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Historias

Siempre, desde que era chica, tuve cierta afición por las historias.

Me encantaba enfrascarme en libros, películas, series, cualquier cosa que me abdujera de la realidad. No recuerdo en qué momento las empecé a coleccionar. Quizás fue cuando papá me llevó por primera vez al cine o cuando mi abuelo me regaló aquella novela desgastada que solía leer en su adolescencia. No tengo idea. Solo sé que, en cierto punto, ese hechizo que traían con ellas entró a mi vida y entonces supe que lo había hecho para quedarse.

Fue la ficción la que me protegió cuando, durante mi infancia, papá salía de fiesta con sus amigos y no volvía. Eran los libros quienes me hacían sentir acompañada, los únicos que me brindaban un escape. Me abrían las puertas a sus mundos y yo las atravesaba junto a sus personajes, pintándolos con mi imaginación en el patio trasero de casa o en la silla vacía que quedaba junto a mí en el colegio los días de lluvia. Crecí tan confiada en ella, creyendo que si caía lo iba a hacer en sus brazos, que, cuando terminé la secundaria y me mudé a la gran ciudad, algo me tomó por sorpresa. De repente, al no estar más encerrada en un pueblo, sentí que la ficción, por alguna razón, empezaba a quedarme chica.

Al principio no lo entendía. Sentía como si mi vida se sacudiera. No tanto como un pez fuera del agua, sino como uno que se hubiese olvidado de cómo nadar.

En mi cabeza resonaban todas esas conversaciones que había escuchado desde detrás de la puerta, en las que las novias de papá afirmaban que mi amor por la lectura era tan solo una fase. Que pronto iba a empezar a vivir la vida, me iba a enamorar y esas horas encerrada en mi habitación ya no iban a existir más.

Nunca les quise creer, pero ¿y si siempre tuvieron la razón? Ahí, varada entre apuntes en mi nuevo apartamento, llegué a desconocerme y eso me dio miedo.

Se me dificultaba concentrarme mientras leía, incluso me costaba encontrar una película que captara mi atención. Era nada más presionar play para que alguna bocina sonara en la calle y me arrebatara hacia la realidad, destruyendo mi ilusión.

Estaba empezando una carrera y ya no contaba con tanto tiempo libre como antes. Llegaba la hora de admitir que, lo quisiera o no, estaba transitando un cambio y, en el proceso, me entristecía creer que había perdido la pasión por lo fantástico. Sentía como si las historias hubiesen perdido su encanto.

Hasta que una tarde, me demostraron lo contrario.

Fue un día que estaba demasiado cansada de todo. Me costaba entender un par de conceptos y todavía no tenía amigos con quienes pasar el rato. Me pareció que no tendría sentido pagarme una merienda para mí sola o salir a caminar, tampoco tenía tanto dinero. Acarreaba un dolor de cabeza terrible producto del estrés que me ocasionaban tantos estímulos. Así que, simplemente, decidí salir a mi balcón a tomar un poco de aire.

Y ahí fue cuando todo un espectáculo de emociones se extendió ante mis ojos.

A los pies de mi edificio se extiende una de las avenidas principales de la ciudad, colmada de autos, rodeada por edificios de gran altura. Cientos de vehículos la recorren de lado a lado todos los días y, sobre ellos, miles de personas viven en sus propios universos, escribiendo, momento a momento, sus propias historias.

Les empecé a tomar cierto hábito, después de todo. Armada con una taza de manzanilla para que entibie mis manos y una manta sobre mis piernas para que me proteja de los días más frescos que trae este otoño. Los lentes bien colocados, el primer brillo de las estrellas en el cielo y, frente a mí, un escenario colmado de personajes con sabor a todo eso que la ficción me sabía generar.

Desde mi octavo piso, me tomo la libertad de observar cada movimiento por la mera razón de desconectar un poco de mis problemas para bañarme en esos mundos que habitan los otros, asombrada por cada detalle. Unas luces nuevas por allí, alguna discusión por allá. Amigos charlando sobre sus deudas o parejas dándose la mano para que cualquier persona las vea.

Descubrí, entonces, que salir al balcón era una experiencia diferente todos los días.

Hoy me acompaña como banda sonora la playlist de electrónica de unos chicos del edificio de enfrente. Las canciones inician con matices suaves que incrementan su velocidad de a poco hasta que las notas de un ritmo incesante inundan la calle y ahogan parcialmente el ruido del tráfico.

Cada tanto resuena una bocina desde la avenida producto del estrés característico de la ciudad. Estiro un poco la cabeza para observar el techo de los autos, pero cuando bajo la vista me distraigo con el humo de un cigarrillo elevándose desde el balcón de abajo. Los dedos que lo sujetan son femeninos y están cubiertos por los puños de una campera gastada. También noto una taza de café a medio tomar en el borde de ladrillo.

Me pregunto si ella también estará enamorada de la belleza de lo cotidiano. A pesar de que vivimos en el mismo edificio, no la conozco. Tampoco sé si querría hacerlo. Contemplarla desde acá arriba me produce cierta paz y no quisiera arruinarme esa ilusión.

Hablando de café, en la esquina de enfrente preparan mi favorito. Todavía está abierto, aunque ya no debe quedar mucha gente. A mis oídos llega el tintinear de las campanas de su entrada un poco más fuerte y agresivo de lo normal. Cuando me giro a ver quién sale, distingo a dos chicas que, entre risas, caminan tambaleándose abrazadas hasta que las pierdo de vista. Me parece haberlas visto ya un par de veces.

Contrario al resto, en el edificio que está junto al mío la mayor parte de las luces están apagadas. Es una estructura ya vieja, casi inhabitada. Recuerdo escuchar rumores de que pensaban remodelarlo. En el sexto piso viven dos chicos de mi edad, aunque hace un par de tardes los escuché gritar y, desde entonces, solo he visto al moreno paseándose por la habitación con la misma camiseta de siempre. Me pregunto si se habrá estado bañando, porque desde acá observo al tendedero en su balcón con las mismas camisetas que aparentan aún estar secándose desde hace una semana.

Delante de mí, unos pisos por debajo de donde proviene la música que de a poco se va convirtiendo en fiesta, una chica de mi edad con el pelo enrulado se cierra la campera y calza su mochila junto a la ventana. A ella la veo todas las semanas. Viene a acompañar a quien yo considero que es su abuela. Se sientan en el balcón a leer y algunas veces las escucho reír. Su relación me llena de ternura. Los viernes son días de ajedrez, se pasan horas, a veces quizás la tarde entera, jugando. Estoy segura de que más de una vez ella ha visto la sonrisa que se me forma cuando escucho a su abuela cantar victoria. Ella siempre pierde, pero dudo que en todas sea por haberla dejado ganar.

En el edificio contiguo observo a una pareja besarse contra el borde de su balcón. Están en uno de los primeros pisos, él la agarra con fuerza de la cintura y ella de su espalda. No creo que pase una sola molécula entre ellos de lo pegados que están. Como si buscasen fundirse el uno en el otro. Desearía algún día poder experimentar lo que eso se siente.

Pasado un tiempo, el caos que desatan los vehículos afloja bastante y a la fiesta de en frente se le empiezan a sumar otras a lo largo de la avenida. Decido que es hora de volver a mi vida, así que tomo la taza vacía, enrosco la manta y deslizo el vidrio. Pero antes de entrar, me giro a observar todas esas escenas por última vez. Me despido en silencio de las estrellas y de cada una las personas que sentí esta tarde.

Comienzo a darme cuenta de que todos somos un mundo aparte con diferentes culturas e incluso otros tipos de lenguajes. He descubierto que las historias están en todos lados, no solo escritas en la ficción. También pueden ser una anécdota o una canción. O quizás el vistazo que podamos echar desde una ventana o un balcón.

Todavía no encontré a alguien que me comparta las suyas, pero sé que, si abro los ojos y escucho con atención, el viento me susurrará las de otras personas. Y de momento, salir a escucharlas se ha convertido en mi parte favorita del día.

Todas nuestras noches

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