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3 Maestro de armas
ОглавлениеA lo largo del reinado de Victoria de Inglaterra, Europa fue el centro del mundo civilizado. El recuerdo de las guerras de Napoleón dominaba la cultura militar de la época, lo que no era demasiado inteligente. Hubiera resultado mucho más productivo si los militares europeos de finales del siglo XIX hubieran prestado menos atención a los recuerdos de 1815 y bastante más a las experiencias de los ejércitos de Ulysses S. Grant y Robert E. Lee en el choque más decisivo del Nuevo Mundo. La Guerra de Secesión estadounidense enseñó lecciones tan dramáticas como importantes acerca del tipo de conflicto que podía esperarse cuando se enfrentaban sociedades industrializadas, si alguien se hubiera molestado en aprenderlas. Sin embargo, muchos soldados europeos se dejaban llevar por prejuicios irracionales acerca de la sociedad estadounidense, a la que consideraban infantiloide y degenerada, y creían que ninguna lección aprendida en América podía aplicarse a Europa.
En cambio, para los ciudadanos de Estados Unidos, la Guerra de Secesión constituyó el acontecimiento más importante de su historia. Nunca tuvieron generales tan brillantes como entonces; ningún comandante en jefe estadounidense de la Segunda Guerra Mundial podía presumir de tener el talento de un Lee, y es probable que tampoco de un Grant, y raro era el subordinado que podía compararse con «Stonewall» Jackson, Philip Sheridan, James Longstreet y otros generales de la Guerra de Secesión. A veces, hasta los propios estadounidenses olvidan que la nación sufrió dos veces más víctimas mortales en números absolutos en el conflicto de 1861 a 1865 que en el de 1941 a 1945, cuando la población del país era muchísimo más numerosa.
Mientras que los ejércitos rivales estaban formados al comienzo de la contienda por ciudadanos voluntarios, y más tarde por conscriptos, la mayor parte de los mandos superiores los ejercieron soldados profesionales, sobre todo graduados de West Point o del Virginia Military Institute [Instituto Militar de Virginia] y, de hecho, muchos de los antiguos alumnos de ambas instituciones sirvieron como oficiales superiores en ambos bandos a largo de un conflicto que llegó a movilizar a cuatro millones de hombres. Esto significó que fue necesario entregar el mando de muchos regimientos a aficionados –que en los primeros días de la guerra elegían sus propios hombres–, normalmente, con trágicas consecuencias. Sin embargo, algunos de aquellos diletantes en uniforme demostraron tener un talento militar excepcional. Pocos llegaron a igualar a Joshua Lawrence Chamberlain, quien, cuando estalló la guerra, era un profesor de treinta y dos años que enseñaba lenguas modernas en el Bowdoin College de Maine. El conflicto terminó antes de que Chamberlain pudiera demostrar si tenía las habilidades necesarias para ejercer mandos superiores, pero para entonces ya había probado ser uno de los mejores oficiales de la Unión, un modelo de coraje e inteligencia y un líder nato. Si a todas estas cualidades se añaden las de caridad, compasión y generosidad de espíritu, nos encontramos ante un hombre que fue un caballero modélico, casi digno de ocupar un lugar en la Mesa Redonda de la leyenda artúrica. No cabe duda de que en la historia de Estados Unidos han existido militares con más talento que Joshua Chamberlain, pero pocos de ellos podían presumir de sus cualidades humanas.
Chamberlain nació en 1828 en una austera familia de granjeros de Maine. Cuando aún era un adolescente, su padre quiso que siguiera una carrera militar y lo matriculó en una academia militar local, pero sus ambiciones en aquella época tendían más a lo intelectual y lo artístico. Era un apasionado de la música que aprendió a tocar el contrabajo.1 Antes incluso de graduarse empezó a impartir clases en la escuela donde él mismo era alumno y descubrió que tenía aptitudes para ello y que además le gustaba hacerlo. Por aquel entonces, Joshua tenía la idea de convertirse en pastor protestante y partir como misionero al extranjero, de modo que se puso a estudiar en serio para entrar en la universidad. En 1848 fue admitido finalmente en el Bowdoin College, a costa de muchos esfuerzos para adquirir el nivel de griego clásico que exigían como requisito de entrada a sus futuros alumnos. Su historial universitario fue ejemplar y ganó toda clase de premios y honores durante su carrera. Además de sus actividades escolares, también encontró el tiempo necesario para continuar con su pasión por la música y dirigió el coro de la iglesia congregacional local. Allí conocería a Fannie Adams, una chica dos años mayor que él, pupila del pastor de la congregación, y de la que se enamoró perdidamente. Es posible que Chamberlain formara parte del coro el mismo día en que la esposa de uno de los profesores de Bowdoin, Harriet Beecher Stowe, imaginó la escena de la muerte del Tío Tom mientras estaba sentada en el vigesimotercer banco de la iglesia, escena que la inspiró para escribir La cabaña del Tío Tom (1852), una de las obras que más influyeron en la movilización contra la esclavitud entre la opinión pública de los estados del Norte.
Chamberlain se matriculó en el Seminario Teológico de Bangor, donde pasó los tres años siguientes estudiando –hebreo, alemán, árabe y latín, además de teología– y predicando, lo que le granjeó la admiración de los que le conocían. Aún quería ser misionero y casarse con Fannie Adams, pero contaba con pocos ingresos y la familia de Fannie se oponía al enlace. En 1855 le nombraron tutor de lógica y teología natural en Bowdoin y, poco después, ocupaba el cargo de profesor de retórica y oratoria. Gracias a la estabilidad económica que le proporcionaba su nuevo puesto pudo, por fin, contraer matrimonio con Fannie. No fue un enlace feliz: aunque él siempre conservó su pasión por ella, el carácter temperamental e irascible de su mujer hizo que la relación acabara por enfriarse con el tiempo. Hacia 1861, Joshua Chamberlain había llegado a ser un personaje de cierta relevancia local, respetado por su inteligencia, integridad y compromiso en todo lo que emprendía. Aunque había abandonado la idea de una carrera eclesiástica, incluso en una época en la que se apreciaban los valores piadosos, era un hombre de carácter muy serio, recto, devoto, poco dado a las bromas y directo hasta el punto de resultar ofensivo a veces. Era un ser humano notable, de intensa mirada, dotado de una gran capacidad de concentración y con una voluntad de superación impresionante, hasta el punto de que fue capaz, por ejemplo, de vencer el tartamudeo de su juventud y ganarse una bien merecida reputación como formidable orador y como escritor. Tenía un salario anual de 1100 dólares, lo que permitió a la pareja adquirir una coqueta vivienda al lado del campus universitario por 2500 dólares. Allí criaron a los dos hijos que habían sobrevivido a la infancia. Sin embargo, a Chamberlain no le gustaban los contenidos del currículo que se impartía en Bowdoin. En su opinión, era demasiado rígido y ponía excesivo énfasis en las lenguas clásicas; además, tampoco pensaba que fuera una buena idea intentar limitar los derechos de los estudiantes. Por ello, en 1862 solicitó y le fue concedida una excedencia de dos años para viajar a Europa y estudiar allí, pues la universidad deseaba seguir contando con los servicios de un profesor que se había ganado la admiración y el respeto de todo el claustro.
La Guerra de Secesión se libraba desde hacía un año. Aunque al comienzo parecía un asunto que solo atañía a los militares, nada que debiera preocupar a personas como Joshua Chamberlain, para entonces cualquiera podía darse cuenta de la desesperada necesidad de hombres que ambos bandos tenían. El profesor de Bowdoin era hostil a la esclavitud y se oponía frontalmente a la secesión, así que, en agosto de 1862, decidió viajar a Augusta, la capital del estado de Maine, para entrevistarse con el gobernador y ofrecer sus servicios a la causa de la Unión, si es que podían considerarse útiles para la misma. Por aquellas fechas, Maine estaba en proceso de formar trece regimientos y el gobernador no sabía ya de dónde sacar los oficiales que harían falta para liderarlos, por lo que le ofreció inmediatamente el mando de uno de ellos y un puesto como oficial. Sin embargo, el profesor declinó la oferta. Sin experiencia militar no creía estar preparado para mandar a una fuerza de un millar de hombres. No obstante, aceptó el puesto de teniente coronel, donde podría aprender la profesión de soldado.
Al regresar a Bowdoin tras la entrevista, se encontró con que la mayoría del claustro consideraba un error que quisiera unirse al ejército. Algunos colegas argumentaron que no estaba hecho para la vida militar, que la facultad le necesitaba y que no veían por qué un hombre de sus capacidades intelectuales iba a arriesgar su vida en una tarea para la que sin duda había individuos más rudos que podían sustituirle. Uno de los profesores de Bowdoin le dijo al gobernador que Chamberlain «no [era] un luchador, sino solo un apacible intelectual». Sin embargo, un doctor de la ciudad de Brunswick pensaba todo lo contrario y afirmó que era un hombre de «energía y sentido común, tan capaz de mandar un regimiento como cualquier graduado de West Point». En última instancia, fue su opinión la que prevaleció y cuando el 3 de septiembre los soldados del 20.º Regimiento de Maine partieron de Portland hacia el teatro de operaciones, el teniente coronel Joshua Chamberlain iba con ellos, montado en un magnifico caballo de batalla que le había regalado la gente de Brunswick. Su padre, a quien no le importaba demasiado la causa de la Unión, se despidió de él con una bendición un tanto ambigua, murmurándole a su hijo que, «ya que te has metido en el fregado, distínguete y sal de allí […] Vuelve a casa con honor, como sé qué harás si tu buena estrella te protege en esta guerra. Esperamos que sobrevivas, ya que esta no es nuestra guerra».2
Los hombres del 20.º Regimiento de Maine eran voluntarios de entre dieciocho y cuarenta y cinco años, que se habían alistado por un periodo de tres años y que estaban ahora mandados por el coronel Adelbert Ames, un ambicioso graduado de West Point que había conseguido ascender por su valentía en Bull Run, una derrota de la Unión que había sido la primera batalla importante de la guerra, y donde ganó la Medalla de Honor del Congreso. Al llegar al campamento, el centinela que estaba de guardia le tendió la mano y le recibió con un «¿Qué tal está, coronel?», en vez de saludarlo militarmente. Se quedó horrorizado ante la caótica masa de reclutas que ahora estaba bajo su responsabilidad: «Este regimiento es una pesadilla». En uno de sus momentos más pesimistas, les dijo a los hombres de Maine que lo mejor que podían hacer por la causa de la Unión era desertar. Los reclutas no tenían una idea más precisa de lo que significaba ser soldado que la que tenía el profesor Chamberlain, y muy poco tiempo para aprender.
Se unieron al Ejército del Potomac, a las órdenes de McClellan, en septiembre de 1862, un poco antes de Antietam, el día más sangriento de la contienda, una batalla en la que, por suerte para ellos, el V Cuerpo al que pertenecían quedó en reserva. Desde la posición elevada en la que se encontraban contemplaron horrorizados la matanza. La batalla terminó en tablas, pero frenó la ofensiva de Lee. El 20.º Regimiento de Maine ni siquiera sabía marchar en orden. Sus oficiales y soldados se centraron en dominar las artes de la guerra, ninguno con más energía que Chamberlain. Le había dicho al gobernador de Maine que su mayor ventaja para llegar a ser un soldado competente es que sabía aprender, además de una notable autodisciplina, y en eso no andaba errado. El regimiento entró en combate por vez primera el 20 de septiembre, durante la retirada del ejército en Shepherdstown, en el cruce del río Potomac. El teniente coronel impresionó a todos los testigos por la frialdad con la que permaneció con su caballo en medio del río, mientras las balas confederadas zumbaban a su alrededor. Una de estas hirió a su caballo y lo tiró al agua en medio de sus hombres. Podría argumentarse que su actuación simplemente era consecuencia de la inexperiencia de un oficial novato inconsciente del peligro, si no fuera porque Chamberlain se comportó de la misma manera bajo el fuego en docenas de combates a lo largo de la guerra.
En los meses de calma que siguieron, hombres y oficiales aprovecharon para entrenar y aprender. Chamberlain escribió a Fannie: «Creo que ningún otro nuevo regimiento tendrá jamás la disciplina que nosotros tenemos ahora. Todos trabajamos». Fue toda una revelación para este profesor universitario, que ya no era ningún muchacho, descubrir que amaba la vida militar: «Tengo mis problemas y disgustos, pero déjame decirte que ni peligros ni incomodidades me hacen desear jamás volver a la vida universitaria […]. Mi experiencia aquí y la práctica del mando […] acabarán con la idea de que algunas personas tienen una autoridad natural sobre mí». En el fondo, era un chico de campo, para el que la naturaleza era un entorno familiar que no le atemorizaba, ni de noche ni de día. Descubrió que tenía un talento natural para liderar dando ejemplo, y a menudo se quedaba en mangas de camisa y empuñaba una pala para cavar trincheras con sus hombres, o participaba de los riesgos de la batalla junto a ellos; si su regimiento dormía al aire libre, él compartía el duro suelo con ellos, en vez de requisar una casa. Poseía una autoridad natural, atemperada por la cortesía que siempre mostraba hacia sus subordinados, lo que le ganó algo más que su simple respeto. Uno de sus soldados escribió: «El teniente coronel Chamberlain es casi idolatrado por todo el regimiento […]. Si necesitara cualquier favor, se lo solicitaría a él de inmediato, porque sé que me lo conseguiría si estuviera en su poder concederlo». Chamberlain escribió a Fannie:
Imagínate un tipo de aspecto duro, la cara cubierta por la barba, con pantalones de caballería azul cielo suficientemente grandes para Goliat, y ásperos como la espalda de una oveja […], envuelto en un enorme capote de caballería […] y un quepis con un enorme remiendo […]. Una manta y un chubasquero de caucho encinchados detrás de la silla de montar […], dos revólveres en sus pistoleras. La espada de unos tres pies a un costado, un trozo de buey y algo de galleta en las alforjas. Esta figura sentada sobre un magnífico caballo transmite una peculiar y extraña sensación de incongruencia que roza el absurdo.
La primera experiencia de combate de Chamberlain y el 20.º de Maine se produjo el 13 de diciembre en Fredericksburg, Virginia. La unidad había quedado separada del resto del ala derecha por una valla, por lo que les ordenaron que la echaran abajo, pero los hombres se mostraban reacios a exponerse al fuego enemigo. El teniente coronel avanzó furioso y empezó a arrancar los travesaños mientras gritaba a la tropa: «¿Es que queréis que lo haga yo solo?»; los hombres abandonaron su posición a cubierto y desmontaron la valla de inmediato. Chamberlain escribió más adelante que «un oficial está tan absorbido por el sentido de responsabilidad hacia sus hombres, su causa o el combate que la idea del peligro personal no tiene lugar alguno en el curso de sus acciones. El instinto de salvar la propia vida queda supeditado al honor». El regimiento avanzó hasta su posición en la línea de batalla con tanta precisión como si estuviera desfilando, lo que provocó la admiración entre los que fueron testigos de su primer combate. Chamberlain pasó una incómoda noche intentando dormir entre dos cadáveres, mientras usaba un tercero para apoyar la cabeza. En los días de combates que siguieron, el 20.º de Maine destacó por su capacidad para continuar luchando aun en circunstancias abominables. Una noche, inspeccionando los piquetes, se despistó y terminó en las líneas confederadas, donde le dieron el alto. La perspectiva de un cautiverio poco glorioso no le resultaba atractiva, por tanto, en un acto de inspirada improvisación, como era difícil distinguir en la oscuridad su uniforme azul, se puso a inspeccionar las trincheras que estaban cavando los soldados confederados, mientras les ofrecía palabras de aliento y consejo: «¡Manteneos vigilantes!», les conminó y, acto seguido, regresó hacia sus líneas.
Después de la derrota en Fredericksburg el ejército de la Unión se retiró por fin a sus cuarteles de invierno, donde permaneció durante las siguientes seis semanas. Los hombres estaban desmoralizados y, en verdad, enfadados por la incompetencia de sus generales. Chamberlain y el 20.º de Maine tenían una suerte poco frecuente con su coronel, Ames, un oficial enérgico e inteligente. No podrían haber encontrado un mejor maestro. Ames se libró de algunos oficiales que consideraba incorregibles y creó una estrecha relación con él, con quien compartía tienda. Un brote de viruela hizo que el regimiento fuera empleado en tareas de retaguardia, en cuarentena, durante las operaciones que concluyeron con la victoria confederada en Chancellorsville, durante la cual «Stonewall» Jackson fue herido de muerte; a pesar de no estar en primera línea, Chamberlain no pudo evitar que el 4 de mayo le mataran otro caballo, mientras observaba el avance del ejército. Dos semanas después, Ames fue nombrado comandante de una brigada y, gracias a su enfática recomendación y a la del general de la división, el marcial profesor del 20.º de Maine pasó a mandar el regimiento.
No deja de ser curioso que alguien como Chamberlain perteneciera a esa extraña raza de hombres que disfrutan con la guerra, incluso cuando rechazan su brutalidad. Decidió interpretar los acontecimientos en los que estaba implicado en términos homéricos, como si fuera una aventura épica en la que podía disfrutar interpretando un papel. Era de ese tipo de hombres que sorprenden a todos, empezando por ellos mismos, por su resistencia y por ser capaces de supeditar su instinto de supervivencia a las necesidades del servicio a base de fuerza de voluntad y sentido de la responsabilidad. Era un oficial concienzudo, preocupado por mantener a sus hombres informados, y poseía esa rara habilidad de hacer entender a la tropa lo que se espera de ella. Sabía que tenía un aspecto marcial, y se enorgullecía de ello: el perfectamente afeitado académico de antaño lucía ahora un imponente mostacho. Era consciente de que tenía talento para la guerra y no se avergonzaba de ello. Lo más importante es que tenía suerte –al menos hasta entonces–, y eso que no era ni mucho menos invulnerable: una bala Minié ya le había rozado el cráneo, aunque no se puede comparar con las heridas que sufrió más adelante. Sin embargo, mientras que otros muchos oficiales con el mismo talento y valentía terminaron en una tumba cavada a toda prisa en un campo de Maryland, Virginia o Pensilvania, Chamberlain sobrevivió. Esto no puede atribuirse a ningún mérito suyo, sino al simple azar, a la fortuna que a lo largo de la historia ha decidido quién vive para terminar convirtiéndose en una leyenda y quién muere y pasa a formar parte de las legiones de guerreros olvidados.
Justo seis semanas después de asumir el mando del regimiento, el 1 de julio de 1863, Chamberlain apremiaba a sus hombres en una polvorienta carretera de Pensilvania, mientras marchaban entre gritos de ánimo, aplausos y canciones patrióticas de simpatizantes de la Unión. Se dirigían a toda prisa hacia una pequeña población del estado en la que las vanguardias del ejército de Lee y de la Unión se habían enzarzado en un feroz batalla. Aquella tarde de verano, bajo un cielo sin nubes, los hombres cubiertos de polvo del V Cuerpo recorrieron cuarenta kilómetros; una distancia menor que la que tuvieron que marchar los soldados del II Cuerpo, pero también agotadora. Por fin se detuvieron para preparar el vivac y los soldados se dispersaron para hacerse con agua y madera para los fuegos de campamento. Sin embargo, pronto llegaron nuevas órdenes: no iba a haber vivac aquella noche; el V Cuerpo tenía que continuar la marcha. Los intensos combates del día anterior habían terminado con un triunfo confederado, que solo la llegada de la noche impidió que se convirtiera en decisivo. Las tropas de la Unión fueron obligadas a retroceder hasta nuevas posiciones al sur de Gettysburg.3 Todos los indicios apuntaban a que la batalla se reanudaría al amanecer y la línea de la Unión, en las lomas que se extendían entre Culp’s Hill y Round Top tenía que ser defendida a toda costa contra el asalto de Lee. Mientras el V Cuerpo marchaba fatigosamente bajo la luz de la luna, se extendió entre las filas el rumor de que se había visto al fantasma de George Washington cabalgando por el campo de batalla montado en un caballo blanco. Chamberlain escribió más adelante: «¡No se rían! Casi me lo creí yo mismo». Una hora después de medianoche el regimiento se detuvo para descansar durante tres horas y luego volvió a ponerse en marcha sin desayunar. Los efectivos llegaron a las inmediaciones del campo de batalla al amanecer, donde por fin pudieron descansar. Se leyó a los hombres una proclama del comandante del ejército, el general George Meade, en la que les recordaba la importancia de su misión. Ya se podían oír esporádicos tiroteos, pero por alguna razón que no ha sido aún explicada satisfactoriamente, Lee todavía tardaría varias horas antes de lanzar su ataque principal.
Teatro de operaciones de Joshua Chamberlain (1862-1863).
Durante algunas horas, el V Cuerpo permaneció en la retaguardia hasta que, por fin, se le ordenó que ocupara parte de la línea de frente, que se extendía a lo largo de unos ocho kilómetros en paralelo a Cemetery Ridge, que formaba la línea de defensa del Ejército del Potomac. Por fortuna para ellos, y teniendo en cuenta que los regimientos seguían llegando con cuentagotas, los comandantes de la Unión disfrutaron de más tiempo del que imaginaban para desplegar a sus tropas. Sin embargo, a última hora de la tarde el ingeniero jefe de Meade, Gouverneur K. Warren, se dio cuenta con horror de que dos de las posiciones clave del flanco izquierdo, Round Top y Little Round Top, estaban indefensas. De hecho, no había más tropas de la Unión que un destacamento del Cuerpo de Señales desplegado en la segunda altura. Warren ordenó que el V Cuerpo se redesplegara desde la reserva para cubrir aquel punto débil, justo en el momento en el que el cuerpo confederado de James Longstreet estaba a punto de alcanzar sus posiciones de ataque, después de una laboriosa marcha de quince kilómetros que le llevó hasta el flanco de la Unión sin ser localizado. El 15.º Regimiento de Alabama, al mando del coronel William C. Oates, junto con elementos del 47.º de Alabama, pudo avanzar hacia Round Top, dispersó a los pocos escaramuzadores de la Unión que se encontraban en la zona y ocupó sin resistencia la colina.
La situación era potencialmente desastrosa para la Unión, ya que el ejército de Lee se había colocado exactamente en el lugar ideal para flanquear al de Meade y arrollar sus líneas. El coronel Oates pidió que le permitieran desplegar una batería en la cima de Round Top para bombardear a las divisiones de la Unión; su intención era afianzar las posiciones confederadas en la colina en vez de continuar el avance, pero el jefe de la brigada ordenó que siguiera presionando. Oates dio diez minutos de descanso a sus hombres para que recuperasen el aliento después de la marcha y el ascenso por la loma; cuando trascurrieron, Oates ordenó que formaran en línea para atacar Little Round Top, situada un poco más al norte. Con posterioridad, Oates aseguró que su decisión de conceder un breve respiro le costó la victoria a la Confederación en Gettysburg y es posible que estuviera en lo cierto.
Los jefes del ejército de la Unión por fin se habían dado cuenta de que si la masa de tropas confederadas que se estaba concentrando en su flanco izquierdo conseguía apoderarse de los pocos centenares de metros del pedregoso, abrupto y boscoso saliente de Little Round Top, la batalla estaría perdida. El coronel Strong Vincent, de veintiséis años, que mandaba la 3.ª Brigada, a la cual pertenecía el 20.º de Maine, dirigió a sus hombres hacia la cima a paso ligero, justo cuando los proyectiles de artillería empezaban a caer entre sus filas. El regimiento de Chamberlain fue el último de los cuatro regimientos de Vincent en desplegarse en el extremo sur de la línea. Vincent dio una orden muy clara: «Tiene que defender este terreno a toda costa». Otro oficial, el coronel James Rice, dijo solemnemente: «Coronel, hoy estamos haciendo historia». Chamberlain destacó una compañía de avanzada para cubrir su flanco izquierdo, al pie de Round Top, hacia el este de la posición, con lo que todavía disponía de otros 358 hombres para defender la cota. Por un breve instante, tres de los hermanos Chamberlain estuvieron juntos en el campo de batalla, ya que además de Tom, que servía como ayudante de Joshua, también se presentó John, como un espectador civil. En ese momento, un proyectil explotó cerca y el coronel decidió que sería preferible que la pequeña reunión familiar se dispersase: «Otro disparo como ese y mamá será muy desgraciada».
Chamberlain podía ver cómo las tropas confederadas caóticamente apelotonadas al pie de la colina intentaban franquear la cañada del Plum Rum y Devil’s Den. Los escaramuzadores de Longstreet tenían una buena línea de visión hasta la cima de Little Round Top, de modo que pronto pudieron abrir fuego contra los defensores. Estos iban sufriendo un continuo goteo de bajas, una buena prueba de cuánto habían mejorado los rifles en precisión y eficacia en el medio siglo transcurrido desde las campañas de Marcellin Marbot y Harry Smith. La brigada de Vincent empezó a intercambiar disparos con los confederados. Los hombres de ambos bandos estaban agotados por las largas marchas que habían tenido que realizar antes de llegar al campo de batalla, pero los soldados de la Unión al menos tenían la ventaja de que la artillería confederada no podría seguir disparando cuando su infantería se lanzara al asalto de las posiciones federales.
Chamberlain solo ejercía como soldado desde hacía nueve meses, pero su visión táctica era realmente notable. Se dio cuenta enseguida de que su retaguardia estaba gravemente expuesta y, bajo fuego enemigo, ordenó a sus oficiales que extendieran la línea hacia la izquierda, alrededor de los peñascos al sudoeste de la colina; esa maniobra le permitiría duplicar el frente del 20.º de Maine, aunque a costa de hacer sus filas más delgadas. El nuevo despliegue del regimiento tenía forma de flecha, con las banderas desplegadas sobre una roca, justo en el vértice. Las compañías acababan de terminar la difícil maniobra cuando una tormenta de mosquetería y gritos anunció el asalto por parte de cinco regimientos confederados. En aquel momento, había dos brigadas de la Unión en Little Round Top, sometidas a un violento asalto y perdiendo a sus oficiales a toda velocidad: Vincent y otro coronel cayeron muertos en cuestión de minutos y pronto les siguieron otros oficiales.
El 15.º de Alabama de Oates había supuesto que la retaguardia del despliegue de la Unión se encontraba indefensa pero, mientras avanzaban a la carrera los últimos metros hasta la cima, cayó sobre ellos una granizada de balas proveniente del ala izquierda de la posición de Chamberlain. «Una y otra vez se repitió ese enloquecido asalto –escribió uno de los oficiales de Maine–, para ser rechazado en cada ocasión por la cada vez más debilitada línea, que se agarraba con desesperación al saliente rocoso». Chamberlain dijo: «En ocasiones, había a mi alrededor más enemigos que hombres de mi regimiento; brechas en las filas abriéndose, tragando y cerrándose de nuevo con brusca, convulsa energía […]. Por todos lados, furiosos, inarticulados rugidos, gritos de desafío, de ánimo y de desesperación». Los hombres de Maine fueron obligados a retroceder en algunos puntos, pero, de alguna forma, fueron capaces de reunir la energía suficiente para recuperar el terreno perdido. Los soldados rasgaban el papel de los cartuchos con sus dientes, cargaban y disparaban enloquecidos, mientras otros peleaban cuerpo a cuerpo con los atacantes. Chamberlain reforzó la línea con todos los hombres a su disposición, incluyendo los enfermos, los cocineros, los músicos y hasta dos amotinados del 2.º de Maine que habían arrestado aquella mañana. Envió a su ayudante, su hermano Tom, a reforzar la escolta de las banderas del regimiento.
Los confederados, exhaustos tras una marcha de cuarenta kilómetros y muy debilitados por el terrible choque, tuvieron que retroceder para reagruparse. Chamberlain recorrió las filas de su unidad, mientras supervisaba la recogida de los muertos y heridos y reformaba sus maltrechas líneas. Su tranquilidad de ánimo se comunicaba a los hombres. Un trozo de metralla le había hecho un corte en el pie derecho y tenía una contusión en la pierna izquierda porque una bala le había aplastado la vaina de la espada contra ella. Por un momento, al ver que las filas de guerreras grises del 15.º de Alabama volvían a la carga, vacilando entre los árboles, casi dudó por un momento de que pudieran mantener la posición. Pidió que le enviaran refuerzos con urgencia, pero lo único que consiguió fue que sus vecinos del 83.er de Pensilvania extendieran su línea hasta el flanco derecho del 20.º de Maine.
Chamberlain tuvo que afrontar una nueva crisis cuando algunos hombres comenzaron a gritar que trajeran más municiones. Habían comenzado la acción con sesenta cartuchos cada uno y, tras vaciar las cartucheras de muertos y heridos, habían agotado todas las disponibles. Algunos de sus hombres se preparaban para aguantar la carga de los de Alabama a culatazos. En ese momento tomó la decisión táctica más importante de su vida. Gritó: «¡Calen bayonetas! ¡Avancen!» y ordenó al capitán Ellis Spear que cargase colina abajo con toda el ala izquierda del regimiento, ejecutando un movimiento pendular de barrido. El ala derecha se mantuvo en su posición hasta que el regimiento pudo alinearse correctamente y, en ese momento, también se lanzó hacia adelante. Los sorprendidos confederados se detuvieron en seco, comenzaron a retroceder y, al final, se dieron a la fuga. Uno de los oficiales de Alabama disparó su Colt a la cara de Chamberlain, justo antes de que el coronel del 20.º de Maine le pusiera la punta de su espada en la garganta y le obligara a rendirse. Docenas de los hombres que poco antes asaltaban la colina tiraron sus armas al suelo y se rindieron con las manos en alto. Hubo un intento de los confederados de resistir delante de un pequeño muro, pero la Compañía B, que Chamberlain había destacado al comienzo de la acción, apareció detrás de este y comenzó a disparar contra la retaguardia. «Corrimos como una manada de ganado salvaje», reconoció con amargura el coronel Oates. Dos coroneles confederados, uno de ellos malherido, depusieron las armas. Chamberlain describió cómo su regimiento, «girando como si fuera una gran puerta sobre sus goznes» colina abajo de las laderas de Little Round Top, «limpió el frente de atacantes». Atravesando la línea de la Unión en la base de la colina, los hombres del 20.º de Maine querían seguir avanzando, pero Chamberlain los detuvo detrás de la línea del 44.º de Nueva York. Tras dos horas de acción, solo le quedaban unos doscientos hombres y desde su posición podía ver reagruparse a los supervivientes de los regimientos de Texas y Alabama. Es una extraordinaria prueba de su capacidad de mando el hecho de que fuera capaz de reagrupar a sus soldados y volver a formar a su regimiento sobre la cima de Little Round Top. El 20.º de Maine, que había comenzado la batalla con 358 hombres, tuvo 40 muertos y 90 heridos. Además de las bajas que había causado a las fuerzas de Lee, también había tomado 400 prisioneros.
Ambos bandos rindieron tributo a la hazaña de Chamberlain, en lo que muchos consideraron como la acción decisiva en Gettysburg. El coronel del 15.º de Alabama dijo: «Nunca ha habido combatientes más heroicos que los hombres del 20.º de Maine y su valiente coronel. Su habilidad y constancia y la gran valentía de sus hombres salvaron Little Round Top y al Ejército del Potomac de la derrota».
Pero la jornada no había acabado aún. A primera hora de aquel largo crepúsculo veraniego, Chamberlain y el coronel James C. Rice, el nuevo comandante de su brigada discutieron la posibilidad de recuperar Big Round Top mientras los confederados aún se estaban reagrupando. Temían que el enemigo recuperase la iniciativa si desplegaba artillería en estas alturas. Se ordenó su reconquista a una brigada de reservistas de Pensilvania que acababa de llegar al campo de batalla, pero su comandante se negó, por lo que le encargaron la misión a Chamberlain. Contemplando a su agotada banda de supervivientes, recordó después: «No tenía el corazón de ordenar a aquellos pobres muchachos que atacaran». En vez de eso, simplemente dijo: «Yo voy a ir, las banderas me seguirán. Los que creáis que sois capaces, seguidnos». Desenvainando su espada, se puso en marcha y, por supuesto, el 20.º de Maine lo siguió como un solo hombre.
Todavía escasos de munición, se desplegaron en una sola fila, con la bayoneta calada. Hacia las nueve de la noche, mientras oscurecía rápidamente, treparon colina arriba entre los árboles, agotados pero silenciosos, con el temor de que los descubrieran en cualquier momento. Sin embargo, los confederados se estaban retirando sin oponer resistencia, y solo recibieron disparos esporádicos mientras se aproximaban a la cresta. El 20.º de Maine había asegurado la posición a cambio de un puñado de bajas, así que solicitó que le enviasen munición y refuerzos. Se ordenó a la brigada de reservistas de Pensilvania que les apoyara, pero tan pronto como los confederados empezaron a disparar contra ellos se dieron media vuelta y huyeron. Era ya noche cerrada cuando por fin empezaron a llegar refuerzos. Al amanecer, su pequeña fuerza fue relevada y enviada a la reserva. Mientras los hombres de Maine se retiraban, el comandante de la brigada le dio la mano efusivamente: «Coronel Chamberlain –le dijo–, ha sido extraordinariamente valiente y su habilidad y aplomo nos han salvado». El 3 de julio, el regimiento no entró en combate, aunque sí que sufrió los efectos del bombardeo artillero confederado. Meade consiguió la victoria, aunque un tercio de todos los hombres presentes en el campo de batalla de ambos ejércitos cayó muerto, herido o fue hecho prisionero. En proporción, sin embargo, las pérdidas de los confederados fueron peores: 28 000 muertos, heridos y prisioneros frente a los 23 000 de la Unión.
Posiciones del 20.º de Maine en Round Top y Litte Round Top, 2 de julio de 1863.
Adaptado de un boceto de Joshua Chamberlain.
Los soldados no suelen ser más generosos que los civiles a la hora de destacar los merecimientos de otros pero, en el caso de Chamberlain y el 20.º de Maine, todos los hombres de la Unión, del primero al último, hicieron una excepción y les atribuyeron el mérito de haber salvado al ejército, a pesar de que ni siquiera representaban el uno por ciento de las tropas de Meade. Ames, el antiguo comandante del regimiento, se sintió lleno de orgullo por su antigua unidad y escribió a Chamberlain para decírselo. Lo que este había hecho reflejaba no solo pura valentía, sino imaginación, liderazgo y habilidad táctica de primera clase. Un soldado profesional, adiestrado en el arte de la guerra, podía sentirse orgulloso si hubiera sido capaz de tomar tan rápido una decisión así en el campo de batalla, pero, en este caso, era el logro de un completo aficionado, un hombre que tan solo un año antes no tenía ni la más remota idea de lo que era ser un soldado y que, de hecho, había estado pensando en partir hacia Europa para visitar sus catedrales y monumentos como un turista más. Fue condecorado con la Medalla de Honor del Congreso por sus acciones en Little Round Top. «Estamos combatiendo gloriosamente –escribió a Fannie–. Nuestras pérdidas son terribles, pero estamos derrotando a los rebeldes como nunca han sido derrotados. El 20.º se ha cubierto de gloria». El 4 de julio llevó a su regimiento de vuelta al campo de batalla para enterrar a sus muertos y marcó la tumba de cada hombre con una cartuchera. También visitó a los heridos, algunos de los cuales, para disgusto de Chamberlain, habían quedado expuestos a la fuerte lluvia que cayó sobre el campo de batalla aquella noche. El mismo día 4 de julio, Meade emprendió una lenta persecución del derrotado ejército de Lee.
Para muchos soldados, aquel día de julio en Pensilvania fue la culminación de su carrera militar, un esfuerzo supremo que nunca se repetiría. Algunos de los individuos incluidos en este libro construyeron su reputación alrededor de un único combate glorioso. Si Joshua Chamberlain nunca hubiera vuelto a hacer nada notable como soldado sería recordado por Little Round Top, pero esta batalla no fue más que el primer paso en una extraordinaria carrera durante la Guerra de Secesión.
En agosto, el coronel sufrió un ataque de malaria, lo que hizo que se le concediera un permiso por enfermedad de quince días para recuperarse en su hogar de Brunswick, donde sus paisanos le dedicaron un recibimiento lleno de entusiasmo. Cuando volvió al ejército se le había asignado el mando de la 3.ª Brigada, a la que pertenecía el 20.º de Maine, aunque su ascenso formal a general de brigada se retrasó un tiempo. Uno de sus propios soldados escribió con orgullo: «El coronel Chamberlain se había hecho querer por todos sus hombres, por su constante amabilidad, cortesía, habilidad y extraordinario coraje». Aunque no tuvo un papel destacado en la primera acción de Chamberlain al frente de su brigada, en Rappahannock Station (Virginia), volvió a perder el caballo que montaba. Sin embargo, en noviembre, mientras dormía entre sus hombres en medio de la nieve, sufrió un nuevo ataque de malaria que se complicó con una neumonía. Por un momento, mientras yacía en un hospital en Washington, se temió por su vida. Nunca olvidó a la enfermera que le atendió hasta su recuperación: años más tarde cuando se quedó viuda, le prestó su ayuda para que consiguiera una pensión. En enero de 1864, Chamberlain se encontraba lo suficientemente recuperado para encargarse de tareas administrativas; en abril llevó a Fannie a visitar el campo de batalla de Gettysburg. A mediados de mayo, después de haber solicitado repetidamente a la junta de revisión médica que le dieran el alta, volvió a reunirse con el ejército en Virginia. Su enfermedad puede que le salvara la vida, ya que hizo que se perdiera las sangrientas carnicerías del Wilderness y Spotsylvania Court House.
En mayo y junio combatió en las batallas de Pole Cat Creek y Bethesda Church, además de en media docena de escaramuzas, bien dirigiendo la brigada, bien relegado al mando del 20.º de Maine (y sin poder ocultar su satisfacción por estar otra vez al frente de su antiguo regimiento). Para entonces, ya se consideraba al 20.º de Maine como una unidad veterana. El 3 de junio, la brigada se estaba retirando y su comandante preguntó a Chamberlain en tono ansioso si el 20.º de Maine era capaz de cubrir el movimiento encarado al enemigo, una maniobra difícil y arriesgada que requería que la unidad cambiara por completo su orientación. Este respondió con indiferencia que podían hacerlo sin problemas. Unos días después de este incidente, le asignaron por fin el mando exclusivo de la 1.ª Brigada de la división del general Charles Griffin, compuesta por seis regimientos de Pensilvania. Griffin comentó con admiración lo impresionante que era ver a Chamberlain montado en su caballo, mientras dirigía a sus hombres desde el frente: «[era] un espectáculo magnífico». En las batallas del siglo XIX, un hombre montado presentaba un blanco perfecto, pero el caballo era esencial para los comandantes, no, como algunos creen, como un medio de transporte privilegiado, sino como la única forma eficaz de trasladarse de un lado a otro en el campo de batalla con rapidez, en una época en la que el mando y las comunicaciones dependían por completo de su presencia.
A primera hora del 18 de junio de 1864, en Petersburg (Virginia), Chamberlain dirigió un audaz ataque para capturar una de las posiciones confederadas más fuertes, «Fort Hell» [Fuerte Infierno] e inmediatamente ordenó preparar el lugar para que pudiera desplegarse una batería. En el proceso, perdió otro caballo. Un correo llegó con órdenes de Griffin para atacar las posiciones principales confederadas, que se encontraban a unos 270 metros frente a ellos, y que el enemigo había reforzado durante meses de duro trabajo. Chamberlain era demasiado inteligente para ejecutar una orden a ciegas o porque pensaran que no tenía agallas para hacerlo. Envió inmediatamente un enérgico mensaje de respuesta:
Acabo de capturar una posición avanzada […] estoy en una posición aislada a kilómetro y medio de nuestras líneas. A mi derecha está el profundo terraplén de la línea férrea; mi flanco izquierdo está completamente descubierto […]. Completamente consciente de la responsabilidad que asumo, ruego que se confirme que la orden de atacar con mi solitaria brigada es totalmente conforme a los deseos del general […]. Por lo que puedo ver de las líneas enemigas, mi opinión es que, si hay que asaltarlas, debería hacerlo el ejército al completo.
El coraje moral de Chamberlain no iba a servirle de nada, puesto que le ordenaron que atacara. «Era una situación en la que sentía que era mi deber liderar la carga en persona y a pie». Un sargento le ofreció un trago de agua de su cantimplora, pero él respondió: «Consérvela, gracias. No beberé del agua de un soldado que va a entrar en batalla. Puede necesitarla usted más adelante. Mis oficiales pueden conseguirme algo de beber». Es posible que fuera una simple pose, pero desde luego nadie sabía adoptar esta actitud mejor que él. Apenas habían recorrido unos metros, uno de los abanderados se desplomó herido a su lado. Chamberlain tomó él mismo la bandera. Al pie de la pendiente que conducía a la posición confederada, notó que comenzaba a hundirse en el terreno pantanoso, de modo que se giró para ordenar a sus hombres que maniobraran hacia la izquierda y, en ese instante, una bala Minié le alcanzó en la articulación de la cadera derecha, le atravesó el cuerpo y salió por el otro lado. Más tarde afirmó que su primer pensamiento fue: «¿Qué dirá mi madre cuando sepa que han herido a su hijo por la espalda?». Desesperado porque sus hombres no le vieran caer, clavó su sable en el suelo y se apoyó en él. Sus hombres pasaron de largo a su lado antes de que el fuego devastador de los defensores los detuviera en seco a pocos metros del parapeto. En ese instante, se desplomó cubierto de sangre. Dos de sus ayudantes lo transportaron a retaguardia, en medio de los soldados de la Unión en retirada, pero él les ordenó que lo dejaran y buscasen al coronel de más antigüedad de la brigada para que asumiera el mando. También les ordenó que buscasen apoyo de infantería para los artilleros, amenazados ahora por un contraataque confederado.
Mientras observaba con sus prismáticos el campo de batalla sembrado de cadáveres, un oficial de artillería vio la figura postrada de Chamberlain y lo identificó como un oficial superior gracias a las insignias de las hombreras. De inmediato, se envió un grupo de camilleros para recogerlo. Al principio, el coronel discutió con los camilleros y les indicó que debían atender a otros heridos en peor estado. Pero mientras dudaban, un proyectil estalló cerca y una lluvia de cascotes cayó sobre ellos. Sin perder más tiempo, recogieron al herido y lo llevaron hasta sus líneas. Ni Chamberlain ni ningún otro creía que podía sobrevivir y se despidió de los presentes. Los cirujanos trabajaron con él durante horas, ya que había que curar no solo las heridas que había sufrido en ambas caderas, sino también los daños internos, que eran graves. Como temían que iban a provocarle una agonía del todo innecesaria a un moribundo, decidieron parar, pero, para su sorpresa, continuó respirando, así que prosiguieron.
Chamberlain sobrevivió a la intervención, en verdad atroz, que le habían practicado los cirujanos y, pasados unos días, se le evacuó al hospital naval de Annapolis, donde fue exhibido como un auténtico milagro de la moderna ciencia médica (y de la fuerza de voluntad humana). Ulysses S. Grant, que para entonces era ya comandante en jefe del Ejército de la Unión, se quedó tan conmovido por la historia de su conducta y su herida –«dirigió con valentía su brigada, como ha sido su costumbre en todos los enfrentamientos en los que ha combatido anteriormente», escribió– que, en el que fue el único ascenso por méritos de guerra que otorgó en todo el conflicto, le nombró formalmente general de brigada. El propio Chamberlain, en una cama de hospital, disfrutó del raro placer de leer sus propios obituarios, publicados por los periódicos de Nueva York. No pudo reincorporarse al frente de su brigada, que había quedado reducida a dos regimientos, hasta el 19 de noviembre. El ejército estaba agotado y diezmado por las bajas. Chamberlain seguía muy débil y apenas podía caminar, por no hablar de montar a caballo y, de hecho, pasadas unas semanas tuvo que ser evacuado a un hospital de Filadelfia cuando sus heridas volvieron a complicarse. Aunque sus amistades le rogaron que reconociera lo inevitable y se retirara del servicio activo, él se negó y, tras un mes de baja por enfermedad, volvió a su puesto, justo a tiempo para participar en los últimos enfrentamientos de la guerra.
Estas batallas confirmaron la gran reputación de Chamberlain. El 29 de marzo de 1865 se encontró de nuevo en medio de lo más duro de la acción, mientras su brigada cruzaba Gravelly Run para atacar el flanco derecho confederado. Montaba su querido alazán, Charlemagne, comprado al estado por 150 dólares de entre los caballos capturados a los confederados. Chamberlain estaba al frente de la columna asaltante cuando su montura se encabritó al alcanzarle una bala en el cuello que atravesó la valija de cuero donde se guardaban las órdenes, impactó en un espejo con marco de latón justo debajo de su corazón y se desvió lo suficiente para deslizarse por encima de dos costillas y atravesar su capote. Al salir, la bala impactó con tanta fuerza en la pistola de uno de sus ayudantes que desmontó al pobre hombre. Aturdido, sangrando y sin aliento, se desplomó sobre el cuello de su caballo. El comandante de la división, Griffin, pensaba que estaba herido de muerte, se le acercó y, mientras le sujetaba por la cintura, le dijo: «Mi querido general, ha llegado su momento». Pero con un extraordinario esfuerzo de voluntad, Chamberlain se recompuso y respondió: «Sí, general, ha llegado mi momento» y espoleó a su caballo. Con la cabeza descubierta y totalmente empapado en la sangre de su caballo, todos los que le vieron aquel día pensaron que era un hombre con un pie en la tumba, pero su sola presencia bastó para reagrupar a sus hombres, que se habían detenido y empezaban a retroceder, y llevarlos hacia delante. Finalmente, Charlemagne se desplomó después de haber perdido demasiada sangre y el general tuvo que pedir que lo condujeran a la retaguardia. El propio Chamberlain aún estaba aturdido («apenas distinguía en qué mundo estaba»), pero no dudó en lanzarse en medio de lo más duro del combate. Se quedó aislado de sus propias tropas, rodeado por soldados confederados que le apuntaban con sus armas conminándole a que se rindiese, pero, de nuevo, aprovechó su desaliñado aspecto para marcarse un brillante farol: «¿Rendición? –exclamó–, ¿pero, qué decís? ¡Seguidme y pongámoslos en fuga!». Blandiendo su espada hacia las líneas de la Unión, condujo a los sorprendidos confederados para que avanzaran, hasta que fueron ellos los que cayeron prisioneros.
En ese momento, se produjo una pausa en la acción. Un pequeño grupo de espectadores se arremolinó alrededor del agotado Chamberlain, tan asombrados por su aspecto como si acabaran de ver a un extraterrestre. Uno de los oficiales del 20.º de Maine le ofreció su petaca. El general, que había sido abstemio en su juventud, bebió un largo trago. Alguien le encontró otro caballo y, todavía cubierto de sangre y barro, se dirigió a toda prisa al sector donde uno de sus regimientos estaba en aprietos. Era obvio que esta fuerza –el 185.º de Nueva York– debía contraatacar. «¡Una vez más! –gritó a los soldados–. ¡A la bayoneta! ¡Diez minutos de infierno y se acabó!». Y entonces los condujo hasta un altozano donde se había previsto que se desplegaría la artillería y consiguieron sostener la posición hasta que los cañones llegaron. Estaba impresionado por el terror y la espectacularidad que inspiraba la escena: «Los grandes cañones rugían, retrocedían y su dotación volvía a posicionarlos; los proyectiles atravesaban la arboleda; las astillas volaban mientras las ramas y las copas de los árboles caían sobre las sorprendidas cabezas». Estaba volviendo a montar, medio muerto de agotamiento, cuando Griffin apareció para pedirle que se quedara: «General, no puede dejarnos ahora. No podemos prescindir de usted». Chamberlain respondió secamente: «No tenía intención de hacerlo, mi general». Junto con los numerosos refuerzos que acababan de llegar, dirigió a sus hombres a la carga contra las posiciones que los confederados tenían en el bosque y los obligó a retroceder desordenadamente hacia Quaker Road. Su propia brigada de unos 1700 hombres, incluyendo los artilleros, había sufrido 400 bajas en un combate contra una fuerza confederada de 6000 hombres. Aquella noche, cuando visitaba a los heridos, encontró entre ellos al viejo general Sickel. Aunque este le agradeció su amabilidad, pensó que Chamberlain parecía más necesitado de ayuda y consuelo que él mismo. Le dijo con ironía: «General, tiene usted el alma de un león y el corazón de una mujer». Chamberlain apenas podía andar por los dolores que le causaban sus viejas heridas y las que acababa de sufrir, pero antes de retirarse para descansar visitó al herido Charlemagne en un establo cercano, luego se sentó a escribir a la luz de una vela medio derretida una carta dirigida a la madre de uno de sus oficiales caídos aquel día, para describir su heroica muerte.
Teatro de operaciones de Joshua Chamberlain, 1864-1865.
Dos días después, el 31 de marzo, estaba intentando descansar, a pesar del dolor que le provocaban sus heridas, cuando se produjo una nueva crisis. Lee había atacado al V Cuerpo con una fuerza abrumadoramente superior y puso en fuga a gran parte de sus regimientos. Una masa informe de hombres completamente desorganizados atravesaba las posiciones de la Unión. El comandante del cuerpo, Gouverneur K. Warren, se volvió desesperado hacia él, que era el más carismático de los oficiales a su mando: «¿Salvará usted el honor del V Cuerpo, general? –le preguntó–. No hay nada más importante». Chamberlain replicó: «Lo intentaré, general. Solo le pido que no deje que nadie me detenga, excepto el enemigo». Tenía todavía el brazo en cabestrillo. Cada movimiento que hacía le dolía por culpa de sus heridas, pero, aun así, dirigió a sus hombres hacia el enemigo. Los hizo cruzar Gravelly Run sin esperar a los pontones, sosteniendo las cartucheras en la punta de sus bayonetas por encima de sus cabezas para evitar que la pólvora se mojase. Una vez que la fuerza de Chamberlain limpió de enemigos la orilla del arroyo, Warren insistió en hacer una pausa para consolidar las líneas antes de intentar atacar la siguiente línea de atrincheramientos confederados, pero Chamberlain no estaba de acuerdo: mantener la presión y el ímpetu eran la clave de todo, dijo. Y se salió con la suya, por lo que ordenó a sus regimientos que avanzasen en orden abierto en vez de cerrar filas y, montado de nuevo en Charlemagne, se puso al frente de las tropas mientras sonaban las cornetas. Su fuerza capturó los parapetos confederados y empujó al enemigo 270 metros hasta más allá de White Oak Road. Aunque las acciones de Chamberlain fueron solo una pequeña parte de las batallas que tuvo que librar el Ejército del Potomac aquel día, son un ejemplo más de su notable capacidad de liderazgo. Y antes de que todo terminase, todavía hubo una acción más.
La mañana del 1 de abril fue el comienzo de un día de confusión en las líneas unionistas que le costó el mando a Gouverneur Warren, pero que también fue desastroso para el ejército confederado. Chamberlain estaba en la vanguardia cuando se encontró con el general Sheridan, que mandaba varios cuerpos federales, entre ellos el V. «¡Vive Dios, que esto es lo que me gusta ver! –exclamó el irascible general de caballería–. ¡Generales al frente de sus hombres!». Partidas dispersas de infantería unionista merodeaban en desorden después de haber sido rechazadas por la mañana temprano en Five Forks. Sheridan se marchó, tras ordenar expresamente a Chamberlain que asumiera el mando de toda la infantería en el sector y la condujera hasta el frente. Mientras reorganizaba los grupos de hombres allí donde los iba encontrando, se topó con un soldado que se había puesto a cubierto de la granizada de balas tras el tocón de un árbol. «Mire, muchacho –le dijo Chamberlain con preocupación–, ¿no se da cuenta de que aquí le matarán en menos de dos minutos? Este no es lugar para usted ¡Avance!» .
«Pero ¿qué puedo hacer? –respondió el hombre–. ¡No puedo atacar yo solo!».
«No, por supuesto –admitió Chamberlain–. Formaremos aquí. Quiero que usted sea el centro de la unidad. ¡Al frente y adelante!». Reunió a su alrededor a unos doscientos fugitivos y los vio avanzar mandados por un oficial. Más tarde escribió: «Aquel pobre muchacho solo necesitaba una muestra de confianza y aprecio para controlarse. Estaba orgulloso de lo que hizo y yo también lo estaba de él». El resto del día siguió liderando a sus tropas desde el frente, conduciéndolas contra el enemigo allá donde se encontrase. Los confederados fueron derrotados y Lee se vio obligado a evacuar Richmond y Petersburg. Sin embargo, todos en el V Cuerpo sentían incredulidad y rabia por la decisión de Sheridan de destituir a su comandante, Warren, por supuesta negligencia en el cumplimiento del deber.
La semana que siguió fue una carrera entre los dos ejércitos rivales. Lee intentaba reunir sus fuerzas con las del general Joseph E. Johnston, mientras que Sheridan le perseguía para cortarle la retirada. En la noche del 8 de abril, Chamberlain, completamente exhausto, acababa de dormirse cuando recibió un sucinto mensaje de Sheridan. Apoyándose en su codo, lo leyó a la luz de una cerilla: «He cortado la línea enemiga en Appomattox Station y capturado tres de sus trenes de suministros. Si pudiera usted abrirse paso con su infantería hasta aquí esta noche, tendremos grandes resultados por la mañana». Chamberlain y dos brigadas alcanzaron la estación al amanecer. Pocos minutos después recibió órdenes de desplegar a sus hombres en línea de batalla para apoyar a la caballería de Sheridan. El épico drama de la Guerra de Secesión estaba casi concluido. El general de Maine y sus camaradas contemplaron una «extraordinaria escena, una coda apropiada a la historia de estos tumultuosos años. Rodeado por un cordón de acero que ocupaba las alturas alrededor de Court House, en las laderas del valle formado por las fuentes del Appomattox se encontraban los restos del… Ejército de Virginia del Norte, ¡el ejército de Lee! Era un terreno montañoso, abrupto, de hecho, un inmenso anfiteatro.
Mientras las fuerzas de la Unión se preparaban para atacar, un solitario jinete cabalgó desde las líneas confederadas y se le acercó. Era un oficial que llevaba un trapo de color blanco. Saludó a Chamberlain y le informó: «El general Lee desea un alto el fuego hasta que pueda oír los términos de la rendición de boca del general Grant». Chamberlain, atónito, respondió: «Señor, ese asunto va más allá de mi autoridad. Se lo comunicaré a mi superior. El general Lee está en lo cierto. Ha hecho todo lo que está en su mano». Aunque el comandante en jefe sudista estaba reconociendo la derrota, las tropas de uno y otro bando no estaban dispuestas a bajar las armas y los oficiales de ambos ejércitos tuvieron que hacer un esfuerzo para controlar a sus hombres. Costó tiempo, y unas pocas vidas, imponer el alto el fuego. Por fin, conforme el silencio caía sobre el campo de batalla, una figura apareció entre las líneas confederadas, soberbiamente montado y engalanado. Chamberlain se quedó sobrecogido al observar a Robert E. Lee. Ulysses S. Grant fue a su encuentro. La gran contienda entre los estados casi había terminado.
Esa noche del 9 de abril de 1865, Longstreet se aproximó desde las líneas confederadas y declaró con tristeza: «Caballeros, debo hablar con claridad; nos estamos muriendo de hambre. Por el amor de Dios, ¿podrían darnos algo de comer?». Lo hicieron, por supuesto. Chamberlain escribió orgulloso, con su solemnidad de costumbre: «Éramos hombres; y nos comportamos como hombres». Esa noche, también le informaron de que tendría el honor de mandar la división que representaría al Ejército de la Unión en la ceremonia de rendición. En la mañana del 12 de abril, cuatro años exactos después del ataque a Fort Sumter que inició las hostilidades, mientras Chamberlain estaba en cabeza de la 1.ª División, largas y silenciosas hileras de hombres vestidos de gris empezaron a desfilar ante ella. Este era un momento de humillación para los confederados, la cual Grant estaba decidido a obligarles a sufrir, pero, en ese momento, Chamberlain se giró hacia su corneta y le dio una orden. Sonó un toque de ordenanza y toda la división de la Unión, regimiento tras regimiento, pasó de la posición de armas al hombro a la de presenten armas, en signo de saludo. Fue un gesto magnífico que llegó al corazón de muchos confederados, quienes inmediatamente respondieron en consonancia. Aquella muestra de respeto mutuo y reconciliación le ganó el aplauso de la mayor parte del pueblo estadounidense.
Su generosidad de espíritu en la hora del triunfo de la Unión, que se reflejaba en la forma en que trató a los enemigos derrotados, le consiguió tanto respeto como sus acciones en el campo de batalla. Aunque la guerra había prácticamente terminado, con la firme recomendación de Griffin Chamberlain fue ascendido al grado de general de división en reconocimiento por sus servicios el 29 de marzo de 1865, en Quaker Road. Asumió el mando formal de la 1.ª División, que pasó las semanas que siguieron a la rendición de Appomattox intentando mantener el orden en las áreas rurales en medio del caos que acompañó al colapso de la Confederación. El 23 de mayo, recibió un último honor cuando encabezó al V Cuerpo durante la Gran Revista de los Ejércitos a través de Washington. Fue uno de los momentos más emotivos de su vida. Aunque siempre había deplorado los horrores de la guerra, estaba profundamente orgulloso de lo que él y los soldados de la Unión habían conseguido. «La lucha y la destrucción son terribles –escribió más adelante–, pero, en ocasiones, son regalos celestiales más que castigos infernales. Entre las privaciones y los sufrimientos padecidos, así como en las fatigas de la batalla, algunas de las cualidades más elevadas del ser humano se ponen en evidencia: coraje, autodisciplina, sacrificio del yo por valores más elevados y es aquí donde la caballerosidad alcanza su máxima expresión».
Resulta curioso que un hombre tan compasivo e inteligente como Joshua Chamberlain saliera de una experiencia como la guerra civil estadounidense con aquel entusiasmo tan romántico por la nobleza del combate, a pesar de sus dudas acerca de lo que pensaba Dios al respecto: «¿Fue el mandato de Dios lo que escuchamos, o es su perdón el que debemos implorar para siempre?», se preguntaba. Sus propios escritos acerca de sus experiencias pueden resultar irritantes para un lector moderno por su excesivo lirismo. Sin embargo, era típico de su época describir las acciones propias en esos términos. Al contrario que muchos otros individuos descritos en este libro, no solo tenía coraje, encanto y habilidad militar, sino que además era inteligente y fue celebrado por sus contemporáneos como un héroe estadounidense cuyo valor era equiparable a su nobleza y a su capacidad intelectual. La Guerra de Secesión representó un punto intermedio tecnológico y táctico entre las campañas de Napoleón y las de principios del siglo XX. Los ferrocarriles transformaron la movilidad y el telégrafo las comunicaciones estratégicas. Los rifles eran más letales gracias a las mejoras tecnológicas, pero aún no se había producido la revolución de las armas de retrocarga y de repetición. Las batallas entre Grant y Lee se contaron entre las últimas en la que los comandantes lideraban sus formaciones desde el frente, donde podían ejercer una influencia decisiva en primera línea con su ejemplo personal, como Chamberlain había hecho una y otra vez.
El general disfrutó plenamente de su fama en la posguerra. Sirvió cuatro mandatos como gobernador republicano de Maine y llegó a ser rector de Bowdoin, su antigua universidad. Su desempeño en este último cargo fue controvertido por la decisión de introducir la ciencia militar en el currículo, que incluía el adiestramiento militar obligatorio, pero los estudiantes se rebelaron contra la obligación de entrenar en uniforme hasta que Chamberlain se vio obligado a ceder y retirar la norma. Aunque su carrera militar se extendió a lo largo de menos de cuatro años de su larga vida, él siguió considerándose como un guerrero en las décadas que siguieron. Cuando estalló la Guerra Hispano-Estadounidense en 1898 a pesar de sus casi setenta años y los achaques provocados por sus heridas, intentó sin éxito que le dieran un mando operativo. Incluso su familia utilizaba el afectuoso título de «General» («Gennie», para sus nietos). Su matrimonio fue turbulento –en 1868 Fannie llegó a pedirle el divorcio– pero, de alguna forma siguió adelante, hasta que ella falleció en 1905. Los cirujanos que predijeron que las terribles heridas que sufrió en 1864 lo matarían, acertaron: lo hicieron cuando tenía ochenta y cinco años, en febrero de 1914. Chamberlain continúa siendo el parangón de las virtudes militares estadounidenses, uno de los hombres más dignos de admiración de los que han llevado un uniforme en cualquier ejército, en tiempos de paz o de guerra.
1 N. del T.: En realidad, era la llamada American bass viol, un instrumento popular parecido al contrabajo, aunque no exactamente igual (está a medio camino entre aquel y la viola da gamba), y que solía tocarse en las iglesias protestantes americanas a principios del siglo XIX.
2 N. del T.: Énfasis en el original.
3 N. del T.: Acerca de la batalla de Gettysburg, vid. Allen C. Guelzo, Gettysburg, Desperta Ferro, Madrid, 2020.