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2. Temas y desarrollo narrativo de Campo cerrado
ОглавлениеEl tema de la guerra civil ya lo había tratado Aub en su relato El Cojo (1938), pero esta es la primera novela que dedica al conflicto. De la lectura de la obra, se desprende claramente que Aub ha querido explicarse y explicarnos el estallido bélico como una consecuencia de una cadena de sucesos y conmociones políticas, por una parte, y por otra, como el resultado de una cierta imprevisión o miopía que impidió a los que luego serían sus víctimas darse cuenta de cómo la situación iba llevándoles hacia un callejón sin salida. Tal vez por eso Aub inicia el vasto proyecto novelístico con un episodio de intención simbólica. Describe una fiesta de remotos orígenes y todavía viva en la cultura popular de lugares como Viver de las Aguas, en la provincia de Castellón: el toro de fuego. Este animal, portando sobre sus cuernos unas bolas de pez y resina encendidas, corre durante la noche por las calles previamente cercadas del pueblo, presa del pánico que le produce el fuego del que es portador y sin poder hallar salida a su laberíntico encierro. A la madrugada, ya exhausto, el toro muere víctima de los arteros ataques de la multitud y la fiesta termina.
Esta fiesta tiene un origen ritual, y es una supervivencia de las antiguas mitologías, una viva reliquia del rito mágico solar de las civilizaciones mediterráneas, en que el toro, símbolo de la divinidad solar, corre durante la noche para mantener viva la luz del sol durante su ocultación, su «bajada a los infiernos». Este rito, que desde su origen en Mesopotamia se extiende a Creta y a Grecia, difundiéndose luego por el resto del Mediterráneo, se celebraba originariamente en marzo-abril y en septiembre-octubre, fecha esta última que coincide con la celebración de Viver. La relación del toro con el laberinto nos la ofrece R. F. Willetts: «Since the sun was conceived as a bull, it seems likely that the Labyrinth of Knossos was an arena or orchestra of solar pattern designed for the performance of a mimetic dance in which a dancer masqueraded as a bull and represented the movement of the sun».9 Y poco después añade: «The Labyrinth built by Dedalos was recognized in Antiquity as an imitation of the Egyptian Labyrinth, which, in turn, was generally believed to be sacred to the sun» (103). El mismo dios-toro aparece en la religión de los fenicios, también relacionado con el año solar. Y en las monedas de Knossos aparece la figura del Minotauro, y de un sol o de una estrella en su lugar. Más adelante, en la novela Campo de sangre, el personaje Don Leandro el archivero, comentando los orígenes histórico-mitológicos de Teruel, hablará del toro coronado por una estrella que, indudablemente, está relacionado con el toro de fuego de Viver.
La importancia de este episodio en la organización estructural de su proyectada pentalogía, y el valor simbólico al que nos hemos referido, están subrayados no solo por el hecho de ocupar el primer capítulo de la primera novela de la serie, sino porque las referencias e imágenes laberínticas se suceden a lo largo de toda la serie, y, evidentemente, ocupan de nuevo las últimas páginas de la última novela, Campo de los almendros, en las que se vuelve a Viver, y al toro de fuego.
Igualmente significativo de la idea original de Aub es que el primer protagonista de El laberinto mágico sea un hombre del pueblo, un obrero y no un intelectual o un artista, como lo serán los personajes más importantes de las demás novelas, en las que, además, ninguno de ellos alcanzará el rol dominante que Rafael López Serrador tiene en Campo cerrado. Y notable es también que el narrador le siga desde su infancia, con intención evidente de ejemplificar en él a los individuos de la clase obrera –nótese que la novelita escrita el año anterior, El cojo, había tenido como protagonista a un campesino andaluz– para ofrecernos así una imagen de lo que pudo ser el conflicto para estas gentes que fueron su «carne de cañón», sus héroes populares y a la vez sus chivos expiatorios, y de la mezcla de entendimiento e inconsciencia con que fueron arrastrados al conflicto por quienes, de uno y otro bando, tomaban las decisiones. Evidente nos parece también que hay aquí un intento de entender sus espontáneas reacciones ante lo ya inevitable.
Entretejida, pues, con la narración laberíntica, el narrador nos ofrece la historia de Rafael López Serrador, al que el lector conoce al mismo tiempo que sigue el relato de los diferentes aspectos de la celebración del toro de fuego, y supeditando, durante el primer capítulo, el conocimiento del personaje a la descripción del rito, de tal manera que queden ya para siempre íntimamente ligados el uno con el otro. De este modo el desarrollo de la vida de Rafael, tanto en las breves referencias a su infancia y escolarización primaria, como en los sucesivos cambios de su vida laboral y en sus traslados de Viver a Castellón, y de Castellón a Barcelona, resulta, a imagen y semejanza del rito, una mezcla de voluntariedad y de ceguera imprevisora, también patente en sus relaciones personales y sentimentales. No es, por otra parte, un personaje que el narrador haya querido presentarnos tomando distancias, viéndolo actuar exclusivamente desde fuera, a la manera de los relatos conductistas.
El narrador, omnisciente, aunque focalizando preferentemente el relato en la perspectiva de Rafael, va dando cuenta –como un telón de fondo que periódicamente reaparece– de los acontecimientos políticos que se van produciendo en el país y respecto a los que, al principio, el personaje parece inconsciente o indiferente, aunque – intencionalmente– haya concordancias secretas entre los episodios de la vida del personaje y los eventos históricos. Así, Serrador, para librarse de la tiranía que ejerce sobre él una pareja de guardias civiles en Castellón, huye a Barcelona. Y este suceso se hace coincidir con el declive de la Dictadura de Primo de Rivera en 1929. Su asistencia a las clases nocturnas organizadas por la Diputación, y el consiguiente despertar a la cultura, sucede al tiempo de la breve dictadura de Berenguer. Su cambio de pensión y su transformación de dependiente de un taller de joyería en obrero de un taller de niquelado, que implican la pérdida de su primera novia, frustrada por el cambio de clase de Serrador, coinciden con la proclamación de la República. Mientras, el narrador va siguiendo en el relato las preocupaciones del protagonista, sus intentos de entender la vida y la sociedad que le rodea, y sus búsquedas y tanteos tras de un sentido para su propia existencia. A diferencia del personaje campesino protagonista de El cojo, puramente instintivo, Rafael va acumulando conocimientos y tanteando respuestas a sus inquietudes a través de su gusto temprano por la lectura, y de la orientación que le puede ofrecer luego en Barcelona la frecuentación de los ateneos libertarios, de bibliotecas y de libreros de ocasión. Más adelante podrá contrastar estos conocimientos adquiridos en los ambientes de la cultura obrera e izquierdista por su relación con las tertulias de café frecuentadas por un grupo de intelectuales entre los que figuran activistas de la naciente Falange barcelonesa.
Pero, como corresponde a sus lagunas y carencias, la mayoría de sus gestos, acciones o inhibiciones son impulsivas y dictadas por la desorientación y la duda unas veces, otras por la inercia y el confuso complejo de inferioridad ante los intelectuales a los que ve expresarse y dictaminar con absoluto convencimiento acerca de cuestiones sobre las que él no se atrevería ni a opinar en público.
El lector observará que la atención del narrador, centrada exclusivamente en Serrador durante las dos primeras etapas de su vida, la de Viver y la de Castellón –que ocupan sendos capítulos de la primera parte– y la breve etapa de su viaje y traslado a Barcelona –que ocupa el tercer y último capítulo de la primera parte–, se va dispersando en los capítulos de la segunda parte, durante los cuales se intensifica su función de testigo y observador de toda una galería de personajes: en el primero –«El Paralelo»– de la clase obrera con los que se relaciona en su trabajo y sus asuetos y en la pensión en la que se aloja. Todas estas presencias –contrastadas por la de su patrón en el taller de joyería– contribuyen a su primera tentativa de integración en los movimientos de la clase obrera, que se salda con la pérdida de su primer empleo y su primer gesto violento. En el segundo –«El Oro del Rhin»– empieza a alternar estas relaciones – particularmente de gentes relacionadas con el anarquismo y comunistas– con las de las tertulias de intelectuales, a las que le llevan un par de obreros desclasados que se han aficionado a la Falange, atraídos por la fachada sindicalista, anticapitalista y anticatalanista con la que se presentaban a los obreros de Barcelona de reciente inmigración. El momento en que Serrador deriva hacia la órbita de este grupo se produce después del paso del ecuador narrativo, que se sitúa en la mitad del capítulo, cuando intenta poner sobre el papel los resultados de una especie de examen de conciencia. Esboza una síntesis de su situación existencial partiendo, cartesiano a sabiendas, «de cero». Se hace cuatro preguntas: ¿Qué soy? ¿Con quién estoy? ¿Qué he sido? y ¿Qué debo hacer?, y a las cuatro intenta responder. Pero el gesto final de hacer pedazos los papeles tan laboriosamente pergeñados, y reducir luego todo a dos simples preguntas y dos escuetas respuestas (¿Qué justifica mi vida? y ¿Qué merece que la sacrifique?, respondidas con una simple proclama de amor a la humanidad) evidencian el estado de inquietud confusa en que el personaje se debate.
Los planteamientos ideológicos y las discusiones de las que, a partir de esta encrucijada, Serrador es más espectador y asombrado testigo que partícipe responden ya a lo que pudieron ser los debates reales en los que el propio Max Aub participó en esos años en que la Segunda República iba enredándose en sus propias vacilaciones e inconsecuencias, y tropezando con todos los obstáculos que, arteramente, las fuerzas del antiguo régimen colocaban en su camino, amparándose precisamente en los derechos constitucionales que la República había hecho posibles en el país. Las actitudes y los enfrentamientos entre los intelectuales y los miembros de las diferentes capas de la burguesía se van acentuando y polarizando cada vez más –capítulo tercero de la segunda parte: «Prat de Llobregat»–, y la introducción del desorden callejero y las reacciones de las fuerzas del orden, excesivas unas veces y otras inoperantes, que se van agudizando durante el bienio en que la coalición de las derechas vuelve a dirigir el país, van marcando con su presencia cada vez más ominosa estos devaneos y este callejeo en los que se ve envuelto Serrador. Todo le llevará a colaborar en los preparativos de la rebelión, hasta desembocar, en la tercera y última parte, en la minuciosa y precisa descripción de los acontecimientos que tuvieron lugar desde la noche del 17 al 18 de julio en Barcelona, hasta el desenlace –el fracaso de la rebelión–. En esta parte, Serrador pasa sucesivamente de ser una especie de «zombi» enviado a una misión de enlace por los falangistas, a observador inerte del combate en las calles del lado de los obreros y sindicalistas que se enfrentan a los sublevados, y de observador a partícipe contagiado del entusiasmo popular, poseído por la sensación de que el velo que le impedía ver la realidad se rasgaba en la acción directa y se hacía finalmente la luz en su confusión. Las secuelas inmediatas en una ciudad entregada a la anarquía popular están narradas en la primera sección –«Noche»– de un «Colmo» dividido en dos capítulos. Pero la novela está escrita a los pocos meses del fin de la guerra, y el narrador añade a modo de epílogo un segundo y escueto elenco titulado «Muerte», y que es simplemente un inventario de los destinos de sus «personajes y personajillos» tal y como se la cuentan al narrador «hoy, 17 de agosto de 1939». Cuando Aub redactó su prólogo y editó su novela no quiso modificar esos datos, aunque evidentemente debía ya saber que, por ejemplo, en los campos de concentración franceses ya no había nadie, o que Companys ya no estaba en Francia sino que, entregado por Pétain a Franco, había sido fusilado en Barcelona.
A pesar de su confusa andadura desde la ignorancia hasta la final revelación, a lo largo de su marcha a tientas, el personaje Serrador tiene vislumbres de lucidez, particularmente en la encrucijada reflexiva a la que hemos hecho ya referencia, y en la que, a fin de cuentas, viene a resolver sus inquietudes orientándose hacia un sentido solidario de la existencia, que está, por otra parte, relacionado con ciertas reacciones viscerales que le impulsan a cometer actos violentos. En efecto, las víctimas de sus ataques son modélicas representantes de actitudes insolidarias, como son la traición y la delación o el abuso doloso de las ideas en una praxis totalmente egoísta.
Ese sentido solidario de la existencia que se va diseñando en él y que se va a manifestar en las acciones colectivas durante el 18 de julio en Barcelona, y que le empuja irremediablemente a identificarse con ellas, concuerda con la visión que de la existencia humana y del rol del individuo en la sociedad tenía el propio Aub, y sobre el que nos hemos extendido en anterior estudio.10 Esta visión se manifiesta básicamente en muchos de los personajes y se materializa en sus gestos, discursos y acciones a lo largo de su obra narrativa, pero solo al cotejar estos elementos del mundo ficcional con los ensayos sociopolíticos del propio Aub nos parece lícito relacionar a determinadas criaturas suyas con su creador, tanto más cuanto que, en repetidas ocasiones, Aub ha descrito la labor creadora como un gesto semejante al del Génesis –«y los hizo a su imagen y semejanza»–, si bien esa imagen es resultado de una peregrinación a través de un laberinto de espejos que produce multiplicaciones, fusiones y confusiones.
Ya hemos visto que la pregunta existencial que se hace Serrador en su examen es «¿Con quién estoy?»,11 por la que se plantea la cuestión de su existencia dentro del espacio social, en su relación con los demás humanos. La pregunta responde a la necesidad imperativa de comunicación, que es sin duda la primera del impulso a la trascendencia, y que se encarna en diversas manifestaciones idealmente óptimas, como la amistad y el amor. Estas fuerzan al individuo a superarse y salir de sí mismo en un afán de identificación con la persona admirada o amada. Pero resulta evidente en la conducta de los personajes que esta situación privilegiada, salvo en momentos excepcionales, no se logra realizar satisfactoriamente, y que, a veces, los personajes aparecen más entregados a la producción de sus monólogos, aprovechando los resquicios que las palabras ajenas les dejan para proseguir con ellos, como si parecieran sordos a lo que los otros dialogantes manifiestan. Paradójicamente, los momentos de fraternidad y de verdadera comunión suelen producirse cuando las palabras están silenciadas o reducidas a las expresiones más espontáneas –interjecciones, voces de ánimo o de mando– porque las situaciones de peligro, agresión o pasión que afectan a los participantes hacen que estos se sientan profundamente unidos. Y que el sentimiento de la amistad auténtica, el gozo de la unión amorosa, la exaltación de la fraternidad humana, se forma en una comunidad de silencios, provocados por una comunidad de sensaciones, sentimientos y pasiones.
Por el contrario, los personajes parecen más desamparados y perdidos cuanto más solitarios e insolidarios se sienten, como vemos en el caso del personaje central – Serrador– o de otros personajes secundarios como la delatora o el agente doble a quien los falangistas dan muerte en vísperas de la rebelión. Y su única salida en situaciones de soledad es echarse a la calle en busca de calor humano o iniciar un diálogo ante el espejo. Aub ha hablado también del «espejo blanco» que constituye el papel para quien busca dialogar consigo mismo a través de la escritura.
Y el sentimiento de la amistad humana resultante de la convivencia y las experiencias comunes acaba pesando más en la conciencia de los personajes –como en la de su creador– que las exigencias y consignas derivadas de la ideología, incluso en tiempo de crisis como es la guerra civil. Y así, del mismo modo que Serrador mira hacia otro lado cuando ve salir del Hotel Colón a su amigo falangista, Salomar, quien intenta huir confundiéndose con la multitud de los vencedores, Max Aub hubo de protagonizar intervenciones en favor de amigos suyos implicados en la rebelión y por los que tuvo que responder ante los correligionarios que le exigieron cuentas. Sin rebozo manifiesta sus preferencias en su carta a Roy Temple House: «Creo, además, en la amistad. Me repugnan esas personas para quienes lo político priva lo personal. Mientras los seres respeten las leyes humanas, mi deseo, tal vez incumplido, es poder seguir diciendo: mi amigo Malraux, mi amigo Ehrenburg, mi amigo Hemingway, mi amigo Medina, mi amigo Regler, mi amigo Marinello. La revolución al precio de abandonar lo humano, no vale la pena».12
En otras palabras, Aub considera compatibles los sentimientos comunes con la diversidad de las opiniones. Y sus personajes son a menudo así: para ellos la amistad implica comprensión y generosidad. Unidos en el ámbito sentimental, sin razón ni justificación mayor que la de ser así las cosas. Por eso los personajes no confunden a los colegas y a los correligionarios con los amigos. Cuando Serrador se siente integrado con los obreros de Barcelona en la mañana del 19 de julio, siente que ha abandonado definitivamente su soledad («estar de acuerdo conmigo mismo es estar solo») por la fraternidad, la solidaridad. Estas nacen con una comunidad de acción. Pero los amigos siguen siendo otra cosa, y de ahí su actitud ante la huida de Salomar, vencido.
Esta percepción de que la vida individual se potencia y se justifica en la vida colectiva y en las actividades para las que los individuos se agrupan, estimulándose mutuamente hacia unos objetivos comunes, le viene a Aub indudablemente de su captación de la doctrina unanimista, que había conocido muy tempranamente, a través de la lectura de la novela de Jules Romains, Mort de quelqu’un, que le causaría una fuerte impresión.13 La doctrina unanimista está sucintamente resumida en un texto teórico de Romains, aparecido poco después.14 En ella se afirma la creencia de que la realidad psíquica no es un archipiélago de soledades, idea cardinal del unanimismo, y esa idea es la que subyace en esos sentimientos de grupo, tal como empiezan a manifestarse en poemas aubianos, o, por contraste, en la derrota de personajes empecinados en sus soledades como el héroe de su Luis Álvarez Petreña (1934). Pero es en El cojo (1938) y luego en Campo cerrado donde –tras las experiencias de la República y de la guerra civil– empieza a manifestarse abiertamente, y funciona como antídoto para los personajes del Laberinto en las horas de pesimismo y de caída en el aislamiento o la soledad. Como afirma Romains: «Les individus [...] sont saisis dans une condensation d’unanime qui a ses limites et ses pouvoirs propres, dans une ébauche d’individualité plus extensive que la leur, qui est celle du groupe. Et tout leur psychisme en subira, plus ou moins obscurément, sa loi» (168). Dentro de este contexto, adquieren mayor transparencia las opiniones que muchos de los personajes expresan sobre ideas y principios como libertad, justicia, igualdad, o sus valoraciones sobre los problemas –o dilemas– que plantea la pareja de opuestos veracidad/mendacidad.
Así veremos cómo se desarrollan a lo largo del Laberinto las disensiones entre los anarquistas y los comunistas, ya desde Campo cerrado. Véase, por ejemplo, el diálogo entre Serrador y el comunista Espinosa, en parte II, capítulo 2. Y frente a ambos, la opinión del falangista Salomar, al final del mismo capítulo, para quien resulta imposible gobernar el mundo sentimentalmente, y que opone a la igualdad la jerarquía, y a la libertad, la disciplina, con un manifiesto desprecio de la fraternidad, sobre la que no cree que nadie se haya hecho nunca ilusiones.
Y contrástense estas opiniones de los personajes con las de su autor en 1949: «No es difícil discernir lo que preferiríamos: una vida donde se pudieran conjugar la libertad y la igualdad. Mas la historia reciente nos ha demostrado que, a lo que parece, son incompatibles por ahora».15
Por lo que respecta a las cuestiones en torno al problema de la verdad, ya planteadas por el personaje en crisis de Luis Álvarez Petreña en 1934, y la conculcación de esta en nombre de la eficacia, particularmente en la política, el personaje de Serrador se lo plantea en su encrucijada meditativa, por medio de un largo diálogo consigo mismo. Le preocupa especialmente la relación de ese dilema con lo que a él más le importa: la realización de la justicia, el acceso a un mundo justo. Por otra parte, ya se verá cómo las formas prácticas de la mentira, como la delación, que ya ocupa secuencias importantes en Campo cerrado, van a acentuar progresivamente su presencia en las novelas siguientes hasta dominar, en torno a la traición, todo el espacio novelesco de Campo del moro. Pero ya en Campo cerrado se lee esta afirmación del comunista Espinosa, que considera inútil el crimen de Serrador, asesinando a la delatora que ha causado la muerte de un compañero anarquista: «Siempre se es traidor de alguien. No iba a quedar nadie, a fuerza de emparejar». El hecho, bastante claro, de la creciente motivación de Aub como víctima personal de la delación y la traición, hace todavía más clarividente su postura no sectaria, que le distancia de las afirmaciones de Jean-Paul Sartre: «Cualquiera que sean las circunstancias, y en el lugar que sea, un hombre es siempre libre de escoger si será o no un traidor».16
El debate entre los derechos del individuo y los de la comunidad, entre la libertad y la justicia, entre la ética y la estética, se polariza en posiciones extremas que protagonizan en esta y otras novelas de Aub muchos de sus personajes. Por parte de su creador, es evidente que su formación particularmente rigurosa y su larga experiencia como hombre de partido hacen de él un hombre situado en la encrucijada de la ética y la estética. Mientras el Aub pensador en sus ensayos –y particularmente en «El falso dilema», que, en su propia opinión, es la síntesis de todos los demás– propone una solución que concilie en la praxis lo aparentemente inconciliable,17 en su obra literaria sus personajes se debaten sin alcanzar en ningún momento esa claridad de opción.
Otro de los problemas que a lo largo del Laberinto se van a plantear repetidas veces sus protagonistas intelectuales es el de su actitud frente a la realidad sociopolítica de su tiempo, y especialmente en los momentos de enfrentamiento bélico. Dentro del mundo en conflicto en el que los personajes del Laberinto se encuentran situados, el apoliticismo y la inhibición se nos ofrecen como absurdos, pero no por ello menos reales. Ya en Campo cerrado aparece, con el personaje de Lledó, el primero18 de una serie de intelectuales que, ante la tragedia, se inhiben, numantinamente instalados en una defensa de su visión, según la cual, para ellos no hay más política que la literaria. Es evidente que esta fue una de las preocupaciones dominantes entre los intelectuales durante la guerra, como lo demuestra la abundante presencia de personajes de este tipo en la literatura comprometida de estos años, en ambos bandos del conflicto.19 Pero los personajes aubianos no se limitan solo al estamento intelectual: las reacciones del pequeño burgués, del obrero, del rentista, frente a las cuestiones que para ellos plantea la política son objeto de enfrentadas manifestaciones en sus conversaciones. A lo largo de la segunda parte de la novela, este es uno de los motivos dominantes. Lo que parece evidente a todos ellos, como a su propio creador, es que en sus tiempos la política no tiene a la ética como fundamento de su praxis. Ahí se vuelve, de nuevo, al tema de la veracidad y la sinceridad. Y en cuanto a la efectividad en política, salvo los pacifistas, que son el objeto de las burlas en ambos bandos, todos parecen concordes en que en los tiempos que viven, lo que cuenta es la fuerza. El dilema entre la acción y la inactividad está resuelto apenas se plantea: no hay más camino hacia el poder que la acción. Y como dice el personaje anarquista González Cantos, compañero de Durruti: «Lo que importa en la lucha es ganar, como sea». El propio Serrador acaba esperándolo todo de un mundo de acciones heroicas, en el que se truecan los valores de los tiempos de paz, al extremo de escoger la violencia en lugar del trabajo como el camino hacia un mundo mejor, como predica el Anacoreta, uno de los personajes de esta novela.20
Otra cuestión dilemática, aparejada a la concepción del hombre como homo ludens, que se exalta al «jugársela», es la opción entre el fair play o el juego sucio en el combate, de la que ya en Campo cerrado tenemos ejemplos, aunque el más notable sea el que cierra la última parte, y que tiene como protagonista a un gigantón innominado a quien le parece juego sucio querer obtener información de un prisionero al que, de todas maneras, se va a ejecutar, y que opta por resolver el dilema expeditivamente.
En fin, sobre el papel de la revolución en la guerra, que tanto se plantearía en el bando republicano durante los años 36-38, ya hay alguna reflexión en Campo cerrado, y particularmente en la atinada observación de Walter, el suizo: «La revolución la deciden los jefes, la hace el pueblo, la consolida la burocracia». El personaje se refiere, por supuesto, a la nueva burocracia por ellos creada: «Sin eso, la burocracia acaba siempre merendando a los revolucionarios». A la luz de este fin de siglo, Walter parece optimista: a su aserto hoy nos parece que le sobra el «sin eso».
El lado sucio de la guerra se irá desarrollando en las sucesivas novelas del Laberinto. Aquí apenas se apuntan lo que serán blancos obsesivos del ciclo: la represión policial, la delación y la traición, las torturas físicas y morales, los padecimientos de la retaguardia inerme. Lo que no implica que, insistimos, el pacifismo sea visto, desde ambos lados, como «el más cruel de los engaños».21
Podría compararse la posición política del escritor, en su estrategia de motivaciones para la obra, con la que Kenneth Burke atribuía a Mannheim definiéndola como «documentary perspective on the subject of motives».22 En esa perspectiva, acepta no solo el desenmascaramiento –debunking– de los motivos burgueses, sino el contra-desenmascaramiento de ciertos motivos proletarios por parte de los burgueses, y que constituyen lo que la imaginación popular ha personificado en «el tío Paco con la rebaja». Hay que añadir que Aub transparenta una evidente simpatía por los motivos proletarios, aportando a ellos, de sus orígenes burgueses, el ideal de la libertad. Es este tercer frente socialista de alianza entre justicia y libertad el que representa Aub, y que caracteriza los aspectos políticos e históricos de su obra.
Queda una duda sobre la oportunidad de conceder tanto lugar a las cuestiones políticas en la obra literaria. Max Aub, consciente de esa objeción, que no es de ayer ni de hoy, ha querido salirle al paso con algunas observaciones pertinentes: «La política es poesía... el destino social de los hombres es materia tan trágica como la que más».23 Y en su carta ya citada a R. T. House explica: «Mientras el hombre ha podido creer que la libertad y la igualdad eran compatibles, ha escrito novelas. Cuando se ha convencido de la incompatibilidad se ha acogido al ensayo, que es, al fin y al cabo, una de las maneras de la propaganda. A nosotros, novelistas... solo nos queda dar cuenta de la hora en crónicas más o menos verídicas».24