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PREFACIO

En los más de veinte años transcurridos desde que salió mi primer ensayo (de origen, tesis doctoral) sobre la filosofía d’Eugenio d’Ors, las condiciones exigibles para una justa recepción e interpretación de su obra han mejorado notablemente.1 Está casi lista la edición de la completa en catalán, y no solo se han reeditado títulos fundamentales en castellano, sino que han visto la luz textos inéditos, alguno tan significativo como la tesis sobre las aporías de Zenón, con la que se doctoró en filosofía. También se ha publicado el Último Glosario, e incluso puede disfrutarse un catálogo de dibujos, siendo esta una de sus facetas doblemente interesante por la implicación que él defendía entre el pensar y el dibujar.

Con todo, en lo que se me alcanza, la mejora no ha surtido aún los efectos por los que hacía votos el editor, en 1998, de El secreto de la Filosofía: que naciera en tierras castellanas un solvente estudio integral del pensamiento orsiano.2 En efecto, el que brindó Aranguren en 1945, aunsi pionero en rigor filosófico, constaba de tres partes autónomas y, según sus propias palabras, elaboradas con un material bibliográfico más bien escaso. No obstante, en el prólogo a una tardía segunda edición (1981), la fragmentariedad inicial parece retroactivamente justificada por la siguiente apostilla:

Si hubiera de volver a escribir este libro, me ocuparía más de cómo escribía d’Ors que de lo que escribió [...]. Desde que le conocí, y aparte de su ingenio, lo que más me interesó, lo que más aprendí en él, fue a escribir. Porque por alejada que esté mi prosa de la suya, no solo en la calidad, sino –y es lo que me importa decir ahora– en la voluntad estilística, ella se reconoce, al menos para mí, en la suya. (Lo que no me ocurre con la de Ortega).

De muy joven yo habría tomado todo de d’Ors o casi. Hoy se tiende a no tomar nada. Los dos extremos son equivocados. Deberíamos tomar algo, no todo, y casi nunca lo que él valoraba, de sí mismo, más. Por ejemplo, no, ciertamente, su concepción política de ilustrado. Tampoco su concepción de la catalanidad.3

Al margen de las vaguedades semánticas (ilustrado, catalanidad) y del juicio que pudiera merecer a Aranguren lo que llama ahí «voluntad estilística», sus consejos relativos a la forma de leer la obra orsiana quizá den frutos excelentes –su propio magisterio lo acredita– para cierto tipo de quehacer filosófico. Pero no se compadecen con el afanoso intelectualismo del autor a interpretar. Y no porque desatiendan a la presunta completud de todo sistema teórico. Al fin y al cabo, aunque Eugenio d’Ors padecía de «voluntad sistémica», El secreto de la Filosofía, su explícito intento al respecto, acabó en mentís. Solo que, desde la perspectiva intelectual, luego a distancia de la «aplicación» –en tanto que se anteponga la libertad del pensar–, la comprensión de una obra falla a menos que comprenda en sí a todos y cada uno de los integrantes de la misma. Gusten o no. Ello no quita la entera independencia en el modo de asumirlos, pocas veces total, a menudo sesgadamente. Pero es imprescindible a la hora de refrendar o rechazar con conocimiento de causa.

Ahora bien, una vez cumplido tal requisito, la fragmentariedad expositiva aventajará con creces al muy obsoleto género del tratado, que, en realidad, fue siempre una impostura: un rebajar la ambiciosa trabazón conceptual a mera apariencia formal. Así pues, la afirmación antes citada de Aranguren («de muy joven yo habría tomado todo de d’Ors o casi»)4 no se veía contradicha por la naturaleza fragmentaria del estudio en que objetivó su juvenil deslumbramiento. No hubo ni contradicción ni perjuicio. Y espero que lo mismo quepa decir del libro cuyo prefacio tiene ahora el lector o lectora a la vista. Se compone de distintos trabajos realizados en un ancho lapso de tiempo, de 1999 a 2011, y la mayor parte de ellos escritos originariamente en catalán. Sin embargo, al traducirlos, me sentí obligada a reescribirlos. De esta suerte, algunos capítulos, en especial el primero de la segunda parte, contienen modificaciones que los han atraído hacia el presente. Como guía de lectura, en la última página se detallan las fuentes. Uno solo de los capítulos quedó inédito, «En el nombre de Xenius»; se trataba del prólogo a una edición revisada y aumentada de Introducción a la vida angélica, que se suspendió por voluntad del entonces albacea del legado orsiano, Ángel d’Ors Lois –q.e.p.d. cuando esto escribo.

El presente volumen está dividido en dos partes. La primera, Ritmos, de nombre caro a nuestro autor, despliega en amplia panorámica su filosofía. Se cierra con un nuevo «balance» del libro que él reputaba su sistema. Perseverante hasta el fin en la vocación de filósofo, y ansioso por ganarse el pleno reconocimiento como tal, quiso dotar de estructura unitaria a las más abstractas de sus ideas, hasta entonces desparramadas en publicaciones periódicas, catálogos, breves opúsculos, etc. En cuanto al éxito internacional obtenido por sus libros de crítica de arte, eclipsaba paradójicamente su talento filosófico. ¿Acaso podía esperarse de alguien tan dado a la plasticidad de las imágenes que se desenvolviera con el nudo concepto?5 La verdad es que su último esfuerzo sistematizador se resolvió en una especie de compendio, bastante articulado, pero no tanto como para eludir la fragmentariedad de base. Para mí que este fracaso obedeció sobre todo a razones de orden práctico y, en cualquier caso, ya he declarado mi estima por la fragmentariedad. Pues bien, sin desmarcarme ahora de la lectura que ofrecí en 1991, mi último balance de la filosofía orsiana la resitúa en un horizonte más vasto tras descubrirle nuevos aspectos, cuyas afinidades con otros autores contemporáneos de tradición europea sugieren el alto nivel y la oportunidad histórica del pensamiento orsiano.

La reflexión sobre algunas de dichas afinidades se encuentra destacada en la segunda parte del volumen: Destellos (nombre asimismo típicamente orsiano). No la abordé con el propósito de hallar supuestas «influencias» teóricas de un entorno más o menos inmediato, sino con el de iluminar los rastros, hasta hoy inexplorados, de «solidaridad espaciotemporal» –tal como el propio autor definía la Cultura. Desde luego, esas afinidades no nos complacerán todas por igual. No basta con que respondan aparentemente a la vocación universalista siempre enarbolada por Eugenio d’Ors. No basta, para validar las ideas, con que distintos pensadores las compartan. Ni santifica a un pensamiento su fuste comunitario: «Todo pasa. Pasan pompas y vanidades...».6 También las ideologías. Y los sistemas filosóficos. Aún más rápido lo hacen las modas, llevándose al pasar los sonoros acuerdos o desacuerdos entre intelectuales tácticamente unidos por el ansia de celebridad.

Acerca del europeísmo cultural de Eugenio d’Ors, dicho estará de sobra lo incomparables que son el arrimarse a ideologías autoritarias, por más «ironía» con que se tomen, y el conceder a las experiencias místicas su forma (o incluso su no-forma) de verdad, aun sin participar en la misma. No cabe duda de que hay que ir con cuidado al enaltecer la empatía orsiana –producto, a veces bastardo, de su lucidez para captar al vuelo– con la intelectualidad europea del momento. Pero, justo por ello, resulta de mayor importancia que el intérprete no confunda la pureza intelectual con la moral... de existir ambas –siquiera en el imaginario del filósofo. Y nunca, en el otro extremo, debieran limarse aristas con el falso pretexto de rehabilitar a nadie.

En definitiva, al cabo de veinte años me percaté de que la obra de Eugenio d’Ors conectaba con los debates filosóficos del siglo XX mediante hilos mucho más finos que los percibidos inicialmente. Hoy me ratifico, pues, en su creciente estimación, sobre todo frente a aquellos cuya empedernida ignorancia llega al colmo de negarle todavía la credencial de filósofo; prefieren pegarla en otras solapas que ellos puedan agarrar. Una edición conjunta de los textos orsianos de estricta temática filosófica –a estas alturas, aún dispersos– quizá ayudase a paliar semejante cazurrería. Después de todo, según el propio autor advertía, no se puede entender lo que no está al alcance de los ojos. En lo que a mí respecta, he procurado mostrar que ni se equivocaba ni obraba de mala fe al considerarse ante todo filósofo. Me alegro, no obstante, de que en tal empresa, como en cualquiera, nadie tenga jamás la última palabra:

Todo está dicho a medias –afirma el verdadero espíritu clásico. La historia de la humanidad es una magna asamblea. Todo está dicho a medias, y hace falta continuar.7

1. M. Rius, La filosofia d’Eugeni d’Ors (1991).

2. Por fortuna, entre las generaciones más jóvenes se han cosechado meritorios trabajos (véanse en el apartado de referencias bibliográficas). Pero es de temer como algo sintomático que hayan aparecido en Ediciones de la Universidad de Navarra.

3. J.L. L. Aranguren, La filosofía de Eugenio d’Ors, p. 49.

4. Desde luego, el uso del condicional pone tal afirmación a resguardo de interpretaciones como la mía; pero tampoco cabe falsear demasiado lo que se queda en hipótesis.

5. Esta pregunta trae a la mente el caso Nietzsche. Pero nuestro autor, al decir de Josep Pla, se limitaba a practicar un dionisismo de barrio burgués.

6. «Aprendizaje y heroísmo», en Diálogos, p. 78.

7. «Tot està a mig dir –afirma el veritable esperit clàssic. La història de la humanitat és una magna assemblea. Tot està a mig dir, i cal continuar» (Glosari, 27-VII-1920).

D'ors, filósofo

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