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Un cambio radical

Regresamos a Cuenca y luego a Quito donde ya nada fue igual. Al principio fue terriblemente duro, comenzaron a ocurrirme las cosas más extrañas y empecé a pensar que estaba desquiciada.

Comencé a regalar todo lo que tenía, a mirar a los demás con otros ojos, a preocuparme por sus necesidades y perdí todo deseo de figurar y de ir a fiestas. Rechazaba todo tipo de invitaciones y prefería visitar a los mendigos y velar por sus necesidades. En esa época nació el reparto de la comida a los niños y ancianos en las calles debido a que me dolían tanto el hambre y la pobreza de mis hermanos.

Percibía una presión especial en mi frente, como si llevara una vincha, y empecé a actuar de forma inusual. Deseaba ardientemente ir a la iglesia y cuando veía alguna, corría hacia ella. Comencé a amar a todo el mundo. Tenía sueños especiales, veía luces y percibía perfumes y presencias que me llenaban de paz. Comencé a despertarme rezando.

Lógicamente mi esposo, con justa razón, pensó que había perdido el juicio. Por esta razón me llevó al neurólogo, al psicólogo y luego a la psiquiatra, con quien tuve una manifestación algo singular.

Aparentemente mi hija y mi esposo le habían advertido que yo estaba loca y que se cuidara de mí, que no dejara que la abrazara. Éramos muy amigas y cuando ingresé en su consultorio, puso distancia conmigo.

Ella era algo agnóstica, así que cuando me pidió que le contara cuáles eran mis síntomas, empecé a comentar lo que me había sucedido en El Cajas, la aparición de la Santísima Virgen. No hizo mayor comentario, pero me escuchó atentamente.

Al finalizar me dijo: “Mira, realmente yo no encuentro que tengas ninguna patología, pero creo que debes controlar ese impulso de contar lo que te ha sucedido. Ve, hablaré con tu esposo y le comunicaré que no hay de qué preocuparse”. Agradecida, me abalancé hacia ella y le di un cariñoso abrazo. Mi sorpresa fue mayúscula cuando se le “pararon los pelos”. Hasta el día de hoy me río del impacto que sufrió. Mi esposo entró en ese instante y le dijo: “¡Te dejaste abrazar, te dije que no lo hicieras!”. No había entendido que estaba muy eléctrica y que esa era la razón por la que mis seres queridos no se dejaban abrazar.

Luego de un par de meses, me encontré con ella en la Iglesia de Miraflores y se acercó a saludar. “No sé lo que me hizo tu Virgencita, –me dijo– pero mírame, aquí estoy ayudando a restaurar esta Iglesia”. Ahora la médica es un pilar en esa parroquia.

La Virgen del Cajas

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