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Prólogo

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«Un viaje de mil millas comienza con un solo paso».

Lao-Tse

Madrid, primavera de 2016

Los jueves deberían estar prohibidos. El jueves fue el día dedicado por los romanos a Júpiter, el encargado de las leyes y el orden social, pero para Daniel Durán un jueves era todo lo contrario. Si repasaba su vida, siempre había uno en el que su biografía tomaba un rumbo imprevisto, en el que todo se desordenaba hasta lo insoportable. Los jueves, desde hacía mucho tiempo, despuntaban para Daniel con el sello del desastre rubricado en la espuma del primer café tomado deprisa por la mañana en la cafetería que había bajo su casa. Para él, los jueves amanecían marcados.

Había aprendido de ellos que, por mucho que pusiera todo su empeño, no se podía esquivar al destino.

La redacción de Vimar bullía esa mañana. El tecleo constante en los ordenadores se mezclaba con el sonido del televisor, que siempre permanecía encendido en un canal de noticias, y el de los teléfonos que no paraban de sonar. En cada mesa, los empleados se afanaban en su trabajo. Algunos, corrigiendo los textos de los libros que tenían una fecha de publicación a la que debían llegar sin retraso. Otros, concentrados en los artículos que les habían asignado para las revistas que debían cerrar la edición esa misma mañana. El tiempo corría más que los dedos sobre las teclas, así que no convenía perderlo. La daga de la fecha de entrega pendía sobre cada cabeza y ese día nadie se podía permitir el breve descanso de un café. El murmullo constante de voces apresuradas completaba la banda sonora de esa mañana en la cuarta planta del edificio del Grupo Editorial Vimar, situado en el centro de Madrid, a dos calles de la Gran Vía.

Daniel, sentado en su silla, era la excepción.

Daniel Durán no tenía nada que hacer y permanecía ocioso y en silencio frente a la pantalla de su ordenador. Su labor era cubrir los huecos, «apagar fuegos» como llamaban a lo que hacía en el argot de la empresa, y ese día no se necesitaban sus labores de extinción de incendios. Entretenía las horas que le quedaban hasta la salida leyendo artículos de otros compañeros, analizando su manera de expresarse al milímetro. En realidad, eso era parte de su trabajo, empaparse de la forma, averiguar cómo construían las frases para, llegado el momento, hacerse pasar por ellos. Daniel era el imitador, el que nunca firmaba nada porque su tarea era cubrir a quienes, por la razón que fuera, no podían entregar sus artículos a tiempo al cierre de la edición. Daba igual el tema, Daniel era hábil con las palabras, tanto que era capaz de hacer creer que lo sabía todo de cualquier cosa que le encargasen. Una simple búsqueda en Google, las frases elegidas con tiento, y el milagro estaba servido.

Esa mañana, su objeto de estudio era el estilo florido y barroco de uno de los redactores más antiguos, a quien tendría que sustituir en breve porque se pasaba más tiempo en consultas médicas que sentado delante de su pantalla. No le gustaba su manera de redactar, pomposa y enrevesada, pero era de los más fáciles a imitar porque repetía hasta la saciedad varias palabras y las frases siempre las hilaba en una secuencia de subordinadas que de pronto cortaba con una más breve para enfatizar la idea en la que quería poner el foco.

Pan comido para alguien como Daniel.

—¡Durán!

Daniel levantó la vista cuando su apellido se impuso por encima del sonido del televisor, el murmullo y los teléfonos. El grito salió de la boca de la directora, que se había plantado a su lado sin que se diera cuenta. Media plantilla dejó de teclear, expectante, y las voces se fueron apagando. El tono de Beatriz Álvarez, una mujer menuda y nerviosa de unos cuarenta años, no auguraba nada bueno y provocó que tragase saliva en un gesto inconsciente.

—Tú eres imbécil, ¿verdad?

La media plantilla que no parecía haberse inmutado con el primer grito dejó de inmediato lo que estaba haciendo para no perderse el espectáculo que se avecinaba. Beatriz, enfurecida, tiró el ejemplar de una revista encima de la mesa de Daniel, que la miraba sin comprender.

—¿Se puede saber en qué estabas pensando?

Daniel la recogió. Era el número tres de una publicación infantil protagonizada por los personajes de una serie de dibujos animados de mucho éxito. Estaba abierta por la página en la que se explicaba cómo atarse los cordones, uno de los artículos que Daniel había entregado la semana anterior. No hizo falta mucho tiempo para que se diera cuenta de por qué le estaba gritando. Ahí, al lado del texto que explicaba con detalle los pasos a seguir —incluyendo una divertida disertación en la que los comparaba con las orejas de un conejito—, estaba el problema. En lugar de las fotos ilustrativas que había seleccionado para el artículo, aparecían una serie de gráficos con los datos de la venta de ebooks en el último año. Daniel empezó a ser consciente de lo que estaba pasando. La semana anterior había tenido que entregar los dos artículos, el de los cordones y el de la venta de libros electrónicos, y se había visto obligado a redactarlos casi de manera simultánea. En algún momento tuvo que intercambiar las imágenes de uno con el otro y el resultado de su despiste brillaba a todo color frente a sus ojos. La revista de niños había llegado a imprenta con las fotos equivocadas.

—¿Sabes el dineral que nos va a costar retirar toda esta mierda? —gritó Beatriz.

—Yo…

No fue capaz de decir ni una sola palabra. El poco más de metro sesenta de Beatriz pareció crecer de pronto, paralelo al volumen de sus quejas. Para cuando terminó de echarle la bronca, toda la redacción le estaba mirando, mientras aguantaba impertérrito la lluvia de palabras de ella, que más parecía una tormenta que una mujer.

—¡A mi despacho!

Los ojos azules de Daniel se abrieron en un gesto de sorpresa. ¿Para qué se lo llevaba a su despacho después del espectáculo al que le había sometido? En su mente solo cabía una opción: la de ser despedido. Se levantó despacio y siguió los rápidos pasos de Beatriz, intentando mantener una serenidad que se iba escapando de su cuerpo tras cada paso de ella. La humillación completaba la comitiva, siguiéndolo muy de cerca, y a ella se unió la mirada burlona de Darío Cifuentes, redactor de deportes.

Puto jueves.

Beatriz esperó a Daniel en la puerta y la cerró con un gran estrépito. Las estanterías de su despacho, en las que se acumulaban cientos de documentos y libros, temblaron casi tanto como Daniel, que solo podía pensar en que no le apetecía lo más mínimo volver a casa de sus padres. Sin trabajo, la posibilidad de seguir viviendo solo se esfumaba por segundos y se veía con treinta y seis años de vuelta a su habitación de niño. Beatriz caminó unos pasos para sentarse en su silla, mientras él seguía plantado en medio de la habitación, sin saber qué hacer.

—¿Te vas a sentar? —le ella preguntó, todavía con el gesto de ira que había lucido fuera.

No dijo nada ni hizo ninguna mueca. Se sentó, con la misma cara de quien está preparado para que le lean su sentencia de muerte, a esperar la segunda parte de aquella mañana que se había vuelto gris de pronto. Aunque estuvieran a mediados de marzo y la primavera se hubiera empeñado en hacer acto de presencia en las calles, Daniel sintió el frío del invierno dentro de él.

—¿Sabes lo que cuesta retirar una edición? —le preguntó desde su silla.

—Sí, y lo siento.

—Ya, ya sé que lo sientes, pero con sentirlo no se arregla nada. Deberías haber estado más atento a lo que hacías. Durán, es la tercera vez que cometes un error este año. Los dos anteriores logré detectarlos antes de que fuera un desastre, pero esta vez te has pasado.

Daniel la miró muy serio, dispuesto a ofrecerle una disculpa más antes de la salida más digna que se le ocurría: dimitir. Para él, aquellos no eran días fáciles y Beatriz llevaba razón, había cometido errores desde principio de año, pero también era verdad que siempre trabajaba a contrarreloj, haciendo malabares con las palabras. No era libre de poner lo que le viniera en gana, tenía que tener en cuenta el estilo de la persona a la que suplía, algo por lo que el resto de los trabajadores de aquella redacción no se veía condicionado. Una mierda se mirase por donde se mirase, pero era para lo que le habían contratado. Antes de que le diera tiempo a abrir la boca, Beatriz mutó el gesto y sonrió, componiendo uno poco acorde con el clima de tensión que se había creado.

—¿Me vas a despedir? —preguntó Daniel, con el miedo atenazándole el estómago y la confusión por su sonrisa prendida en la mente.

El semblante de Daniel, a pesar de todo, permaneció tan neutro como el tono de su voz.

—¿Despedirte? Tú eres idiota. Nadie en esta maldita redacción sabe hacer lo que haces tú. Nadie es capaz de imitar a otro sin que se note, no quiero deshacerme de ti porque me salvas el culo más veces de las que estoy dispuesta a admitir.

—¿Y entonces? ¿A qué ha venido todo esto?

—Ahora, cuando salgas ahí, actuarás como si la hubieras cagado. Te voy a mandar a casa con unos días libres para que reflexiones.

Daniel no entendía nada. La actitud de Beatriz se había relajado y no parecía, ni de lejos, tan enfadada como minutos antes. Sus palabras añadían un extra de confusión a la que ya había sentido al entrar. La directora de Vimar se levantó y cerró las persianas venecianas, para darle privacidad al cubículo que tenía como despacho. Muchos de los redactores, a pesar de las prisas, no dejaban de mirar lo que estaba sucediendo allí.

—Tenemos que hablar de algo, pero no quiero que nadie ahí fuera ni siquiera sospeche de qué se trata —dijo, volviendo a sentarse en su sillón ergonómico.

Mientras se movía hacia los lados en su cómoda silla de trabajo, le lanzó otro ejemplar de la revista infantil que estaba encima de su mesa. Daniel la recogió, sin saber muy bien dónde quería ir a parar su jefa. A una indicación de ella, la abrió y buscó el artículo de los cordones. Allí, junto al texto que había escrito unos días antes, las coloridas ilustraciones de unas zapatillas apoyaban las explicaciones. Tal y como él creía que las había mandado.

—Cometiste el error, pero me di cuenta al revisar tu trabajo. Esa revista es la que se pondrá mañana a la venta, no la que te he enseñado. Esa he mandado que la impriman aparte porque la necesitaba para traerte aquí.

—¿Y no hubiera sido más sencillo sin darme el susto que me has dado? ¿O sin humillarme delante de todo el mundo? —preguntó.

Estaba enfadado con ella, pero no dejó que lo viera en su tono. Si algo hacía Daniel bien, además de imitar a otros escribiendo, era no mostrar lo que sentía frente a nadie.

—No, no lo hubiera sido porque lo que tengo que pedirte tiene que mantenerse en secreto y para ello necesito que los demás piensen que la has cagado y que por eso vas a irte a casa unos días. ¿Me puedes explicar esto?

Beatriz giró la pantalla de su ordenador para que Daniel pudiera verla. Allí, un correo electrónico ocupaba toda la superficie.

—Lee —le animó.

Daniel leyó las dos líneas que componían aquel correo dos o tres veces antes de atreverse a separar los ojos de la pantalla:

Cita a Daniel Durán en casa de Elsa dentro de unos días, necesito hablar con él. Muchas gracias, Beatriz.

Alejo Novoa

—¿Cómo has conseguido ponerte en contacto con él? —preguntó la directora.

—Pues… le mandé un correo electrónico al email que tiene para que le escriban sus admiradores.

A la directora de Vimar la explicación le resultó insuficiente.

—Alejo Novoa no ha contestado a nadie en toda su vida. ¡Daniel, no me contesta ni a mí! Llevo años suplicándole una entrevista para una de nuestras revistas y siempre he recibido lo mismo: silencio. ¿Se puede saber cómo te las has arreglado para que quiera hablar precisamente contigo?

El redactor se encogió de hombros. No le parecía que hubiera hecho nada excepcional.

—He escrito a ese correo incontables veces, pero a mí tampoco me ha contestado, si te sirve de consuelo. De hecho, esta vez, si no me equivoco, te ha contestado a ti.

Beatriz le miró muy seria. Dio la vuelta a la pantalla y volvió a leer el escueto correo de Alejo Novoa. Daniel estaba en lo cierto, no le había escrito a él, sino a ella. No se había puesto en contacto con él, sino con la directora del grupo para el que él trabajaba.

—Bueno, ahora eso es lo de menos —le dijo—, lo que quiero saber es qué has hecho en concreto para conseguir llamar su atención hasta este punto.

Él volvió a negar con la cabeza.

—Llevo meses mandándole correos. Le consulto dudas, le hago preguntas que me acabo contestando yo solo, porque nunca me ha respondido. Hace mucho que estoy escribiendo un ensayo sobre él. Quería que participara de alguna manera en este proyecto. Ya sé que parece de locos, pero escribirle, aunque a él le resbalase lo que yo le contaba, se convirtió en un estímulo para mí.

Beatriz tamborileó los dedos contra la pulida superficie de su mesa. El que ella estuviera en medio de la petición de Alejo era algo que le había parecido caído del cielo. No era mujer de desaprovechar oportunidades, así que decidió sacar alguna ventaja de aquello. Abrió ligeramente el cajón de su mesa y se quedó mirando un pequeño objeto que llevaba unos días guardado allí. Esperaba no tener que llegar a usarlo.

Cerró el cajón.

—Vamos a hacer una cosa —le dijo a Daniel, apoyando los codos en la mesa y aproximándose a él—. Como Alejo ha querido que sea yo quien te ponga en contacto con él, tengo un encargo que hacerte. Un justo quid pro quo.

—¿Un encargo?

—Por supuesto. Quiero que le hagas una entrevista para mí y, de paso, que le convenzas para que nos dé la publicación de una novela.

Daniel estuvo a punto de entrar en shock por segunda vez aquella mañana. Alejo Novoa era un escritor de culto que llevaba casi treinta años retirado del mundo editorial. No había concedido nada más que media docena de entrevistas en su vida, a principios de los ochenta, y en ninguna apareció ni siquiera una foto. Desde hacía muchos años era público que había decidido no escribir nada más. No entendía por qué Beatriz pensaba que entrevistarlo y convencerlo de que les diera la publicación de una novela era algo que podría hacer él, por mucho que el escritor quisiera verlo y hubiera sentido curiosidad por sus preguntas.

—No ha querido saber nunca nada de periodistas de renombre, pero por alguna razón tú le has caído bien. Eres el hombre perfecto para conseguirlo. Por supuesto, le dirás que todo lo que sepas de él, su dirección, su vida personal, todo, te lo guardarás para ti. Oficialmente seguirá desaparecido, como siempre ha querido estar.

—Me has dicho que, además, quieres que le convenza para que nos venda una novela. Eso… eso es imposible y los dos lo sabemos —alegó Daniel.

—En esta vida solo es imposible lo que queremos que lo sea. Irás a esa cita y me traerás ese libro. Tienes seis meses para lograrlo.

—¿Y si no quiero?

—¿Por qué no ibas a querer?

Beatriz se temía aquello. Daniel Durán no se caracterizaba precisamente por ser un hombre ambicioso.

—No tengo ninguna necesidad de tener relevancia alguna. No te niego que me apetecería conocer a Alejo Novoa y hablar con él, pero no tengo interés en esa entrevista. Si él quiere seguir desaparecido, yo lo respeto. No a todo el mundo le gustan los focos.

Daniel se levantó de la silla, dando por finalizada la entrevista con Beatriz. Ella emitió un suspiro profundo. Al final iba a tener que hacer uso de sus recursos.

—Si no lo haces, te irás. Tú decides si quieres seguir trabajando o te buscas otro empleo, pero ya sabes cómo están las cosas. Creo que tienes una hipoteca que pagar que además compromete la casa de tus padres. ¿Vas a dejarlos también a ellos en la calle?

Abrió la boca para replicar a Beatriz, pero no fue capaz. No entendía cómo había averiguado lo de la hipoteca, pues estaba seguro de que no había compartido esa información con nadie. Era algo que en su momento no le pareció mala idea, pero a medida que la crisis había hecho mella en su economía le quitaba el sueño por las noches. Si no pagaba, no solo perdería su piso, sino la casa que sus padres habían logrado tener en propiedad después de toda una vida de sacrificios.

No era algo con lo que se pudiera jugar a la ligera.

—Daniel, piénsalo —dijo Beatriz—. No es la única información tuya que manejo.

Cuando Daniel salió del despacho, el color había abandonado su rostro. Recogió la mochila donde guardaba su portátil y se marchó de la redacción. Darío Cifuentes se aproximaba al despacho de Beatriz y le dedicó una sonrisa de satisfacción mal disimulada.

La directora, en su silla, se estremeció. El aplomo que había mostrado se esfumó en el mismo instante en el que Durán cerró la puerta. Lo que le acababa de proponer era un despropósito total, una empresa que ni ella misma estaba segura de que se pudiera llevar a cabo, pero no le había quedado más remedio que hacerlo. Ella también tenía una fecha que apuntaba a su cuello y una reunión de accionistas en menos de medio año que iba a rebanárselo si no hacía algo pronto.

No estaba segura de que lo que se le había ocurrido fuese una buena idea. Cruzó los dedos de manera imaginaria para que así fuera, para que nada se torciera por el camino.

—¿Puedo pasar? —preguntó Darío Cifuentes, cuando ya tenía medio cuerpo dentro del despacho.

Beatriz suspiró. Si creyera en los augurios, se habría puesto a temblar al ver al redactor de deportes.

Para ella era cualquier cosa menos un amuleto de la buena suerte.

De camino a casa, Daniel no podía dejar de pensar en el encargo tan extraño que había recibido. Alejo Novoa era toda una celebridad rodeada de secretos. Su única obra, El hombre inconstante, suponía el mayor éxito editorial de las últimas décadas en España y el Grupo Vimar tenía todos los derechos sobre ella. Las ediciones y reediciones que se habían impreso de la novela eran incontables, era materia de estudio en institutos y universidades y el Poeta, el personaje principal, tenía tanta fuerza que más de un escritor lo había utilizado como referencia en sus textos.

La vida de Alejo Novoa era un misterio. No había una sola fotografía, no tenía presencia en las redes sociales —salvo algunos perfiles hechos en su honor que reproducían sus frases con insistencia en Twitter— y de él solo se conocía una breve biografía que afirmaba que había nacido en la década de los cuarenta en Palencia. Con el éxodo rural de los sesenta, cuando no era más que un adolescente, se trasladó a la capital con sus padres y, a partir de ese momento, lo único que se sabía era que en 1984 había publicado su libro en una pequeña editorial. El éxito fue instantáneo y arrollador, tanto que la editorial recaudó beneficios enormes que se invirtieron en convertirla en uno de los grupos referentes durante el final del siglo XX y la primera década del XXI.

Se rumoreaba de todo sobre Novoa. Que se había retirado enseguida porque no soportaba el éxito. Que había enfermado de gravedad y permanecía postrado en una cama. Que, deprimido, había muerto de una sobredosis de tranquilizantes y sus herederos, de los que tampoco se tenían datos, no habían querido informar de ello… Como quiera que fuese, todo lo que le rodeaba eran hipótesis y que hubiera querido ponerse en contacto con él le parecía tan extraño como sorprendente.

Daniel había leído varias veces la novela. Le parecía que, en sus escasas doscientas páginas, Alejo Novoa había sido capaz de diseccionar el alma humana de una manera magistral, haciendo gala de unos recursos narrativos tan sencillos que parecía increíble que lograsen el impacto que tenían en el lector. Las palabras latían en cada línea, acompasándose al corazón de quien se acercaba a ellas. Sacudían su conciencia y despertaban los pensamientos con la facilidad de la que solo es capaz alguien que siente mientras escribe.

Daniel tenía mil preguntas para hacerle. Beatriz no lo sabía, no podía saberlo porque nunca hablaba con ella, pero él había estudiado el estilo de Novoa, llegando a la conclusión de que era tan sencillo y tan único que él sería una de las pocas personas que se escaparían a su capacidad de imitar. No era tanto la forma, sino el pulso entre las líneas, esa frontera invisible que separa lo genial de lo prescindible, lo que transmitía las emociones que se habían convertido en universales. Lo no escrito tenía mucho más valor en El hombre inconstante que las palabras mismas.

Mientras introducía las llaves en la cerradura de su puerta, soltó un suspiro de alivio. Gracias a Dios no tenía que imitarlo, Beatriz le había pedido que lo entrevistara y, aunque le parecía un reto complicado —¿qué iba a preguntarle que no sonase vacío?— no lo era tanto como que se le hubiera ocurrido que tenía que emular al inimitable. La otra cuestión, convencerlo de que les vendiera una novela, le parecía una quimera, pero prefirió no pensar en ello de momento. Su jefa estaba loca si pensaba que él sería capaz de persuadir al escritor para que volviera si no lo había hecho nadie en todos esos años.

Dejó sus cosas en la entrada de la casa, se descalzó y fue directo a abrir su correo. Beatriz le había dicho que en él encontraría la dirección donde tenía que presentarse sin falta al día siguiente, a las nueve de la mañana. La cita no era lejos: una casa en las afueras de El Escorial, a apenas tres cuartos de hora en autobús desde donde vivía.

Tenía muy pocas horas para tomar una decisión.

Fue a la estantería y cogió la novela para releer algunos de sus pasajes. Uno de ellos elegido al azar hablaba de la familia. El último refugio. Lo único que quedó en pie tras la tormenta. No podía consentir que lo perdieran todo por su culpa. Localizó una libreta y comenzó a apuntar las preguntas de la entrevista.

El autobús interurbano dejó la AP-6 para tomar el desvío a El Escorial. Continuó por la carretera de dos carriles hasta San Lorenzo y Daniel se bajó en la parada que le indicaba el mapa que Beatriz había incluido en el correo. Desde ahí, con el papel donde tomó notas como referencia, siguió caminando unos metros hasta encontrarse con la casa. Miró el reloj que llevaba en la muñeca derecha y constató que eran las nueve menos un minuto. La puntualidad era una de sus virtudes, así que se entretuvo unos segundos hasta que llegó la hora exacta. Se infundió valor con varias inspiraciones y, con el dedo sudoroso por los nervios que le provocaba pensar que iba a conocer a Novoa, apretó el timbre. Se le hizo eterno hasta que la puerta del portal emitió un zumbido que indicaba que había sido abierta. Ni siquiera le habían preguntado quién era por el portero automático, señal de que había alguien esperando su visita. Tan inquieto como si estuviera a punto de realizar un examen en el que se jugaba su futuro, algo que tampoco era tan descabellado pensar dadas las condiciones que le había impuesto Beatriz para conservar el empleo, enfiló los escalones. Con calma. Tomándose su tiempo entre uno y otro, guiado por la incertidumbre de lo que le esperaría al otro lado de ese segundo piso en el que le habían dicho que le esperaba el escritor.

No tuvo dudas sobre la puerta que debía elegir. Permanecía entreabierta, esperando que la atravesara. Sin embargo, Daniel no se decidía. Pensó en decir un «hola» a modo de saludo, una palabra cualquiera para indicar que había llegado hasta allí, pero estaba seguro de que la voz le temblaría. Alejo Novoa imponía, y no porque lo hubiera visto alguna vez. Imponía todo lo que transmitía a través de su novela, confiriéndole en la mente de Daniel un aura de superhombre que intimidaba su voluntad. Tanto que casi se asustó cuando una anciana, que debía de rondar los ochenta años, terminó de abrir.

—Supongo que eres el periodista —le dijo.

—Sí —contestó Daniel, carraspeando mientras buscaba un tono de voz que indicase una seguridad que no sentía ni de lejos—. Daniel Durán, encantado.

Le tendió la mano a la mujer, que la agarró para estrechársela sin dudarlo. Sus largos dedos, envejecidos casi más que el resto de su cuerpo, transmitían una calidez que no esperaba. La sonrisa en el rostro le invitó a traspasar el umbral.

—Yo soy Elsa —le dijo—. ¿Has desayunado?

—Sí, no se preocupe —contestó.

Supuso que quedarse plantado en el rellano le haría quedar como un idiota, así que la siguió.

—Bueno, pero un café no me lo rechazarás, ¿verdad?

El penetrante aroma a café recién hecho los guio hasta la cocina. Atravesaron un largo pasillo que distribuía las habitaciones a ambos lados. Todas las puertas, incluso la del baño, estaban abiertas excepto una. Antes de que le diera tiempo a reaccionar, se encontraba parado en la cocina. Elsa había preparado de antemano dos tazas encima de la mesa blanca y le invitaba a sentarse frente a ella.

—Así que eres el hombre al que ha hecho venir Alejo.

—Sí.

—Y tu nombre es Daniel Durán —continuó Elsa.

—Puede llamarme Durán. Nadie usa Daniel.

Se ahorró decirle que hacía mucho que tampoco intimaba con la gente lo suficiente como para que alguien se plantease llamarle otra cosa que no fuera Durán. Sus padres eran casi los únicos que se dirigían a él por su nombre.

—Yo te llamaré Daniel, entonces. Bien, vayamos a lo que nos interesa. Alejo Novoa quiere saber de ti, tus correos han despertado su curiosidad y, créeme, eso no sucedía con nadie desde hace mucho, mucho tiempo. Pero, además, Beatriz está empeñada en que le hagas una entrevista.

—Eso me ha dicho.

—Los dos sabéis que nunca las concede, ¿verdad? —preguntó Elsa, sin dejar de mirarle a los ojos.

Le intimidaba la seguridad que emanaba aquella mujer menuda, pero se mantuvo en una pose de aparente serenidad. Se irguió un poco en la silla.

—Yo estoy seguro de ello, pero ella no lo entiende y es lo que pretende.

—¿Qué relación tienes con Beatriz?

Daniel no esperaba una pregunta como esa. Elsa, sin decirlo, le estaba preguntando si tenía algún tipo de relación personal con la directora del grupo editorial, y en cierto modo entendía que ella se lo preguntase.

—Es mi jefa. Nada más —contestó.

Elsa se quedó mirando a Daniel. De piel y pelo morenos, sus ojos de un intenso azul eclipsaban su aspecto descuidado al vestir. Una barba corta ocultaba sus rasgos y Elsa se preguntó por qué la llevaría; en muchos hombres la barba aporta personalidad a rostros anodinos, pero en Daniel lograba el efecto contrario, ocultar un rostro que parecía hermoso.

—Beatriz sabrá por qué cree que tú puedes convencer a Alejo de algo que nadie ha sido capaz en décadas. Y él sabrá qué es lo que le has dicho para despertar su curiosidad hasta el punto de que estés hoy aquí, pero… Bueno, supongo que siempre hay razones para que las cosas sucedan cuando tienen que suceder y no antes o después. Ella piensa que tú eres el adecuado y… Por cierto, disculpa, te estoy tuteando. Me resulta muy complicado emplear el usted cuando la persona que tengo frente a mí es tan joven. Ya que estamos, yo también me sentiría más cómoda si me tuteases. Vamos a tener largas conversaciones de ahora en adelante.

Elsa quitó la tapa del azucarero y se sirvió tres cucharadas generosas. Teniendo en cuenta el tamaño de la taza, ahí había casi más azúcar que café. Sin preguntarle, la mujer puso dos cucharadas en el suyo. Daniel no se atrevió a decirle que siempre lo tomaba amargo.

—Lo primero que debes saber es que no verás a Alejo.

—Pero ¿entonces para qué me ha hecho venir? —preguntó, perplejo.

—No se encuentra en condiciones de recibir visitas, pero yo sí. Todo tu contacto con él será a través de mí. Soy la persona que mejor lo conoce, en quien más confía y con la única que habla desde hace muchos años.

—¿Y cómo voy a hacer la entrevista entonces?

—Me pasarás el cuestionario y yo le trasladaré tus preguntas. Después, te daré a ti sus respuestas.

Aquello le pareció todavía más rocambolesco que cuando Beatriz le había planteado el reto. Sin el escritor presente, no tenía ningún sentido que estuviera sentado en aquella cocina, tomando café con una jubilada a la que acababa de conocer. Ni siquiera estaría seguro de estar entrevistando al escritor. Se atrevió a sugerir las dudas que planeaban por su mente.

—Podría haber mandado un correo con el cuestionario y sería lo mismo —dijo.

—No, créeme, no sería lo mismo. No es igual dejar que otro hable frente a ti que leer las respuestas que te manda, que podrá reescribir las veces que quiera. De este modo la entrevista será más auténtica.

—Pero no se la haré a Novoa, sino… a usted.

—Lo conozco mejor que nadie y hablaré primero con él, te reproduciré lo que me diga palabra por palabra.

—¿Y si a Beatriz no le vale?

—Le tendrá que servir porque de otro modo no hay trato.

Daniel se revolvió en la silla. Beatriz no le podía haber asignado algo normal, no. Le tenía que haber dado aquello, una mierda muy grande porque le sonaba a estafa por los cuatro costados. Solo daba gracias porque no le obligaría a firmarlo. Si se descubría que nunca había hablado con el escritor, su prestigio como periodista quedaría por los suelos. No es que lo tuviera, pero al menos quedaba la duda de si era bueno o no hasta que pudiera demostrarlo.

Le quedaba pendiente exponerle el otro tema que le había llevado hasta la sierra, conseguir ese libro en el que había puesto su empeño Beatriz. Estaba seguro de que era un imposible, pero tampoco quería demorar mucho planteárselo a aquella mujer resuelta que tenía frente a él. Si se negaba, podría marcharse a su casa en ese mismo momento, decirle a Beatriz que había sido imposible y asunto resuelto. No sería culpa suya que la señorita Álvarez no consiguiera lo que pretendía.

—Beatriz quiere más, una novela nueva de Novoa. La entrevista me temo que solo es el camino para llegar a él y convencerlo. ¿Cómo voy a hacer eso si ni siquiera lo veo?

Esperó una negativa de la mujer, que se escandalizara ante la osadía que le estaba proponiendo. Se preparó para un «no» rotundo al que seguiría un educado «muchas gracias por el café, encantado de conocerla». Se levantaría y volvería a Madrid, a su casa, donde trataría de olvidar la ocurrencia de Beatriz mientras buscaba otro empleo. Porque estaba seguro de que ella le presentaría de inmediato el despido.

—Tendrás que convencerme a mí para que yo lo convenza a él.

Daniel posó sus desconcertados ojos sobre los de Elsa, olvidándose de contener una emoción dentro de él. Durante unos instantes se preguntó si aquello que estaba viviendo no sería más que un extraño sueño. ¿Qué hacía allí si ni siquiera tendría acceso directo a Alejo Novoa? Beatriz le había asegurado que tenía un contacto, pero una mujer mayor que abría la puerta sin preguntar quién llamaba no le parecía alguien de quien fiarse demasiado. Era verdad que toda ella transmitía una seguridad pasmosa, que en sus ojos claros, de un color que en otro tiempo pudiera haber sido azul, pero que ahora se diluía en matices de gris, había una resolución que no había visto en mucha gente. Eso no garantizaba que no le estuviera tomando el pelo ni que aquella historia de la entrevista fuera cierta. Podría ser un simple delirio derivado de la edad. Un engaño en el que había caído su jefa y que lo arrastraba a él.

Tuvo la tentación de pellizcarse para comprobar que estaba despierto, pero lo cambió por un sorbo de café dulce. Decidió que ya estaba bien de pensar, que tenía que empezar preguntando más si quería aclarar todos los puntos oscuros de aquella historia.

—¿Novoa tiene una novela escrita? —preguntó.

—Bueno… puede decirse que sí —contestó Elsa, mientras se llevaba su café a los labios.

Hizo un gesto de desagrado y devolvió la taza a la mesa para ponerle más azúcar. La cucharilla resbaló de sus dedos y la mitad del azúcar que contenía se perdió entre la mesa y el plato.

—¿Qué significa «puede decirse»? —preguntó Daniel.

—Significa que lo principal está, el armazón de esa novela. La trama está escrita, los personajes perfilados, el final… Todo lo importante.

—¿Va a escribirla ahora? ¿Cuántos años tiene?

—Muchos, es cierto, y quizá no tenga los reflejos de la juventud, pero la idea es buena y es posible que de ella salga el best seller que está buscando Beatriz.

—¿Y por qué va a aceptar su petición si no lo ha hecho en todos estos años que llevan reclamándole una novela?

—Eso, si me lo permites, no te incumbe.

Daniel se sorprendió. Beatriz era una mujer de carácter, capaz de poner en un aprieto a alguien como él, que la sobrepasaba en altura al menos veinte centímetros, pero de ahí a lograr convencer a alguien como Novoa, que llevaba toda la vida escondiéndose, iba un mundo. No se imaginaba qué clase de deuda podían tener entre ambos para que él aceptase volver a escribir.

—Está bien, no necesito saber nada —dijo, pensando que, cuanto antes empezase, antes acabaría—. Le daré las preguntas y mi teléfono, y esperaré a que haya hablado con él para venir a por las respuestas.

—No hemos terminado de hablar de la novela de Alejo. Tú mismo has llegado a la conclusión de que la entrevista es solo una excusa para convencerlo.

—Pero me ha dicho que tiene la base. Supongo que si acepta se pondrá a escribir.

—No has hecho nada para convencerme de que le convenza —dijo Elsa.

—Es que no sé qué puedo hacer yo —contestó confundido.

—Si estás aquí es porque Beatriz cree que tú eres el único capaz de hacer esto, de llegar a Alejo. Y en eso, querido, empiezo a estar de acuerdo con ella. Hay algo en ti que me recuerda mucho a él. Déjame esas preguntas que has traído para él y vuelve mañana a la misma hora.

—Pero, ¿cuál es mi papel?

—Todo a su tiempo, Daniel. Todo a su tiempo.

Elsa se levantó de la silla y él hizo lo propio, siguiéndola de vuelta por el pasillo hasta la salida. Volvió a fijarse en las habitaciones y dedujo que aquella de la puerta cerrada no podía ser más que un dormitorio. Quizá era allí donde se escondía Novoa del mundo.

En el autobús de vuelta a Madrid, a Daniel empezó a dolerle la cabeza. ¿Qué demonios tenía él de particular? ¡Nada! Él era un cualquiera. Menos que un cualquiera, era el último de la redacción, el hombre que nunca firmaba nada, un ser invisible sin apenas contacto con el resto. Un hombre asocial que hacía años que solo se relacionaba de manera superficial con el resto del mundo.

Todo aquello era una puñetera locura, pero quedarse sin trabajo lo era aún más. Sus padres no se merecían que les fallase de nuevo, no ahora que había logrado que volvieran a confiar en él. Nunca había sentido que alguien le tuviera más cogido por los huevos que Beatriz Álvarez.

La odió.

Años de mentiras

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