de enfrente no son falangistas, sino banqueros y militares; y fabricantes de zapatos.50

Julián Templado mira con extrañeza a Ferrís, lo ignoraba así. Salía Clemencia con los diarios huevos fritos, que olían a gloria.

–«Terrible lugar es este para no comer carne que aun un huevo fresco jamás hay.» Lo digo yo porque lo dijo Santa Teresa. Y nunca mintió. La comida como la paz nunca hay que verla desde demasiado cerca. Por algo Fray Luis la compara al cielo: inmóvil. ¡Sí, sí!, fíate. Y, además, créeme: el cenar es costumbre bárbara y por eso hay tantos equívocos entre el almorzar y el comer, que los unos suponen al mediodía y otros por la noche. Lo trae el levantarse temprano y la culpa del sol; el español decente nunca desayuna, que no es menester, somos de hora nocturna y conviene dormir de día; quita las ganas de comer, y no sienta bien el alimento tan cerca del sueño. Y para ahorrar palabras –que suelen dar hambre–: no está bien levantarse antes de las doce. Almorzar: aire del aire; comer es otra cosa. Vamos allá.

No hubo gran cosa y menos para el paladar. Acabaron en un quítame allá esas pajas con los nabos y las acelgas.

Siguieron hablando sentados en el poyo de la terraza, con la luz titilante y rectangular de la puerta en el suelo. Noche fresca, viento leve, oscuridad campesina.

Campo de los almendros

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