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3.

METAGLOSA SOBRE EL TEDIO

La Oceanografía del tedio es una narración corta que sobresale por su belleza y frescor de entre todas aquellas en que D’Ors se concedía a sí mismo un tiempo de juego, el de las vacaciones necesarias para reincorporarse con nuevos bríos al trabajo. Lo puesto en juego esta vez es la experiencia del ocio desde la óptica –tan clásica– de sus relaciones con el pensamiento. Solo que, al tratarse de unas vacaciones literarias, la reflexividad del juego tematizándose a sí mismo no puede expresarse sino como Ironía:

[...] Y en el cielo, una nube.

Adelanta ligera, graciosa –cisne en un lago–. Como el cisne, se alarga o repliega. ¿Veis? Ha extendido un ala. ¿Veis? Se ha vuelto todo él una bola.

Suavísimo, resbala. Pequeñas, fragmentarias asociaciones de imágenes [...] La glosa ideal es el Glosario ideal. La glosa soñada –seguramente no escrita aún.1

Con una clara alusión al platonismo («la glosa ideal... no escrita aún») D’Ors plasma en imágenes su concepción de la escritura. El Glosario desea salir a la luz apareciendo a la vista del lector cual sustancia «porosa» que en su flexibilidad se densifica y esponja, como se contrae y dilata en la sombra el tiempo en su «palpitar». Justo así cada glosa dibuja los contornos propios, es decir, su Figura. No se entrega, por tanto, a una libertad incondicional, sino que procede de modo autárquico –con carácter griego.

Y dado que para el conocimiento resulta esencial el «principio de figuración», la escritura no es una simple forma de expresarse, sino un estilo del pensar que enlaza con los orígenes de la mismísima filosofía.2 Ya en los diálogos platónicos se aprende que las Ideas-Figura deben contemplarse con los ojos de la Inteligencia en vez de usar la mera razón, a la que están atados los hombres del siglo xx. Para nuestro autor, la insuficiencia de la razón procede de su índole abstracta y no de su discursividad, minusvalorada asimismo por los antiguos. En cuanto a la deslumbrante superioridad de la Inteligencia, no se mide por la lejanía que mantenga respecto a lo sensible. En ese aspecto el platonismo de D’Ors no choca con el de Aristóteles, quien estableció en su Ética que una misma facultad (noûs) ocupaba los dos extremos del conocimiento: en la cima aprehendía los primeros principios y en la base captaba la inmediatez de las cosas empíricas. Gracias a ello, cada cual podía sopesar con prudencia las circunstancias de sus actos, y algunos privilegiados inteligir incluso los principios que, por lo demás, tenían que regir la vida de cualquier individuo aun si de pocas luces, ya que respondían a una necesidad elemental: la de trazar la línea divisoria entre sensatez y locura.

Tal unión de lo más teórico y lo más práctico D’Ors la extrapola al florecer conjunto de la política y la cultura, pues inspirándose en la mentalidad antigua las piensa a ambas como inseparables. Afortunadamente, por herencia de la Antigua Grecia (el Glosari daba noticia de las excavaciones en las ruinas de Ampurias como refrendo simbólico de sus tesis), en Cataluña arraiga una virtud afín a la phrónesis o prudencia. Es el Seny, nombre genuinamente catalán usado por D’Ors como sinónimo de Inteligencia según él la concibe, orientada en el ámbito del pensar hacia unos principios que renuevan los tradicionales: aparte del principio de figuración, el de participación y el de función exigida. Como logros de su «trabajo» intelectual, D’Ors habría de exponerlos en su obra filosófica mejor acabada, El secreto de la Filosofía.3 En cambio, las relaciones de la Inteligencia con la sensibilidad hallan su espacio propio en el del «juego» abierto por esta serie de glosas de 1916 que componen la Oceanografía del tedio. Sobre las nubes:

Es una nube... A primera vista, una nube sin nada de particular, una nube cualquiera. Todas las nubes que no mira uno con amor y calma son una nube cualquiera. Solo la atención y estimación traídas a las cosas las individualiza.4

Se adivina en semejantes palabras que la recuperación del talante griego no resultará nada fácil. Cierto que el aprecio orsiano de la individualidad se dirige al principio de inteligibilidad en ella encarnado, conforme a la doctrina clásica de la Idea-Tipo. Pero fue también el griego Sócrates quien enseñó que la conciencia no tiene marcha atrás, que aquello de lo que uno se hace consciente jamás le abandona. Y desde la antigüedad mucho ha subido el caudal de la humana conciencia. Lo advierte el comienzo del libro al anunciar su propósito mediante la justificación del título:

Pero el mar, que parece a un contemplador frívolo la igualdad y la monotonía supremas, ofrece al buzo que en él profundiza el prestigio de mil espectáculos en el templo mágico de la serena diversidad. «Estéril llanura», llamaron al mar los antiguos. Pero los modernos han visto en él un teatro para los más interesantes dramas de la vida, para los más opulentos y fastuosos. Los modernos saben Oceanografía.5

Los hombres del xx poseen un saber científico que quizá custodie sus innegables vínculos con la sabiduría antigua, pese a la contemporánea desafección por la Idea. Y prosigue: «Autor analizará aquí la Oceanografía del tedio. Sabrá cuán rico es y múltiple aquello que ha parecido igual y monótono al profano y al distraído».6

Autor, la inicial en mayúscula, es el nombre del protagonista de esta narración cuyo desarrollo casi se agota en una tarde, porque ni más ni menos que una tarde es lo que dura su estancia en el jardín de un balneario al que ha ido a descansar por prescripción médica. Nótese que el pasaje citado indica el desdoblamiento entre el autor-narrador y el autor-personaje, algo bastante habitual si no se viera enseguida reforzado por un intercambio de papeles. El autorpersonaje permanecerá todo el rato en silencio dando así carta blanca al autor-narrador para decir en su nombre cuanto le apetezca. Ahora bien, precisamente por ello, el autor-personaje nunca actúa de portavoz efectivo del autornarrador, pues en tal caso debería hablar.

Por otro lado, tampoco se escenifica ahí el célebre diálogo consigo mismo que, desde Platón, caracteriza al pensamiento. Se nos ofrece, al contrario, la transcripción de unas experiencias cuyo sujeto es tomado por objeto de observación, lo cual significaría para un filósofo que no estamos frente al sujeto propiamente dicho ya que este, desde Descartes, es el Yo fundador de sentido:

Yo no pienso. Luego, yo existo. Si yo pensara, ya mi existir no me parecería tan seguro. Podría ser yo objeto de una ilusión. Pero, ¿qué ilusión, allí donde no hay representación siquiera? Yo existo; porque si no existiese, como tampoco pienso, ¿qué?7

No se trata, por tanto, del yo pensante. Y si no piensa –como Descartes pensaba– no es un yo. Esto daría motivo suficiente para llamarle «Autor», en tercera persona. Pero hay más, como que en la filosofía orsiana el sujeto nunca se justifica por sí mismo, sino en condición de autor de una obra bella. Esto es, cuando logra engendrar una Obra-Bien-Hecha, que D’Ors define según el modelo clásico de obra bien acabada, cuyo secreto está en la forma. Luego la descripción de las experiencias subjetivas en la Oceanografía tendrá muy poco que ver con el análisis de estados anímicos o con la reflexión reglamentada de la res cogitans. Antes bien, presta atención a la res extensa. En cierto modo, la auténtica protagonista de la novela es la cenestesia de Autor:

Esta pareja de cabos agudos de calzado, allá, lejos, en el extremo de la chaise-longue, es mía, soy yo. Si alguien viniese y escupiera sobre estas puntas de botina, me ofendería [...] Así, yo termino donde ellas. Yo termino en dos estuches de cuero, vagamente ojivales, guarnecidos de falsos agujeritos.

Pero, en el otro extremo, de la parte de la cabeza, no termino. Como mis ojos pueden ver de ellos para abajo, pero no de ellos para arriba, yo, de ojos para arriba, soy infinito. Soy infinito, o termino en los ojos, como queráis. Si alguien, sin que yo pudiera, por sombra, por ruido o por tacto, advertirlo, escupiera sobre el extremo de mis cabellos, extendidos sobre la almohada, yo no me podría ofender.

De debajo las cejas hasta la punta de mis zapatos se extiende vibrátil, en ausencia del movimiento y del pensamiento, mi pobre cenestesia. Y, ¡oh Dios mío, cuánto calor tiene mi pobre cenestesia!8

Cenestesia de Autor: ¿la de autor-personaje o la de autor-narrador? ¿Acaso no son el/lo mismo? Sobra decirlo: un juego de pies a cabeza. En este relato Autor, por simple definición, el que trabaja la materia imponiéndole una forma al hacer (machen) obra, se encuentra de vacaciones. Su médico le ha aconsejado unos días de reposo para curarse de un benigno estado febril. Paradójicamente, el descanso será tan «intenso» que Autor podrá regresar de inmediato a la Ciudad, símbolo para D’Ors de la heliomaquia que él mismo pretendía impulsar, primero en Cataluña y después en España:

¿Quién, si es ciudadano de estirpe, huyendo de la ciudad se libra de sus impaciencias? ¿Quién, siendo múltiple, escapará a la compañía con cerrar su puerta o recogerse en un rincón de jardín? [...]

Hay quien tiene la llama, hay quien no tiene la llama. Doctor, Doctor, aprende esto para siempre: quien tiene la llama, debe arder.9

En fin, nuestro personaje descansa justo lo imprescindible para volver al trabajo. Cumple así el modelo de «la filosofía del hombre que trabaja y que juega», desgranada en el Glosari a lo largo de los días y de los años en obsequio a todos aquellos que «l’escolten cantar les hores i dir el temps».10 Xenius sostenía la complementariedad de trabajo y juego, sin duda bajo los auspicios de Schiller. El trabajo como esfuerzo para construir una obra que solo estaría bien hecha en virtud de la repetición. El juego, en cambio, como espontaneidad que debía coadyuvar hasta al propio trabajo, en calidad de energía necesaria para poner manos a la obra: independiente de la voluntad, por lo mismo que nunca concebió nadie idea alguna solo con quererlo. De todos modos, crear no es sino escapar por un instante a la constricción de las formas establecidas. Ello no quita que la creación se malogre si las energías no admiten encarrilarse en una nueva forma, cuanto más flexible mejor, pero siempre limitadora. A la postre, también el juego se apoya en normas. Ni siquiera la nube-cisne que Autor contempla podrá perder su contorno sin que amenace tormenta.

Como garantía de que ambas vertientes de la actividad humana se complementan perfectamente, Autor no solo se sentirá impelido a regresar a la ciudad, es decir al trabajo, gracias a todo lo aprendido en vacaciones, sino que además su primera visita ciudadana será para un amigo que –contra la aristotélica afinidad de caracteres– se le parece muy poco, pues se inclina hacia el arrebato (rauxa) más que a perseverar en el buen juicio (seny).11 No obstante, este amigo es autor como él, solo que se dedica a la pintura. En la estética orsiana eso significaría que, aun sin desdeñar la línea, se decanta por el color. En cambio, aun estando sumido en el tedio del balneario, Autor toma conciencia de que la armonía cromática despierta en él una «emoción geométrica»:

La variedad y riqueza en una multiplicidad de verdores se establece, más que por razón de matiz, por razón de relieve. La mirada en ello se complace, no como ante una pintura, sino como ante una escultura. Un parque –un buen parque, en que la policromía de las flores es modestísima y no importa– es un altorrelieve; y su elemento capital, la cantidad y calidad del aire que hay en la parte alta, entre cada árbol o arbusto y los otros que le sirven de fondo.

[...]

Es casi una emoción geométrica, ya no complacencia sensual. Autor –cosa rara–, en este punto, en el de contemplar las verdores pomposas, es cuando se siente más próximo y más en peligro de la cosa prohibida: de formular un pensamiento.12

El doctor le ha prohibido todo movimiento, el mental inclusive. Deberá abstenerse de pensar. El dictamen médico no es que lo pensado podría darle quebraderos de cabeza. También sus pensamientos más felices le reportarían un gasto de energía que le conviene evitar temporalmente. Pensar cansa, reza la opinión del vulgo o sabiduría popular. Con todo, la alternativa no consistirá en «soltarse», tal como parece corresponder al instinto –de juego– frente a la vocación –del trabajo–. En el pasaje citado, el verdor del parque suscita en Autor una emoción geométrica que de nuevo roza el pensamiento. Se explica, en parte, por el hecho de que su ángel o ley de su personalidad es el trabajo. Pero solo en parte. Ocurre además que la espontaneidad del instinto de juego como fuente originaria de libertad progresa normalmente hasta cristalizar en formas que contienen su derroche de fuerzas. Y esto le ocurre a cualquiera; porque para todos la razón, facultad de lo abstracto, es adaptativa.

Por un lado, el individuo canaliza sus energías mediante la razón para que no se malgasten o se vuelvan destructivas; por otro, acomoda a sí lo que le rodea al imponerle sus esquemas racionales. Son las dos caras de una moneda que facilita los intercambios con el medio. D’Ors defendía esta teoría hasta el extremo de calificar a la lógica de «diastasa». Por tanto, la función de los principios lógicos estribaba en facilitar al individuo la asimilación de cuanto le llegaba de la naturaleza externa mediante un proceso de «inmunización», y al mismo tiempo en acondicionar su propia naturaleza interna para que se abriera al exterior saludablemente. Después de todo, no menos que las agresiones procedentes del medio, también la propensión individual a la locura –el recurrente e inevitable deseo de librarse del Yo– supone una amenaza para la vida si no se conforma con la transitoriedad:

Aquel que no sepa de la voluptuosidad que puede haber en una cojera interina y de los placeres herméticos de una pequeña ronquera incipiente, que no aspire a conocer, no, todas las delicias del calambre. Pero quien, en cambio, experimente el triste fastidio de arrastrar siempre por el mundo una misma figura, y de soportar el peso de una misma personalidad, éste, éste, podrá llegar al fondo de la copa misteriosa.13

En suma, aunque la razón proteja, Autor debe obedecer el veto facultativo al acto de pensar porque el ahorro de energía se justifica plenamente cuando uno está enfermo. Y aun así, como se ha dicho, no tarda en percatarse del error médico. Resulta que no podrá cumplir la prescripción sin tener que esforzarse igualmente, solo que en dirección contraria. Ahora será para frenar el discurrir del pensamiento que, si no, tenderá a progresar imparable al abrigo de las formas aprendidas, porque la razón se envicia en su labor de adaptación. Paradójicamente, en tal esfuerzo por contener lo que le saldría de natural descubrirá Autor la verdadera libertad: «la gracia está en esta limitación de posibilidades, en esta penuria».14 Se lo barruntaba ya al salir del consultorio médico:

Autor prometía y partía. Picaba en el juego. Más aún que instinto de conservación, había puesto en el cumplimiento fidelísimo, escrupuloso, extremado, de la prescripción facultativa, amor propio. Ahora se vería la fuerza y la extensión mágicas de su voluntad. Aquella vida que llevó a máxima energía en el florecer, el jardín de sus fiebres, ahora alcanzaría, por un tiempo, los límites humanamente asequibles en la extenuada inercia.15

La libertad no se emplea a fondo allí donde todo parece posible, sino en la capacidad estratégica para sortear dificultades. No pertenece, claro está, al reino natural. Su medio propio es la cultura y, por tanto, el diálogo. Entiéndase que el «diálogo cultural» no se reduce a un simple intercambio de ideas. La Cultura misma se constituye como diálogo –intrínsecamente dialógica. Sin embargo, no cabe negar que el lenguaje, al transmitir los conceptos abstractos por medio de los cuales la razón adapta el mundo a las necesidades humanas, se convierte asimismo en recipiente de formas anquilosadas. Quizá obedezca a esta certeza el terco silencio del héroe de la Oceanografía, quien en su mutismo llega incluso a quedar mal con una atractiva desconocida que reposa en el jardín muy cerca de él y, de más está decirlo, representa una fuerte tentación que vencer. Autor se ha vuelto solitario. Privado del lenguaje, del diálogo sociocultural con el Otro, empiezan a pasarle entonces cosas raras, que afectan incluso a su percepción del mundo.16 Ni siquiera distingue la vigilia del sueño: «Dormir. ¿Acaba acaso Autor de dormir? Nada sabe de ello».17 Pero en lugar de rehuir la vaguedad se instala en ella. Metido en la piel del autor-personaje, el autor-narrador, a saber, Eugenio d’Ors, persiste en ironizar acerca de Descartes, esta vez contra el alcance de su duda metódica. No obstante, el retorno a Platón tampoco habrá lugar sin su buena dosis de ironía.

Aplicada la distinción entre trabajo y juego a su propia actividad intelectual, o mejor dicho, a su actividad como escritor, el primero se concentraba sobre todo en los estudios filósoficos, mientras que las narraciones abrían el espacio lúdico. Con todo, La Bien Plantada no dejaba de responder a una intención altamente constructiva, también presente en la Oceanografía del tedio aunque en mucho menor grado, quizá porque su brillantez literaria eclipsa a los contenidos ideológicos, para fortuna del lector. En todo caso, puesto que trabajo y juego se remitían entre sí, puesto que a la personalidad del individuo solo competía su orden de preferencia, seguramente por ello D’Ors disociaba el recreo narrativo de la labor filosófica. Al cabo, les reconocía valor en su oposición, en tanto que esta los mantenía dentro de sus límites. Hacía falta, pues, someterlos de vez en cuando a un tratamiento aparte con el fin de evitar que, estando juntos trabajo y juego en un mismo discurso, acabara por neutralizarlos el temor a la incoherencia. Hay que ejercitar la ironía –D’Ors recalcaba. Y dio ejemplo sobrado. En la Oceanografía, el autor-narrador asume la parte laboriosa mientras autor-personaje naufraga en el tedio.18 Por lo demás, ni la profesión de fe platónica eludirá la obligada distancia. Así se imagina Autor escrita en una tapia la receta del médico:

Con la reverberación del sol en la pared blanca, la dura sentencia parece fulminar:

«¡Ni un movimiento, ni un pensamiento!».

[...]

Dormir. ¿Acaba acaso Autor de dormir? Nada sabe de ello. Sus ojos permanecen ahora obstinadamente fijos en el muro blanco de la sentencia. El primer acto de la conciencia lo vuelve a leer: «¡Ni un movimiento, ni un pensamiento!». El segundo acto sirve para adquirir noticia de un resplandor pequeño, hacia el lado de la derecha, que viene a herir al ojo con un reflejo minúsculo. Vuélvese el ojo muy lentamente de este lado, mientras permanece el cuerpo inmóvil. Viene el resplandor de una cucharilla de metal. Bajo la cucharilla hay una taza. Bajo la taza, un velador de café. Más lejos, también sobre el velador de café, un terrón de azúcar. Y sobre el terrón de azúcar, una mosca. ¡Qué interesante, esta mosca!19

A diferencia del Bien platónico, aquí el sol no es la luz que alumbra la verdad, excepto si se antoja digna de «contemplación» una mosca pegajosa, familiar de la estirpe de los detritus a los que Platón no se atrevió a dar «participación» en las Ideas. Dentro del recinto donde Autor vive la libertad del ocio, el sol «reverbera» en la pared, ciega la vista con «minúsculos reflejos»..., en fin, propicia simulacros, las engañosas apariencias. Nada mejorará tampoco cuando el sol se esconda anunciando lluvia, porque será la nubecisne o Idea-figura lo que se difumine entonces:

¡Ecce nube! Ya, ni figura de nube tiene. Aquélla, esponjosa, que fue tan interesante, se ha vuelto, como su vecina, un algo informe. Ha acabado por fundirse con ella. No más contorno; no más altos ni bajos. Nada de blanco ni de negro... Todo liso, todo color de humo.20

Los antiguos tenían por idénticos orden y sabiduría. D’Ors hacía hincapié en su acuerdo al respecto. Sin duda, apoyaba su filosofía en un principio antiliberal.21 Y más aún porque añadía al tradicionalismo grecorromano la suspicacia para con la naturaleza típica del cristianismo, aunque él no solía formularlo según la religión, sino en términos extraídos de la ciencia. Un descubrimiento de la época, el segundo principio de la termodinámica, le permitía asegurar que la naturaleza entrañaba un orden compatible con el aumento de desorden. Había una tendencia universal a la entropía. En los sistemas físicos el movimiento causaba pérdidas de energía, con la consiguiente tendencia a la homogeneidad en formas de organización cada vez más degradadas o simples. Dicha teoría mostraba la caricatura del orden natural, en su búsqueda del equilibrio sin contrastes de la Muerte.

Adviértase que el movimiento es lo que Doctor prohíbe a Autor. Y este se afana en obedecerle atendiendo a motivos culturales más que a los biológicos: no tanto al «instinto de conservación» como a que ha apostado el «amor propio» en conseguirlo. Se trata ante todo de evitar que el Sujeto cause desorden en el mundo. Al fin y al cabo, el pensamiento racional, en cuanto forma de acción, viene a alterar el ser originario de las cosas por mucho que introduzca o, precisamente, por introducir su orden propio que es el de los conceptos abstractos. Insensible a ello la filosofía moderna, con el idealismo alemán al frente, acentúa el dinamismo del pensar y sobrepone la Voluntad, luego la expresión, a la Representación. No la disuade ni el tener que pagar el precio del fracaso necesario, pues la conservación del dinamismo impide al pensamiento detenerse en la obra bien acabada que lo hubiera justificado:

Inmoral digo a cualquier fracaso. Lo digo yo, y tú debes repetirlo, tú, hombre de la estirpe de los mediterráneos. Que nuestro héroe nunca será el héroe bárbaro, un Tristán o un Don Quijote, los de la salvación en la ruina; sino un Ulises, el de la victoria final tras la prueba larga: el que no rehusó a la tarea el último toque de pulgar, que la deja, como modelada estatua, ya perfecta e intangible ante la eternidad.22

La historia humana está aún demasiado ligada a la naturaleza, o al menos lo está lo suficiente para contribuir al aumento del desorden. No en vano D’Ors clasificaba la guerra entre los eones o constantes culturales. En cuanto al protagonista de la Oceanografía, solicitado sin quererlo por la promesa de reconciliación en el Todo, adopta el método de borrar las propias huellas, como si pudiera incluso desoír a su conciencia: «Hacer como si todas y cada una de estas sapiencias fuesen ignorancias».23

D’Ors atribuía a la Cultura el estrechamiento de lazos ideales que desmentían la lógica de la Historia. No se sentía, pues, obligado hacia sus predecesores por el mero hecho de haberle precedido, ya que el orden cronológico no poseía ningún valor comparado con el de las ideas. No obstante, pese a la exigencia de abandonar esquemas anquilosados, tenía que admitir la imposibilidad, constatada por Kant, de dar marcha atrás hasta la realidad en sí basándose en quitar de lo representado las formas que el sujeto le depositó. De resultas de este imposible, Autor convaleciente opta por una resistencia pasiva. Se divierte con las formas y nada más que con las formas, atento solo a no interpretarlas:

Así como el amador de las artes ante el hipotético jeroglífico pintado por Rafael, encuéntrase Autor ante los signos que le van mostrando el acercamiento de la tempestad. Observa lúcidamente cada uno de los mismos y detiénese a la consideración aguda de su aspecto, pero nada sabe de su valor de anuncio. Se deleita en las formas, sin colegir su significado...24

En su reposo, Autor debe liberarse de todo lo que sabe. Quizá para disfrutar de nuevo el asombro que los antiguos agradecían a la revelación de la verdad. Quizá para recobrar la inocencia tras el fatal pecado del Sujeto contra el orden.25 De todas maneras, ya nunca más cabría salir al exterior con la esperanza puesta en una realidad virgen, esquiva a la intervención de los hombres por excederlos sin medida –como creyeron los griegos–. Ni cabría tampoco ensimismarse –como se figuraba Descartes–. Ninguna de ambas actitudes podía prosperar. A Autor no le queda otro remedio que hacer equilibrios en el límite entre el afuera y el adentro. En ese límite vibra la sensibilidad.

D’Ors revalidó la antiquísima tradición de que la materia era carencia de ser. Luego nada podía nacer de ella y menos que nada formas sensibles. Ahora bien, si Autor en su convalescencia se resiste a las que, procedentes del yo, se imponen a la materia desde fuera, deberá aprehender las formas como retoños –en un advenimiento incomprensible entonces– del propio fondo: «Había, lejos, en alguna apartada habitación del hotel, un piano que cantaba. Ahora lo hemos advertido, ahora que ha callado hace dos minutos».26

El Sujeto ocioso, él mismo fuera de juego, debe al silencio la aparición o presencia de la música, no por alternancia –aquí no es cuestión de ritmo–, sino retrospectivamente. Por un instante, Autor burla la mortífera irreversibilidad del tiempo histórico, aunque ello no le baste para alcanzar la eternidad. Como no la alcanza quien baja al fondo del mar y, sin embargo, percibe las cosas en una dimensión que no es humana. Autor bucea a su modo. Adormilado en la chaise longue se deleita con un marasmo oceánico que habitan formas inéditas. Liberada, mientras tanto, la realidad sigue su curso.27

1. Oceanografía del tedio, p. 48.

2. Estilos del Pensar (1945).

3. Naturalmente, el (buen) acabado define a la Obra-Bien-Hecha; véase a continuación.

4. Oceanografía del tedio, p. 101.

5. Ibíd., p. 22. Corrijo según la edición crítica de la obra catalana: «en el templo mágico de la serena diversidad», en vez de «en el templo mágico de la sirena. Diversidad...», según se lee en la edición castellana.

6. Ibíd., p. 24.

7. Ibíd., p. 39.

8. Ibíd., pp. 39-40.

9. Ibíd., p. 124.

10. Glosari, 22-XII-1906 («Le escuchan cantar las horas y decir el tiempo»).

11. La dicotomía del seny y la rauxa es popular en Cataluña. Uno y otra se atribu yeron en su día a novecentistas y modernistas respectivamente.

12. Oceanografía del tedio, pp. 43 y 44.

13. Ibíd., p. 56.

14. Ibíd., p. 33.

15. Ibíd., p. 14.

16. En este aspecto, nuestro héroe nos hace pensar en el futuro antihéroe de La náusea sartreana, otra novela de filósofo.

17. Ibíd., p. 17.

18. «Y ahora Autor es como un náufrago en medio del mar que se abandona y le escapa de las manos la cuerda a que se agarraba, como esperanza última para sostenerse a flote...». Ibíd., p. 21.

19. Ibíd., pp. 15 y 17.

20. Ibíd., p. 112.

21. Esto no es óbice para que celebre el margen de libertad ganado por la ciencia contemporánea. Cabe reconocer, no obstante, que de la misma ciencia se desprende también un cierto pesimismo, como se verá inmediatamente. En todo caso, D’Ors no identifica libertad y progreso.

22. Ibíd., p. 78. Habla la Voluntad de Ordenación, que se le aparece a Autor.

23. Ibíd., p. 80.

24. Ibíd., p. 115. Llegados a estas alturas del discurso, la semejanza con la idea de «atención flotante» defendida por Rubert de Ventós es extraordinaria (esp. en De la modernidad).

25. Cf. infra II.1.

26. Ibíd., p. 113.

27. «Ya está dicho: sigue su curso». Ibíd., p. 111. D’Ors lo refiere a la jaqueca. Despierta el eco de unas palabras de Clov, el personaje beckettiano: «Algo sigue su curso» (Final de partida, pp. 17 y otras). Por supuesto, se trata ahí de una suspensión del tiempo con efectos totalmente contrarios, en particular sobre la consciencia del cuerpo, a la escenificada en la Oceanografía del tedio.

D'ors, filósofo

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