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Capítulo 1

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«El nombre exacto de las cosas».

Juan Ramón Jiménez

Una fina lluvia recibió a Daniel al bajar del autobús. Se subió el cuello del abrigo, agachó la cabeza y enfiló a buen paso el camino a la casa de Elsa. No estaba lejos, pero aun así no pudo evitar llegar empapado. Esta vez no dudó al apretar el timbre, animado por lo desapacible del día, que no invitaba a quedarse ni un minuto en la calle. Dos minutos después seguía a Elsa por el pasillo hasta la cocina. A medida que iban superando las puertas, Daniel fijaba en su memoria algunos detalles de la casa. No quería mirar con descaro, solo se permitió un rápido vistazo. En el salón pudo distinguir una librería que ocupaba por completo una de las paredes. El baño tenía una ducha. Uno de los dormitorios contaba con una gran cama cubierta con una colcha blanca y varios cojines. El otro, una cama individual y algunos juguetes de niña pasados de moda. La última puerta, como en su visita anterior, seguía cerrada.

Elsa le invitó a sentarse en cuanto llegaron a la cocina. Tenía preparada la mesa y sin preguntar le sirvió un café con dos cucharadas de azúcar mientras él colgaba el abrigo en la silla y se sentaba. Después, se quedó mirándolo, tal vez esperando que empezase a hablar. Si había algo que a Daniel se le daba mal era iniciar un contacto con otro ser humano. Tuvo que ser ella quien deshiciera el silencio.

—Bien, supongo que estás decidido a hacer esto, ya que has venido a buscar tus respuestas. ¿Te parece bien que empecemos?

—Sí, claro.

Sacó el teléfono móvil del bolsillo y se preparó para buscar la función de grabar. Elsa, con suavidad, posó su mano encima de la de Daniel.

—Nada de eso. Escucha simplemente.

—Pero puede que si solo escucho pierda parte de la información. Grabar esta entrevista me facilitará el trabajo —protestó él.

—Estoy segura de que recordarás lo que te tengo que decir.

Él no estaba tan convencido, pero tampoco era un hombre que discutiera las cosas, así que volvió a guardar el teléfono en el bolsillo. Ni siquiera se molestó en silenciarlo. Eran tan pocas las veces que sonaba que le parecía imposible que fuera a ser, precisamente en ese momento, cuando decidiera mutar su costumbre.

—Vamos a empezar por tu primera pregunta —dijo Elsa.

Daniel la recordaba. El hecho de que Novoa fuera tan esquivo con todo el mundo, que hubiera sido capaz de permanecer escondido tantos años, le condujo a ella cuando empezó a redactar el cuestionario.

—¿Alejo Novoa es un seudónimo?

Elsa aplazó su respuesta y a cambio le regaló una sonrisa. Durante un instante, Daniel tuvo la sensación de que le iba a dar un sí.

—¿Sabes la importancia que tiene un nombre? —le preguntó Elsa.

—No entiendo.

—Te voy a contar una historia, la misma que Alejo me contó cuando le transmití tu pregunta.

Revolvió el café con la cuchara y tomó un pequeño sorbo antes de volver a depositar la taza en el plato. Durante unos momentos, el choque de la loza con la cucharilla fue el único sonido que se escuchó. Parecía que a su alrededor el mundo se había detenido, esperando las palabras de Elsa.

—Cuando era un niño, Alejo conoció a dos hermanas gemelas. Eran idénticas, tanto que a sus propios padres les costaba distinguirlas. Incluso tenían un carácter tan parecido que se hacía imposible acertar con quién era quién a simple vista, sobre todo porque en esa época se tenía la costumbre de vestir a los gemelos igual.

»Alejo se enamoró de una de ellas, Elena. Le gustaba todo, pero lo que más le atraía, lo que la hacía única, era su nombre. Elena. Para Alejo sonaba a música, una melodía que hacía latir su corazón cada vez que la evocaba en su mente. Sus sentidos se llenaron de su nombre y se pasó la infancia soñando con ella. Un día, cuando ya eran adolescentes, se miraron. Los sueños infantiles de Alejo renacieron con la posibilidad de conseguir contarle lo que sentía. Sin embargo, él era tímido. No hizo nada, salvo atrapar todas las miradas que Elena le dedicaba y que engrosaban ese primer amor en su mente. En ella, en su cabeza, siempre era Elena.

»Llegó un momento en el que no le fue difícil distinguirlas. El tiempo modela el carácter y las gemelas empezaron a comportarse de forma diferente, por más que siguieran siendo dos gotas de agua. Por fuera eran iguales. Por dentro no, y eso lo transmitían. Venciendo todos sus miedos, un día la abordó.

Daniel escuchaba atento la historia de Elsa, la suave cadencia de sus palabras que llegaban hasta él envueltas en su cálido tono de voz y en una manera de contar las cosas que le hipnotizaba. No creía que tuviera mucho sentido que le contase aquello, pero le estaba gustando escucharla y en esa historia descubría algo del carácter de Novoa, la timidez que quizá fuera la razón por la que había decidido no enfrentarse a la fama que le sobrevino en tromba tras el éxito de la novela. Quizá por eso se escondía de todos.

—¿Sabes qué pasó? —preguntó Elsa.

—No. Escucho.

—La que él creía que era Elena era en realidad la otra hermana, Emiliana.

Elsa regresó a su café, haciendo una pausa estudiada mientras volvía a beber un sorbo. Daniel esperó. Una confusión de nombres, tan parecidos en realidad, no le parecía algo tan importante como para contener la respuesta a su sencilla pregunta.

—Daniel. El nombre derribó todos sus sueños de años. Daba igual que las dos muchachas fueran iguales, que no tuvieran tantas diferencias. Daba igual incluso que Emiliana hubiera dado muestras de sentir algo por Alejo porque, en realidad, todo en él lo había construido el nombre. No era ella, era su nombre, lo que él idealizó.

—Dejó de gustarle.

—Dejó de resultarle interesante. No era atractivo, Emiliana le parecía un nombre feo y sin personalidad. No era como Elena, no removía nada dentro de él. No le decía nada.

—Eso es un poco injusto.

—¿Qué no es injusto en esta vida? Ahora, piensa en el mundo en el que tú te mueves. ¿Qué es lo primero que te llama la atención de un libro?

No tuvo que pensar demasiado para darle una respuesta.

—El título.

—Eso es. El nombre. Como decía Juan Ramón, el poeta, el nombre exacto. No te hagas esa pregunta sobre Alejo Novoa. No merece la pena. Quédate solo con una cosa: tiene el nombre que le hace quien es frente al mundo.

Daniel supo en ese momento que la primera pregunta de su entrevista se había quedado sin respuesta. No iba a saber nunca si Alejo Novoa era un nombre real o uno inventado, un seudónimo conveniente para salir al mercado o el que le pusieron sus padres. Solo cabía imaginar, establecer una hipótesis que no dejaría de ser su propia teoría, sin nada sólido que la avalase. Decidió pasar a la segunda, por si con ella tenía más suerte.

—Bien. Vayamos con la siguiente —dijo.

—No, Daniel. Hay algo que me olvidé de decirte el otro día. Disculpa, la cabeza de las personas mayores, ya sabes, se dispersa con facilidad. Solo habrá una pregunta por visita.

—¿Una? Tardaremos una eternidad —se quejó.

—Por lo que sé, la eternidad para ti tiene solo seis meses de plazo.

El plazo. Se le había olvidado. Fue tan fácil conectar con Elsa que pensó que en dos visitas tendría solucionada la entrevista y le quedaría tiempo para convencer al escritor de la locura que pretendía Beatriz, pero si limitaba las respuestas a una por día aquello podría alargarse hasta el infinito.

La alarma de un teléfono le sacó de sus pensamientos. Era el de ella. Lo sacó del bolsillo, apagó el insistente sonido y se disculpó con Daniel.

—Perdona, es la hora de las medicinas. Espérame aquí, será solo un momento.

Salió de la cocina y Daniel no pudo evitar la tentación de seguirla con la mirada. Incluso se levantó sin hacer ruido para espiar adónde iba. Alcanzó a verla entrar en la habitación y escuchó el sonido de la puerta al cerrarse. ¿Estaría allí Novoa, a unos pasos de él, oyendo la conversación que mantenían? ¿Estaría tan enfermo que no podía levantarse de la cama? Siguió haciéndose preguntas mientras esperaba a que Elsa volviera, lo que pasó en unos pocos minutos. Se sentó de nuevo frente a él, que poco antes había vuelto a la silla de la cocina.

—Daniel, entre todas las preguntas que sé que te estás haciendo ahora mismo, ¿no está la de querer saber por qué te Alejo eligió a ti? Por lo que me han contado, no cumples el perfil de reportero. Ni siquiera has hecho una sola entrevista importante en tu vida.

Ese matiz era un golpe bajo que tenía que provenir de su jefa. Estaba acostumbrado a que Beatriz torpedease su autoestima, incluso en público, pero que lo hubiera hecho delante de Elsa le dolió, a pesar de que era la puta realidad. No era ni siquiera un periodista que firmase sus artículos. Era un parche que se utilizaba de manera oportuna cuando hacía falta apagar un incendio y del que se olvidaban casi todo el tiempo. Nunca, por ejemplo, le invitaban a la cena de Navidad, ni nadie reclamaba su presencia cuando se iban a tomar un café a media mañana.

—Usted lo sabe —le dijo.

—Claro que lo sé. Te dije que Alejo tiene armada la novela, pero no está escrita. Piensa un poco. Me preguntaste por su edad. ¿Cuántos años crees que puede tener Alejo?

—¿Como usted? —se aventuró.

—Tutéame, por favor, te pedí que lo hicieras y eso pareces haberlo olvidado.

Daniel se dio cuenta de que llevaba razón, había elegido el trato formal que implicaba mantenerse a distancia de ella. Quizá era algo que latía en su subconsciente, una manera de alertarle del peligro de embarcarse en una historia que no entendía.

—Alejo Novoa es de mi generación y tiene muy poca agilidad en sus manos desde hace mucho tiempo. Sin embargo, su cerebro funciona a la perfección y la novela está prácticamente terminada. Hay notas, la escaleta de la trama está lista, algunas frases importantes escritas…

Hizo una pausa adrede, para que él pensase. El silencio se prolongó demasiado y ella decidió seguir.

—¿Alcanzas a saber por qué a Beatriz se le ocurrió que tú podías hacer esto?

Él no contestó. La respuesta empezaba a tomar cuerpo en su mente y empezó a sudar, aunque la temperatura en la casa no lo justificaba. No hacía calor, solo sentía el que venía de su interior. Se agarró las manos, húmedas de pronto, y tuvo la necesidad de restregarlas contra el pantalón.

—Tú escribirás la novela de Novoa, Daniel. De eso es de lo que le tienes que convencer, tendrá que creer que estás preparado para hacerlo.

No podía creer lo que estaba escuchando. Él era capaz de imitar el estilo vacío de los redactores, pero eso era una cosa y otra meterse en la piel de un escritor de culto.

—¿Por qué yo?

—¿Por qué no? —preguntó ella.

—Me gustaría al menos saber la razón por la que no la ha escrito hasta ahora.

La duda de Daniel tenía sentido. Los más de treinta años que hacía desde la publicación de El hombre inconstante eran tiempo suficiente para que Alejo Novoa hubiera escrito al menos una docena de novelas más.

—El éxito es más duro que el fracaso, Daniel. Cuando fracasas, aprendes. Te levantas y vuelves a empezar y, si las cosas no van como pensabas, siempre puedes cambiar de objetivo y descubrir que quizá hay otra cosa en la que eres bueno. Pero cuando tienes tanto éxito como tuvo Alejo… corres el riesgo de entrar en una parálisis que te impide seguir adelante.

»Lo intentó. Escribió otras novelas, pero ninguna se parecía ni lo más mínimo a la primera. No tenían su garra, la energía que emana el Poeta no fue capaz de dársela a ningún personaje más. Lo intentó con todas sus fuerzas, cada noche se encerraba en su cuarto y escribía cientos de palabras que no salvaba porque no estaban a la altura. Las rompía furioso y volvía al día siguiente para acumular una nueva decepción. Un día, sencillamente, dejó de hacerlo y se dedicó a vivir de otra manera.

»Pero un escritor, uno de verdad, no puede dejar de serlo aunque se empeñe. Alejo es de esos, de los que se nutren de palabras escritas, de los que necesitan el consuelo de poner su alma en cada página que escribe y, aunque no utilizase una pluma o una máquina de escribir, seguía haciéndolo. En cada silencio, mientras parecía que estaba simplemente viendo un paisaje, construía un texto. Interiorizaba a cada persona con la que se cruzaba por la calle, imaginando para ella una vida que quizá no se pareciera a la real, y en su mente la convertía en un personaje. Encontraba argumentos en cualquier lugar. Donde los demás no veían nada, Alejo descubría la semilla de una historia que contar.

—¿Y por qué no las escribió?

—Nunca germinaron por lo que te digo. No le parecía que estuvieran a la altura de lo que se esperaba de él.

—Eso puedo entenderlo, lo que no entiendo es por qué ahora sí.

—Daniel, querido. La vida es efímera. El tiempo de Alejo se acaba. Esta es la única historia en la que cree desde El hombre inconstante. Es algo que necesita contar. Pero se está haciendo tarde para él y entre tus insistentes preguntas y Beatriz, con su idea, se lo habéis hecho ver. Si no se escriben estas páginas ahora, se perderán.

—Alejo se está muriendo —afirmó él, convenciéndose de que era la única razón por la que se arriesgaba a dejar su encierro. Podría no darle tiempo a ver qué pasaba con la novela, a no sufrir si la crítica la destrozaba.

—Alejo está vivo aún, pero nadie vive eternamente, Daniel.

Elsa se levantó y dejó el café sin terminar en el fregadero. La taza se le escurrió, estrellándose contra el plato y rompiéndolo. Daniel se ofreció a ayudarla a recoger los restos, pero ella se negó. Con cuidado los depositó en la basura.

—¿Por qué tengo que ser yo? —volvió a preguntar.

—Ya te lo he dicho, le gustas.

—Pero esa es una razón endeble —argumentó.

—¿Recuerdas que hace unos meses extraviaste un pen drive?

Elsa se metió la mano en el bolsillo. Al abrirla frente a él, lo reconoció. Se había vuelto loco buscándolo durante semanas, hasta que lo dio por perdido.

—Te lo dejaste en la redacción, puesto en tu ordenador. Beatriz se quedó ese día hasta tarde y lo recogió. Se lo metió en un bolsillo para devolvértelo y se olvidó que lo tenía hasta que fue a lavar el pantalón. Sé que no estuvo bien por su parte, que lo que tenía que haber hecho era dártelo enseguida, pero es curiosa.

—¿Estuvo husmeando en mis archivos? —preguntó Daniel, bastante enfadado. Beatriz no solo era una jefa sin escrúpulos para gritarle delante de todo el mundo, sino que además resultaba que era una chismosa.

—No solo eso. Leyó tu novela. O eso que pretendes que sea una novela, pero a la que le falta mucho para brillar. Alejo y yo la hemos leído. Tienes talento, ideas, una buena capacidad para expresarte, pero no sabes manejarlo junto. ¿Has seguido trabajando en ella?

—No. Solo la tenía ahí y la di por perdida, pero tampoco importa, no es buena.

—No, querido, yo no he dicho eso. De hecho, creo que es mejor de lo que tú mismo crees. Este objeto es la razón por la que estás ahí sentado. Es la razón que le faltaba a Alejo para dar el paso.

—¿Mi novela?

—Tú.

—No entiendo nada.

Y era verdad, Daniel llevaba una hora intentando entender qué pretendían de él Alejo, Beatriz y Elsa.

—El trato es este. Harás esa entrevista que necesita Beatriz, escribirás la novela de Novoa, imitando su estilo, y yo te devolveré tu vida.

Cerró la mano antes de que a Daniel se le ocurriera intentar quitarle la memoria. De todos modos fue inútil, porque estaba tan desconcertado que ni siquiera fue capaz de reaccionar.

—Y no solo te devolveré la novela —siguió Elsa—, Novoa la revisará y te dirá dónde falla. Solo nosotras dos y él sabremos que lo ha hecho, y tú a cambio guardarás el secreto de la que vas a escribir por él. Nunca le dirás a nadie que has sido tú y no él quien le ha dado forma a sus ideas y que él ha transformado las tuyas. Quid pro quo.

Otra vez la frasecita en latín, aquellas mujeres le desesperaban.

—Esto es de locos —dijo Daniel, levantándose de la silla y tocándose el pelo y la barba de dos días que lucía en un gesto nervioso—. Nunca seré capaz de hacer eso. Novoa es inimitable.

—Nunca hay que rendirse antes de empezar, tienes edad para saber eso. Beatriz conseguirá que publiques una novela con tu nombre si quieres, tiene poder para ello. Lo hará con las mejores condiciones, te lo garantizo. Piénsalo. No tendrás otra oportunidad así en tu vida. Pero hay algo antes que tienes que hacer, porque, aunque pareces el mejor candidato, tenemos que estar seguros de que lo eres de verdad.

—No le he dicho que vaya a aceptar esto…

—Daniel, vuelves a olvidarte de tutearme… —Elsa le miró, mucho más seria de lo que había estado hasta ese momento—. Lo harás, estoy segura. En nuestra próxima entrevista me traerás un texto, una página, no me hace falta más. No hay tema, elige tú, pero no lo escribas como lo harías, sino como si fueras Alejo. Te doy hasta el lunes. Te esperaré a las nueve con un café preparado.

En su casa, Daniel estuvo dándole vueltas a la conversación. Hizo dos listas sencillas, «sí» y «no», lo que podía empujarle a aceptar esa locura o lo contrario, los frenos que su mente establecía para no lanzarse a una piscina vacía. La lista del «no» era mucho más escueta, tres simples palabras que martilleaban su conciencia. Tres sustantivos abstractos que se dibujaban en unas mayúsculas que oscurecían las razones mucho más tangibles que pesaban en el sí. Si se decidía, conservaría el trabajo, podría pagar la hipoteca y no condenaría a sus padres a perder la casa. Tendría una oportunidad única de recuperar su novela, que daba por perdida, algo que también engrosaba esa lista afirmativa. Y estaba el reto, ese que empezaba a latir furioso en su interior, el ponerse a prueba y demostrar, más a sí mismo que a nadie, que podía escribir algo bueno. Que lo que sentía cuando tecleaba delante del ordenador no era un simple pasatiempo, sino una parte de su interior que estaba en lucha constante con sus miedos.

Pero también estaba el «no». El miedo al fracaso, a resultar una estafa, a ser cómplice de un engaño literario que quizá no le importase al mundo, pero a él sí. Y la imposibilidad, esa que era la primera palabra que le venía a la mente cuando se planteaba la idea de imitar a Novoa. ¿Cómo iba a ser capaz de transmitir el latido del alma de otro sin que nadie se diera cuenta?

Era casi la hora de comer, pero no tenía hambre. Una simple manzana le sirvió para aplacar la ira de sus tripas, que no parecían estar de acuerdo con su cerebro ese día. Mientras la mordía, pensó en nombres. En Elena y Emiliana. En Alejo Novoa. En Daniel Durán. Y también pensó en el título de las novelas, las palabras que hacían que unas consiguieran atraer la atención más que otras. Sabía que había algunas que provocan que los lectores se acerquen a una novela, que sientan curiosidad por ella. Palabras como «café», «felicidad», «sueños», «chocolate». Montones de títulos las contenían: Como agua para chocolate, La felicidad es un té contigo, La gente feliz lee y toma café, Sueños en la casa de té, El café de los corazones rotos, Tardes de chocolate en el Ritz, El amor huele a café, Un café a las seis… Cualquier novela que contuviera la palabra «secreto» o «misterio» despertaba la curiosidad de los lectores y ganaba posibilidades frente a las demás de ser leída.

Le apeteció un café y entonces entendió. El título, el nombre de las cosas, tiene que provocar alguna sacudida interna. Consciente o inconsciente. Un deseo que nos conduzca a querer adentrarnos en ese libro y no en otro, a elegirlo entre los cientos de miles que se publican cada año en todo el mundo.

Esa mujer era muy interesante, tan interesante o más que Novoa, y aunque solo fuera por seguir escuchando sus historias decidió aceptar. No estaba en su lista de razones positivas, pero tampoco estaba en sus planes encontrarse en la situación en la que se encontraba.

No podía perder nada.

No tenía nada que perder si seguía adelante.

Empezó a escribir intentando encontrarse con el alma de Alejo Novoa.

Años de mentiras

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