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Introducción

Una de esas tardes que recién llegaba del trabajo, a pocos días de que se cumpliera aquella fecha importante celebrada a nivel mundial y que siempre nos retrotraía al pasado, estuviéramos en un continente u otro, al rato me sorprendería la inesperada llamada de mi amiga Merry, quien con antelación se aseguró de felicitarme por aquel día festivo, como solíamos hacer habitualmente en fechas tan señaladas. Pero no dejaba de preocuparme su anticipada antelación, ya que apenas comenzaba el mes de octubre. Ambos acostumbrábamos a felicitarnos en ese día especial, y más tarde aprovechar la celebración de ese 12 de octubre en mi casa, ya que muchos de los ahí presentes nos encontrábamos alejados de los nuestros y esa era la forma tradicional de rememorarlos, en ese Día de Hispanidad.

Los días previos yo me dedicaba a elegir uno de los menús típicos con los que agasajar a los presentes, acompañados siempre con la misma música de fondo que dejaba sonar, el memorable Sweet mother de Prince Nico Mbarga, que nos servía de himno para tararear y dispersar nuestras melancolías. Pero dados los acontecimientos mundiales de 2020, recordé que debía reducir ese núcleo de asistentes durante estas fechas, tal como indicaba la ley, cuya principal restricción consistió en confinar a la mayoría de la población en el interior de sus domicilios, desde inicio de marzo, para evitar la propagación del letal coronavirus. De paso, continué atendiendo, asombrado, a la llamada de ella mientras me rogaba encarecidamente, a través del hilo telefónico, que le hiciera urgentemente una breve introducción para su libro. Afirmó haber admirado siempre mi léxico en el lenguaje pidgin. Así, medio en broma, no dejaba de asegurar que mis formas siempre fueron las más correctas para expresarme. De todos modos, quien no salía de su asombro era yo, que ignoraba que ella continuase su hobby literario de la infancia, pero permanecí atento a la urgencia mostrada por sus palabras, de cuyo significado deduje que requería una descripción de lo que implicaba ser un fernandino. Como ella conocía de antemano mis orígenes, me había tomado como modelo y perfil de lo que necesitaba; al rato de quedar convencido le aseguré que, una vez nos reuniésemos ese festivo día, le mostraría mis elucubraciones plasmadas en un folio. Y a ello me puse según avanzaba la semana.

No podía dar paso a mi introducción para este relato sobre la vida de un fernandino sin resaltar uno de los dos grandes perfiles que lo caracterizan en ese primer contacto face to face, que no es otro que su ambivalente procedencia y su lenguaje étnico, el pidgin. Ambos —para mi humilde entender— los más notables, sin desmerecer las demás facetas. Quizás estas fuesen dos de las grandes características genéticas impresas en su tarjeta de presentación.

Como bien me haría hincapié durante una de las tardes mi vecino, también de procedencia criolla, en su breve visita, tras observarme discurrir sobre cuál sería el tema ideal para plasmar en ese breve texto. Sin darme tiempo a reaccionar, me espetó que no me anduviera con tantas incógnitas, pues la solución se encerraba en la cita que seguidamente me regaló, para mi asombro: Bon nayá, grow nayá («Nacido aquí, crecido aquí»). Atanacio me aseguró que aquellas palabras fueron dictaminadas en su día por su abuelo, un hombre sabio que manejaba varias lenguas predominantes en el país, ya que en sus orígenes había huellas de antepasados de las islas y del continente, además de francófonos y anglófonos que también llegaron en su día para trabajar en la zona.

Entre cerveza y cerveza, recordó momentos de su vida junto a sus padres, aseverando la fascinante relación del pasado que lo unió a su abuelo, presente en su día a día, ya que este sería quien le acompañaría a sus primeros partidos de fútbol en ausencia de unos padres ocupados por su trabajo. Algunas tardes se haría acompañar de él en su huerto para seguir departiendo, situación que marcaría su niñez, sin duda, debido a que aquellos largos espacios sirvieron para educar su alma inquieta mientras no dejaba de admirar cómo se relacionaba diariamente en diferentes lenguas con las personas con las que se cruzaban, o simplemente cuando acudían a resolver algún trámite burocrático, salvando así las dificultades que se le presentaban. De inmediato, su abuelo procedía en el idioma oportuno, como si de un robot se tratara, aunque de forma regia había decidido reservar el inglés para dirigirse a su nieto en memoria de su padre, el bisabuelo de mi amigo, para así mantener el mismo idioma que ambos tuvieron en su día. Según me afirmaba, el parecido entre nosotros (abuelo y nieto) era innegable, según le gustaba repetir a diario.

Por otra parte, su abuelo rechazaba de entrada las connotaciones del pidgin dada su brevedad y rapidez vital en su frágil estructura morfológica, la mayoría repleta de jergas en su uso habitual debido a la constante emigración que la definía como una lengua viva cuya convivencia con otras la relegaban a un segundo plano, en el cual admitía con facilidad nuevos vocablos en su estructura huérfana, acostumbrada a hermanarse con otras para enriquecerse y así desplazar, cual ciempiés, los últimos latigazos o coletillas del correcto vocablo del inglés que lo fundamentaba.

Tras una breve pausa, rememoró esos momentos de intimidad le habían hecho sentir alguien importante durante aquella etapa de su infancia, cuando su posición de benjamín lo convirtió en el mayor confidente de su abuelo, muy al contrario que a sus hermanos, permitiéndole compartir con él sus más íntimos secretos en relación a las batallitas familiares. Pero a pesar de acostumbrar no perderse detalle alguno de su monólogo, un buen día se atrevió a interrumpirlo antes de que llegasen a las puertas de su escuela para abordar de una vez por todas una única cuestión que le venía rondando la cabeza desde hacía un tiempo. Acto seguido se la lanzó con rapidez medida, sin dar tiempo a la reacción de él, ya que su paso de la niñez a la adolescencia lo empujaba a obtener respuestas concretas para saber en cuál de los entornos ubicar a su abuelo, dado su extenso léxico.

Una larga pausa hizo el anciano, quizás dándose cuenta de que nunca antes había hecho hincapié en ello. Por segundos, le rondó la idea de que la respuesta sería precedida de una reprimenda ante su osadía al cortar de raíz la perorata milenaria con la que su abuelo pretendía enriquecer sus memorias aquella mañana, pero se llevaría una grata sorpresa cuando el viejo se inclinó ante él y pudo ver, reflejada en su rostro, la nitidez de su mirada protectora antes de dar comienzo a la aclaración a su nieto de lo que había significado el emplazamiento natal en muchos de ellos, señalando así la catarsis entre sus progenitores:

—Una vez el destino enfundaba su lanza con la efe de fernandino en dirección a nuestras almas, igual que un amo procedía con sus reses al marcarles con el hierro ardiente de propiedad, ya nada volvía a ser igual. Éramos poseídos por el espíritu pidgin que nos acompañaría de por vida en nuestras identidades sociales.

Una vez pudimos reunimos ese día, tras entregarle mi epístola para después ayudarla a entender todo ese significado, me serví de las explicaciones de las diferentes personalidades que concentré en mi salón, elegidas con el fin de acompañarnos aquel mediodía del 12 de octubre, quienes de una forma u otra habían nacido o crecido en la isla. Uno por uno fueron exponiendo sus puntos de vista, alegremente, más cuando en el transcurso de la velada les sorprendí con un intermisivo y recurrente plato centenario llamado yebé que actuó de lazo de unión entre los fernandinos ahí presentes, similar a un estofado con malanga alternado con carne y pescado, en cuya preparación me esmeré utilizando los típicos ingredientes tradicionales y que de manera inesperada endulzaría nuestros corazones.

Firmado, Antonio Chop-chop

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