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Capítulo 2

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«El lenguaje artificioso y la conducta aduladora rara vez acompañan a la virtud».

Confucio

El viernes por la noche, una tormenta eléctrica dejó sin luz durante un par de horas al barrio donde vivía Daniel y perdió los tres párrafos que había conseguido hilar haciendo un esfuerzo titánico. Su portátil hacía siglos que no funcionaba con batería, así que se apagó de repente, sin darle opción a decidir si aquello que había escrito merecía la pena. Antes de empezar, había releído los fragmentos de El hombre inconstante que más le gustaban. Sabía todo de la manera particular de deslizar las palabras que tenía Novoa, pero frente a las teclas se sintió embotado y perdido. La presión estaba jugando en su contra. Escribía una frase. Retrocedía. Retocaba. Borraba y volvía a poner palabras que ni siquiera transmitían una mínima parte de las ideas que borboteaban en su interior. Por eso, cuando la tormenta le arrebató las pocas frases hilvanadas, casi se sintió aliviado. No había tenido que tomar la decisión de eliminarlo todo, ya lo había hecho una Naturaleza enfurecida que parecía burlarse de su estéril intento.

Buscó unas velas que sabía que andaban perdidas por algún cajón y encendió una, sujetándola en un botellín vacío de cerveza que llevaba meses esperando a que se decidiera a tirarlo al contenedor de reciclaje. Lo dejó encima de la mesa y se quedó durante varios minutos observando cómo oscilaba la llama. El cono, de un amarillo intenso en la cúspide, se transformaba en un sutil azul a medida que se aproximaba a la mecha. No permanecía quieta, botaba derritiendo la cera que empezaba a desbordarse por los lados y que acabó resbalando por el vidrio. Un chisporroteo le sacó de su ensimismamiento. Bajó la tapa del portátil, buscó un viejo cuaderno de anillas, un cuaderno de cuadros olvidado que tenía en un cajón, y agarró un sencillo bolígrafo Bic azul.

Comenzó de nuevo.

Sin meta. Sin tema. Dejando que fluyeran las ideas en el orden que quisieran, sin preocuparse de si había puesto el sujeto en su sitio o si aquel complemento era el más adecuado. Se dejó arrastrar por el trazo de la tinta y solo paró cuando volvió la luz. Entonces sopló la vela. El olor a quemado y el rastro en el aire dejado por el humo le devolvieron a la realidad. Guardó el cuaderno y el bolígrafo y se marchó a la cama sin releer ni una sola línea.

No eran ni las diez de la mañana del sábado cuando el teléfono le despertó. Daniel gruñó, imaginando que sería su madre quien estaría al otro lado, quejándose de que hacía días que no les había hecho una visita.

—¿Has mirado el correo? —le preguntó una voz, que no reconoció de inmediato.

—¿Quién…?

—Durán, soy Beatriz. Ayer te envié un correo con un artículo que tenías que mandarme por la noche. Que te haya puesto a trabajar en otra cosa no significa que descuides tu tarea.

Cerró los ojos, maldiciendo por dentro a Beatriz, pero sin permitirse ni un gemido que delatase su incomodidad.

—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó.

—Lo quiero ya. Ponte ahora mismo.

En la lengua de Daniel se enredó una réplica sobre dónde pensaba que se podía meter su urgencia, pero se limitó a retirar la sábana y levantarse de la cama, con el teléfono aún en la oreja. Los torneados músculos de su espalda empezaron a desentumecerse con unos estiramientos rutinarios.

—Elsa cree que no nos hemos equivocado contigo, espero que se lo demuestres.

Y su jefa, con esas breves palabras, colgó.

Beatriz conseguía ponerle de mal humor. No le había dado ni siquiera la opción de contarle lo que había pasado en la entrevista con Elsa. No le dejó hablarle de la extraña condición que le había puesto para sus citas, la de contestar solo a una pregunta por día, y la complicación de cumplir el encargo extra que le había hecho, el folio imitando al escritor. Solo pensarlo le dibujaba una sonrisa amarga y convocaba una sensación de incomodidad en su ánimo, esa que avisa de que estás ante algo del todo imposible de lograr.

Cogió unos boxers del cajón y se los puso, cubriendo la desnudez con la que dormía. Salió de la habitación directo hacia el portátil. Lo colocó encima de la mesa, enchufó el cargador y, al arrancarlo y entrar en el procesador de textos, apareció la copia de seguridad automática que se había generado de lo que estaba escribiendo cuando se fue la luz. Ni siquiera se molestó en guardarla, la borró sin releer nada, consciente del nulo valor de aquellas palabras.

Abrió el correo y descargó los adjuntos que le había mandado Beatriz. Por suerte era algo sencillo, el redactor al que tenía que suplir era de los más previsibles y el tema no era complicado. Pensó en hacerlo inmediatamente, pero se contuvo, ella no se merecía que corriera habiéndolo levantado de aquel modo. Por las mañanas, especialmente cuando se despertaba antes de la hora prevista, la ansiedad hacía su aparición y solo conocía una manera de combatirla.

Entró en una de las habitaciones interiores del piso y dio la luz. En el cuarto había montado un pequeño gimnasio: una cinta para correr, una máquina de abdominales plegable y un saco de boxeo. Puso música en su teléfono móvil, lo conectó a unos altavoces y solo entonces se permitió correr durante media hora. Después, cuando ya había calentado, sacó los guantes y las vendas de entrenamiento, que se puso con calma, siguiendo el ritual que las dejase bien aseguradas. Se empleó a fondo, golpeó sin tregua el cuero rojo hasta que se sintió más tranquilo. Jadeante, apoyó la frente en el saco y cerró los ojos durante unos instantes. Después lo empujó con rabia y le dio el último puñetazo antes de irse a la ducha, donde el agua caliente le ayudó a recuperarse del esfuerzo.

Después de tomarse el primer café, el artículo estaba escrito y enviado al correo de su jefa. Aprovechó que tenía el correo abierto para enviar a Novoa las preguntas de la entrevista. Tal vez, si el escritor se las encontraba todas juntas, se pensaría responder a todas las preguntas. Unas le llevarían a otras y quizá pudiera deshacerse de la entrevista en pocos días.

En esos pensamientos andaba distraído cuando vio entrar un mensaje en su bandeja.

Gracias.

No esperaba que Beatriz le contestase, no era habitual que le diera las gracias por nada, pero aquella mañana lo había hecho y a Daniel la palabra le dio pie a una respuesta.

Necesito verte y que hablemos del lío en el que me has metido. Esta tarde. No se te ocurra negarte, creo que me debes una explicación, al menos por lo del pen drive.

Cuando le dio a enviar, esta vez, temblaba. Las palabras escritas transmitían seguridad, una que ni por asomo sentía Daniel, pero necesitaba que Beatriz entendiera que, aunque pensara aceptar el reto, no lo haría sin antes recriminarle que le hubiera chantajeado para ello. Se pasó la siguiente hora dando vueltas por la casa, consultando el correo cada poco tiempo, pero ninguno de Beatriz entraba en la bandeja. Ya estaba dispuesto a irse a la calle, cuando un icono le avisó de que tenía un nuevo mensaje.

A las seis en La Ciudad Invisible. Te mando la dirección.

Allí estaría.

Puntual como siempre, por la tarde se presentó en el local donde le había citado Beatriz. Se trataba de un acogedor café literario en el centro de la ciudad, un sitio muy apropiado para alguien enamorado de la literatura. En la decoración del lugar, donde predominaba la madera, tenían una presencia importante estanterías con libros, incluso había un pequeño rincón de lectura con dos cómodos sofás al lado de una de las cristaleras que daban a la calle. En el momento en el que Daniel pidió su consumición, los sofás se quedaron libres y hasta ellos se dirigió. Dejó el vaso en la mesa y observó a la clientela mientras se sentaba. La mayoría, como él, estaban solos, sumergidos en la lectura o tecleando en sus portátiles. Parecía un refugio perfecto para quienes necesitan escribir en un lugar público, aunque eso a él nunca se le hubiera pasado por la cabeza. Daniel, para escribir, prefería la soledad de su casa, el silencio, que actuaba como un remanso de seguridad. Ahí sí se sentía aislado y tranquilo, y las palabras brotaban de sus dedos sin interferencias. En un lugar como La Ciudad Invisible los estímulos eran demasiados para su curiosidad y dudaba mucho de que allí fuera capaz de entrelazar frases sin despistarse observando. Es lo que hizo hasta que Beatriz llegó diez minutos después, observar a cada una de las personas allí reunidas. Fue imaginándoles una vida, en un ejercicio narrativo inconsciente en Daniel que solo interrumpió la voz de ella.

—Siento llegar tarde, me ha costado mucho encontrar aparcamiento —se disculpó. Se desembarazó del bolso, dejándolo en la pequeña mesa, y del abrigo, que colgó en el respaldo del sillón.

Tal vez fueron sus gestos, el elegante movimiento de sus manos al deshacerse de las prendas y colocarlas para que no se arrugasen. Quizá fue la seguridad que transmitió con esa breve frase de disculpa. O sus ojos, que juraría que le habían mirado distinto. Pudiera ser que hubiera pesado el hecho de que era la primera vez que se veían fuera de horas del trabajo. Lo cierto era que Daniel se encontró observando a la mujer que había tras la dirección del Grupo Vimar, algo que no había hecho con ojos de hombre desde que se conocieron. Se obligó a sacudirse el estupor que sintió al darse cuenta de que tenía el poder de distraerlo. No se lo podía permitir. Había acudido a esa cita con ella con un objetivo claro.

—Yo en cambio he llegado a las seis —dijo, remarcándole con sus palabras lo poco que le gustaba la impuntualidad.

—Tú dirás. No tengo mucho tiempo, hoy es sábado y tengo mucho que hacer.

Daniel se irguió en el sofá y después inclinó el cuerpo hacia adelante, acercándose a Beatriz. El impacto de su perfume desestabilizó de nuevo sus intenciones y se vio obligado a carraspear antes de hablar. Las palabras salieron de su boca como un susurro y él quiso convencerse de que fue así porque el local estaba demasiado silencioso para conservar cierta intimidad. No se permitió ni pensar en la verdad, que su cuerpo estaba perdiendo el control por segundos frente a aquella mujer menuda que ni siquiera estaba seguro de que le cayera bien.

—Ya te lo he dicho antes. Necesito que me expliques por qué me has metido en este follón. No creo que sea solo porque me equivocase con los artículos y por ese mensaje de Novoa.

—No, es cierto, no es solo por eso —reconoció.

Los ojos le brillaban distinto, o eso le pareció a Daniel, que se apresuró a hablar antes de perder definitivamente el hilo de lo que había ido a decirle, tomando prestado de alguna parte un valor que sabía que no era suyo, porque no lo tenía en el catálogo de sus emociones.

—Además —dijo—, quiero saber por qué te tomaste la libertad de leer lo que había en mi pen drive.

Beatriz suspiró. En ese momento el camarero llegó con el café que le había encargado al entrar y ella se lo agradeció, dejando a Daniel expectante. Cuando el muchacho se alejó, tomó la palabra.

—El artículo que me has mandado esta mañana ya está en imprenta. Estaba muy bien, como siempre. Felicidades.

Daniel gruñó, esta vez sin disimular lo más mínimo. Beatriz se había ido por la tangente, sin contestar a su pregunta.

—¿Por qué leíste lo que guardaba en la memoria portátil? —volvió a preguntar.

—Está bien —dijo ella—. Lo abrí por curiosidad, es verdad que no debería haberlo hecho, pero una vez que empecé a leer no pude parar. Ni siquiera me imaginaba que escribías novelas en tu tiempo libre y me sorprendió la capacidad que tienes para transmitir y enganchar al lector con tu historia. No tardé nada más que una noche en leerla entera.

Daniel no supo si tomarlo como un cumplido.

—No dormí nada. Es buena, Durán. Mejor de lo que se espera para un novel —dijo, sin ocultar su admiración—, pero le falta un pulido importante.

—Eso ya me lo dijo Elsa. Bastante mal me parece que la leyeras tú como para que encima la compartieras sin mi permiso.

—Tuve que hacerlo —dijo ella, mientras se encogía de hombros, como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Tuviste? ¿Alguien te obligó? ¡Esto es el colmo!

—Tuve que hacerlo porque hace mucho tiempo que Elsa y yo te estábamos observando y esto nos dio la pista definitiva para saber que eras tú el hombre que necesitamos. Eres mucho mejor incluso de lo que imaginábamos, Durán.

El desconcierto se sumó a la conversación, haciéndose un sitio muy cerca de Daniel, que hacía unos días que lo llevaba pegado como una sombra.

—¿Desde cuándo me observa Elsa? —preguntó.

A saber qué le contaría Beatriz, cuántas cosas estarían ocurriendo a su alrededor sin que él se percatase, imbuido como estaba siempre en su infranqueable mundo interior.

—Oh, ella nunca te había visto hasta que fuiste a su casa, pero Alejo le habló de tus correos y yo llevo tiempo hablándole de ti. Necesitamos que alguien escriba esa novela y tuvimos la intuición de que ese alguien debías ser tú.

Daniel la miró. Ella no separó sus ojos de los de él y lo que más le descolocó es que vio que había sido sincera. Eso o que era la mejor actriz del mundo. Ella sonrió levemente al llevarse el café a los labios y él tuvo que volverse hacia el ventanal para eludir los efectos de su sonrisa. Fue asimilando las palabras de Beatriz, intentando acomodarlas en algún tipo de lógica. Era cierto que él sabía imitar casi a cualquiera, pero siempre eran redactores de prensa, no escritores que se estudiaban en las universidades de medio mundo. Volvió la vista hacia la mujer que tenía enfrente para preguntarle algo que llevaba días en su mente, mirándola a los ojos. Quería comprobar si eran tan sinceros como le acababan de parecer.

—¿Qué tienes tú que ver con Novoa?

—Más bien tengo que ver con Elsa y ella con Novoa. Elsa es mi abuela.

La confesión le dejó descolocado. No hubo titubeo por parte de Beatriz, tenía que ser cierto. Por la edad que intuía en Elsa, por los rasgos que ahora que se fijaba eran bastante parecidos entre las dos, era más que factible que aquella amable jubilada fuera la abuela de Beatriz, pero le quedaba saber el papel que jugaba Novoa en sus vidas.

—¿Él es tu abuelo? —se atrevió a preguntar.

—No, no es mi abuelo. Escucha. Lo que te voy a contar deberás guardártelo, considéralo parte del trato que te ha planteado mi abuela. Sé que te ha dicho que te devolverá la novela con correcciones cuando cumplas tu parte, cuando escribas lo que necesitamos, pero entiendo que te estés haciendo muchas preguntas. Algunas las contestaré, otras… llegado el momento las irás averiguando tú solo.

Daniel se frotó la cara con las palmas de las manos. Tenía la sensación de que se había tropezado con dos locas. Su trabajo, casi más que esa novela de la que él mismo no esperaba nada, pendía de un hilo y aunque solo fuera por eso debería mantener la calma. No corrían tiempos fáciles para quedarse en el paro en un país con varios millones de personas en esa situación, con deudas que superaban con creces lo que sus miserables ahorros podían cubrir. Estaba atrapado y lo sabía.

—Mi abuela es dueña del cincuenta y uno por ciento del Grupo Editorial Vimar, donde trabajas —dijo Beatriz—. Era la dueña de la pequeña editorial con la que publicó Novoa El hombre inconstante y esa novela, los beneficios que generó, fueron el motor de arranque que necesitaba para convertirse en el grupo actual. Pero, lo sabes, ahora las cosas no van bien. Internet se ha cargado gran parte del negocio. Mucha gente ha dejado de comprar periódicos y revistas porque tienen lo mismo buceando por la red. Y gratis. ¿Para qué pagar si puedes llegar a lo mismo desde el teléfono, sin gastar un euro? El grupo se tambalea, hace siglos que no tenemos una novela que cubra los gastos de otras.

—Publicáis a famosos y esas novelas se venden muy bien —dijo él, muy serio.

—Lo sé. Es la opción más inteligente, porque dan dinero, porque sanean nuestras cuentas y nos mantienen, aunque tengamos que escuchar a diario que son una ofensa a la literatura —dijo Beatriz.

—Lo son.

—No, Durán, no te equivoques. La ofensa no son esos libros, la ofensa a la literatura viene de quienes los compran, dejando de lado a otros con mucha más calidad que se mueren por el camino, sin lograr agotar una primera edición, aunque dentro escondan historias maravillosas. Pero yo, como responsable de esto, a la ofensa le doy una patada y los publico porque hacen que cuadren mis cuentas a final de año.

—Pero, si tienes esos libros, ¿para qué me necesitas?

—Porque mi abuela dice que Novoa tiene una novela y nos está haciendo falta para salvar este tiempo… con más tranquilidad. Necesito un best seller de los que revientan ventas y lo necesito ya. Nos podemos equivocar, ese es un riesgo que estoy dispuesta a correr. Sea el libro como sea, siendo de Novoa venderá. La base está ahí y solo hace falta darle forma. Ahí es donde entras tú. Según mi abuela, él ya no se ve capaz.

—Yo no soy Novoa —dijo Daniel, furioso.

—Pero lo parecerás. Siempre pareces otra persona, quien te propongas. ¿Por qué no podrías hacerlo con Alejo Novoa?

—¡Porque es un maldito genio! —gritó Daniel, elevando su voz tanto que varios de los clientes del bar se volvieron a mirarlos.

Beatriz bufó. Esperaba que Daniel le dijera algo así, ella misma lo pensaba, pero la situación en la que se encontraba no le permitía racionalizar todo hasta el punto de rendirse antes de empezar. La desesperación encuentra caminos vetados para la razón, se lo había escuchado alguna vez a su abuela, y lo estaba aplicando a pies juntillas.

—¿Has escrito lo que te pidió Elsa? —le preguntó.

Si dejaba que Durán siguiera mostrándole que aquello era una locura acabaría convenciéndola y no se lo podía permitir.

—Veo que habláis mucho tu abuela y tú. He escrito algo, sí.

—¿Puedo verlo? —preguntó Beatriz.

—No, está en mi casa, ni siquiera lo he revisado.

—Llévaselo a ella.

—¿Y si no es lo que esperáis?

«Que es lo más probable», pensó ella, pero no se permitió exponer el pensamiento en voz alta.

—Si no lo es, te devolveré tu novela y nos olvidaremos del tema.

—Beatriz, sabes que puedo contar esto y quedaríais muy mal. Vais a estafar a los lectores, no será Novoa quien escriba la novela.

—No lo vas a contar —dijo ella muy segura—. Recuerda que tienes una hipoteca que saldar y lo que les pasaría a tus padres si no cumples. Y ahora me marcho. Pagaré esto antes de salir.

—No te molestes, ya lo hago yo.

—Insisto. No faltes a la cita con Elsa. Y lleva la segunda pregunta.

Salió del bar sin darle más opción a que removiera sus propias dudas. En un instante, Beatriz se volvió. Daniel, al otro lado de la cristalera del bar, apoyaba los codos en las rodillas y tenía las manos hundidas en su pelo. El cabello, un poco más largo de lo que decía la moda del momento, se deslizaba en mechones entre sus dedos y la barba descuidada le daba un aspecto atormentado. Diferente. Un atractivo entre salvaje y misterioso. Se giró antes de que él levantase la cabeza y la siguiera a ella con la mirada.

Al poco, Daniel recogió su abrigo y volvió andando a casa.

Pasaba más de media hora de las nueve de ese lunes y Daniel seguía sentado en la cocina de Elsa. Ella le había pedido que la disculpase unos momentos, pero los minutos se sucedían y no daba señales de vida, así que se empezó a impacientar. Aunque supiera que no era lo más correcto, había decidido levantarse de la silla y entrar en el cuarto cerrado. O llamar primero, eso todavía lo estaba pensando cuando atravesó la puerta de la cocina en dirección al pasillo.

—¡Por Dios, Daniel! ¡Qué susto me has dado! —dijo Elsa. Volvía tan silenciosa que él no la escuchó hasta que sus cuerpos toparon—. Ten cuidado, no me vaya a dar un infarto. Estoy muy mayor para sobresaltos.

—Perdón. Necesito ir al baño. ¿Sería posible?

—Claro, lo tienes ahí —dijo señalándole la habitación—. Cuando vuelvas empezamos, ¿sí?

Daniel entró en el baño. No tenía necesidad de usarlo, pero lo hizo más por disimular delante de ella su curiosidad que por otra cosa. Cuando terminó, se lavó las manos. Aprovechó para echar un vistazo, sin tocar nada, a los enseres que había en él. En la encimera se alineaban cremas hidratantes, jabón de manos y un perfume. Se fijó también en que había un solo juego de toallas de baño y del perchero instalado en la puerta pendía un albornoz blanco con remates en las mangas en tono rosa. Aquel cuarto hablaba de una casa habitada por una mujer o al menos que esa habitación solo la usaba alguien de ese sexo. Elsa, como era de suponer. Ni rastro de un objeto que pudiera dar pistas sobre más personas viviendo allí y, desde luego, ninguno de género masculino. Novoa, si era cierto como pensaba que ocupaba el cuarto cerrado, tenía que tener acceso a un baño propio desde él, razonó.

Regresó a la cocina y en ella encontró a Elsa frente a la vitrocerámica, removiendo una sopa. El olor de las verduras con carne inundaba el aire, solapando el del café, que se había ido enfriando con la larga espera a la que lo había sometido.

—Habrá que volver a calentarlo —dijo Elsa, señalando las tazas.

—No te molestes, no me gusta el café recalentado.

—Vaya, tienes muchas más cosas en común con Alejo de las que piensas. A él tampoco.

Tiró el contenido de las dos tazas por el fregadero y se dispuso a preparar otras.

—Elsa, no quiero café. Se me está haciendo tarde. He venido a buscar la segunda respuesta.

—Has venido a algo más, Daniel, creo te hice un encargo.

—Sí, no te preocupes —dijo, acordándose de tratarla de tú. Ya no le costaba tanto como los dos días anteriores.

—Déjame ver.

Abrió la carpeta que había llevado con él y extrajo un único folio escrito a mano. Elsa se giró y alcanzó unas gafas que esperaban en una cesta, junto con un manojo de llaves y algunas monedas sueltas, y lo tomó entre sus manos rugosas. La mujer sujetaba el papel, que temblaba bajo su pulso errático, mientras parecía concentrada en su lectura. La hoja bailaba tanto que Daniel se estaba poniendo nervioso. A Elsa debía de estar pasándole lo mismo, por lo que acabó dejándola con suavidad encima de la mesa. Mientras ella leía, intentaba extraer conclusiones de sus movimientos. Vigiló sus ojos, intentando captar si las pupilas se dilataban o si en algún momento los abría sorprendida. Se fijó en su frente, por si la arrugaba en un gesto de preocupación, y estuvo atento a su respiración, intentando deducir lo que estaba pensando.

—Hay mucho que cambiar, esto no sirve —dijo al fin, cuando terminó de leer.

Él tardó un poco en reaccionar. Durante el tiempo que duraron sus pesquisas no había sido capaz de anticipar la respuesta de Elsa. Permaneció concentrada en la página, atenta a las palabras, sin delatar lo que estaba pensando de manera inconsciente. En los pocos minutos que duró la lectura, él estableció los dos escenarios posibles. El sí y el no. Si era sincero, lo que acababa de decirle Elsa era lo mejor que podía pasar, aunque sintiera un poco dañado su ego. Poco. Daniel no lo tenía desmedido, era más bien un pequeño orgullo privado que solo se permitía brotar en su interior. El sí le ataba a la absurda tarea de transmutarse en Novoa, aunque hubiera considerado muy seriamente el reto. El no le daba la opción de cumplir el trámite de hacer la entrevista y regresar a su vida.

Suspiró.

—Entonces será mejor que pasemos a la siguiente pregunta y nos olvidemos de esto —dijo, convencido de que había llegado el punto de cerrar esa historia.

—He dicho que hay mucho que cambiar. No sirve, es cierto, pero es un buen intento. Te lo daré cuando Alejo haya hecho las correcciones adecuadas. Eres listo y sabrás ver dónde has fallado. Lo reharás y seguiremos viendo.

—¿No sería mejor que lo dejáramos?

—No. No lo sería, Daniel.

Al final, la respuesta se quedó en algo ambiguo, un sí pero no, el limbo extraño donde se sitúan siempre los mediocres, el lugar perfecto donde Daniel había construido su mundo. Sin embargo, aquella vez hubiera necesitado algo más concreto, una respuesta total que cerrara la incertidumbre, una emoción de la que siempre huía.

—¿Seguimos con la entrevista? —preguntó él, tratando de finiquitar aquella conversación que le estaba dejando un regusto amargo.

—De acuerdo. En tu cuestionario preguntaste a Alejo dónde aprendió a escribir y quiénes fueron los autores que le influyeron para modelar su lenguaje.

—Eso es.

—¿Te has parado a pensar en lo pobre que resulta la pregunta?

Elsa siempre lograba descolocarlo. Ella se quitó las gafas y fijó su mirada en la de Daniel, que se sintió algo intimidado. Era suave, una mujer delicada por fuera, pero cuando le miraba a los ojos tenía la capacidad de atravesarlo. La inquietud de Daniel se reflejó en un tic en una de sus piernas, que empezó a agitarse sin control bajo la mesa. Tuvo que obligarse a seguir mirándola mientras hacía el esfuerzo de calmarse y forzar a su pierna a mantenerse quieta.

—Alejo aprendió a escribir en la escuela, como casi todo el mundo. La primera parte está respondida. En los años en los que él se formó no había talleres de narrativa, si es a lo que te referías con tu pregunta.

—Supongo que quería preguntarle si hubo alguien que guio sus pasos.

—No. No hubo nadie, es un autodidacta en toda regla. Alejo comenzó a escribir porque lo necesitaba, cuando era demasiado joven incluso para entender que esa necesidad iba a ser su condena. Esto es una droga. Una vez que las ideas entran en tu mente, necesitas sacarlas. Alejo Novoa descubrió que escribir lo lograba, que era una manera perfecta para silenciar a las voces que lo atormentaban.

—¿Silenciarlas?

—No entiendo cómo me haces esa pregunta, tú también escribes. Deberías saberlo.

Quizá, pero él no era Novoa, no era ningún genio. Era solo un hombre amarrado a la escritura, que había convertido en su medio de vida. Solo en un pequeño espacio, que había mantenido inaccesible para los demás hasta que perdió el pen drive, surgía ese otro modo de escribir del que le estaba hablando Elsa.

—Para que lo entiendas, es como si Alejo escuchara música en su interior, una melodía que se repetía una y otra vez, y que solo cesaba en el momento en el que se sentaba delante de una hoja en blanco y dejaba que brotara de él. Cuando lo conseguía, encontraba paz, el mundo se volvía distinto, más amable, mucho menos oscuro que cuando se guardaba cada párrafo, cada palabra o cada pensamiento.

—Pero publicó muy tarde, ya tenía más de cuarenta años, según su biografía —dijo Daniel.

—Supongo que sí, no fue un escritor precoz. O lo fue, pero llegó en plena madurez a publicar. Cuando era joven, uno no podía expresarse como quisiera porque vivíamos en una dictadura. Supongo que has oído hablar de la censura. Lo que salía de Novoa no siempre era políticamente correcto.

—El hombre inconstante no lo es para esos tiempos —dijo Daniel.

—Exacto. Quizá por eso tardó tanto en exponerla, en darse la oportunidad de probar a publicarla. Lo hizo cuando ya no había nada que temer.

Daniel se dio cuenta de lo poco que él medía sus palabras, de la libertad con la que escribía. No existía nada que le prohibiera poner en el papel cualquier idea, salvo sus propios límites éticos. El privilegio de escribir sin censura se le antojó algo sublime, algo muy valioso en lo que no había pensado hasta ese momento.

—Ya sé que la pregunta era pobre —dijo Daniel—, pero no me has dicho quiénes le influyeron.

—¿Otros autores?

—Sí. A todo el mundo le influye lo que lee.

—Bueno, quizá no a todo el mundo ni en la misma medida. Estoy en condiciones de decirte que lo que más influyó a Alejo a la hora de ir conformando su manera de expresarse fue el mundo. Lo que sucedía a su alrededor. Las personas con las que se cruzaba, lo que veía a diario, la propia vida que le tocó. La música que escuchaba era producto de lo vivido más que de lo leído.

El ruido de un claxon interrumpió la conversación. A él se sumaron varios más y Elsa se levantó y se asomó a la ventana de la cocina. Se había formado un pequeño atasco en la calle, ya que uno de los vecinos había dejado el coche mal aparcado mientras sacaba unos enseres que pretendía meter en el vehículo. Al poco los dos conductores empezaron a discutir, aunque desde donde estaban las palabras no llegaban con claridad a la ventana de Elsa.

—Acércate —le dijo a Daniel.

Este obedeció y observó con ella la discusión hasta que se acabó.

—Alejo era capaz de ver una historia en algo así. ¿Tú serías capaz de contarme qué ha pasado?

—¿Ahora?

—Sí, ahora —dijo Elsa.

—Un coche ha obstruido la vía, al parecer porque el dueño estaba trasladando algunos muebles desde su casa. Otro se ha encontrado con que le interrumpía el paso y se ha bajado a recriminárselo. Han empezado a discutir y solo se han calmado con la intervención de una señora que pasaba por la calle. Al final, el primero ha quitado el coche y ambos se han marchado.

Elsa sonrió. Lo que le acababa de contar Daniel era más o menos lo que esperaba, el fiel retrato, objetivo hasta donde era posible, del pequeño incidente en la calle. Tenía mucho que enseñarle a ese muchacho.

—Me acabas de demostrar que eres periodista.

—Soy periodista. No entiendo…

—Lo sé, lo sé, pero quiero que hoy aprendas algo. Un periodista no es un escritor. Escribe, es cierto, pero utiliza otro lenguaje. Frío, aséptico, que no transmite sino información, y así debe ser. Pero ¿crees que lo que me has dicho, si formase parte de una novela, emocionaría al lector?

Se hizo un silencio mientras Daniel trataba de recordar sus propias palabras. Sonrió. Por supuesto que no. No había nada literario en la historia que había salido de sus labios. No había música. Sonaba como la voz repetida de los supermercados, cuando un aviso, casi imperceptible para los compradores, repite: «Por favor, señorita Gutiérrez, acuda a caja número cinco».

—En las escuelas —dijo Elsa—, en los talleres literarios, se aprende la base. La organización de la trama, la mejor manera de estructurar el relato, dónde hay que poner énfasis para que un personaje funcione mejor o a no dejar cabos sueltos, pero desde donde de verdad se aprende es desde aquí.

Señaló la ventana que daba a la calle, ahora desierta.

—¿Desde esta ventana?

—No —se rio Elsa—. Observando a la gente, escuchando y dejando que la música de las palabras fluya. Haciendo un ejercicio de imaginación y de empatía. Señor Durán, anótese esto: en literatura, nunca es lo que dices, sino cómo lo dices. Y a eso solo es posible llegar leyendo a muchos, no centrándose en nadie en concreto pero, sobre todo, observando y escribiendo desde aquí.

Le tocó el estómago. No era el corazón, era más abajo donde Elsa señalaba. En el mismo centro de su ser, donde las emociones se agarran cuando son tan intensas que no se pueden controlar. Donde son únicas para cada uno.

—Date un vuelta por el pueblo, observa, párate a escribir en cualquier sitio desde ahí y ven en un par de horas con lo que tengas. Cuando consigas escribir desde ahí, estarás listo para convertirte en Novoa.

Años de mentiras

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