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2.

UN PROGRAMA DE CULTURA

Mi recuerdo más lejano de Eugenio d’Ors es una fotografía en el ángulo inferior izquierdo de una página del manual de literatura de cuarto de bachillerato. No sé por qué se me quedaron grabadas, la foto y su ubicación precisa. Ante todo, seguramente, por tratarse de una imagen, o dicho a la manera orsiana, una Figura. Pero olvidé muy pronto la de los demás autores allí representados... Aunque debo confesar que el texto anejo a la privilegiada en mi memoria lo olvidé también como si nunca lo hubiera aprendido. Hoy he vuelto, pues, a hojear mi viejo libro, que me ha repetido lo siguiente: «La obra de Eugenio d’Ors destaca en el terreno de la crítica de arte; así lo vemos en multitud de Glosas, escritas en un estilo algo retorcido y oscuro. D’Ors ha escrito también obras en catalán con el seudónimo de Xenius».1

Visto que dos catedráticos de sendos centros escolares de prestigio en Barcelona opinaban hacia 1964 que D’Ors escribió en catalán por añadidura, me digo en propio descargo que mi sostenida ignorancia acerca del personaje no me convierte en excepción precisamente, sino en resultado normal de la educación franquista. Tardé mucho tiempo en conocer a Xenius, de nacimiento Eugeni Ors i Rovira, pues la d con apóstrofe de D’Ors la tomó por iniciativa propia y, sin duda, por razones estéticas. Del valor que concedía a estas habla en demasía su invectiva política de que «lo más revolucionario en Cataluña es tener gusto».

Actualmente, a nadie que pase por las aulas catalanas se le oculta que, durante casi todo el primer cuarto del siglo pasado, hasta su «defenestración» y traslado a Madrid donde adoptó como única lengua de escritura el castellano, Xenius fue el principal impulsor del noucentisme («nou» significa «nueve» y «nuevo») desde su espacio diario en el periódico La Veu de Catalunya.2 Pese a la heterogeneidad de los autores implicados en dicha tentativa de renovación cultural, se aunaron esfuerzos en pro de la «normalización» de Cataluña. A efectos prácticos urgía la creación de instituciones culturales en sentido amplio: de bibliotecas, en las que D’Ors puso todo su empeño hasta profesionalizarlas con una Escuela de Bibliotecarias; de editoriales como la Bernat Metge que contó con el mecenazgo de Francesc Cambó y la labor magistral de Carles Riba; pero sobre todo, como normalización suprema, la de una lengua de cultura cuya unificación debemos a Pompeu Fabra. También es de dominio público que todo ello se emprendió bajo al patrocinio político de Enric Prat de la Riba.

Su fuente de inspiración la buscaban los novecentistas en la Antigua Grecia, con el ambicioso proyecto de que Cataluña se rehiciera de las múltiples fracturas padecidas a lo largo de su historia. Cierto que semejante idea de autorrecuperarse en Grecia suena un tanto peregrina. Pero lo que su desmesura frustrase en logros palpables no impediría ganarlo en libertad creadora –para D’Ors, «facedora»– ya que, a mayor distancia, más holgados los movimientos. Convenía burlar la historia, poco generosa con los catalanes, y hacer acopio de energías en los mitos, de los que siempre fueron deficitarios. D’Ors salía al paso de la lógica acusación de que iban a socavarse con ello los fundamentos racionales aduciendo que, al contrario, quería apoyarlos en terreno más sólido. Después de todo, mientras la historia sufre cortes, la Cultura permanece. Mucho era calculado en siglos lo que separaba de Grecia; pero allí nació nuestra cultura, la de Europa, que D’Ors reivindicó enseguida como propia. Y dado que la cultura no muere, los catalanes pertenecían a «la raza de Pitágoras».3

Con estas premisas –orígenes griegos y su cariño por la estética– no sorprende que D’Ors se liase a repartir diplomas de «clasicismo». Según él, dos fenómenos socioculturales entronizaban a un autor ya fallecido como clásico: o bien cuando se le atribuían «obras apócrifas» o bien cuando (los extremos se tocan) la gente había interiorizado sus ideas sin acordarse de quién las puso en circulación. Se demostraba entonces que tal autor, en la medida en que ya no importaba su nombre ni la fecha en que existió, no solo formaba parte de la «historia» del país como simple episodio de los que se reseñan por compromiso en la enciclopedia de turno, sino que se había transformado en elemento esencial de su cultura, o mejor, de la cultura. Pues, en efecto, la Cultura se vive de forma inconsciente.

Igual que la recuperación de los mitos no tiene por qué obrar en perjuicio de la razón, tampoco dicha inconsciencia debe entenderse como una falta de consciencia, sino como prueba de que la cultura desborda los límites de la conciencia individual en cuanto acceso a una forma de consciencia superior. D’Ors la denomina sobreconsciencia. Intentaba también decirlo a su modo mi profesor de secundaria: cultura es lo que quedará cuando ya no te acuerdes de lo estudiado. No se refería, por supuesto, a mi futuro olvido de la lección sobre D’Ors. Con todo, quizá mi profesor era orsiano sin saberlo y hubiera aceptado, de habérselo podido proponer yo en aquel tiempo, que la verdadera cultura abarca, además de lo pensado, lo incorporado. Para el individuo consiste en adaptar el músculo mental a la sabiduría acumulada en el medio cultural.4 D’Ors escribió su novela más famosa para expresarlo y así forjó uno de sus mitos más queridos:

Teresa es un nombre castellano. Allá es un nombre místico, ardiente, amarillo, áspero [...] Pero llega el mismo nombre a nuestra tierra, y de pasarlo por la boca de otra manera adquiere otro sabor. Un sabor a un mismo tiempo dulce y casero, caliente y substancioso como el de la torta azucarada.5

D’Ors saborea en complicidad el nombre de la Bien Plantada, personificación de la cultura catalana. Sin embargo, al parecer, ni esta ni otras novelas, ni siquiera el pertinaz día tras día del Glosari, alcanzaron su meta cumplidamente.6 A lo mejor ello no quita que D’Ors ya sea uno de nuestros clásicos, y no solo por la cita inconsciente de mi profesor de secundaria. Lo sería, si acaso, incumpliendo uno de los requisitos estipulados por él mismo, ya que no le colgamos obras apócrifas (por nuestra avara povertà, todo un clásico). En cambio, sí que nos beneficiamos de sus ideas programáticas –en su jerga, «ideas-fuerza»–, como las de civilidad, de la Cataluña-ciudad o la Unidad de Europa, con total ignorancia de su autoría e incluso convirtiéndolas a veces en «apócrifas» de algún que otro pensador. Los discursos sobre el encaje de Cataluña en Europa, por ejemplo, suelen comenzar así: «Como decía... Ortega y Gasset». ¡Qué remedio! Lo salmodiaba el propio D’Ors desde el primer Glosari o en el Nuevo Glosario y el Novísimo después: «Todo lo que no es tradición es plagio». Quien no renueva –luego rememora– la tradición cultural, como no hay creación de la nada, sin quererlo y sin saberlo se apalanca en el más de lo mismo.

De ahí la exigencia al periodista de que rebasara el cerco de la mera difusión. D’Ors se ponía a sí mismo por modelo en tanto que cada una de sus glosas progresaba de la anécdota a la categoría. El «oficio» de periodista conectaba en el Glosari con el de filósofo, que era, según la definición orsiana, un especialista en ideas generales. Se trataba de captar «las palpitaciones del tiempo», por tanto de descubrir en él cierta regularidad. Xenius perseguía el ritmo de la vida colectiva en todas sus manifestaciones: políticas, científicas, intelectuales, literarias, artísticas. Solo al encontrar la racionalidad que las preside, a saber, la forma que revisten los acontecimientos, podría el periodista-filósofo evitar que las cosas que pasaban acabasen por pasar del todo, ya que entonces preservaría de las anécdotas su categoría, y de lo que parecía solo histórico, su esencia cultural. En esta misión se requería, claro está, una fina sensibilidad para todo lo efímero, huidizo, pasajero –y gracia suficiente en «eternizarlo». Según D’Ors, hacía falta ser platónico:

Pero quien sea amador del platonismo, quien en eso no se contente con la adhesión a una fórmula filosófica, antes la practique como norma vital, ése sabrá siempre dar a algunas individualidades concretas el rico contenido de las ideas generales; ése sabrá ver en un hombre o en una mujer, un mundo, y, lo que es más vasto que un mundo, una categoría.7

Sin duda, como aquí se insinúa, el platonismo debe tomar un cariz distinto cuando ya no se puede ignorar la historia o temporalidad constitutiva de todo lo existente: cuando uno escribe después de Hegel y Nietzsche. Por tal motivo, si de la reflexión se desprende una metafísica será una «metafísica de andar por casa», y la actitud idónea para llevarla a cabo, la del amante de las apariencias. En la reflectante superficie de las cosas se espeja su entorno, a modo de pantalla por donde comunicarse y trascenderse.8 En suma, el nuevo ideario pedía un talante inclinado a la estética.

D’Ors andaba sobrado de ese talante. Bordó el papel hasta la sobreinterpretación. No escasearon sus detractores y lo menos que se le echó en cara fue la vanidad de traducir a categoría sus anécdotas personales. Bajo los auspicios de Goethe, del que recitaba a menudo lo de «cuán simbólica es mi existencia», algunos de sus trabajos literarios «simbolizaban» los desencuentros con los sucesores de Prat de la Riba. En 1920 El nou Prometeu encadenat abrió la serie, que se cerró póstumamente con La verdadera historia de Lidia de Cadaqués, publicada en 1954, el mismo año de su muerte. Juzgada desde esa óptica, incluso la analogía entre el periodista y el filósofo podría haber resultado una idea consoladora a fin de cuentas. Y es que, durante los primeros años, la colaboración diaria en la prensa, dándole un notable poder sobre las iniciativas político-culturales, hasta le permitió llevar a la práctica sus teorías –entre la política y la estética– de la «intervención» y el «arbitrarismo»; pero, al cabo de los años, el Glosari se le quedó en precario medio de subsistencia, y no solo por la destitución de sus cargos en la Administración catalana, sino porque perdió unas oposiciones a cátedra en la Universidad de Barcelona.9

A partir de 1923, año en que se instaló en Madrid, su situación mejoró a duras penas, habida cuenta de que allí El Sol alumbraba a las inteligencias por mediación de Ortega.10 Además, aun cuando, aferrado a su vocación filosófica por encima de todo, D’Ors no se detendría hasta compilar un «sistema de pensamiento» –en El secreto de la Filosofía, de 1947, el exilio personal y la evolución política española afectaron sus ideas. Desde luego, no mentía al asegurar que las había mantenido firmes, sin cambios. Pero, desplazadas a otro contexto, ¿cómo iban a interpretarse igual que antes? De todos modos, siguió produciendo trabajos muy notables en crítica de arte, algunos de los cuales salieron en edición original francesa, como Cézanne, Pablo Picasso, El arte de Goya o el más célebre Lo Barroco. Al reconocerle su fino discernimiento en este terreno, Josep Pla lo achacaba al poco peso que concedía en la práctica a su ideario estético: «D’Ors, que casi nunca tuvo razón, formuló excelentes preferencias [...] Sin abandonar nunca su canon estético, pero alejándose de él cada día más, parecía hecho adrede para comprendre el arte actual».11 (En consonancia con el espíritu de los tiempos, mi viejo manual de literatura decía, pues, una verdad a medias).

En Cataluña no todos los comentarios sobre Xenius eran tan ponderados como las ironías que Pla le dedicó al nombrarlo uno de sus Homenots. Siempre cuesta juzgar en estas lides sin la perspectiva que da el tiempo; sobre todo, como se maliciaba el propio Pla, cuando la amplitud de miras del reo es superior a la del juez. Solo que las palabras del encausado, por ley, bien pueden usarse en su contra:

Todo pasa. Pasan pompas y vanidades. Pasa la nombradía como la obscuridad. Nada quedará a fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas, su fatiga o su satisfacción. Una sola cosa, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, una sola cosa te será contada, y es tu Obra Bien Hecha.12

Pues bien, la obra cultural que D’Ors realizó al servicio del Movimiento Nacional lo desacreditó en Cataluña más de lo justo, ya que legitimó con creces a quienes habían prescindido anticipadamente de una figura esencial en múltiples aspectos, y en especial para la elaboración de un lenguaje filosófico moderno, siendo así que el catalán no tuvo la suerte del castellano con Ortega. Luego la maldición caería a partir de entonces sobre los desheredados.

Ni sus peores enemigos pusieron nunca en tela de juicio su virtuosismo en auscultar «las palpitaciones del tiempo». Solo que de ahí también podía inferirse que D’Ors se valía de su certera intuición de la novedad para apoderarse taimadamente de las ideas ajenas y exportarlas a Cataluña como propias, en cuyo caso su sentencia «lo que no es tradición es plagio» se cubría de oprobio. Naturalmente, los denostadores aportaron argumentos no tan sofisticados, pero no menos retorcidos, antes y después de que abjurase de la cultura catalana. Resulta innegable que D’Ors, siempre con la mirada fija en Europa, absorbía como una esponja las ideas que traslucieran el menor signo de vitalidad intelectual. El concepto de sobreconciencia, por ejemplo, debió de tomarlo de Bergson. Pero nadie o casi nadie parecía dispuesto a apreciar en este trasvase de ideas un feliz síntoma de cosmopolitismo. En parte, quizá porque sus adversarios estaban demasiado flojos en metafísica como para poder identificar sus fuentes. Por cierto, a ese respecto la pretensión de ilustrar a sus lectores, cuanto más justificada, más garantizaba impunidad teórica a un Xenius encantado con representar el papel de legislador platónico, o a malas el rousseauniano: «Las leyes son normas, pero también son armas» –repetía–. Sea como fuere, poco o muy original, no se apropiaba de las ideas foráneas (que, por lo demás, según su propia concepción de la cultura, no podían pertenecer a nadie) sin procurar «digerirlas». Por algo había escrito la Note sur la formule biologique de la logique (1910), en que comparaba la lógica a una «diastasa» o enzima.13 Las nuevas ideas tenían que incorporarse a una tradición propia que él se esforzaba en arbitrar, o sea, en inventársela si hiciera falta.

Aunque sus conciudadanos flaqueasen en metafísica, les bastaba y sobraba con lo que sabían para criticar las alarmantes afinidades políticas de Xenius ya en la etapa novecentista, con Action Française por ejemplo. Y hubiera sido un pésimo filósofo si estas simpatías no se reflejasen de alguna forma en sus escritos. Así pues, sus aspiraciones universalistas se bifurcaban en un dualismo de visos maniqueos, por más que él tuviera en mente la tabla pitagórica. Sus colegas reaccionaron con una virulencia inesperada. No se sublevaron contra las divisiones en pares de opuestos, en absoluto, sino que entablaron una lucha sin cuartel para poner a cada cosa en su sitio: modernistas contra novecentistas agarrándose a la oposición orsiana entre clasicismo y romanticismo, o lo peor de lo peor, esgrimiendo a Maragall contra D’Ors, y viceversa –y así hasta nuestros días.14 Al estallar la I Guerra, como introdujera una variación en el anterior par de opuestos, ahora llamados espíritu latino y espíritu germánico, sus conciudadanos desconfiaron aún más de la tabla de valores, pues no dudaban de que, contra las cabezas bienpensantes del momento, D’Ors era germanófilo; luego la posición de los contendientes en la tabla estaba invertida. Por aquel entonces, en la Alemania en guerra, nada menos que Thomas Mann utilizaba la misma clasificación con afán polémico, aunque no exento de matiz.15 D’Ors basaba en la respectiva su eslogan de que «la guerra entre Francia y Alemania es una guerra civil». En consecuencia, redactó un manifiesto por el cese de las hostilidades, que obtuvo las firmas de varios intelectuales españoles además de un respetable número de entre los catalanes, y opiniones de signo diverso entre los europeos.16

Desde el punto de vista teórico, resultaba chocante que esa dicotomía usada con beligerancia por el romanticismo alemán pudiera servir ahora precisamente para defender lo clásico contra lo romántico; excepto si semejante cruce debía interpretarse como el paradigma de todos los que D’Ors fue estableciendo entre Francia y Alemania en sus glosas diarias, más tarde recopiladas bajo el título Lletres a Tina.17 De todos modos, el fundamento metafísico de su dualismo residía en la «lucha» entre Materia y Forma. Ahí asomaba el maniqueísmo. Solo que esta contraposición estaba demasiado arraigada históricamente para levantar suspicacias; aparte de que –lo reitero– le hurtaba a estas su abstruso carácter metafísico. Por otro lado, hablaba en su favor el hecho de que el dominio de la materia por la forma interesaba a la reflexión estética de cualquier signo. Aunque D’Ors no hubiese abrigado otra clase de intenciones, no cabía esperar que lo ignorase dada su labor como crítico de arte. Incluso el empleo de dicotomías referidas a los «estilos» era común a autores tan respetados como Wölfflin o Worringer en la teoría del arte de la época.

D’Ors propugnaba una nueva síntesis de la cultura grecolatina y el cristianismo distinta de la efectuada por Hegel, a quien criticaba la absolutez del sistema y, evidentemente, el historicismo. Según lo plasmara en La ciencia de la Cultura, libro que se publicó inacabado en 1964, debía sustituirse la circularidad del Espíritu hegeliano por la bipolaridad de la elipse, con el fin de no imponer identidades coactivas. A medida que pasaban los años se entusiasmaba cada vez más con lo que Roma significó para la transmisión del helenismo. Pareja a tal entusiasmo corría la extravagancia de otra de sus frases lapidarias: «El catolicismo es anterior al cristianismo». En sus escritos de madurez ponderaba el carácter ecuménico de la Iglesia católica, apostólica y –enfatizaba– romana. Pero ya en el Glosari creía que el catolicismo aventajaba al protestantismo en espíritu clásico. A la religiosidad oculta en el interior de la conciencia –con que el protestantismo culmina el cristianismo– los católicos prefieren el culto a las formas. Tanto es así que, por la virtud educadora de las apariencias –descubierta en Grecia–, el catolicismo hace las veces de religión civil.

De lo anterior se seguían meditaciones sorprendentes: «¡Admirable oración, el Rosario! En ninguna otra como en ella triunfa el íntimo espíritu del Clasicismo [...] Es el rezo del insistir y del recomenzar. Es el ritmo severo. Es la elocuencia de la simetría».18 Después, en su residencia madrileña, se le agudizó la obsesión por la liturgia, que en Europa era entonces objeto de sentimientos encontrados.19 A raíz de ello su estilo, de siempre un tanto amanerado, se ensimismó en un conservadurismo ajado que no enturbió su lucidez teórica, ni le impidió seguir escribiendo aún páginas brillantes e incluso refrescantes, pero sí ensombreció los aspectos más avanzados de su obra. Para muestra, habiendo difundido muy pronto en Cataluña la teoría freudiana del inconsciente, hacia mediados de los años treinta no se le ocurrió nada mejor que darle réplica con un libro titulado Introducción a la vida angélica.20 Llevaba por subtítulo Cartas a una soledad.

En cambio, de juzgar por la buena acogida que se le deparó, el marco propicio para exponer la fe en el clasicismo era el ideario estético, consolidado a fines de la misma década de los treinta. Bajo el nombre de «constantes culturales» que conservarían en lo sucesivo (junto con el de «eones»), D’Ors fijó la bipolaridad de lo Clásico y lo Barroco. No solo se aplicaban a las obras, sino también a la personalidad. El hombre clásico es el que se entrega ante todo al conocimiento. El hombre barroco, a la acción. Uno es el hombre de la representación; de la voluntad el otro. Desde luego, conocimiento y acción, representación y voluntad resultan igualmente necesarios. Pero la acción debe someterse al conocimiento y la voluntad a la representación.

De esta suerte el clasicismo, siempre fiel a sí mismo desde las primeras páginas del Glosari, experimentaba el último cambio de pareja. En beneficio general, por cierto, ya que el eón de lo Barroco aventajaba a sus predecesores en consistencia teórica. Además, siendo característico del arte español, se amoldaba perfectamente al nuevo medio en el que D’Ors se desenvolvía. En Cataluña había medido el «clasicismo» de los novecentistas con el «romanticismo» de los modernistas, estos demasiado proclives al sentimiento por su improcedente culto a la naturaleza. Consideraciones estéticas aparte, se trataba de una dura crítica a cierta versión del nacionalismo, o mejor dicho, a la que imperaba en aquella época. Al cabo de los años, alegaría tales inicios de su posterior ciencia de la cultura como prueba de que siempre había rechazado el nacionalismo en todas sus formas, sin atributos. Respecto al arte, suelo nutricio de ambas constantes, D’Ors interpretaba la «jerarquía» de representación y voluntad como deber –cultural, que no moral– de preferir la construcción por encima de la expresión. Aduciendo el predominio de la segunda en música, tildaba a esta de la menos clásica de las artes; y entre sus personalidades, a la de Wagner, que mientras tanto enfervorecía en Cataluña a los amantes de la ópera. Vista por el extremo opuesto, en la cúspide del orden artístico estaría la arquitectura, aunque no precisamente el estilo Gaudí.

Como afirmó Jardí en su biografía del autor, D’Ors «lo relacionaba todo». Quizá demasiado como para escapar a las contradicciones, reales o aparentes, máxime cuando uno debe ganarse la vida a artículo diario como él hacía, doblando incluso a veces en las ediciones matutina y vespertina. Subyace una profunda coherencia a la biografía de aquellos individuos superconscientemente capaces de realizarla –aseveraba su doctrina de la «vida angélica»–. Y puede decirse sin reservas que la obra orsiana guarda esa coherencia en profundidad, pero asimismo que las contradicciones afloran a otros niveles. Ello nos empuja ahora a adentrarnos un poco más en su obra.

Se da el caso de que, según el Glosari, el protestantismo otorga un peso excesivo a la conciencia solitaria, definida por su aislamiento, porque entiende la libertad como negación del mundo que la rodea. Y pese a tal objección de principio, Kierkegaard, prototipo de dicha religiosidad, aparece citado en varias glosas como modelo teórico para instar a los lectores a la «repetición». Por supuesto, D’Ors da al término un significado que poco o nada tiene que ver con el kierkegaardiano. En cierto modo, pues, la falsa comprensión del espíritu del protestantismo vuelve a poner a este en su sitio hasta neutralizarlo. La ortodoxia vuelve a su cauce mediante un simple –entre rutinario y descarado– adjetivo: Xenius invoca a la Santa Repetición.21

Otra que tal, vinculada a la repetición, es la citada alabanza del Rosario. Al lector actual apegado a la psicología podría antojársele como una especie de protoconductismo, sumamente absurdo en esas circunstancias, ya que ni el conductista más obtuso apostaría a que basta con repetir mecánicamente una oración para imbuirse de clasicismo. Pero lo que aquí nos interesa del consejo orsiano es la aparente inversión de la jerarquía definidora de lo clásico, a saber, el dominio de la voluntad por la representación. ¿Acaso propone ahora una forma de acción, la de desgranar con voz y dedos una sarta de avemarías, para acostumbrarse a una vida juiciosa (assenyada), es decir, en pro del conocimiento? La respuesta es que sí. Nos lleva, por tanto, a perfilar su concepción de la mejor forma de vida como búsqueda de equilibrio entre conocimiento y acción.

Vida juiciosa significa contención de los excesos imaginativos, pero de tal manera que se obtenga provecho de la imaginación en vez de sofocarla. No se trata de coartar, sino de potenciar la libertad subjetiva. Solo se logra con una conducta razonable, que es más que «racional» porque no aspira a tanto. De lo contrario, la libertad por sí misma va hacia el desastre.22 Una libertad cifrada en saltarse cualquier límite perjudica al individuo que le da rienda suelta, pues acaba en su mística absorción dentro del Todo. A este respecto ni tan siquiera Kant, que denunció los abusos de la razón lanzada a transcender sus propios límites –luego a extralimitarse– pudo orillar su propia nostalgia por el Absoluto. De ahí su ideal estético de lo sublime como experiencia de la dignidad y la pequeñez humanas en su condición de inseparables. Así se mantuvo fiel al espíritu germánico:

Yo soy un melancólico, y por esto tú no podrías vencerme nunca. Para ti, hombre de formas, hombre de exterioridades tangibles, hombre de realizaciones, para ti, mediterráneo, el éxito material forma parte de la victoria. Tus Aquiles, tus Ulises, han de ganar, han de realizar para que sean poéticas sus hazañas de valeroso ardor y de ingenio. No así mi Sigfrido, no así mi Caballero Tristán. Yo sé extraer del vencimiento la mística victoria mejor. Una pura e impávida voluntad me sostiene en el peor caso. Y es la muy germánica voluntad de ruina.23

La primera defensa teóricamente organizada del talante mediterráneo la realizó D’Ors en La filosofía del hombre que trabaja y que juega, antología de 1914 cuyas tesis recogió mucho después en El secreto de la Filosofía con la idea de ofrecer una exposición sistemática de su pensamiento. No entraré ahora en si sus esfuerzos en este sentido consiguieron disimular o no la yuxtaposición del material empleado.24 En general, la destreza orsiana al «relacionarlo todo» no pudo vencer una doble contingencia. Por un lado, la falta de una tradición filosófica propia lo suficientemente sólida que le brindase apoyo. Como los lectores adolecían a su vez de esa carencia, no podían asimilar las lecciones orsianas si no se las servía muy hechas. En cambio él, atento sobre todo a la eficacia, repartía píldoras de efecto immediato, evitándose de paso una elaboración penosamente larga o complicada. Por otro lado (o el mismo en otras palabras), demasiadas veces actuó más como publicista que como filósofo, a lo que muchos se agarraron para eludir la obligación de tomárselo en serio sin precipitarse a rebajar sus méritos.

Con la perspectiva que nos da casi un siglo, quizá además porque no habiendo conocido al personaje en vida nos hemos librado de oírle «hablar en cursiva» (según la descripción de Pla), nos cabe por fin dilucidar sus puntos en común con algunos de los pensadores más importantes de la época. Como tales pueden interpretarse, a mi entender, sus serias dudas sobre la primacía de la voluntad en una sociedad en peligro de destrucción mutua, o sobre el cantado progreso de una historia en evidente retroceso moral. El drama de aquella generación, aún hoy sin cancelar del todo, se vivía como fracaso de la esperanza depositada en una racionalidad inmanente a la conciencia y a la historia. Las dos guerras europeas abrieron el interrogante de si la historia tendría sentido y cuál era el alcance de la conciencia. Desde su peculiar visión del mundo, D’Ors respondía que el sentido, si acaso, la historia lo obtiene de la cultura. A la vez pensaba la conciencia como obra, individual pero en cuanto alumbrada, más aún que gestada, en lo comunitario. Sus respuestas, prima facie, ya no nos satisfacen lo más mínimo. Aun así, no debería echarse en saco roto la negativa a sobrevalorar la acción que D’Ors esgrime tanto contra el hombre barroco como contra el espíritu germánico. Este intenta ejercer su libertad en medio de un universo histórico siempre en devenir. Entonces, cuando/ donde todo cambia sin parar solo se puede ser libre por inmersión en el cambio, a saber, erigiéndose en sujeto cuya acción transforme la realidad. Pero D’Ors no aprueba en absoluto que la relación fundamental entre hombre y mundo «devenga». Sustituye, pues, el werden o devenir por el machen, o sea, por el hacer.

Mediante dicha sustitución persigue una moralidad distinta a la kantiana, que se ocupa de lo que «debe ser», luego de lo que –todavía– no es. Por eso cobra tanta relevancia la historia: aquello que aún no es puede llegar a ser o, si no, hay que intentarlo igualmente. Kant puso la dignidad humana en el intento sostenido y, por ende, en el aplazamiento sine die de «la victoria», transformada Ítaca en horizonte inalcanzable. También la voluntad kantiana representa a «la germánica voluntad de ruina». O no se refugiaría en las intenciones tratándose de eficacia, como bien sabían los griegos. No la acción por la acción, sino el quehacer. De nuevo machen en lugar de werden: construir obras bien hechas.

D’Ors apela a la moral con el único fin de contagiarla. Porque la moral es fuerza (¿o no decimos «fuerza moral»?) que nace de la insistencia: la Santa Repetición. En el interior de la conciencia nunca ganaremos batalla alguna. Ampulosamente, D’Ors llamaba a las suyas por la cultura «heliomaquia» o combate por la luz solar. De todas formas, sin picar tan alto, ya el mero vivir –sentenciaba– es librar una batalla. La libertad, como potencia propia que abarca incluso lo exterior colonizable de que pueda uno valerse, deberá medirse con las resistencias ajenas, algunas de las cuales se agazapan en el interior de sí mismo.25 Por esta razón no debe infravalorarse la materia. Gracias a ella tocamos realidad. Nos baja de las nubes y otras volutas abarrocadas hasta que andamos con pie firme. Clásicamente, con gravedad, lo que significa dando el peso justo para impartir elegancia.26

El individuo que no adopte esas medidas se peleará toda la vida con sus fantasmas individuales o colectivos, impotente para superarlos. Fantasma cultural es la inveterada creencia de que la materia constituye el «principio de individuación». Nada más lejos de la realidad. Nos distinguimos por la forma. Y puesto que la distinción va unida a la elegancia, la forma se manifiesta como estilo. Ahora bien, no nos sale de dentro, cual algo originariamente inscrito en la conciencia. Al fin y al cabo, la misma conciencia es un producto: producto del esfuerzo y la tenacidad en la lucha por dominar la materia.

La conciencia es una obra –añádase ahora– de artesanía. Ni poética ni artística en tanto que no brota de la inspiración, sino de la constancia. Únicamente esta, intrínseca a la virtud del artesano, posee categoría moral. Solo cuando se dé, la obra que verá la luz estará hecha «a conciencia». Por tanto, no hay que confundir la doctrina de la Obra-Bien-Hecha con el elogio de la perfección formal susceptible de abrazar cualquier causa. La filosofía orsiana excluye la «evolución», pero no la biografía.27 La trayectoria vital seguida por la conciencia al configurarse le pertenece, y en ella permanece –eterna, sin cambios– como rechazo al menos de ciertos procedimientos:

Como desde hacía algún tiempo frecuentaba la Corte y el rey le tenía cariño, accedió éste a visitarle en la prisión, y parece (y esto lo dice, si no la historia, la buena leyenda) que le ofrecía la libertad a precio de una abjuración, aunque sólo fuese aparente, de su creencia. La contestación de Palissy fue digna de su perfecta conciencia de artesano. Rehusó altivamente. Porque había trabajado su conciencia como una de sus obras de arte.28

¿Quién mejor que el artesano para saber lo que cuesta abandonar las cosas en las que uno se ha dejado media vida?29 Y también sabe que la frivolidad del diletante o el golpe de efecto siempre se pagan demasiado caros. Desde luego, en la era de la realidad virtual, sin más resistencia material que la saturación de la red, tal eje vertebrador de la filosofía orsiana apenas nos concierne. Más bien parece una antigualla, como la anterior posología del Rosario. Hemos negado de este que bosquejase un conductismo avant la lettre, aunque tuviera relación con la psicología. Al destacar la influencia de la superficie en el interior de las cosas, se nos remitía al pragmatismo de W. James: «No lloramos porque estemos tristes, estamos tristes porque lloramos» –citaba Xenius una y otra vez en el Glosari–. Pronto le compuso una réplica: «Mujer que se parece a una que te amó puede también amarte». Y es que el pragmatismo norteamericano andaba falto de «humanismo», lo que en sus propios términos significaba «esteticismo». D’Ors no quería renunciar al lujo por mor de la utilidad.

La resistencia de la materia a la forma, presente incluso en el desarrollo de la conciencia, no se debe a que esté en bruto. D’Ors no descuida el ser natural de la materia. Su originario vínculo con la naturaleza le inquieta hasta el extremo de hacerle pontificar religiosamente sobre el «pecado».30 Sin embargo, la naturaleza ocupa el estrato inferior de una jerarquía con la historia en el del medio –como «mediación» no hegeliana– y en lo alto, por encima de los demás, la cultura. El hacer (machen) corresponde al estrato cultural. Sus materiales han sido elaborados previamente por el hombre. De ahí que el individuo que trabaja en su propia conciencia no esté destinado al silencio y la soledad kierkegaardianos. Para él la repetición implica incorporarse los logros de sus semejantes, pues ni siquiera en el existir se parte nunca de cero. Ahora bien, la Cultura es un don, que no un regalo.

La idea de la autoformación artesanal, con las propias manos, quizá aún despierte la curiosidad de algunos o la nostalgia en otros, pero no se espera que enardezca el ánimo de los lectores actuales. Más nos dicen, en cambio, las reflexiones orsianas sobre los efectos del progreso técnico en la sensibilidad humana. Por ejemplo, qué «concepción del mundo» tan diferente de las tradicionales se seguiría del contemplar la tierra desde el aire gracias al «uso civil del aeroplano». Sin duda, la manipulación de objetos que son inconmensurables con el rosario generaría formas de conciencia inéditas. D’Ors apremiaba a investigar en una nueva «teoría de la sensibilidad». No obstante, se mostraba reticente ante las nuevas pedagogías, por considerarlas insensibles a la materialidad de los vocablos y a la santa repetición fortalecedora de la memoria. Obsérvese, en el Nuevo Glosario, su crítica al aprendizaje de las lenguas con métodos psicologistas que achatan la consciencia pretendiendo fomentarla:

Con estos métodos, una criatura de tres años, jugando con unos caracteres de cartón, se vuelve lector en el lapso de unas pocas semanas... Muy bien, pero luego pasa que [...] no hay ningún espiritual aliciente ni despertará nunca –es comprensible– ningún interés el hecho de que la letra Q deba encontrarse entre la P y la R. Mas ¡qué remedio! Mil construcciones culturales son cimentadas en esta pelada roca.31

A favor del propio sujeto, hay que restituir sus derechos a la objetividad. De lo contrario aquel, ensimismado y pagado de sí, habita un mundo ficticio. Solo el conocimiento de los propios límites le librará del engaño. Y el único modo de conocerlos pasa por la experiencia de afrontarlos. Esta experiencia es condición de la libertad, que no puede desbocarse sin perderse a sí misma.32 En busca del punto de equilibrio Xenius acude a la ciencia contemporánea.

A principios del xx, los descubrimientos científicos topaban con la epistemología clásica, fundada en la eternidad de la razón, que D’Ors interpretaba como posibilidad de rehacer el camino andado, esto es, de invertir el decurso temporal inherente a cualquier marcha. Y quien dice camino dice pasos de una deducción lógico-matemática. Pero la teoría de la relatividad daba un enfoque revolucionario a la interdependencia de espacio y tiempo. La mecánica cuántica devaluaba la objetividad de los experimentos científicos introduciendo en ellos un margen de indeterminación. Y el evolucionismo ya había hecho mella en los filósofos, que elaboraban «nuevas ontologías» con el fin de establecer por todos los medios a su alcance una diferencia irreductible entre la especie humana y las de antropoides. Semejante movida hacía las delicias de nuestro autor. Las disquisiciones al respecto en varios de sus opúsculos tempranos lo acreditan como uno de tantos pensadores contemporáneos que han usado fraudulentamente teorías científicas. Para darse cuenta del estropicio no hacía falta aguardar a la autorizada desautorización de filósofos insignes llevada a cabo en nuestros días por los expertos en divulgación científica. Así describía ya Josep M. Capdevila la escena de una clase en que D’Ors pasó a la acción en la pizarra: «Tuvo la desventura de confundirse en alguna expresión algebraica fácil... Algunos, malévolamente, copiaban las fórmulas irrisorias».33 Aun así, los admiradores de Popper quizá se sorprenderían al comprobar que, si este aborrece al historicismo por imposible a causa de la irrepetibilidad de los acontecimientos, desde la misma convicción D’Ors tentaba el acuerdo de legalidad y libertad aduciendo que la realidad obedecía leyes estadísticas (¿Popper avant la lettre?). Se empeñaba en «liberalizar» el conocimiento. O dicho con más enjundia, aspiraba a un modelo de racionalidad lo suficientemente flexible para albergar la libertad humana. En definitiva, se trataba de que los revolucionarios hallazgos se conjugasen con los valores establecidos, y por tanto de una operación conservadora. Quería elevar la moral de la época a la altura de los avances científicos y técnicos; el lector actual juzgará sobre la analogía con nuestro presente.

Corría el año 1911 cuando Xenius elucubraba sobre el segundo principio de la termodinámica, esto es, sobre la tendencia de los sistemas organizados a la entropía.34 Dicho principio desbarataba aparentemente su concepción del mundo heredada de Grecia: «al principio era el Orden». Con este versículo había enmendado el de Fausto «al principio era la Acción», a su vez remedo del evangélico «al principio era el Verbo». Solo que el descubrimiento de la entropía quebrantaba su impenitente certeza, por refutar la identidad entre el «principio» como origen del universo y los «principios» como leyes de su representación. No había lo mismo antes que después cuando la energía de un sistema se transformaba en calor, pues en tal caso se producían pérdidas y sobre todo desorden. En conclusión, la termodinámica infiltraba la historicidad en una forma de conocimiento que hasta entonces la había descartado por principio.

La historicidad en física aparecía como irreversibilidad: un sistema que no puede volver ya a estados anteriores. Con este motivo D’Ors, en su relacionarlo todo, no se olvidó de citar a Nietzsche acerca de que la voluntad no puede querer hacia atrás. Cierto que la irreversibilidad invierte su signo en los sistemas vivos, que avanzan hacia estados cada vez más complejos. Pero no cabía ignorar que lo logran a base de esparcir desorden a su alrededor: he ahí al «pecado». Por suerte la biología, cuyo recién estatus científico atraía hacia sí el interés de los filósofos (seguramente como aliada frente a las ciencias físicas), alimentaba esperanzas en otra dirección. Una de sus ramas, la genética o estudio de la herencia, veía en la transmisión de genes hereditarios una «constancia» formal mantenida a través del tiempo pese a las variaciones individuales. D’Ors recurría a August Weissman: el devenir no afectaba al «plasma germinal» porque este no se mezclaba con el «plasma somático».

Se me escapa completamente hasta qué punto la biotecnología ha dejado obsoleta la teoría en que D’Ors se apoyaba. Pero por mucho que lo haga no invalida el desiderátum orsiano de flexibilizar la razón para provecho tanto de las ciencias físicas como de las llamadas ciencias humanas. Debía ensayarse un modelo de razón que no permaneciera al margen de la humana contingencia por exceso de rigidez; máxime cuando ya la propia física sabía de lo irreversible. A fin de cuentas, para D’Ors la aproximación entre física e historia no obligaba a despedirse de la reversibilidad como tal, so pena de despedir a la propia razón, caracterizada por el poder de regresar sobre sus pasos. En esto consiste para ella vencer al tiempo. No le niega existencia, pero se le sobrepone con «construcciones» que, aun yendo hacia adelante, se permiten de vez en cuando el volver la vista atrás. Según D’Ors, de los altos en ruta para hacer, deshacer y rehacer se beneficiaría al cabo la propia ciencia. Más allá de la vida y/o la muerte, la razón siempre está «regresando».35 En el Nuevo Glosario vuelve a aparecer Nietzsche, de incógnito:

«Hay muchas auroras que no han nacido todavía», dice el himno védico. Pero también hay muchos crepúsculos que no han sido sorprendidos por nadie.

Hay una magnífica sensación de poder en considerar el pasado como campo propio de los descubrimientos; es decir, en adivinar la existencia de un pretérito posible... ¡Hondo misterio, pero placer no menos hondo! En lo que ya ha sido todavía hay materia con que crear.36

No puedo terminar mi breve repaso de la obra orsiana sin traer a colación un aspecto esencial que he postergado y que atañe en particular al quehacer científico. Además de trabajar, el hombre juega. No porque sí Xenius tituló «la filosofía del hombre que trabaja y que juega» a la incipiente recapitulación de su pensamiento. El juego entra en todas las actividades humanas, la científica inclusive. Jugamos peligrosamente cuando fantaseamos con liberarnos de la identidad del yo. Pero también juega el investigador que, impulsado por la curiosidad –irrupción del «instinto de juego» en ciencia–, se burla de las reglas aceptadas para imponer en el futuro otras aún no concebidas. A falta de tal impulso jamás progresaría el conocimiento.37 Y dicho esto de la ciencia cabrá decirlo de los mitos:

A la manera de un ciudadano griego ante sus dioses, así estará [serà] el hombre científico del mañana ante los productos de su ciencia. La palabra, tan luminosa, de Goethe: «Se acaba siempre por depender de los fantasmas que uno mismo ha creado», conserva siempre su valor. Mas, ¿por qué considerar aún esa ley como una desventura?... La posición del hombre entero, del hombre que trabaja y que juega, y que sabe trabajar y jugar al mismo tiempo, puede ser bien clara. Él rendirá culto a su Fantasma. Lo obedecerá, mientras el fantasma se sostenga en pie. Pero, a la vez, lentamente, marginalmente, en la sombra, forjará el nuevo Fantasma que debe combatir con aquél, derrumbarlo y reemplazarlo.38

En resumen, la propuesta teórica de D’Ors se situaba en la misma línea que la de aquellos pensadores con quienes coincidió a principios de siglo en algunos congresos, a los que asistía acreditándose como «representante de Cataluña». Desde Bergson hasta James, la mayoría de ellos buscaba un modelo de racionalidad equidistante de la abstracción, que empobrece lo real, y de lo concreto en demasía que, justo es reconocerlo, nos tiene ahora mismo hundidos en el «individualismo metodológico». Xenius atribuía la buscada equidistancia a las Figuras. Mientras que el concepto se define, la figura solo admite descripción, porque no se constituye dejando a un lado las particularidades –no es abstracta–, sino que las eleva hasta lo universal.

El periodista-filósofo del Glosari se entretenía en destilar de cada anécdota su categoría. Amante de lo eterno como buen platónico, quería que hasta lo efímero perdurase de algún modo. Solo una razón figurativa podía lograrlo. Así, en cada individuo su figura –o personalidad– iba perfilándose a través de su biografía. Esta no se reducía, pues, a una serie de episodios cronológicos. Poseía un sentido, que era la continuidad mantenida pese a los cambios. De ahí a otorgarle reversibilidad había apenas nada. Y D’Ors lo comprendió en su doctrina de la vida angélica: la biografía de las personas con ángel podía contarse del derecho y del revés sin que se alterase su razón de ser. Pero ya muchísimo antes de llegar a conclusiones seudoteológicas, aún a finales del xx, Eugeni Ors i Rovira había escrito, entre otros relatos breves, uno llamado «Los cuatro gatos»:

Este sarcasmo es del cuarto gato, el más joven, y más humorista y más sentimental y más bohemio... ¡Oh, el cuarto gato!... También él se había criado en casa buena: gente ciudadana que veraneaba en el pueblo. Pero a él no le echaron [como a los otros tres gatos]: huyó, herido una y mil veces en su dignidad, por los papeles que los juguetones chiquillos de la casa querían que representase. Su orgullo sufría dolorosamente cada vez que le encasquetaban un cucurucho o le ponían una cuerda al cuello o le hacían rabiar con un ovillo... Antes de la última escapatoria había ya intentado alguna; pero volvía siempre. Amaba aquella quinta. Amaba sobre todo aquel jardín, tal mal cuidado; allí, de noche, entre las extrañas siluetas de los árboles éticos, protegido de la obscuridad, ¡había incubado tantos sueños!...39

«Amaba sobre todo aquel jardín, tan mal cuidado»... Fue hace un siglo. El autor no había cumplido la mayoría de edad. Vinieron después instantes de gloria. Pero el gato díscolo no se zafó de su destino. La sentencia se ejecutó por exilio voluntario –estaba escrito. Y todo volvería a recomenzar.

1. José García López y Carmen Pleyán, Teoría literaria, pp. 164-165.

2. Guillermo Díaz-Plaja, La defenestración de Xènius. Además de otros autores, también Enric Jardí, en su ya canónica biografía, aborda el tema de la ascensión y caída de Eugenio d’Ors tras la muerte de Enric Prat de la Riba, primer presidente de la Mancomunidad de Cataluña. Cf. E. Jardí, Eugeni d’Ors: obra i vida, Obra catalana d’Eugeni d’Ors.

3. M. Rius, La filosofia d’Eugeni d’Ors, II.4 de la primera parte.

4. La metáfora fisiológica creo que me ha venido de Rubert de Ventós, a cuya faceta orsiana ya aludí antes de todos modos.

5. La Bien Plantada (traducción de Rafael Marquina), p. 51. En las diversas ediciones catalanas disponibles dice: «Allí dalt és un nom adust, encès, groc, ascètic, aspre». En la versión de Marquina desapareció «adusto», y «ascético» se sustituyó por «místico». Finalmente, la edición crítica a partir del Glosari ha restituido el original «biliós» (bilioso) en el lugar de «ascètic». Por los indicios obtenidos en el cotejo de otros textos deduzco que D’Ors introducía modificaciones antes o después de confiarlos al traductor.

6. Dichas novelas consistían en la publicación conjunta de una serie de glosas escritas para tal efecto.

7. Flos sophorum, pp. 22-23.

8. Pese a Leibniz, la ausencia de ventanas no confina.

9. La cátedra era de psicología, como especialidad filosófica. Cf. infra «Datos biográficos más relevantes».

10. D’Ors seguiría publicando sus glosas, entonces en castellano, en el ABC.

11. J. Pla, Grandes tipos, p. 109. El título del original catalán es Home-nots, un aumentativo de «hombre» muy díficil de traducir.

12. «Aprendizaje y heroísmo», en Diálogos, p. 78. Conferencia pronunciada en la Residencia de Estudiantes en 1915.

13. Cabe señalar, no obstante, que situaba la cultura a un nivel superior al de la lógica-diastasa. Esta pertenece a la «razón» abstracta, la cultura es obra de la «inteligencia». Reproduciría el contenido de la citada Note, si bien con alguna disimulada reserva (sobre el valor metafórico o no de la noción de diastasa), en El secreto de la Filosofía, pp. 137 y ss. Cf. infra, p. 123.

14. Desde luego, D’Ors no era en absoluto inocente respecto a dicha personalización. Cf. infra II.1.

15. Th. Mann, Consideraciones de un apolítico.

16. El Manifiesto de los Amigos de la Unidad Moral de Europa.

17. Lletres a Tina (Cartas a Tina) se publicaron en forma de libro como Tina i la Guerra Gran. La edición de su obra catalana completa ha recuperado el título original de las glosas diarias.

18. «Admirable oració, el Rosari! En cap més com en ella triomfa l’íntim esperit del Classicisme [...] És el rés de l’insistir i del recomençar. És el ritme sever. És l’eloqüència de la simetria» (Glosari 1908-1909, p. 682).

19. Su referencia directa era un pensador italo-alemán, Romano Guardini: El espíritu de la liturgia.

20. En mi primer libro sobre el autor ya ironicé en este sentido, y no obstante, reconocí a la figura del ángel una función vertebradora. Después, a medida que me desembarazaba de prejuicios, fui acordando mi pensamiento con mis gustos. Cf. infra I.4, II.2, II.3.

21. El santoral es católico. Adjetivando con términos religiosos algunas de sus ideas-fuerza, el Glosari elaboraba su propio calendario, esto es, su propio ritmo. Se las arreglaba con un simple adjetivo; para la importancia de la gramática, cf. infra i.5.

22. Su adversario Hegel había constatado los perniciosos efectos de una libertad ceñida a la razón abstracta o subjetiva. Pero, desde luego, no apeló a la «representación» para superarlos.

23. Cartas a Tina, p. 235.

24. Cf. infra I.5.

25. Los conceptos de «potencia» y «resistencia», inspirados en Maine de Biran, autor francés del siglo anterior, aparecen desarrollados en Religio est Libertas (1908).

26. «La presencia de la Bien Plantada lo aquieta, serena y ordena todo en muchos, muchos pasos a la redonda y en muchas, muchas almas de la cercanía» (La Bien Plantada, p. 46).

27. Esta negación del hueco formalismo por la biografía invierte el argumento, expresado más arriba, de que la «evolución» readaptativa de las obras políticas de D’Ors levantaba testimonio contra su probidad intelectual.

28. «Aprendizaje y heroísmo», en Diálogos, p. 64. Bernard Palissy aparece asiduamente en sus escritos como una de las «vidas ejemplares».

29. Evidentemente, como la figura del artesano tiene un valor paradigmático, se hace extensible a cualquier actividad humana, las más intelectuales inclusive.

30. Cf. infra II.1.

31. Nuevo Glosario, vol. III, p. 934.

32. Cf. infra I.3. Asimismo, M. Rius, op. cit., cap. III.4 de la 1.ª parte.

33. Eugeni d’Ors. Etapa barcelonina (1906-1920), p. 61. En la etapa novecentista, Josep Maria Capdevila fue uno de sus discípulos predilectos, aunque no congeniaron por demasiado tiempo.

34. Els fenòmens irreversibles i la concepció entròpica de l’univers. Puede encontrarse una versión posterior en El secreto de la Filosofía.

35. Puesto que el propio ser de la razón consiste en regresar eternamente, se opone a los embates de lo irracional, del que D’Ors gustaba de repetir, en una de sus citas espurias: «Chassez l’irrationnel, il revient au galop!».

36. Nuevo Glosario, vol. I, p. 1220.

37. Note sur la curiosité (1911).

38. El residúu en la mesura de la ciència per l’acció (1908). Este «residuo» es el lujo que va más allá de la debida utilidad sin contravenirla, antes bien realizándola con creces porque «humaniza» el pragmatismo de la ciencia. He ahí el texto original: «A la manera com un ciutadà grech davant sos déus, aixís serà l’home científich de demà devant els productes de sa ciència. La paraula, tant lluminosa, de Goethe: “S’acaba sempre per dependir dels fantasmes que un mateix ha creat”, conserva sempre son valor. Mes perquè consideraríem encara aquesta lley com una malventura?... La posició del home complet, del home que treballa y que juga, y qui sab alhora treballar y jugar, pot ésser ben clara. Ell rendirà culte a son Fantasma. L’obehirà, mentres el fantasma se mantinga en peu. Però, alhora, lentament, marginalment, a l’ombra, forjarà el nou Fantasma que ha de combatre ab aquell, aterrar-lo y reemplaçar-lo». La traducción es mía porque no he podido acceder a la edición en castellano.

39. La muerte de Isidro Nonell seguida de otras arbitrariedades, p. 39. Describe la reunión de cuatro gatos vagabundos; el cuarto se burla de la hipocresía de los demás. Obviamente, «cuatro gatos» es una expresión de uso vulgar para indicar que se está en minoría o en un estado próximo a la soledad. Pero era (y es) también el nombre de un café-restaurante de Barcelona, situado muy cerca de la casa donde D’Ors nació, que se hizo famoso como centro de tertulia de los modernistas. Lo frecuentaba Picasso mientras vivió en Barcelona. Incluso se publicó una revista con el mismo nombre.

D'ors, filósofo

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