Читать книгу Todas nuestras noches - Maximiliano Pizzicotti - Страница 11

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Verano, 1978

Mis pies juegan con la tibia arena. Levanto la vista hacia el cielo y ahí, al final del mar, encuentro una explosión de colores donde los últimos rayos de sol ayudan a secar mis lágrimas.

Tengo mi cabeza apoyada en su hombro, sus brazos abrazando los míos. Ambos sabíamos que este día iba a llegar, pero incluso esta mañana parecía tan lejano. Similar a quien se imagina el fin del mundo y piensa que aún queda una eternidad para alcanzar sus metas y que, por eso, pospone su trabajo por dormir en sueños que saben a fantasía.

Siento su voz susurrándome al oído que me ama, pero ya es hora de no hacerle caso. Mentirme a mí mismo para no volver a sufrir vuelve a ser otra vez mi única salida. Nos ponemos de pie lentamente. Demoramos incluso en quitarnos la arena de nuestras ropas solo para estar juntos por un par de segundos más. Finalmente nos enfrentamos y nuestras miradas se encuentran, guardando el secreto más grande que jamás hemos vivido.

Nuestros labios se unen por última vez. El gusto salado de la brisa del mar en su boca, la calidez de sus brazos recorriendo mi espalda y el sonido de las olas rompiendo en la orilla componen esa combinación tan peligrosamente hermosa que durante este último verano sentí como mi hogar.

Al separarnos, me muerdo los labios mientras más lágrimas recorren mi cara. Le doy un apretón en la mano, él me lo devuelve. Estamos juntos en esto a pesar de que nuestros destinos nos distancien. Nos hacen pedazos, pero en el fondo sabemos que entre los dos podremos repararnos. Algún día, quizás.

–Nunca te voy a olvidar –me susurra al oído.

Sé que yo tampoco lo haré, pero ojalá algún día pueda. Ojalá algún día pueda borrar de mi cabeza al único chico del cual me enamoré durante unas vacaciones de verano tan improvisadas que estuvieron a nada de no llegar a ser. A tan poco de no haber sido todo.

Ahora me pregunto si de verdad hubiese sentido tal atracción por alguien así de no haberme encontrado con él. De no haberme animado a tocar su mano durante esa fiesta. De no haberlo abrazado por más tiempo de lo normal aquella tarde. De no haberme animado a darle un beso en aquel bosque. Zambullidos en la oscuridad y en nuestros cuerpos.

Trago saliva. Las palabras salen de mí entrecortadas, demasiado amargas. No quiero despedirme, pero tomo fuerzas y lo hago. Todo avanza, el tiempo pasa. Inconscientemente, trato de aferrarme a esa esperanza que grita dentro de mí que, cuando el mar se entibie otra vez, lo volveré a ver.

Nuestras manos se desenlazan, pero nuestras miradas no. A medida que lo veo caminar cuesta arriba, sus huellas marcadas en la arena, siento como todo se nubla a mi alrededor. Al ver sus rizos desaparecer, mi mundo se emborrona. Por unos segundos me cuesta respirar y los colores se confunden. Mi cuerpo se desploma en la arena húmeda por el rocío mientras mi vista se pierde en las primeras estrellas. Sopla el viento y empieza a hacer frío, lo noto allí donde sus brazos me tocaban.

Si cierro los ojos y nublo mi mente, todo sigue igual. El romper de las olas. El ulular de los búhos. El aire fresco que corre a orillas del mar. Los ruidos agudos de los grillos. Solo falta él. Faltan nuestras charlas hasta que salga el sol. Faltan nuestras manos rozándose entre la arena. Nuestras risas interminables. Sus cosquillas. La fogata que se apaga. Su perfume en mi campera. El verano por delante. Los besos. Su tacto.

Falta esa magia.

Solo espero algún día volverla a encontrar.

Todas nuestras noches

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