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CAPÍTULO 1 BLACK FLAG
ОглавлениеENTREVISTADOR DE FLIPSIDE: ¿TENÉIS BENEFICIOS?
GREG GINN: INTENTAMOS NO MORIRNOS DE HAMBRE.
No debe sorprender a nadie que el movimiento indie empezara, en gran parte, en el sur de California; al fin y al cabo, esa zona contaba con la infraestructura necesaria: los fanzines Slash y Flipside se fundaron en 1977, y sellos indie como Frontier, Posh Boy y Dangerhouse se crearon poco después. Rodney Bingenheimer, un disc jockey de la emisora de radio KROQ, pinchaba la música punk local en su programa; los oyentes podían comprar lo que oían gracias a varios distribuidores y tiendas de discos de la zona y podían ver a los grupos en sitios como el Masque, el Starwood, el Whisky, el Fleetwood y varios locales improvisados. Y allí tocaban grandes grupos como The Germs, Fear, The Dickies, The Dils, X y muchísimos más. Ninguna otra región del país contaba con tan buenos cimientos.
Pero en 1979 la escena punk original prácticamente había desaparecido. Los hipsters habían pasado a seguir a grupos post-punk arty como The Fall, Gang of Four y Joy Division. Les sustituyeron un puñado de tipos duros procedentes de los barrios periféricos que estaban empezando a descubrir la velocidad, el poder y la agresividad del punk. No les importaba que el punk rock ya se considerara un estilo agotado, con grupos infantiles jugando a ser los Ramones unos cuantos años demasiado tarde. Carentes de cualquier pretensión artística, esos chicos redujeron la música a su esencia, luego aceleraron los tempos hasta la velocidad de un lápiz tamborileando impacientemente sobre un pupitre de escuela y llamaron «hardcore» al resultado. Tal y como dijo el escritor Barney Hoskyns, esa nueva música era «más joven, más rápida y más colérica, llena de la rabia contenida de adolescentes disfuncionales del condado de Orange que estaban hartos de vivir en un insípido paraíso republicano».
El hardcore se extendió por todo el país con bastante rapidez y consolidó una comunidad pequeña aunque robusta. Del mismo modo que «hip hop» era un término genérico para la música, el arte, la moda y el baile de una incipiente subcultura urbana, también lo era «hardcore». El artwork hardcore lo componían imágenes muy crudas y caricaturescas, un collage de toscas fotocopias y caligrafías violentamente garabateadas; la moda era, básicamente, la vestimenta típica de extrarradio aunque rasgada y desaliñada, coronada con peinados cortos de estilo militar; la forma preferida de expresión terpsicorea era algo nuevo llamado slam dancing, en la cual los participantes se empujaban y golpeaban como autos de choque humanos.
El hardcore punk creó una división entre los fans del rock experimental —más viejos— y una nueva generación de chavales. En un bando estaban aquellos que pensaban que la música era desagradable, ruidosa e incoherente (también pensaban eso de sus seguidores); para los del otro bando, el hardcore era la única música que importaba. Había surgido una extraña brecha generacional en la música rock. Y es en esos momentos cuando suceden cosas emocionantes.
Black Flag era algo más que el grupo insignia de la escena hardcore del sur de California. Era incluso algo más que el grupo insignia del propio hardcore norteamericano. Era de escucha obligatoria para cualquiera que se interesara por la música underground. Y gracias a sus incansables giras, el grupo hizo más que cualquier otro para abrir la senda a través de América que otros grupos pudieran seguir. No solo establecieron núcleos de punk rock en todos los rincones del país, sino que además motivaron a muchísimos otros grupos a formarse y a empezar a hacer lo mismo. La abnegada ética de trabajo del grupo fue un modelo para la década siguiente, superando la indiferencia, la falta de locales, la pobreza e incluso el acoso de la policía.
Black Flag fue uno de los primeros grupos en sugerir que si no te gustaba «el sistema», debías sencillamente crearte uno propio. Y así lo hizo Greg Ginn, el guitarrista del grupo, quien también fundó y dirigió el sello de Black Flag, SST Records. Ginn consiguió que su sello, un pequeño negocio sin apenas recursos y acosado por la policía, se convirtiera, de largo, en el sello indie underground más influyente y popular de los 80, donde publicaron clásicos del calado de Bad Brains, The Minutemen, Meat Puppets, Hüsker Dü, Sonic Youth, Dinosaur Jr y muchos más.
SST y Black Flag en concreto hurgaron en una herida profunda de la cultura norteamericana. Sus seguidores estaban tan descontentos con el main-stream como los grupos.
—Black Flag, como muchos de esos grupos, tocaban para la gente que quizá se sentía desplazada, marginada —cuenta el cuarto cantante del grupo, Henry Rollins—. Cuando dices «Sé todo lo que puedas ser», sé que no hablas conmigo, hijo de puta. Sé que no me voy a enrolar en la marina y sé que las leyes no significan una mierda para mí porque no puedo soportar la hipocresía que las sustenta. Hay mucha gente con mucha rabia acumulada en este país: América siempre está furiosa. Es como una franja de Gaza de más de cuatro mil kilómetros de extensión.
Cuando era un chaval, a Greg Ginn jamás le gustó la música rock.
—Pensaba que era un poco tonta —explica—. Creía que intentaba dotar de algún tipo de legitimidad al simple hecho de hacer anuncios pop de tres minutos.
Ginn no tuvo ningún disco hasta que cumplió dieciocho años, cuando recibió el American Gothic, una obra maestra del art-folk de 1972 de David Ackles, como regalo por suscribirse a una emisora de radio pública local. Ese disco abrió un nuevo mundo para Ginn; al cabo de un año, empezó a tocar la guitarra acústica para «liberar tensiones» tras pasarse todo el día estudiando Económicas en UCLA.
Ginn había vivido los primeros años de infancia con sus padres y cuatro hermanos en una pequeña comunidad granjera en las afueras de Bakersfield, California. Su padre tenía el mísero sueldo de un profesor de escuela, de modo que Ginn se acostumbró a vivir con estrecheces y medios limitados.
—Nunca tenía ropa nueva —explica Ginn—. Mi padre iba al Ejército de Salvación, a Goodwill, y siempre pensaba que esas tiendas de segunda mano eran caras: «¡Qué caro es el Ejército de Salvación!». Siempre encontraba los sitios más baratos.
En 1962, cuando Ginn tenía ocho años, su familia se trasladó a Hermosa Beach, California, en la zona de South Bay, una comunidad eminentemente blanca y de clase media a unos treinta kilómetros al sur de Los Ángeles. Hermosa Beach había sido una meca beatnik en los 50, pero para cuando Ginn llegó allí era un paraíso para surfistas (de hecho inspiró el clásico de 1963 «Surf City» de Jan & Dean).
Pero aunque a los chicos de su edad les gustaba montar las olas, Ginn menospreciaba la conformidad y el materialismo del surf; era un chico muy alto y callado que prefería escribir poesía y hacer de radioaficionado. Si hubiera nacido una generación después, habría sido un loco de los ordenadores. Cuando tenía doce años, publicó un fanzine para radioaficionados llamado The Novice y fundó Solid State Turners (SST), un negocio de venta por correo de equipos de radio modificados de tiempos de la Segunda Guerra Mundial; se convirtió en un negocio pequeño pero floreciente que Ginn dirigió hasta los veintitantos años.
Tras aprender a tocar la guitarra acústica, Ginn cogió una guitarra eléctrica y empezó a componer canciones agresivas, vagamente inspiradas en el blues.
—Jamás fui el típico adolescente que se sienta en su habitación y sueña en convertirse en una estrella del rock —cuenta Ginn—, de modo que solo tocaba lo que me gustaba y pensaba que estaba bien.
La música de Ginn no tenía nada que ver con el clima musical de mediados de los 70, sobre todo en Hermosa Beach, donde a todo el mundo parecía gustarle un grupo británico de rock de masas llamado Genesis.
—La percepción general era que el rock era técnico y limpio y que no se podía tocar como se tocaba en los 60 —explica—. ¡Ojalá hubiera sido todo como en los 60!
No es extraño que Ginn se emocionara cuando empezó a leer en Village Voice sobre una nueva música llamada «punk rock» que se tocaba en clubs de Nueva York como el Max’s Kansas City y el CBGB. Incluso antes de oír siquiera una nota, estaba seguro de que el punk era lo que estaba buscando.
—Veía el punk rock como una forma de romper con el conformismo imperante —afirma Ginn—. Al principio del punk rock no existía un sonido específico ni un look específico ni nada por el estilo: parecía un lugar al que podía ir cualquiera que no encajara en la moda del rock convencional.
Ginn compró por correo a un sello diminuto llamado Ork Records el clásico single «Little Johnny Jewel» de Television, un grupo de Nueva York. La música era potente, brillante y nada tenía que ver con Genesis o el facilón rock de masas que dominaba la industria musical a mediados de los 70; esa música era consistente por cómo se tocaba y grababa pero también por cómo se difundía. Difícilmente se podía catalogar de «anuncio pop de tres minutos».
Ginn estaba enganchado.
Por entonces, Ginn había desarrollado unos gustos musicales muy amplios. Le gustaban artistas de la Motown, disco o country, como Merle Haggard y Buck Owens, y le encantaba todo tipo de jazz, desde las grandes bandas a los principios del jazz fusión; en los 70, frecuentaba el Lighthouse, un legendario club de jazz de Hermosa Beach, donde vio a leyendas como Yusef Lateef y Mose Allison. Pero además de su adorado B. B. King, había un grupo que a Ginn le gustaba más que ningún otro.
—Los Grateful Dead: si tuviera que escoger solamente un grupo preferido, seguramente sería ese —explica Ginn—. Los vi unas setenta y cinco veces.
Pero como Ginn solo era un guitarrista novato, ninguna de esas influencias incidió en su modo de tocar; sencillamente, utilizaba la música para descargar su energía y frustración. Del mismo modo que lo habían descubierto generaciones antes que él, el camino más corto para un buen sonido de guitarra era la distorsión sucia y brutal. Entonces, cuando vio tocar a los Ramones, «fue como un subidón de anfetaminas», explicó, «y decidí ir un poco más lejos». El siguiente paso lógico fue formar un grupo.
A finales de 1976, un amigo común le presentó a un fiestero lenguaraz llamado Keith Morris; hicieron buenas migas y decidieron formar un grupo. Morris quería tocar la batería, pero Ginn estaba convencido de que Morris debía cantar. Morris se quejó, aduciendo que no escribía letras y que, además, no era precisamente Freddie Mercury. Pero el punk había demostrado a Ginn que no necesitabas unas amígdalas de terciopelo para hacer música rock. Morris acabó cediendo. Reclutaron a algunos amigos de Morris: «unos playeros desaliñados más interesados en follar y pillar drogas que en tocar en serio», dijo Morris, y empezaron a ensayar en la minúscula casa de Ginn, al lado de la playa. En honor a sus tempos frenéticos, llamaron al grupo Panic.
En esa época existía un pequeño y precioso punk rock que imitar, de modo que el grupo reproducía los sonidos agresivos que oían en Black Sabbath, The Stooges y MC5, solo que más deprisa. «Nuestra declaración de principios fue que seríamos ruidosos e incendiarios», dijo Morris. «Íbamos a pasarlo bien y no seríamos como nada que hubieras oído antes. Podíamos parecer Deadheads por el hecho de llevar el pelo largo, pero también lo llevaban los Ramones, y nosotros íbamos en serio.» Tocaban en fiestas para un público prácticamente inexistente.
Pronto se fueron a ensayar al espacio que Ginn tenía en «la Iglesia», un templo destartalado de Hermosa Beach que habían reconvertido en talleres para artistas pero que en realidad era un garito lleno de fugitivos e inadaptados. Les echaron por hacer demasiado ruido y encontraron un nuevo local de ensayos en la primavera de 1977. Ensayaban todos los días, pero como su bajista generalmente se saltaba los ensayos, Ginn tenía que llevar gran parte del ritmo él solito y empezó a desarrollar un estilo sencillo y muy rítmico que no conseguía disimular su limitada técnica.
Un grupo llamado Wurm también ensayaba en la Iglesia, y los dos grupos empezaron a tocar juntos en fiestas. Al bajista de Wurm, un tipo intenso e ingenioso llamado Gary McDaniel, le gustó el estilo catártico y agresivo de Panic y empezó a frecuentarlos. McDaniel y Ginn conectaron enseguida.
—Él siempre tenía muchas teorías sobre la vida, sobre esto y aquello: era un individuo que le daba vueltas a las cosas —explica Ginn—. No quería encajar en la sociedad convencional, pero tampoco en la hippie.
Como Ginn, a McDaniel, cuyo nombre artístico era Chuck Dukowski, le repugnaban los cantantes folk melifluos como James Taylor y los rockeros arty afectados. Estudiaba en la UC Santa Barbara cuando vio a los Ramones. «Jamás había visto a un grupo tocar tan rápido», dijo. «De pronto, podías señalar a un grupo y decir: “Si ellos lo pueden hacer, ¿por qué no nosotros?”.»
Durante los dos primeros años, Panic tocaba exclusivamente en fiestas y centros juveniles de la zona de South Bay porque el Masque, el club punk clave de Los Ángeles, se negaba a contratarles. «Dijeron que no molaba vivir en Hermosa Beach», explicó Ginn, lo que era una forma de decir que el vestuario de camiseta, deportivas y tejanos de barrio residencial del grupo no se ajustaba a la estética de imperdible y chupa de cuero de los punks anglófilos de Los Ángeles. Por necesidad, Panic desarrolló cierta habilidad para encontrar lugares poco convencionales donde dar sus conciertos explosivos y anárquicos, a menudo compartiendo las facturas con grupos punk del Condado de Orange, habitantes de los barrios residenciales relativamente prósperos que se podían permitir lujos como alquilar salas de conciertos y altavoces.
El circuito de fiestas tuvo un efecto muy tangible en la música del grupo.
—Allí es donde realmente desarrollamos la idea de tocar el máximo número de canciones en el menor tiempo posible —explica Ginn—, porque era prácticamente como un reloj: podías tocar unos veinte minutos antes de que se presentara la policía. Así pues, sabíamos que disponíamos de poco tiempo: no hagas nada de ruido hasta que empieces a tocar y, entonces, toca fuerte hasta que aparezcan.
Su primer concierto de verdad fue en un Moose Lodge de la cercana Redondo Beach. Durante la primera tanda de canciones, Morris empezó a ondear una gran bandera estadounidense para gran descontento del público reunido. Le echaron del edificio, pero se puso una peluca larga y consiguió escabullirse dentro para cantar la segunda tanda. Con el tiempo, el grupo llegó a tocar en el Fleetwood, en Redondo Beach, donde forjaron un nutrido grupo de seguidores que los clubs de Hollywood no pudieron continuar ignorando, lo que a la postre produjo un cambio radical en el punk angelino.
Poco después, Ginn conoció a un tipo alegre llamado Spot que escribía críticas de discos para un periódico de Hermosa Beach. A veces, Ginn pasaba por el restaurante vegetariano en el que Spot trabajaba y charlaban animadamente sobre música.
—Era un nerd —dice Spot—. Un nerd muy raro y muy terco. Jamás habría pensado que estaba en un grupo.
Posteriormente, Spot se convirtió en ayudante del técnico de sonido en Media Art, un estudio de la localidad que ofrecía un precio por hora barato y contaba con un dieciséis pistas. Cuando Ginn le pidió que grabara a su grupo, Spot accedió, pensando que sería un cambio agradable respecto al desangelado pop-folk habitual.
—Solo tenían seis canciones —recuerda Spot—. Podían tocar todo su repertorio en diez minutos. Eran unos tíos raros y conflictivos —añade—. Definitivamente, no eran la típica gente guapa.
En enero de 1978, Panic grabó ocho canciones en Media Art, con Spot como ayudante del técnico de sonido. Pero nadie quería saber nada de ese aggro-punk furioso del grupo excepto Bomp Records, revitalizadores del garage-pop de Los Ángeles, que ya había editado singles de grupos punk de la zona como los Weirdos y los Zeros. Pero a finales de 1978, Bomp todavía no había accedido formalmente a editar el disco. Así pues, Ginn, pensando que ya tenía suficiente experiencia en el negocio gracias a SST Electronics y a sus estudios de Económicas en UCLA, decidió hacerlo él mismo.
—Me limité a buscar en la guía telefónica los centros de prensado de vinilos y encontré uno —explica Ginn—, así que se lo llevé. Yo sabía cómo imprimir porque ya había hecho catálogos y The Novice, de modo que hicimos una funda, la doblamos y la pusimos en una bolsa de plástico. Entonces prensamos los discos y los pusimos dentro de las fundas.
Ginn pidió a su hermano pequeño, un tal Raymond Pettibon, que hiciera la carátula, una perturbadora ilustración a tinta de un profesor ahuyentando a un alumno con una silla, como si fuera un domador de leones.
Unos cuantos meses antes, habían descubierto que otro grupo también se llamaba Panic. Pettibon sugirió «Black Flag» y diseñó un logotipo para el grupo, una estilizada bandera ondeando compuesta por cuatro rectángulos negros verticales. Si una bandera blanca significa rendición, era evidente qué significaba una bandera negra; la bandera negra también es el símbolo reconocido de la anarquía, por no hablar del emblema tradicional de los piratas; también rememoraba un poco a sus héroes, Black Sabbath. Lógicamente, el hecho de que Black Flag fuera también un popular insecticida tampoco venía mal.
—Nos sentíamos cómodos con todas las implicaciones del nombre —afirma Ginn—, además de sonar contundente, ya sabes, fuerte.
En enero de 1979, Ginn editó el EP compuesto por cuatro canciones Nervous Breakdown, primera referencia del catálogo de SST Records. Podría perfectamente ser su mejor disco; ciertamente, fue el disco a partir del cual se mediría toda su obra. «Definió el estilo, eso es lo que hizo», dijo Ginn. «Después de eso, la gente ya no me podía decir qué era o qué no era Black Flag.»
Con música y letras de Ginn, el disco es grosero, cutre y muy excitante. Con su interpretación sardónica, muy al estilo de Johnny Rotten, Morris exagera el tormento de la adolescencia hasta convertirlo en locura. «I’m crazy and I’m hurt / Head on my shoulders goin’ berserk2», gimotea en la canción que da título al disco, lo mismo que en la desesperada «Fix Me» («Fix me, fix my head / Fix me please, I don’t want to be dead3»).
El batería Brian Migdol dejó el grupo y fue sustituido por Roberto Valverde, más conocido como Robo, de origen colombiano.
—Un tipo muy dulce y superenigmático —recuerda el futuro cantante de Black Flag, Henry Rollins—. Tenía un pasado muy oscuro sobre el que no quería hablar.
Corría el rumor de que Valverde había sido soldado del ejército colombiano, famoso por su inveterada corrupción.
En julio de 1979, el grupo realizó un concierto tristemente célebre en Polliwog Park, un lugar típicamente familiar de Manhattan Beach, después de explicar a las autoridades que eran un grupo de rock convencional. Los padres y madres congregados no tardaron mucho en ver que no era así. «La gente nos lanzaba de todo, desde insultos a sandías, latas de cerveza, hielo y bocadillos», escribió Dukowski en las notas del recopilatorio Everything Went Black. «Los padres vaciaban las neveras portátiles para que sus familias pudieran tirarnos su comida… Más tarde pude disfrutar de un almuerzo a base de bocadillos de charcutería que todavía estaban en sus envoltorios.»
Mientras los punks de Hollywood tendían a ser drogatas, larguiruchos y más viejos, los chicos de los barrios residenciales que seguían a Black Flag y a otros grupos solían ser deportistas y surfistas descontentos, muchachos fornidos que pocas veces consumían algo más fuerte que una cerveza. Y cuando todos se reunían en algún sitio, la cosa acababa en peleas y destrozos de todo tipo. Los más matones entre los punks de los barrios residenciales eran una tropa de Huntington Beach conocidos como los HBeros. «Los HBeros eran tipos que llevaban chupa de cuero y cadenas, machitos sedientos de sangre y fanfarrones, que hacían gala de un estúpido comportamiento militar», escribió Spot en las notas de Everything Went Black. «No había tiempo para el aburrimiento.»
Este nuevo tipo de punk rocker dejó perplejas a las autoridades locales.
—De repente, ahí están unos tipos de cuello grueso, borrachos y capaces de enfrentarse cara a cara con la mismísima poli —explica Henry Rollins—. Son blancos y son de Huntington Beach y no les puedes disparar porque no son negros ni hispanos, así que tienes que tratarlos de forma casi humana. La pura fuerza de los números en los conciertos asustaba a los polis hasta el punto de que se limitaban a decir: «No intentemos entenderlo, limitémonos a aplastarlos. ¿Y cómo les aplastaremos? Les machacaremos: les arrestaremos sin motivo, les pegaremos en la cabeza, haremos que se caguen en los pantalones». Y, joder, fue realmente intenso.
El acoso policial arruinó los primeros días del hardcore en South Bay, y Black Flag fue el pararrayos de gran parte de ello. Todo empezó cuando el grupo montó una fiesta en la Iglesia en junio de 1980. En nombre de los valores de la propiedad, Hermosa Beach se encontraba entonces en pleno proceso de eliminación de los vestigios de su cultura hippie, y las autoridades parecían decididas a impedir que los bohemios volvieran a arruinar su ciudad. La policía se personó en la fiesta y prácticamente conminó a Black Flag a abandonar la ciudad antes de la puesta de sol. Convenientemente, el grupo había programado el concierto en la víspera de una gira por la Costa Oeste, de modo que se amontonaron en la furgoneta, pusieron rumbo a San Francisco y, posteriormente, volvieron a Redondo Beach. Más o menos un año después, volvieron a Hermosa Beach, aunque no tardaron en volver a echarlos de malas maneras.
Entre 1980 y 1981, al menos una docena de conciertos de Black Flag acabaron en enfrentamientos violentos entre policías y chavales. Y cuanto más se quejaba el grupo a la prensa, más sufrían el acoso policial, tanto ellos como sus seguidores. Tampoco ayudaba el hecho de que el logotipo de Black Flag apareciera pintado con spray en incontables pasos elevados de las autopistas de Los Ángeles y cercanías. Además, estaba ese flyer empapelando las paredes de la ciudad con un dibujo de Pettibon: una mano encañonando una pistola en la boca de un poli aterrorizado y un texto que decía: «¡Ahora haz que me corra, maricón!».
Ginn asegura que pincharon las líneas telefónicas de SST, que los polis vigilaban en furgonetas su sede central desde el otro lado de la calle y que había policía secreta disfrazada de mendigos en el bordillo, delante de la puerta principal de SST. Contratar a un abogado no era una posibilidad: no se podían permitir ninguno.
—Quiero decir que incluso nos planteamos escatimar nuestras comidas —explica Ginn, y añade—: Es como si no formaras parte de la sociedad. No había sitio adonde ir. Eso es lo que no entiende la gente que no ha estado en esa situación. Porque no tienes ningún derecho. Si no cuentas con ese apoyo, entonces la ley se reduce a las órdenes del poli que está ahí fuera.
Pero el grupo jamás se amilanó, lo que azuzó aún más las iras de los policías de Los Ángeles.
A partir de 1980, los clubs de Los Ángeles empezaron a prohibir los grupos hardcore.
—Es lo último que había pensado que ocurriría —afirma Ginn—. Pensaba que éramos gente civilizada, no escribíamos canciones que hablaran de rebelión social; para mí, era básicamente blues. Una forma personal de entender el blues.
Rollins, aunque todavía no estaba en el grupo cuando se produjo la parte más dura del acoso, cree que gran parte de la controversia era una trama ideada por Dukowski.
—Mirándolo en perspectiva, creo que se manipuló a la prensa —afirma—. Mera provocación.
De ser así, les salió el tiro por la culata: ¿de qué servía el acoso de la policía si no podías conseguir un concierto?
Black Flag había contratado su primera gira, un viaje durante el verano de 1979 por la Costa Oeste, con paradas en San Francisco, Portland, Seattle y Vancouver, en la Columbia Británica, cuando Morris, un reconocido «alcohólico y cocainómano», dejó el grupo para fundar en South Bay un grupo punk pionero llamado Circle Jerks. Le sustituyó rápidamente un gran seguidor de Black Flag llamado Ron Reyes, también conocido como Chavo Pederast.
—Se volvía completamente loco en los conciertos y pensamos que sería un cantante buenísimo —explica Ginn.
Pero Reyes se largó después de dos canciones durante un concierto en el Fleetwood en marzo de 1980 y el grupo procedió a tocar «Louie, Louie» durante una hora en la que se sucedieron una serie de cantantes espontáneos. «Un tipo llamado Snikers subió al escenario y se puso a cantar “Louie, Louie”. Entonces empezó a hacer, completamente borracho, un striptease repugnante que enseguida provocó una lluvia de latas, botellas, escupitajos, sudor y hasta cuerpos», escribió Spot. «Fue el mejor concierto de rock & roll que jamás había visto.» Durante algunos conciertos posteriores, el grupo tocó sin un cantante oficial: cualquiera podía subir al escenario y cantar una o dos canciones antes de que fuera expulsado de vuelta al público.
Convencieron a Reyes de que volviera y grabara el EP de cinco canciones y seis minutos y medio de duración Jealous Again (lanzado en el verano de 1980), una pieza repugnante de nihilismo de pacotilla, con la guitarra de Ginn destrozando la música como un necrófago en una película de terror, la sección rítmica tocando riffs estúpidos a una velocidad de vértigo y Reyes sacándose de la manga un tipo de rabieta diferente para cada canción. Las letras de Ginn estaban cargadas de sátira, pero no eran precisamente bonitas; en «Jealous Again», el cantante despotrica contra su novia. «I won’t beat you up and I won’t push you around / ’Cause If I do, then the cops will get me for doing it.4»Y resultaba sencillo no darse cuenta del sarcasmo de «White Minority»: «Gonna be a white minority / They’re gonna be the majority / Gonna feel inferiority5». El disco era una cruda llamada a despertarse del sueño californiano; a pesar del clima perfecto y los estilos de vida pudientes, algo estaba amargando su juventud. Los Ángeles ya no era una utopía bañada por el sol: era una ciudad alienada y tóxica plagada de tensiones raciales y de clase, recesión y un aburrimiento asfixiante.
Black Flag se convirtió cada vez más en un punto de encuentro de violencia y condena. «¡La violencia de Black Flag debe acabar!», proclamaba el título de un editorial. Por aquel entonces, el hype mediático estaba atrayendo a un público que buscaba la violencia activamente, aunque Black Flag tampoco hacía nada por evitarlo.
—Black Flag jamás dijo: «Paz, amor y comprensión» —dice Rollins—. Si las cosas se salían de madre, nosotros decíamos: «Mira tú, las cosas se salen de madre». Éramos un grupo que jamás decía: «Rendíos o someteos». Uno de nuestros principales gritos de guerra era: «¡Qué coño! ¡A divertirse!». Ese era, literalmente, uno de nuestros eslóganes.
Negándose a rendirse, el grupo realizó una serie hilarantemente provocativa de anuncios de radio para promover sus conciertos, humillando sin piedad al Departamento de Policía de Los Ángeles. En uno de ellos, un mafioso comenta al propietario del club Starwood que contratar a Black Flag ha sido un terrible error. «El jefe Gates dice que esto tendrá un elevado coste para toda la organización», dice el matón. «Y eso no nos gusta.» Un anuncio de un concierto en febrero de 1981 con Fear, Circle Jerks, China White y The Minutemen en el Stardust Ballroom arranca con una voz que dice: «Atención a todas las unidades, tenemos un gran disturbio en el Stardust Ballroom… El jefe Gates está hecho una furia», dice un poli mientras su compañero responde. «¿A qué diablos esperamos, pues? ¡Vayamos allí y demos una paliza a unos cuantos punk rockers de mierda!»
A la larga, la violencia fue demasiado para la policía y la comunidad. Si Black Flag quería continuar tocando, tendría que hacerlo fuera de la ciudad. Pero entonces, solo unos pocos grupos de indie punk norteamericanos hacían giras nacionales; los grupos menores de los grandes sellos las hacían como ganchos publicitarios, algo que los grupos de sellos independientes no se podían permitir. Además, había pocas ciudades, aparte de Nueva York, Los Ángeles y Chicago, que tuvieran clubs que contrataran a grupos de punk rock. La solución era ir de gira con los mínimos gastos y tocar en todos los sitios que pudieran: desde el salón de actos de un sindicato al salón de la casa de alguien. No pedían ni adelantos ni alojamiento ni ninguno de los requisitos habituales. A pesar de todo, iban tirando.
Ginn y Dukowski empezaron a recoger los números de teléfono impresos en diversos discos punk y llamaron para conseguir conciertos en ciudades remotas. La gente se mostraba dispuesta a ayudar; al fin y al cabo, era en beneficio de todos hacerlo. En concreto, pioneros del punk norteamericano como D.O.A de Vancouver, en la Columbia Británica, y Dead Kennedys de San Francisco compartieron lo que habían aprendido de gira.
—Establecimos muchos contactos con esos grupos y compartíamos información —dice Ginn—. Cuando encontrábamos un sitio nuevo donde tocar, se lo decíamos. Les interesaba cualquier lugar donde poder tocar… Nos ayudábamos mutuamente en nuestras respectivas ciudades.
Black Flag empezó a hacer salidas por la costa californiana para tocar en el Mabuhay Gardens de San Francisco; un total de siete salidas antes de aventurarse tan lejos como Chicago y Texas en el invierno de 1979-1980. Spot les acompañó como técnico de sonido y tour manager, un trabajo que desempeñaría, junto con el de ingeniero de sonido no oficial de SST, durante varios años. De la furgoneta Ford en la que viajaban, Spot afirma que era hedionda, «con todos encajonados con la ropa sucia y el equipo. Era incómodo».
Fueran donde fueran, intentaban dar conciertos para todas las edades, aunque eso significara tocar dos repertorios, uno para los chicos y otro para los bebedores. Era una forma sencilla de asegurarse de que nadie quedaba excluido en sus conciertos. Pero por muy buenas intenciones que tuvieran, la reputación les precedía.
—En algunas ciudades, era como si la gente esperara a que nos presentáramos con un centenar de punks de Los Ángeles para destrozarles el local —explica Ginn—. No salíamos a destrozar el local de nadie. Nos limitábamos a tratar de tocar.
Encadenando itinerarios formados por locales audaces que aceptaban su nuevo estilo de punk rock, grupos como Black Flag, D.O.A. y Dead Kennedys se convirtieron en los pioneros del circuito de giras del punk, abriendo un camino en toda Norteamérica que muchos grupos todavía siguen actualmente. Pero Black Flag era el grupo más agresivo y aventurero de todos.
—Por aquel entonces, Black Flag era el grupo que ampliaba el tipo de público que acudía a ciertos locales —cuenta Jim Coffman, mánager de Mission of Burma—. Fue gracias a su diligencia, la diligencia de Chuck. Muchas veces oías: «Black Flag tocó allí». Y tú decías: «De acuerdo, entonces nosotros también tocaremos allí».
En junio de 1980, meses después de que Reyes se largara, el grupo todavía no había encontrado un sustituto cuando solo faltaba una semana para iniciar la gira por la Costa Oeste. Entonces, Dukowski se topó con Dez Cadena (cuyo padre era Ozzie Cadena, el legendario productor/descubridor de talentos que había trabajado con prácticamente todas las grandes figuras del jazz desde los años 40 hasta los 60). El enjuto Cadena había ido a muchos conciertos de Black Flag, se sabía las letras de todas las canciones y se llevaba bien con todo el grupo. Cadena se quejó diciendo que jamás había cantado, pero, al más puro estilo Black Flag, Dukowski dijo que no importaba. Cadena accedió a realizar una prueba. «Era mi grupo preferido y esos tipos eran mis amigos», dijo Cadena, «de modo que no quería decepcionarles.»
Cadena funcionó a las mil maravillas, y su aullido sincero y angustiado, chillando más que cantando, supuso un gran cambio respecto a los alaridos de Morris y Reyes, que se inspiraban en Johnny Rotten, y rápidamente se convirtió en un modelo para los grupos hardcore de toda la zona de South Bay y más allá. El grupo posiblemente alcanzó su cota máxima de popularidad con Cadena como cantante. En la víspera de una gira de dos meses por Estados Unidos, el 19 de junio de 1981, el grupo encabezó un concierto con todas las entradas vendidas junto a The Adolescents, D.O.A. y The Minutemen en el Santa Monica Civic Auditorium, con capacidad para tres mil quinientos espectadores. Una gesta que nadie jamás volvió a conseguir. Al ver todo ese alboroto y caos, una crítica del L.A. Times sobre el concierto se preguntaba: «¿Es todo esto una sana liberación de tensión u otro signo inquietante de la escalada de violencia en nuestra sociedad?». Y, claro está, era ambas cosas.
Por otro lado, no todo el mundo pensaba que el slam dancing fuera una idea tan fantástica. «Para mí, es como los tipos que intentan intimidarte en la escuela», dijo Tommy Maloney, un chaval de quince años de Canoga Park al L.A. Times. «¿Quién los necesita? Los conciertos serían mucho más divertidos si encontraran otro lugar donde hacer el payaso.»
La llegada de Cadena coincidió con el inicio de la época de continuas giras del grupo. Por desgracia, su inexperiencia como cantante, junto con el hecho de que fumaba mucho y que tenían unos altavoces de una potencia tristemente insuficiente, significaba que su voz se desmoronaba bajo una tensión constante. A la larga, todos coincidieron en que era preferible que, mientras buscaban a otro cantante, tocara la guitarra.
Henry Garfield creció en el rico vecindario de Glover Park en Washington D. C., al igual que otra futura figura fundamental del indie rock, Ian MacKaye.
—Corrió la voz de que había un chico con una metralleta en la calle W —recuerda MacKaye—. Así que fuimos a visitar a ese chico y nos encontramos a un nerd con gafas.
Pero MacKaye pronto descubrió que el aspecto de Garfield era engañoso: su nuevo amigo asistía a la Academia Bullis, una escuela militar implacable para chicos problemáticos. Garfield, como concluyó MacKaye, «era un tipo duro». Además, Garfield había construido un puesto de tiro al blanco en su sótano, y pronto MacKaye y sus amigos se pasaban por allí y disparaban metralletas mientras escuchaban discos de los humoristas Cheech y Chong y admiraban las serpientes que Garfield tenía como mascotas.
Garfield, que era hijo único, no procedía de una familia tan próspera como la mayoría de sus amigos y no tenía una imagen positiva de sí mismo; no era extraño que a menudo hiciera cualquier cosa para encajar.
—Era lo que había que hacer —afirma—. Iba en vías de convertirme en la primera persona que, a pesar de ser el pringado con el que todos se meten, se junta con el resto sin pensárselo dos veces.
Los padres de Garfield se habían divorciado cuando él era muy pequeño; padecía déficit de atención y le recetaron Ritalin. Debido a «las malas notas, la mala actitud y la pobre conducta», le enviaron a Bullis, donde se practicaba el castigo corporal. Pero en lugar de acabar sintiendo aversión por la autoridad, aquella experiencia inculcó en Garfield una autodisciplina muy rigurosa.
—Aquello fue muy bueno para mí —asegura—. Realmente me benefició que alguien me dijera: «No. No, significa no, y tú te vas a quedar aquí sentado hasta que lo entiendas».
A pesar del acomodado entorno de Glover’s Park, «fue una educación muy dura en muchos otros sentidos», afirma. «A la edad de diecisiete o dieciocho años había acumulado mucha rabia.» Parte de esa rabia procedía de las intensas tensiones raciales en el Washington de la época; Garfield, como muchos chicos blancos de D. C. de su generación, recibía frecuentes palizas por parte de chicos negros, simplemente por su raza.
Pero gran parte de esa rabia procedía de los problemas en casa.
—Muchas cosas acerca de mis padres me ponían enfermo —cuenta. Explicó a Rolling Stone en 1992 que habían abusado sexualmente de él varias veces cuando era un niño; muchos de sus monólogos hablados hacen referencia a un padre que maltrata psicológicamente—. Ir a un colegio solo para niños sin llegar a conocer jamás a chicas fue muy duro. Apenas conocí a ninguna mujer en el instituto y ciertamente me molestaba ser tan socialmente inepto por culpa de haber estado separado de las chicas todos esos años. Hay mucho de eso. Además —añade—, solo soy un freak.
Garfield y su colega MacKaye eran grandes seguidores del rock duro de Ted Nugent y Van Halen, pero buscaban una música que incluso pudiera superar la agresividad de esos grupos.
—Queríamos algo que te diera una patada en el culo —explica—. Entonces, uno de nosotros, seguramente Ian, consiguió el disco de Sex Pistols. Recuerdo que al oírlo pensé: «Bien, esto no está nada mal. Este tío está cabreado y estas guitarras son realmente guarras». ¡Qué descubrimiento!
En la primavera de 1979, Garfield, MacKaye y la mayor parte de sus amigos habían empezado a tocar instrumentos. Aunque Garfield, más que tocarlos, solo los cargaba.
—Era el roadie de todo el mundo —explica—. Lo hacía básicamente para poder estar con todos mis amigos que entonces tocaban. Siempre recogía el amplificador del bajo de Ian y lo metía en su coche. No es que él no pudiera, sino que Ian era el puto amo, y yo quería llevar el ampli del bajo del puto amo.
Pero, a veces, cuando Nathan Strejcek, cantante de The Teen Idles, no se presentaba a los ensayos, Garfield convencía al grupo para que le dejaran el micro. Entonces, cuando corrió la voz de que Garfield sabía cantar, o mejor dicho, emitir un aullido áspero y sobrecogedor, H. R., cantante del legendario grupo hardcore de D. C. Bad Brains, lo plantaba a veces frente al micro y le hacía berrear en alguna canción.
En el otoño de 1980, el grupo punk de D. C. The Extorts perdió a su cantante, Lyle Preslar, cuando este se marchó a otro grupo llamado Minor Threat, que MacKaye estaba formando. Garfield se unió a lo que quedaba de The Extorts para formar S.O.A., abreviatura de State of Alert. Garfield escribió las letras de las cinco canciones que ya tenían, compusieron unas pocas nuevas y aquello se convirtió en el primer y único disco de S.O.A., el EP No Policy, editado pocos meses después de que el grupo se formara. En poco más de ocho minutos, las diez canciones giraban en torno al consumo de drogas, a gente que se atrevía a preguntar a Garfield qué pensaba, al modo en que las chicas te hacen cometer estupideces y a la futilidad de la existencia, todo ello de la forma más directa posible; el resto de las canciones tenían títulos como «Warzone», «Gang Fight» y «Gonna Hafta Fight».
Tras sacar el EP con Dischord Records —el sello que MacKaye y unos amigos habían fundado—, ensayaron en casa del batería Ivor Hanson, cuyo padre era un almirante de alto rango. Su casa resultó ser el Observatorio Naval, la residencia oficial del vicepresidente y la plana mayor de la marina. Cada vez que ensayaban, tenían bastantes posibilidades de cruzarse con agentes armados del Servicio Secreto.
S.O.A. dio un total de nueve conciertos.
—Todos ellos duraron entre once y catorce minutos porque las canciones duraban unos cuarenta segundos —explica Rollins—, y el resto del tiempo decíamos: «¿Estáis listos? ¿Estáis listos?». Esos conciertos fueron canciones mal tocadas en medio del «¿Estáis listos?».
Garfield escupía la letra como un subastador beligerante mientras el grupo aporreaba un ritmo chumpa chumpa absurdamente rápido. Junto con otros pocos grupos de D. C., S.O.A. estaba fundando el hardcore de la Costa Este.
—La razón por la que tocábamos canciones cortas y tan rápidas era porque [Simon Jacobsen, el batería original] jamás llegó a tocar realmente la batería; era solo un chico con mucho talento que se apuntaba a lo que fuera —cuenta Rollins—. De modo que no teníamos mucho más que un dunt-dun-dunt-dun-dunt-dun como ritmo. Y no había nada sobre lo que cantar que no te pudieras ventilar con cinco palabras, como «Estoy loco y tú das pena». No había necesidad alguna de una sección de guitarra solista, ni siquiera era algo en lo que hubiéramos pensado.
Garfield había encontrado su vocación. Ciertamente, era el clásico líder.
—Lo único que tenía era actitud —recuerda— y una gran necesidad de que la gente me viera, una apremiante necesidad de que me prestaran atención.
En los conciertos, Garfield se ganó rápidamente la reputación de camorrista.
—Debía de tener diecinueve años y era un joven de una pasión desbordante. Me metía a menudo en peleas durante los conciertos, expresamente, con toda la intención —cuenta—. Me encantaba meterme en las peleas. Eran como peleas de carneros en la montaña. No se me daba demasiado bien, pero disfrutaba como un condenado.
Mientras tanto, había ido ascendiendo hasta convertirse en encargado de la tienda Häagen-Dazs de Georgetown y ganaba suficiente dinero como para tener su propio apartamento, un equipo estéreo y muchos discos. Era una vida muy cómoda para un muchacho de veintidós años. Pero todo aquello estaba a punto de cambiar.
Un día, un amigo dio a Garfield y MacKaye el EP Nervous Breakdown de Black Flag, que conocían por Slash, el fanzine punk de Los Ángeles. Fue una revelación. Al cabo de pocos meses, en diciembre de 1980, MacKaye oyó que Black Flag tocaría en el 9:30 Club de D. C., de modo que llamó a SST, habló con Chuck Dukowski por teléfono y ofreció al grupo un sitio donde alojarse: la casa de sus padres. Aceptaron su oferta. Garfield y todos sus colegas punks aprovecharon la ocasión para conocer al grupo en persona.
—Pensamos: «Vaya, podremos ir allí y tocar a los increíbles Black Flag» —cuenta—. Pasamos un buen rato con ellos. Era un grupo cuyo repertorio era para volverse loco, cuyo disco nos volvía locos. Era una gente realmente genial. De pronto, nos encontramos hablando con un grupo de rock de verdad que iba de gira y al que admirábamos. Y eso fue fantástico.
Dukowski le cogió simpatía a Garfield y le dio una cinta en la que el grupo había estado trabajando. Garfield conectó un montón con las canciones, pero no pudo evitar pensar que él las podía cantar mejor que Cadena. Dukowski permaneció en contacto con Garfield, le enviaba cartas y le descubría a grupos como Black Sabbath y The Stooges. Lo llamaba en plena gira para hablar de música y de lo que pasaba en la escena de D. C.
Black Flag volvió a la Costa Este esa misma primavera y Garfield condujo hasta Nueva York para asistir a su concierto. Llegó horas antes y pasó todo el día con Ginn y Dukowski, vio su actuación en el Irving Plaza y luego les acompañó hasta un bolo no anunciado en el 7A, una meca del hardcore. Era muy tarde, y Garfield, al darse cuenta de que tenía que volver a D. C. a tiempo para abrir la tienda de helados a las nueve de la mañana, pidió «Clocked In», el himno de los que odian su trabajo.
—Y justo antes de que ellos empezaran a tocar, pensé: «Bien, yo sé cantar esta canción», y dije: «¡Dez!», señalando el micro. «¿Puedo cantar?», pregunté. Y él va y me responde: «Joder, claro!». Así que subí al escenario y todo el resto de miembros de Black Flag pensaron: «Muy bien, Henry va a cantar. ¡Genial!». Y empezaron a tocar y canté la canción como pensaba que debía cantarse. Lo hice con una agresividad extrema. Y todos pensaron: «¡Bestial!». Tuve una respuesta inmediata. Vi cómo la gente del público decía: «¡Joder, sí!». Recuerdo que miré de reojo a Dukowski, que me miró como pensando: «Sí. Esto realmente está sucediendo».
Dukowski acababa de darse cuenta de que Garfield podría ser el cantante que habían estado buscando.
La canción terminó, Garfield bajó del escenario, se metió en su viejo y destartalado Volkswagen y condujo directamente hasta Washington.
Al cabo de un par de días, Garfield recibió una llamada en la tienda de helados: era Dez Cadena, que le invitaba a subir a Nueva York y a tocar con ellos. Ellos le pagarían el billete de tren. Garfield estaba un poco perplejo.
—Pensé que todavía estaban allí, que se aburrían y que querían que uno de sus colegas pasara a verlos —explica. Pero Cadena le contó que él tocaría a partir de entonces la guitarra y que el grupo necesitaba un nuevo cantante.
Garfield se quedó estupefacto.
—Pensé: «¡Hostia puta! ¿Me están pidiendo que haga una prueba para Black Flag?» —explica—. ¡Menuda propuesta descomunal para un tipo de apenas veintidós años con un bagaje tan anodino. De modo que le dije: «Voy de camino».
Garfield conocía los gustos musicales eclécticos de Ginn y Dukowski y se había congraciado con ellos introduciéndoles en cosas tan curiosas como la música go-go, exclusiva de Washington D. C. Al hacerlo, Garfield había demostrado que tenía el registro estilístico necesario para evolucionar con el grupo y superar la ecuación fuerte-rápido del hardcore, que mostraba síntomas de agotamiento.
—Pensábamos que Henry podía escapar de ese encasillamiento —cuenta Ginn.
Garfield cogió un tren a las seis de la madrugada del día siguiente y poco des-pués estaba en una sórdida sala de ensayo del East Village, micrófono en mano.
—Me dijeron: «Muy bien, ¿qué quieres que toquemos?» —explica—. Y recuerdo que miré a Greg Ginn y le contesté: «Police Story».
Entonces, tocaron prácticamente todas las canciones de su repertorio, con Garfield improvisando en las canciones que no conocía. Luego, las volvieron a tocar todas.
«Muy bien, es la hora de una reunión de grupo», anunció Dukowski. «Siéntate aquí», ordenó a Garfield. Cuando al cabo de unos minutos volvieron, Dukowski se limitó a decir: «OK».
«OK, ¿qué?», dijo Garfield.
«OK, ¿QUIERES ENTRAR EN EL GRUPO O NO?», bramó Dukowski.
Garfield se quedó pasmado. Después, aceptó. Lo enviaron de vuelta a D. C. con una carpeta llena de letras que tenía que haberse aprendido para cuando se uniera a ellos en Detroit.
Cuando llegó a casa, llamó a Ian MacKaye, su amigo de confianza, y le pidió consejo.
«Ian, ¿crees que debería hacerlo?», preguntó Garfield.
«Henry», respondió simplemente MacKaye, «adelante.»
Garfield dejó el trabajo, el piso, vendió sus discos y el coche, y compró un billete de autobús para Detroit.
Cadena quería acabar la gira como vocalista, de modo que Garfield se encargó de transportar el equipo, miró cómo funcionaba el grupo y cantó en todas las pruebas de sonido y en los bises durante todo el camino de regreso a Los Ángeles. Para gran alivio de Garfield, a Cadena le gustó cómo cantaba.
—Era mi grupo preferido y, de repente, era su cantante —explica—. Era como si me hubiera tocado la lotería.
Pero formar parte de Black Flag no eran solo alegrías. El tercer día de la gira, en el Tut’s de Chicago, Dukowski cogió el bajo y le rompió la crisma a un portero que estaba pegando a una chica. Garfield se quedó perplejo.
—Fue un momento muy malo —recuerda—. Al portero le cosieron unos puntos y volvió al escenario con ganas de bronca mientras aún tocábamos. Apenas logramos salir de allí… En ese momento, llevaba cuarenta y ocho horas en Black Flag. Pensé: «Muy bien, así serán las cosas». Y así fueron.
Henry Rollins, Greg Ginn y Chuck Dukowski en un concierto en el célebre Cuckoo’s Nest de Costa Mesa, California, en agosto de 1981, uno de los primerísimos conciertos de Rollins en Black Flag. © 1981, Glen E. Friedman, de la imagen reproducida con permiso de Burning Flags Press y publicada originalmente en el libro Fuck Your Heroes.
Garfield empezó a hacer lo que muchos iban a hacer a California: reinventarse. Una de las primeras cosas que hizo al llegar a Los Ángeles fue tatuarse las barras de Black Flag en el hombro. Para distanciarse de su problemática vida familiar ahora se hacía llamar Henry Rollins, tomando un nombre falso que él y MacKaye solían utilizar.
Rollins se encotraba ahora en un mundo muy diferente. Por ejemplo, estaba Mugger, que trabajaba en SST y hacía de roadie del grupo. Mugger era un rudo adolescente que se había ido de casa y como era habitual que no tuviera ni un duro, tenía que comer comida para perro con pan; hacía una bola y se la tragaba de golpe. No era el tipo de persona con la que Rollins había crecido en Glover Park.
—Le hice una pregunta estúpida a Mugger (nos íbamos de gira ese otoño), le dije: «Mugger, ¿cómo piensas ir de gira con nosotros?» —explica Rollins—. Y él me dijo: «¿Qué quieres decir?». Hombre, estarás en la escuela, digo yo. Y se echó a reír. Luego, me dijo: «Henry, dejé la escuela a los once años».
A los ensayos del grupo asistían adolescentes que se habían ido de casa y otros jóvenes que vivían al margen de la sociedad.
—Esas personas que conocí, esos punks, fumaban hierba, pillaban heroína, se metían ansiolíticos y no iban a la escuela —explica Rollins—. Vivían de pequeños timos en la calle.
Las nuevas experiencias continuaron para Rollins tras su gira inaugural con Black Flag, que consistió en un corto viaje otoñal por la costa californiana. Cuando llegaron a casa descubrieron que les habían echado de sus oficinas de Torrance. Tuvieron que alojarse en Hollywood, en un piso de mala muerte abarrotado de «hippie punks holgazanes». Y cuando la policía descubrió que Rollins era miembro de Black Flag, le trataron como tal.
—Me tocaban las narices tres veces por semana —cuenta Rollins—. Y daba miedo. Salían del coche, te retorcían el brazo detrás de la espalda y te decían cosas como: «¿Me acabas de llamar maricón?», y yo respondía: «No, señor, no he dicho nada». «¿Me has llamado hijo de puta?» «No.» «¿Quieres pelear conmigo?» «No, señor.». Eso me daba miedo de verdad —añade Rollins—. Me acojonaba el hecho de que un adulto fuera capaz de hacer eso. Después descubrí que algunos policías hacen todo tipo de perrerías. Mis ojos se abrieron de golpe.
Rollins también se tuvo que acostumbrar a las personalidades fuertes y distintas que había en el grupo. Ginn, un orador reflexivo y lento que tenía siete años más que Rollins, era «un tipo más tranquilo, introspectivo, y con un potencial inmenso, pero que jamás mostraba sus cartas», explica Rollins.
—No tienes la menor idea de cómo piensa, de qué piensa, de qué le pasa por la cabeza. Para mí, es un tipo superenigmático —comenta Rollins.
Ginn también era un tipo muy trabajador, «con grandes principios y con la ética de trabajo más descomunal que haya visto en mi vida», explica Rollins.
—Si eran necesarias veinte horas, empleaba veinte horas. Le preguntabas: «Greg, ¿no estás cansado?» Y él decía: «Sí». Pero jamás se quejaba.
El carácter fuerte y silencioso de Ginn resultaba atrayente e inspirador, especialmente para Rollins, que había aprendido a idolatrar a tipos parecidos en Bullis. La gente de su entorno se sentía honrada si él les dirigía ni que fuera unas pocas palabras, aunque el lado malo de ese distanciamiento era la enorme capacidad que tenía Ginn para ningunear a cualquiera.
—El tratamiento de silencio era el peor —recuerda Rollins—. Jamás te gritaba; simplemente, te miraba con muy mala leche.
En Black Flag, añade Joe Carducci de SST, «todo era contenido y se comunicaba telepáticamente mediante malas vibraciones».
Chuck Dukowski era totalmente diferente. Dukowski era «supercarismático: ese tipo tenía unas ideas y una retórica centelleantes y una verborrea brutal», explica Rollins.
—Con verborrea no me refiero a que dijera chorradas, sino que siempre estaba maquinando, haciendo preguntas, queriéndolo saber todo: «¿Qué estas leyendo?» «¿Por qué te ha gustado este libro?» «¿Qué harías si alguien intentara matarte?» Cosas realmente intensas. «¿Comerías carne cruda para sobrevivir?» «¿Follarías desnudo en público si tuvieras que hacerlo para vivir?» Era un tipo nietzscheano, siempre blandiendo su bajo, sencillamente un personaje explosivo. Una de las ocurrencias habituales de Dukowski era que bastaría con repartir pistolas a todo el mundo para que mucha gente muriera y así, poco después, todo quedaría resuelto —explica Rollins—. Es el tipo de retórica que Dukowski escupía en las entrevistas. Del tipo «Chuck, uauh…». Y se echaba a reír como un histérico, se regodeaba con esa risa extraña y aguda. Creo que era una forma de abstraer su rabia.
Aunque no era un bajista técnicamente dotado, Dukowski tocaba con una intensidad increíble, entregando hasta el último átomo de su cuerpo a cada nota; simplemente, se había empecinado en convertirse en un músico convincente. Mientras Ginn era el líder temerario del grupo, Dukowski, con su intelecto incansable y dedicación exclusiva al grupo, era su teórico revolucionario y su impulso espiritual: un auténtico Mefistófeles con cresta. Dukowski empezó a adoctrinar a Rollins en la mentalidad de Black Flag. Intuía que, con un poco de disciplina y respaldo intelectual, su protegido sería capaz de alcanzar cotas realmente insospechadas.
En un concierto en Tulsa en 1982, acudieron dos personas. Rollins estaba desmoralizado, pero Dukowski le animó, diciéndole que, aunque solo hubiera dos personas, habían ido a ver a Black Flag y no tenían ninguna culpa de que no hubiese venido nadie más: tenían que darlo todo en cualquier lugar y momento, tanto daba la gente que hubiera. Obedientemente, esa noche Rollins dio todo lo que tenía.
En un momento dado, Dukowski le dijo a Rollins que tenía que probar el LSD. «Te ayudará a no ser tan gilipollas», recuerda Rollins que le dijo Dukowski. Rollins era contrario a las drogas, pero su deseo de encajar en el grupo y complacer a Dukowski y Ginn pasó por encima de sus principios. Tal y como lo cuenta Rollins, Dukowski «tenía una gran influencia sobre mí. Si me hubiera dicho que saltara de un tejado, le hubiera preguntado: “¿De qué tejado?”». Finalmente, en las últimas giras de Black Flag Rollins empezó a tomar grandes cantidades de ácido, utilizándolo para zambullirse de lleno en las profundidades más abisales y oscuras de su alma y extrayendo algunos descubrimientos inquietantes a la superficie.
Black Flag había intentado grabar material para su primer álbum con Ron Reyes, que se sentía intimidado en el estudio; luego lo intentaron con Cadena, pero no salió como esperaban. El tercer intento, con Rollins, funcionó a las mil maravillas.
Ginn menospreciaba gran parte del hardcore porque carecía de swing, los ritmos eran verticales, sin ningún balanceo lateral. Para conservar la calidad sutil aunque esencial del swing, hizo que el grupo empezara a tocar canciones nuevas con un tempo lento, creando un groove, y entonces, aceleraban el ritmo en cada ensayo, asegurándose de mantener el groove, incluso con tempos vertiginosos. Muy rápidamente, Rollins abandonó esos aullidos encolerizados que había utilizado con S.O.A. y empezó a compartir el swing con el resto del grupo. Al cabo de pocos meses de unirse al grupo, ya había empezado a redefinir el sonido no solo de Black Flag, sino del propio hardcore.
Editado en enero de 1982, Damaged es un documento clave del hardcore, quizá el documento clave del hardcore. Supuraba rabia en diferentes frentes: acoso policial, materialismo, abuso de alcohol, los efectos atrofiantes de la cultura del consumo y, en prácticamente todas las canciones del álbum, una tensión especialmente virulenta en la que se fundían un punk rock furibundo y la alienación del metal oscuro de los años 70 de Black Sabbath.
Las canciones tomaban sensaciones e impulsos fugaces e intensos y los convertían en una explosión de realidades de hondo calado. De modo que cuando Ginn escribió un estribillo como «Depression’s got a hold of me / Depression’s gonna kill me6», sonó como si el mundo fuera a terminarse. «Eso era Black Flag: cuando perdías la chaveta», dijo Rollins. La música era del mismo estilo: asaltos relámpago tan completamente apabullantes, tan incontenibles e intensos que, mientras dura la canción, cuesta imaginarse escuchando cualquier otra cosa.
La mezcla de agresión y bravuconería característica del hardcore cristalizó perfectamente en el estribillo de la primera canción, «Rise Above», uno de los himnos hardcore más definitivos que jamás se haya escrito. «We are tired of your abuse! / Try to stop us, it’s no use!7», dice el provocador estribillo. Pero la mayoría de canciones son confesiones de enajenaciones suicidas, retratos en primera persona de personajes confusos y desesperados a punto de reventar: «I want to live! I wish I was dead!8», dice Rollins en «What I See». El humor ocasional hacía que la angustia sonara más creíble y más brutal, tal y como se aprecia en la sarcástica «TV Party». «We’ve got nothing better to do / Than watch TV and have a couple of brews9», reza un estribillo masculino deliciosamente desafinado sobre un fondo musical simplón, casi de surf.
Musicalmente, «Damaged I», que dura seis minutos, es una anomalía: ruidosa pero no especialmente rápida, se basa en un riff de guitarra que avanza penosamente mientras Rollins improvisa un psicodrama en el que se le insulta y mangonea, antes de retraerse dentro de un caparazón mental protector. Los últimos sonidos de la canción —y del disco— son de Rollins aullando: «No one comes in! STAY OUT!10». Cuesta no considerarlo como puramente autobiográfico.
Actualmente, Damaged se entiende fácilmente como un disco hardcore, pero en ese momento había pocos precedentes musicales de una violencia tan cruel. Sin embargo, la explicación de Ginn, fiel a su costumbre, fue flemática. «La gente trabaja todo el día y necesita una válvula de escape», explicó a L.A. Times. «Quiere encontrar una forma de lidiar con todas las frustraciones acumuladas. Intentamos proporcionársela con nuestra música.»
El disco —y Rollins en concreto— mostraban una introspección despiadada y una autodisciplina militar estricta. Quizá porque intentaba extraer algún sentido a sus traumas infantiles, Rollins se sumió completamente en la búsqueda de dolor psicológico de Ginn. Rollins abrigaba grandes cantidades de rabia y rencor, y la música violenta de Black Flag desató su agresividad reprimida en un torrente embravecido.
Ginn y Dukowski habían encontrado por fin a su hombre.
—Lo que yo hacía se ajustaba muy bien a la atmósfera de la música —explica Rollins—. La música era intensa y, bueno, yo era tan intenso como fuera necesario.
Con sus tatuajes, la cabeza rapada, la mandíbula cuadrada y su vozarrón bronco y marcial, Rollins se convirtió en un emblema del hardcore —a diferencia de Dukowski y Ginn, que eran mayores, Rollins parecía un HBero. Y como les había ocurrido a tantos punks, el abandono paternal y social le habían dejado completamente cabreado y enajenado. Cuando el grupo enchufaba los instrumentos y empezaba a afinar, Rollins recorría el escenario como un animal enjaulado, llevando solo unos pantaloncitos de deporte negros, con los dientes resplandecientes y rechinando. Para calentarse antes de un concierto, apretaba una preciada bola de billar con el número trece que se había llevado de un club de San Antonio. Entonces, el grupo empezaba a tocar frenéticamente y toda la sala se convertía en un torbellino caótico de carne humana, que chocaba aleatoriamente ignorando el ritmo de la música. La copiosa capa de sudor de Rollins caía sobre las primeras filas en una ducha constante mientras sus aullidos angustiados perforaban el ataque eléctrico de Ginn como un soplete a una valla de acero.
Robo tocaba como si rechazara ataques de su batería. Dukowski destripaba sonidos con su bajo con extremo ensañamiento, doblando el cuerpo y haciendo muecas por el esfuerzo, sacudiendo la cabeza y gritando al público, lejos de cualquier micrófono, mientras sus dedos aporreaban las cuerdas como si fueran pistones. Ginn tocaba con las piernas muy abiertas, embistiendo de vez en cuando como un espadachín, sacudiendo la cabeza de lado a lado como si no se creyera su propio éxtasis mientras su guitarra ladraba como un perro callejero, totalmente liberada de cualquier cosa que la hiciera sonar melódica.
Cuando en otoño de 1982 hicieron de teloneros de los Ramones en el Hollywood Palladium, Black Flag tuvo problemas de sonido, pero tal y como escribió un crítico: «a pesar de todo, Rollins sacó adelante el concierto con su carácter profundamente amenazador. Semejante exhibición, espantosa e intimidante, de agresividad y frustración rockera difícilmente se puede considerar hermosa. Pero como en un accidente de coche a toda velocidad, no podías apartar los ojos, ni los oídos, de ellos». Otro escritor apuntó que Rollins era «una mezcla de Jim Morrison y Ted Nugent. No es extraño que los chicos se lo quieran comer». Un contingente de la policía de Los Ángeles más grande de lo habitual custodió el local, bloqueando algunas calles cercanas, mientras algunos helicópteros sobrevolaban la zona. El concierto transcurrió sin incidentes.
Los medios, desde los más pequeños fanzines locales hasta Los Angeles Times, hicieron su agosto con la notoriedad del grupo. Una revista de skate afirmó que el grupo había «generado explosivos disturbios en numerosos conciertos», lo cual era una exageración, aunque un concierto en el Polish Hall de Hollywood acabó en un lanzamiento masivo de botellas y sillas que costó cuatro mil dólares en daños materiales, además de una detención y dos polis heridos.
Gerard Cosloy, entrevistador de Boston Rock, preguntó por qué no intentaban detener la violencia en sus conciertos. Dukowski respondió con un resumen sucinto del principio anárquico del punk. «¿Tenemos derecho a comportarnos como líderes, a decirle a la gente lo que debe hacer?», replicó Dukowski. «La solución fácil no es ninguna solución, es el puto problema. Es demasiado fácil tener a alguien que te diga qué debes hacer. Es más difícil tomar tus propias decisiones. Tenemos cierta confianza en la gente que nos viene a ver.»
«Con entrevistas como esta», añadió Ginn, «quizá consigamos transmitir a la gente qué defendemos, que estamos en contra de que peguen a la gente, que estamos en contra de menospreciar a alguien simplemente porque lleva el pelo más largo. Hemos hecho nuestra declaración de principios, pero no impediremos que la gente escuche otras cosas, que vista de forma diferente, o que haga lo que quiera. No somos policías.»
A pesar de todo, alguien que se pareciera remotamente a un hippie tenía muchas posibilidades de llevarse una paliza en un concierto de Black Flag. Quizá ese fuera uno de los motivos por los que Ginn empezó a dejarse crecer el pelo tras Damaged, con Rollins y el resto del grupo copiándole poco después; era una manera más de ridiculizar a su público cada vez más conformista. «Siempre intentamos hacer una declaración de principios en el sentido de que no importa cómo vayas», explicó Ginn. «Sino cómo sientes y cómo piensas.»
Damaged tuvo un impacto bastante grande en Europa e Inglaterra, sobre todo en la prensa, que quedó fascinada al descubrir que realmente había una escena punk rock radical desarrollándose en las comunidades playeras del sur de California, a las que hasta entonces habían considerado como una idílica tierra prometida; el último lugar, aparentemente, en que los chavales mandarían a la mierda a la sociedad.
—Y eso hizo que algunos pensaran: «Bueno, ¿es esto legítimo?» —explica Ginn—. Está ese elemento de: «Esto está mal, viniendo de ese lugar. Gente así debería proceder de Birmingham, Inglaterra. Vosotros, chicos, lo tenéis bien». Pero cuando te rodean fans de Genesis, no sé cuán idílica es la situación. Cuando te rodea tanto materialismo y buscas algo más profundo, no es un entorno ideal.
La gira que realizaron en Reino Unido en 1981 fue una pesadilla: hacía un frío glacial, sufrían frecuentes ataques por parte de skinheads y grupos punk ingleses rivales, y era normal que se derramara sangre sobre el escenario. En un concierto, Ginn sangró abundantemente después de que alguien le tirara una bala a la cabeza; cayó del escenario tambaleándose, no sin antes haber lanzado cabreado una silla al público. Incluso perdieron el primer avión de vuelta a casa.
Cuando salió Damaged, el grupo realizó una gira desde principios de mayo hasta mediados de septiembre de 1982, un largo y penoso viaje. Sin embargo, su meteórica progresión estaba a punto de sufrir un parón repentino.
SST había estado vendiendo sus ediciones a pequeños distribuidores con una lista de precios intencionadamente bajos. Pero como los distribuidores solían vender discos de importación, sus copias generalmente acababan en tiendas especializadas, incomprensiblemente metidas en la sección de importación y con precios carísimos, propios de discos de importación. Al ser un grupo de punk rock de un sello independiente, Black Flag jamás figuraba en las secciones de rock de las tiendas de discos normales, colocado alfabéticamente entre Bad Company y Black Sabbath, lugar que Ginn creía que les correspondía. Así que decidió llevar el siguiente disco de Black Flag a un distribuidor convencional. Muchos distribuidores independientes más grandes ni siquiera devolvieron las llamadas de SST, pero sí que lo hizo una de las grandes compañías, MCA.
Como parte del contrato, Ginn aceptó coeditar el disco de Black Flag con Unicorn, un pequeño sello distribuido por MCA. Pero en 1982, justo cuando el disco estaba a punto de llegar a las tiendas con el logotipo de MCA en la carátula, alguien de Rolling Stone habló presuntamente mal de Black Flag al director de distribución de MCA, Al Bergamo. De repente, Bergamo anunció que sería «inmoral» editar Damaged, asegurando que el disco tenía un contenido inapropiado, más allá del límite del buen gusto. «Ciertamente, no sonaba como Bob Dylan o Simon y Garfunkel, ni tampoco lo hacían las cosas que intentaban decir», añadió.
Black Flag aseguró que habían advertido a MCA del contenido del disco, pero que MCA, convencido de que el grupo vendería muchos discos, miró hacia otro lado. En su libro Rock and the Pop Narcotic, Joe Carducci, que empezó a controlar las ventas, la promoción y el márketing de STT en 1981, aseguró que aquella reprobación del contenido por parte de MCA era una maniobra de distracción: el auténtico motivo era que Unicorn estaba tan endeudado con MCA que, para MCA, continuar aquella relación no tenía ningún sentido desde un punto de vista económico. Las letras con «contenido inapropiado» de Black Flag solo fueron una excusa para cortar los vínculos con Unicorn.
Así pues, el grupo fue al centro de prensado y puso pegatinas con la mención de Bergamo «contenido inapropiado» sobre el logotipo de MCA en veinte mil copias del disco. Posteriormente, se desencadenó un embrollo de pleitos cuando SST afirmó que Unicorn no había pagado los derechos de autor y los gastos del álbum a SST.
Unicorn contraatacó con una demanda y consiguió un requerimiento judicial que impedía a Black Flag editar cualquier otra grabación hasta que se resolviera ese asunto. Cuando SST lanzó la recopilación retrospectiva de material inédito de Black Flag, titulada Everything Went Black, sin los créditos del grupo en ella, Unicorn llevó a SST a juicio en julio de 1983 y describió al grupo como, en palabras de Ginn, «una especie de amenaza para la sociedad». El juez sentenció que Ginn y Dukowski, copropietarios de SST, habían violado el requerimiento y los envió a ambos a la cárcel del condado de Los Ángeles durante cinco días por desacato a un emplazamiento judicial.
Tras su liberación, Ginn se mostró como siempre escéptico.
—Ni siquiera habló de ello —explica Rollins—. Simplemente, dijo: «El ensayo es a las siete». No habló de ello. No bromeó, no dijo ni una palabra. No tengo la menor idea de cómo debió de ser para Greg Ginn ir a la cárcel. No dijo nada, salvo que subió al autobús para ir a la cárcel, que tenía un bocadillo o algo parecido para comer en el bolsillo delantero y que un tipo estiró el brazo por encima del asiento para quitárselo.
Ginn sigue sin contar demasiado acerca de su experiencia en la cárcel por deferencia a la gente que ha pasado mucho más tiempo que él en cárceles mucho peores.
—No es algo que recomendaría —es todo lo que dice—. Es muy degradante. Y recomendaría a cualquiera que hiciese lo posible por mantenerse alejado de allí.
Finalmente, Unicorn quebró a fines de 1983 y Black Flag pudo volver a grabar discos.
Pero aquella dura experiencia había tenido graves consecuencias para Black Flag. Damaged se había descatalogado y toda esa batalla legal había reducido drásticamente las posibilidades de salir de gira, un golpe bajo para la popularidad del grupo, por no hablar de sus ingresos. Y todos esos conflictos, tensiones y pobreza estaban generando una desazón considerable en el grupo.
—La gente se acababa cansando —explica Ginn—. Siete tipos viviendo en la misma habitación y yendo de gira durante seis meses y, a pesar de todo, hasta el cuello de deudas.
Llegados a ese punto, Robo hacía tiempo que se había ido. De nacionalidad colombiana, había tenido problemas con el visado a finales de la gira de diciembre de 1981 por el Reino Unido y no podía volver a entrar en el país. El grupo había contratado a Bill Stevenson, de The Descendents, para acabar la gira con una semana de conciertos en la Costa Este. Stevenson vivía al final de la calle de Ginn; The Descendents, cuarteto de pop-punk socarrón y acelerado, con canciones como «I Like Food» o «My Dad Sucks», era el grupo hermano de Black Flag y compartían el local de ensayos.
En la primera mitad de 1982, un muchacho flaco de dieciséis años con tirabuzones, conocido simplemente como Emil, empezó a tocar la batería con el grupo. No duró mucho. Según parece, la novia de Emil le presionaba para que dejara el grupo y pasara más tiempo con ella, y cuando eso llegó a oídos de Ginn, convenció a Mugger de que le dijera a Emil que se había acostado con su novia y así enfrentar a la pareja. Le salió el tiro por la culata, pues provocó una bronca con Mugger. Emil se marchó en plena gira maratoniana de 1982 por Estados Unidos y le sustituyó el increíble Chuck Biscuits de D.O.A.
En una gira por la Costa Oeste, esa formación tocó en una granja de un minúsculo pueblo situado al norte de Washington, Anacortes. «Henry estuvo increíble», afirmó Calvin Johnson, que escribió la crítica del concierto para el fanzine Sub Pop, «paseándose arriba y abajo, embistiendo, dando bandazos, gruñendo; todo era real, una de las experiencias emocionales más intensas que jamás he presenciado.»
Desgraciadamente, Biscuits solo duró unos pocos meses. Ginn afirma que Biscuits no aceptaba el riguroso horario de ensayos de Black Flag, que era de seis días a la semana en jornadas de hasta ocho horas al día.
—Los ensayos de Greg Ginn eran como una larga marcha hasta el mar —explica Rollins—. Por lo que respecta a su ética de trabajo, es como Patton cargado de esteroides. Black Flag era un puñado de gente muy disciplinada —continúa explicando Rollins—. Muy ambiciosos y superdisciplinados. Formar parte de ese grupo era como recibir una instrucción continua. Practicabas el repertorio una o dos veces por noche. Teníamos ensayo de grupo seis o siete días a la semana. Los fines de semana yo tenía que descansar la voz. Decía: «Greg, me voy a casa de una amiga este fin de semana porque me va a dar de comer. Volveré el lunes. No pienso cantar ni el sábado ni el domingo porque quiero descansar la voz». Y Greg se cabreaba un poco. Él estaba allí siete días a la semana. Así era Black Flag. Jamás hubo anarquía alguna en nuestro estilo de vida.
El deseo de Rollins de descansar la voz de vez en cuando no era la única cosa que le separaba del resto del grupo.
—Jamás hablé mucho con Henry —explica Ginn—. Henry siempre fue un tipo solitario.
Otra faceta del aislamiento de Rollins provenía del hecho de que no fumaba hierba y, en su lugar, bebía cantidades industriales de café, lo que significa que iba chutado de cafeína mientras los demás iban fumados.
—Debes tener en cuenta otra cosa: Black Flag jamás fue un grupo de amigos —explica Rollins—, jamás hubo una gran camaradería.
Dukowski sí que se convirtió en el gurú sardónico de Rollins, pero Rollins jamás trabó amistad con el enigmático Ginn.
—Nunca sabías cómo estabas con Greg —cuenta Rollins—. Las nuevas incorporaciones venían y me decían: «¿Le caigo bien a Greg?» «¿Cómo lo llevo con Greg?» Y yo les contestaba: «Lo llevas bien, no te preocupes por eso, toca la canción, toca como dice Greg, está genial».
Bill Stevenson se unió a Black Flag en el invierno de 1982-1983, en plena reyerta con Unicorn. Stevenson era un tipo brillante que sabía escribir y producir canciones, lo cual era bueno y malo al mismo tiempo porque, aunque podía ayudar a Ginn en ambos frentes, a veces también significaba que chocaba con él.
Emprendieron una gira americana ese mes de enero, antes de marchar a Europa para realizar una gira con The Minutemen durante el invierno más frío que el continente había visto en años. Por cómo lo cuenta Rollins, toda la gira fue una sucesión interminable de clubs sin calefacción, casas de okupas punks, hambre, miseria y dolor; como colofón, les embargaron la furgoneta. Muy al inicio de la gira, Rollins ya había quedado desencantado con al menos uno de sus compañeros. «Mike Watt no para nunca de hablar», escribió Rollins en su diario de gira, posteriormente publicado con el nombre de Get in the Van. «Creo que le voy a dar una buena paliza antes de que todo esto termine.»
Pero todavía sentía mayor desprecio por la gente del público. En un concierto en Alemania, «mordí a un skinhead en la boca y empezó a sangrar horriblemente», escribió Rollins. «Acabé con la cara llena de su sangre.» En Viena, un miembro del público golpeó a Rollins en la boca con el micrófono; la gente le escupió a la cara; alguien le quemó las piernas con un puro; intentó proteger de unos porteros demasiado celosos a un tipo que quería tirarse desde el escenario, y el tipo al que intentaba proteger le propinó un puñetazo en la barbilla por sus molestias. Cuando llegó la policía, la multitud les dio una paliza, les robó el uniforme y, presuntamente, mató al perro policía.
Cuando un punk pendenciero molestó a Ginn durante un concierto en Inglaterra, Rollins le partió la cara. «Su cresta», escribió Rollins, «se convirtió en un buen mango mientras golpeaba su cara contra el suelo.» Posteriormente, Ginn regañó a Rollins por esa paliza, tachándole de «machito gilipollas». Rollins estaba convencido de que Ginn habría pensado de forma muy diferente si le hubieran atacado a él. «No me molesté en hablar con él porque no puedes hablar con Greg», escribió Rollins. «Solo puedes aceptarlo y continuar tocando. Peor para él.»
Cuando fueron a tocar a un club en Italia, había una multitud de punks de aspecto amenazador esperándoles. Los punks italianos rodearon la furgoneta y empezaron a zarandearla y a aporrear las ventanillas. El grupo empezó a asustarse, intentando encontrar un modo de entrar en el club sin sufrir ningún daño físico. Finalmente, salieron atropelladamente de la furgoneta y corrieron hacia el club. Esa marabunta embravecida enseguida les rodeó y empezó a abrazarles, besarles y darles regalos.
Mientras Black Flag resolvía su situación legal, destacados grupos hardcore como Minor Threat se habían separado, los Bad Brains se habían tomado un descanso indefinido y la escena hardcore se había vuelto absurdamente reglamentada y endogámica, tanto social como musicalmente. La ilustración de Raymond Pettibon para Six Pack, el EP que Black Flag sacó en 1981, había sido asombrosamente profética: un punk que se había pintado a sí mismo en el rincón de una habitación. La música que Black Flag hizo tras Damaged fue un intento por trazar un itinerario fuera de ese callejón estilístico sin salida. Eso significaba volver a grupos como The Stooges, MC5 y, sobre todo, Black Sabbath para encontrar formas de transmitir agresividad y poder sin recurrir al truco barato de la velocidad (aunque el grupo conservó el truco todavía más barato del volumen). Así pues, Ginn frenó la nueva música de Black Flag, argumentando que aunque una bala a toda velocidad puede perforar un muro, un tanque que avanza lentamente causa más estragos.
Pero al constatar sagazmente que muchos otros grupos, grupos por los cuales sentía un gran desprecio, tomaban sus ideas y las convertían en una fórmula y vendían más entradas y discos que Black Flag, Ginn ocultó ese nuevo planteamiento a los advenedizos.
—No querían tocar las nuevas canciones porque ya había demasiados grupos dispuestos a robar las ideas en las que estaban trabajando —explica Joe Carducci—. Mucha gente estaba en vilo: «¿Qué haces después de acelerarlo todo hasta el punto de ruptura? ¿Qué haces entonces, Greg?». Así que Greg ocultó todo eso… No lo tocaba delante de los demás.
Pero Ginn tenía que hacer cambios en el grupo si quería plasmar su nueva visión musical. Como guitarrista, Dez Cadena era conservador y se decantaba por el rock clásico genérico propio de Humble Pie y ZZ Top, que Ginn ya no podía tolerar. Cadena dejó el grupo en agosto de 1983 para formar su propio grupo, DC3, que grabó varios discos para SST inspirados en el rock clásico.
Y en otoño, Chuck Dukowski también dejó el grupo. Ginn era un hombre con el que era difícil trabajar, pero a esas alturas Dukowski se estaba llevando la peor parte por culpa de su ambivalencia.
—Greg nunca se mostraba satisfecho con nadie, daba igual quién fuera o el aspecto del que se tratara —explica Joe Carducci—. Con Greg siempre está esa sensación de que nada es jamás lo bastante bueno.
—En términos musicales, tenía la sensación de que habíamos llegado a un callejon sin salida —explica Ginn, mientras añade que su química musical con Dukowski era más producto de ensayar hasta la saciedad que de una afinidad natural—. En cierto sentido, siempre pensé que era como un pegote, en lugar de un auténtico groove natural.
Ginn había sentido aquello durante largo tiempo, aunque Dukowski se dedicaba tan plenamente al grupo y era una parte tan importante de su espíritu de equipo que fue difícil dejarlo marchar.
Ginn no se atrevía a criticar abiertamente a Dukowski y, en lugar de ello, le ponía las cosas difíciles con la esperanza de que Dukowski se acabaría yendo por propia voluntad. Pero Dukowski había invertido en el grupo demasiada energía como para simplemente largarse, y ese punto muerto se alargó durante varios meses de agonía. Finalmente, sin consultar a nadie más en el grupo, Rollins decidió acabar él solito con el estancamiento y despidió a Dukowski.
Aunque Dukowski ya no tocó en el siguiente disco, My War, este incluye dos canciones suyas —una de ellas es la que da título al álbum—, de modo que es imposible que las diferencias por ambos lados fueran tan grandes. Dukowski acabó convirtiéndose en el mánager de facto del grupo y en el diligente director de la agencia de contrataciones de SST, Global Booking. Eso fue un golpe maestro, puesto que las interminables giras pusieron literalmente a los grupos del sello en el mapa y ayudaron a establecer el dominio de SST en el mercado indie durante la década siguiente.
Pero la marcha de su compañero de fatigas dejó secuelas en Ginn. Durante los cinco primeros años, Ginn no había sentido ninguna necesidad de dirigir al grupo con mano de hierro; de hecho, parecía que el caos le gustaba.
—Pero entonces, en 1983, había asumido el control absoluto del grupo —explica Carducci—. Y no parecía disfrutar nada con ello.
El sistema de trabajo del grupo no hizo más que intensificarse.
—A diferencia de la mayoría de la gente, Greg era un fanático —explica Carducci—. Llevó las cosas a un nivel que resultaba insoportable para los pesos pluma: no podían soportar dormir en la furgoneta, no podían soportar no saber dónde se iban a alojar, no podían soportar los clubs.
Cuando estaban de gira, el grupo cobraba cinco dólares al día. Hacia el final, ganaban diez, y ya en la última gira, veinte.
—Si teníamos un reventón, cogíamos algún neumático viejo que alguien había dejado en la parte de atrás de alguna gasolinera y lo poníamos —explica Ginn—. Realmente, todo era muy crudo.
En las primeras giras, el número de personas que asistía a sus conciertos oscilaba entre veinticinco y doscientas. A la larga, a medida que aumentaba su popularidad, acabaron tocando seis meses al año o más. Pero al alargarse tanto las giras, a los miembros del grupo les resultaba complicado conservar sus trabajos cuando regresaban a casa, y entonces era cuando las cosas se ponían realmente feas.
A menudo los padres de Ginn les echaban una mano con comida e incluso con ropa. El señor Ginn compraba ropa usada tirada de precio, y el grupo se llevaba de gira un enorme saco y sacaban lo que les gustaba de ese cajón de sastre. Adiós a la moda punk.
—Sin la familia de Ginn —explica Rollins—, no habría existido Black Flag.
El señor Ginn alquilaba camionetas y furgones Ryder para el grupo y estaba tan orgulloso de su hijo que, cuando daba clases en Harbor College, a menudo llevaba la insignia de Black Flag estampada en el bolsillo de sus camisas. Con frecuencia, el señor Ginn hacía bocadillos de queso gratinado, compraba unos cuantos litros de zumo de manzana y un poco de fruta en una parada de verduras y lo llevaba a SST.
—Comíamos bocadillos de queso, aguacates que costaban un dólar cinco unidades y zumo de manzana durante días —explica Rollins—. Todas esas cosas acababan llenas de moho, de modo que rascabas el moho y seguías comiendo.
Suena bastante duro, pero Ginn, siempre estoico, quita importancia a esas privaciones.
—Creo que la gente podría pensar que era duro, pero todo es relativo, hay cosas que sí que consideraría duras, por ejemplo, la guerra —explica Ginn—. Jamás pensé que fuera duro. Consideraba duro no tener dinero, pero siempre me decía, si duermes en el suelo, ¿cómo te puedes dar cuenta de la diferencia, si de todos modos estás dormido?
Quizá porque Rollins había crecido en un ambiente relativamente próspero y era hijo único, buscaba la mayor comodidad e intimidad posibles. Cuando el grupo volvía a Los Ángeles, buscaba algún amigo con una habitación extra o dormía en la casa familiar de Ginn en lugar de vivir en la miseria con el resto del grupo.
—Aunque se esforzaba de verdad, jamás se sintió cómodo con ese tipo de vida —cuenta Ginn—. Lo cual no es malo: creo que quizá es propio de las personas normales. Evidentemente, pienso que es así.
Rollins se quedaba en casa de los Ginn tan a menudo que, al final, le invitaron a vivir allí. Le ofrecieron una habitación, pero Rollins escogió lo que él llamaba «el cobertizo», un edificio anexo pequeño y amueblado que había sido el estudio del señor Ginn. La entrada de Rollins en su familia enojaba a Greg Ginn hasta límites insospechados; más aún cuando la señora Ginn le preguntó si su hijo fumaba marihuana y Rollins respondió que sí.
El resto del grupo vivía donde ensayaban.
—Incluso al final vivíamos siete personas en una habitación —explica Ginn—. Y siempre vivíamos ese tipo de situaciones, viviendo donde ensayábamos, o donde fuera, en furgonetas y ese tipo de cosas. Ya desde el principio, materialmente, no encajábamos.
—Había algunos momentos de escasez en los que estabas comiendo una barra de Snickers y entrabas y alguien te decía: «¿De dónde la has sacado?» —recuerda Rollins—. «¿De dónde has sacado el dinero para comprar eso?» «Pues he cogido un dólar de una orden de pago al contado.» Así de arruinados estábamos.
La madre de Rollins le mandaba de vez en cuando un billete de veinte dólares y él se lo ventilaba en un litro de leche y galletas en el 7 Eleven.
—Decía: «Me voy a dar una vuelta» —explica Rollins—. Iba hasta allí y encontraba un sitio donde esconderme y poder comer, y luego me aseguraba de que no me quedaban migas en la cara. Así de apurados estábamos en ciertos momentos.
En ocasiones, entraban en un restaurante mejicano local y compraban un refresco:
—Entonces esperabas que una familia se levantara y cogías la tostada que el niño pequeño no se había terminado y te la llevabas a tu bandeja antes de que nadie se diera cuenta porque, si alguien te veía, cogía un buen cabreo y te ponía de patitas en la calle —afirma Rollins—. Esa no era la forma en la que me habían educado. A mí me habían criado con ropa interior blanca y limpia, tres comidas completas al día, una cama con mantas de Charlie Brown; la típica educación de clase media. De modo que todo aquello era nuevo. Íbamos a Oki Dogs, les tirábamos los tejos a unas punks y decíamos: «Ey, somos pobres, dadnos de comer». Hacíamos que las chicas punks de Valley nos dieran de comer. Y nos pasábamos la noche esperando esa bandeja de patatas fritas.
—Lo que hacía que todo el mundo aceptara ese estilo de vida bastante tortuoso era el hecho de que la música era muy buena —explica Rollins—, y nosotros lo sabíamos. A fin de cuentas, no teníamos dinero, íbamos hechos unos zorros, apestábamos, la camioneta apestaba y todo el mundo estaba en contra nuestra. Pero oías esa música y pensabas: «Oh sí, somos los putos amos».
Aunque todavía tenían que encontrar un sustituto para Dukowski, estaban ansiosos por grabar su siguiente álbum: el nuevo Black Flag, lento y metálico, no podía seguir esperando a renacer. De modo que Ginn, como «Dale Nixon», tocó el bajo en My War, a menudo ensayando con el hiperactivo Stevenson ocho horas al día, solo para enseñarle a tocar lento y a dejar que el ritmo, tal y como lo describe Ginn, «rezumara».
—No estaba acostumbrado a tocar tan lento —afirma Ginn—. Supongo que nadie lo estaba.
My War invierte la proporción punk-Black Sabbath de Damaged: en esta ocasión predomina el pesimismo y la fatalidad de los Sabbath, aunque inflado con un chute poderoso de crítica punk y testosterona. El sonido era mucho más metálico y fangoso, con Ginn fijando la música con pesados acordes para bajo y guitarra. Rematado con algunas serias influencias del jazz fusión, My War suena a veces tan mal como la Orquesta Mahavishnu tras un mal día de trabajos forzados.
Gran parte del material era fuerte, pero como el grupo únicamente era una formación de estudio, se nota una frustrante falta de sensación de conjunto en las canciones; en concreto, la voz de Rollins y el sonido de Ginn suenan desconectados de todo lo demás. Además, hay que tener en cuenta el perfeccionismo incansable de Ginn en el estudio, lo que podría explicar la falta de chispa de muchas de las últimas grabaciones de Black Flag.
—Nunca estaba dispuesto a dejar que la interpretación fluyera —explica Spot, que coprodujo el álbum—. Y, sinceramente, creo que ahí es donde la cagamos.
Consecuentemente, las mejores grabaciones del grupo en la última época son las que realizaron en directo, Live ‘84 y Who’s Got the 101/2?, de 1985.
My War reducía el desasosiego hardcore a un muro de autoodio tan densamente construido que jamás podría caer; en «Three Nights», Rollins compara su vida con un trozo de mierda enganchado a su zapato, clamando: «And I’ve been grinding that stink into the dirt / For a long time now11». Pero en algunos casos las letras no importaban demasiado; en la canción que da nombre al álbum, los gritos espeluznantes y los inquietantes bramidos bestiales de Rollins lo dejan todo muy claro.
Para la mayoría de oyentes, la música había perdido la energía y el ingenio de antaño; Rollins vocifera discursos angustiados, alejados de la poesía mordaz y directa del pasado. Las elaboradas progresiones de acordes y el torpe lenguaje parecen grilletes expresamente encadenados al grupo con el fin de comprobar si, a pesar de ellos, pueden soportar el peso. En la mayoría de ocasiones, lo consiguen: la interpretación es feroz y el grupo a menudo reúne bastante energía como para golpear el muro de ladrillos con un acorde extraño o cambio de tempo. Pero toda la fuerza que My War alcanza se detiene en seco por un trío de canciones de más de seis minutos, insoportablemente largas, en la cara B. Aunque Ginn escribió la letra, «Scream» resume la razón de ser artística de Rollins en cuatro meras líneas: «I might be a big baby / But I’ll scream in your ear / ’Til I find out / Just what it is I am doing here12». La canción termina con Rollins aullando como alguien a quien estuvieran despellejando vivo.
Terrible y agotador, esa celebración del sludge desafiaba directamente la velocidad cada vez mayor del hardcore —dentro de la escena hardcore, la cara B de My War era tan herética como Bob Dylan tocando la guitarra eléctrica en una de las caras de Bringing It All Back Home—.
—Definitivamente, fue como establecer una división —explica Mark Arm de Mudhoney, quien había estado en los conciertos de Black Flag en Seattle desde 1981—. Era como una especie de test de inteligencia: si podías entender el cambio de Black Flag, no eras idiota. Y si pensabas que solo estaban prostituyéndose, entonces sí que lo eras.
La aleación hardcore-metal que hizo Black Flag resultó muy avanzada para su tiempo. Pero aunque la valentía y la visión de semejante movimiento eran admirables, también hizo perder un montón de fans al grupo. Incluso al editor de Maximumrocknroll, Tim Yohannon, uno de los primeros y más ardientes defensores del grupo, no le gustó el disco. Aunque Yohannon reconocía que el grupo había trabajado mucho y bien para abrir un nuevo camino para el punk y había soportado un penoso acoso legal en el proceso, esas penurias y tribulaciones no podían redimir al disco. «Para mí», escribió Yohannon, «suena como Black Flag haciendo una imitación de Iron Maiden imitando a Black Flag en un mal día. Las canciones más cortas son realmente excitantes, y las tres de la cara B son un puro tormento. Sé que la depresión y el dolor son rasgos distintivos del mensaje de Black Flag, pero ¿también lo es el aburrimiento?»
Al final, Black Flag editó cuatro discos en 1984. Ginn no estaba seguro de si el esfuerzo y el dinero invertidos en la promoción de los discos serían rentables, así que simplemente decidió sacar cuatro álbumes en rápida sucesión y promoverlos juntos mediante una gira sólida. La radio universitaria, anonadada por la saturación de novedades, no supo qué hacer con ninguna de ellas.
Cuando llegó la gira de Slip It In, a finales de 1984, el grupo abría los conciertos con un tema instrumental con enormes influencias del metal mientras Rollins esperaba entre bastidores. Un par de años antes, semejante decisión hubiera merecido los abucheos de los puristas del hardcore, pero en ese momento solo propició que el público, en el que se mezclaban melenudos, punks y metaleros, iniciara un moshing furioso. En medio del repertorio, Rollins contenía la respiración mientras ellos descorchaban otro tema instrumental, entonces volvía y se sumía en el lodazal de los nuevos y fangosos temas.
Tanto Black Flag como su público habían empezado con un punk rock frenético de dos y tres acordes y habían evolucionado hacia terrenos más desafiantes. Ginn contaba con un grupo y unos seguidores que, hablando en términos musicales, habían empezado desde cero y que habían ido creciendo lentamente. «No había mucha gente que tuviera el estatus necesario para pedir algo a todos esos putos inadaptados y consiguiera que lo hicieran», dijo Carducci. «Greg era uno de los pocos elegidos.»
El problema era que gran parte del público no siempre estaba interesado en seguirle el juego.
—No mimábamos al público, no lo complacíamos —explica Ginn—. Mi actitud siempre fue dar al público lo que necesita, no lo que quiere.
Tanto el grupo como el público se sentían mejor bajo presión. Tal y como escribió Patti Stirling, de Puncture, en una crítica del álbum Live ’84, «La música de Black Flag es capaz de lo mejor cuando el grupo tiene un público; liberan emociones los unos a los otros. Es violentamente sensual en sus mejores momentos y de pelea infantil irritante en los peores».
Además, estaba el hecho de que el grupo jamás se había aliado explícitamente con la escena punk: sus canciones eran introspectivas, jamás hablaban de la «unidad punk» ni despotricaban de Reagan; sus teloneros eran o bien grupos no clásicamente punks (The Minutemen, Saccharine Trust) o completamente repulsivos (Nig-Heist); salvo por la cresta de Dukowski, ni siquiera seguían la típica estética punk.
—La gente se puede volver realmente desagradable si no haces lo que ellos creen que deberías hacer —observa Ginn. Y los segmentos más desagradables del público de Black Flag centraban sus iras en Rollins. La gente no se conformaba con escupir a Rollins, sino que le lanzaba cigarrillos, vasos llenos de orina, le golpeaba en la boca, le clavaba bolis, le tiraba jarras de cerveza, le arañaba con las uñas y le tiraba globos de agua contra las ingles. De gira, su pecho a menudo parecía una zona catastrófica.
Y Rollins no se cortaba un pelo a la hora de responder. En uno de los primeros conciertos en Filadelfia, un tipo del público empezó a burlarse y a empujar repetidamente a Rollins, que no hizo nada salvo ofrecerle una sonrisa diabólica, cual Jack Nicholson en El resplandor. Tras unos cuantos largos minutos, Rollins finalmente explotó: arrastró a ese tipo hasta encima del escenario y lo sostuvo mientras le golpeaba repetidamente en la cara. Finalmente, el hombre consiguió escapar y volver a meterse entre el público. El grupo, claramente habituado a ese tipo de incidentes, no paró de tocar ni un solo instante. A juzgar por Get in the Van, su libro de memorias sobre las giras, Rollins continuó haciendo ese tipo de cosas prácticamente todas las noches mientras estuvo en Black Flag.
Sin embargo, ningún otro miembro del grupo atraía ni exhibía semejante violencia.
—Creo que Henry y su ego en cierto modo provocaban ese tipo de cosas —explica Ginn—. A veces mostraba una actitud de superioridad con respecto al público, y la gente se daba cuenta.
Rollins mostraba una cara de tipo duro y masoquista sobre el escenario, escabulléndose como una serpiente entre el público y mordiendo los tobillos de los presentes, revolcándose en cristales rotos, retando a miembros del público a pelear con él y, sin embargo, mostrándose extremadamente ofendido cuando la gente la emprendía con él. «Cuando me escupen, cuando me agarran, no me hacen daño», escribió Rollins. «Cuando empujo y muerdo la carne de otro, me quedo corto con respecto a lo que realmente le haría.»
Ginn no quería sustitutos idénticos para los miembros del grupo que se iban. De este modo, el viejo material recibía un tratamiento nuevo; el material nuevo procedía de una dirección diferente. Uno de sus principales objetivos era conseguir una mayor maestría musical, motivo por el que contrató a Kira Roessler poco después de haber grabado My War. Roessler, que había estado metida en la escena punk de Los Ángeles desde que tenía dieciséis años, tocaba con DC3, el grupo de Dez Cadena, en el local de ensayos de Black Flag cuando Ginn la oyó y le pidió que se uniera a ellos.
—Eran el grupo más genial que conocía, mi preferido —dijo Roessler—, por lo que, evidentemente, acepté.
Roessler podía tocar tan fuerte y agresivamente como Dukowski, pero también tocaba con mayor fluidez y musicalidad. Y para cerrar el trato, Roessler y Ginn compartían una ética de trabajo semejante: «Hagas lo que hagas, hazlo hasta el fondo», tal y como cuenta Roessler. «Acordamos que no haríamos nada a medias. Las cosas son así, menos no es una opción.»
Mike Watt, de The Minutemen, recuerda que se pasó por el estudio cuando Black Flag estaba mezclando Slip It In, en 1984 («Un puñado de manos luchando en la mesa de control; era cómico», recuerda), y allí, en la consola, había un LP del grupo de metal comercial Dio. No resulta extraño, pues, que Slip It In a menudo emule los peores aspectos de sus fuentes. Tal y como el crítico Ira Robbins escribió, Slip It In «difumina la línea que separa el punk idiota del metal idiota». La sexualidad neandertal de la canción que da nombre al disco («Say you don’t want it / But you slip it in13») y la fatalidad simplista de tantas otras canciones de esa época confirman ampliamente ese comentario. Gran parte de Slip It In era absolutamente espantoso: «Rat’s Eyes» («If you look through rat’s eyes / You will talk about shit real good14») es una lección práctica de pesadez; el tema instrumental y potente «Obliteration» no era mucho mejor. Y sin embargo, había momentos musicales ocasionales que eran los mejores que el grupo jamás había compuesto, en gran parte porque ahora tenían una bajista buenísima. Demostraron que la velocidad no era el único camino hacia la potencia; incluso los Sex Pistols raramente excedían el mid-tempo. Solo se requería talento musical para hacerlo bien.
Tras grabar Slip It In, Ginn, Rollins, Stevenson y Roessler trabajaron duro durante todo el invierno de 1983, ensayando hasta cinco horas al día, seis días a la semana, en un sótano húmedo y apestoso sin ventanas que había bajo las oficinas de SST, con el suelo, las paredes y el techo cubiertos de capas de alfombras baratas de pelo largo. De allí surgió una unidad poderosa y cohesionada para la gira de My War de once semanas a principios de 1984 por Estados Unidos. Se morían de ganas de salir a la carretera y dar forma al primer álbum de verdad desde hacía dos años: «Matar a todo el mundo ya» era el lema de la gira. Estuvieron de gira prácticamente todo el año, regresando de vez en cuando a casa durante un par de semanas para grabar.
Durante el descanso que supuso el fiasco con Unicorn, Rollins había empezado un programa de levantamiento de pesas exigente; cuando el grupo salió de gira en 1984, había desarrollado un caparazón impresionante de músculo. Su físico poderoso no solo era una forma de intimidar a los posibles asaltantes, sino que constituía una metáfora del escudo emocional impenetrable que estaba creando alrededor suyo.
La canción «My War» arremete contra un «tú» impreciso que forma parte de «uno de ellos». Aunque la letra era de Dukowski, Rollins parecía llevar el concepto grabado a fuego en el corazón: durante la gira de Slip It In, vio a Derrick Bostrom, uno de los miembros de sus compañeros de gira, los Meat Puppets, con una copia del álbum Triumph de los Jacksons. «Siempre supe que eras uno de ellos», se burló Rollins. De hecho, Rollins parecía encarnar muchas de las letras de Ginn y Dukowski hasta un nivel muy profundo. «I conceal my feelings so I won’t have to explain / What I can’t explain anyway15», grita Rollins en «Can’t Decide». Las letras de Ginn ciertamente eran aplicables a su distante autor, pero era Rollins quien las encarnaba con ganas.
A esas alturas, el grupo llevaba el pelo bastante largo, lo que alimentaba todavía más la ira del público. ¿Cómo podían ser punks y llevar el pelo como hippies? El grupo enseguida integró sus largas melenas en los conciertos. «Black Flag era, en realidad, un concurso de menear la cabeza entre el guitarrista Greg Ginn y el cantante Henry Rollins», escribió Patti Stirling, de Puncture. «El suspense de si chocarían con la cabeza, provocándose una conmoción mutua, era emocionante.»
Por aquel entonces, el grupo dio algunos de sus concierto más incendiarios. Desgraciadamente, todo estaba empezando a diluirse.
Al principio, Rollins cedía gustosamente la palabra a Ginn y Dukowski durante las entrevistas: al fin y al cabo, eran los únicos miembros que habían estado siempre en el grupo, y obviamente la prensa los consideraba los portavoces. Pero entonces, Dukowski se fue y, gradualmente, Ginn cedió el protagonismo mediático a Rollins, que era carismático y citable.
—Me gustaba el hecho de que alguien quisiera pasar tiempo con aquella gente concediendo esas entrevistas y sesiones de fotos —explica Ginn—. No hay nada que encuentre más humillante que estar allí parado haciendo una sesión de fotos. Nada me hace sentir más estúpido. Y a Henry le gustaba todo aquello, de modo que pensé que era la solución ideal… Él desempeñaría ciertas funciones y yo ciertas otras respecto a dirigir el grupo y demás. Así se dividía el trabajo.
Ginn cree que Rollins veía su exposición creciente a los medios como una forma de salir de las sombras.
—Pienso que, en cierto modo, él competía con ese tipo de respeto, como alguien que estuviera planeando aquello —cuenta Ginn—, de modo que intentaba imaginarse a sí mismo en ese tipo de situación.
Así pues, Rollins concedió incontables entrevistas a pesar de quejarse explícitamente de ellas en sus diarios de gira.
La realidad era que Rollins ahora tenía veintipocos años y estaba dejando rápidamente atrás su cara servil y autonegadora —el «chico que cedía a la presión social», el tipo que cargaba los amplificadores para su amigo porque era «el puto amo», el chico deslumbrado, el que no se podía creer que estuviera en un grupo con sus héroes, el tipo que tomaba ácido porque Chuck Dukowski le había dicho que lo hiciera—. Y además, era el líder del grupo.
—Tengo que pensar que Henry, al principio, quizá se contenía un poco con el grupo y que después quizá salió el auténtico Henry o algo así —relata Ginn—. Es la única forma de entenderlo.
Entonces, Rollins empezó a reivindicarse tan enérgicamente como pudo, y Ginn empezó a lamentar haber cedido el protagonismo al cantante. En su propio estilo, de forma sutil, Ginn empezó a mostrar su descontento.
—Se llegó a un extremo en el que todo era miedo a que Greg se cabreara —cuenta Rollins—. «Queremos entrevistarte para nuestro fanzine.» «Hom-bre, ¿podéis entrevistarnos a mí y a Greg? ¿O a mí y a Bill? Si solo me entrevistáis a mí, me temo que me caerá una bronca.»
Pero el lado abnegado de Rollins hacía que se crucificara por haber decidido asumir tanto protagonismo. En su diario, letras y conciertos, Rollins se flagelaba por ser un ogro, y entonces se jactaba de ser un ogro de modo que se pudiera flagelar un poco más. Paseándose por el escenario con esos pantaloncitos negros y el pelo a lo Jim Morrison, Rollins exhibía un narcisismo disfrazado de odio hacia sí mismo (¿o era al revés?). En lugar de atacar a los demás, se atacaba a sí mismo.
Los que le rodeaban empezaron a notar un cambio en la personalidad de Rollins hacia 1984, cuando cada vez se hacía más difícil tratar con él: un personaje aislado y malévolo directamente salido de una novela de Dostoyevski.
—Llegó un momento en el que, simplemente, cambió —recuerda Spot— y ya no era el tipo amigable a quien yo tenía por mi amigo, sino alguien que parecía creer que era obligatorio mostrarse hostil con todo el mundo. Y yo no tenía tiempo para eso.
—Vi que el comportamiento de Henry era cada vez más extremo —afir-ma Ginn—, y que él detestaba a todos los del grupo, diciendo cosas feas de ellos encima del escenario, haciendo comentarios despectivos sobre ellos.
—Preguntad a muchos de los miembros por qué se fueron —replica Rollins—. Dirán dos palabras. La primera será «Greg». La segunda, «Ginn».
Rollins se había convertido en un individuo ciertamente intimidante, sobre todo con la prensa musical convencional. «Si te acercas a él, realmente da miedo», escribió Michael Goldberg, periodista de Rolling Stone. «Unos ojos que te perforan. El pelo, una melena enredada que le cae por la espalda más allá de los hombros. Ropa andrajosa y rasgada. Muchos tatuajes: calaveras y serpientes, demonios, una araña, un murciélago. Y grabada en la parte superior de la espalda, con letras de tres centímetros, la filosofía de vida de Henry Rollins: SEARCH AND DESTROY16.»
Tristemente, tal y como ocurre con tantos hijos del abuso, el masoquismo era una parte esencial de la psique de Rollins: «Espero que me den una paliza pronto», escribió Rollins en una de las primeras giras. «Necesito el dolor para actuar. Necesito actuar como si me fuera la vida en ello o no vale la pena.» Antes de un concierto en un pueblecito del Norte de California, Rollins encontró un trozo de vaso roto y se rasgó el pecho con él. «Empezó a brotar sangre por todos lados», escribió. «Experimentar puro dolor me hizo sentir bien. Me ayudó a ver las cosas con perspectiva.» Incluso la antipatía que Ginn sentía por él se convirtió en una especie de prueba de dureza viril, una validación retorcida de la determinación de Rollins.
En 1984, durante la gira, Rollins prefería comer separado del resto del grupo. «Es imposible que me siente a oír toda esa conversación si no tengo por qué hacerlo», explicó en su diario de gira. Posteriormente, en lugar de viajar en la furgoneta del grupo, prefería la parte de atrás de la camioneta del equipo, donde permanecía totalmente a oscuras durante horas, al lado de los altavoces y los amplificadores.
Como cabía esperar, empezaron a surgir tensiones entre Rollins y el resto del grupo. La primera vez que Rollins lo percibió fue en la primavera de 1984, durante una gira por Europa. «Bill y Kira son difíciles de soportar», escribió Rollins en su diario. «Me la suda. Son como son.» Por lo visto, Rollins no afrontaba directamente los problemas con sus compañeros de grupo y, en su lugar, prefería añadirlos al formidable arsenal de arcos y flechas que acosaban su alma atormentada.
Black Flag tocaban en todas las ciudades en las que eran bienvenidos, y en muchas otras también, con lo que dieron prácticamente doscientos conciertos en 1984.
—Tocaban en todas las ciudades que podían —explica Jeff Pezzati, de Naked Raygun—. Cada vez que íbamos a una ciudad de la que jamás había oído hablar, algún pueblucho de mala muerte, decían: «Mira por dónde: Black Flag estuvo aquí hace dos semanas».
Todos los grupos punk de la ciudad intentaban figurar en el programa cuando tocaba Black Flag, de modo que, para evitar discusiones, generalmente iban de gira con su propio programa: Black Flag era el cabeza de cartel con otros grupos de SST de apoyo. De este modo, iban de gira con grupos que les gustaban y era una buena operación comercial para SST. Desde principios de los 80, Nig-Heist eran los teloneros. La formación rotatoria de Nig-Heist estaba formada por los roadies de Black Flag —Mugger como cantante y Davo como bajista—, Dez Cadena (con el nombre de Theotis Gumbo) era el guitarrista, Stevenson el batería y Dukowski también tocaba la guitarra. Todos llevaban largas pelucas. Era un grupo cuya presencia escénica era «comparable a un boy scout epiléptico acosando sexualmente a una vagabunda», como describió con admiración un fanzine, y que poseía «todo el humor propio de una maratón televisiva para recaudar fondos para la distrofia muscular».
Los seguidores de Black Flag quizá habían creído que habían monopolizado el mercado de la indignación, pero Nig-Heist estuvo encantado de bajarlos de la nube. Nig-Heist era el grupo que a la gente le encantaba odiar. Noche tras noche durante la gira Black Flag / Meat Puppets de la primavera de 1984, la mayor ovación llegaba cuando Mugger anunciaba que solo tocarían una canción más. El pelo largo era uno de los principales factores de la aversión que el grupo despertaba, y con canciones como «Hot Muff» y «Whore Please», ¿cómo podía alguien no odiarles?17
Y Nig-Heist no era el único grupo del cartel que dejaba flipado al personal —además de Black Flag y su controvertido sludge-metal, los Meat Puppets realizaban durante sus conciertos solos de guitarra que te hacían estallar la cabeza, versiones alucinantes de El mago de Oz y country rock trascendental—. Las giras Black Flag / Meat Puppets / Nig-Heist eran un poderoso recordatorio de que el punk rock podía ser cualquier cosa que uno quisiera.
Nig-Heist, sin embargo, puede haber sido una especie de manifestación de la identidad colectiva de Black Flag. Aunque eran pocas y muy espaciadas, canciones extraordinariamente obscenas como «Slip It In» y «Loose Nut» («I’ll be back in a little while / But first I gotta get some vertical smile18») eran un buen indicador de la reputación de Black Flag como acosadores de groupies.
—Queríamos follarnos a vuestra mujeres —presume Rollins—. Y de qué manera. Si podíamos, lo hacíamos. En cualquier momento y lugar, intentábamos echar un polvo.
El sexo suponía un respiro al estrés y las privaciones de la vida en Black Flag, especialmente cuando estaban de gira.
—En aquellos días no conseguías muchas cosas más bonitas o divertidas en tu vida —explica Rollins—. Los conciertos eran divertidos, aunque siempre cargados de tensión. Pero… ¿encontrar una chica bonita que fuera amable contigo y quisiera follar? Oh, Dios, eso era como un oasis.
Después de los conciertos, la furgoneta desordenada y hedionda se convertía con frecuencia en una suite nupcial de chapa de acero.
—Muchas noches follaba en la furgoneta, a veces al lado de otro tío que también estaba follando —cuenta Rollins—. Y tienes que tener una pareja muy comprensiva o muy entusiasta para estar contigo en semejante situación de proximidad.
Todos los discos de Black Flag, excepto Damaged, estaban diseñados por Raymond Pettibon, y SST vendió libros de panfletos de la obra de este, con títulos como Tripping Corpse, New Wave of Violence y The Bible, the Bottle and the Bomb. Al igual que el arte psicodélico de San Francisco de los 60, las obras a tinta de Pettibon eran una perfecta analogía visual de la música que promovían: valientes, crudas, violentas, inteligentes, provocadoras y profundamente americanas.
Pettibon generalmente trabajaba sobre un único panel, de modo que el mensaje tenía que ser directo y poderoso. Un cartel mostraba a la víctima de una ejecución, muerta, recostada en un árbol mientras un hombre con una pala aparecía de pie al fondo; el texto decía: «LOS SUMISOS HEREDAN LA TIERRA». En un flyer de un concierto para recaudar fondos para la defensa legal contra Unicorn aparecía un joven bien vestido al que se llevaban encadenado mientras un grupo de mujeres le miraba con admiración. «Todo el mundo ama a un asesino guapo», rezaba la leyenda.
Un flyer de Raymond Pettibon para un concierto de Black Flag de 1982. Nótese el impresionante cartel compuesto por grupos que, por aquel entonces, eran prácticamente desconocidos. Diseño e ilustración: Raymond Pettibon.
El hecho de que Black Flag, caricaturizado como un grupo punk absurdamente agresivo, se pudiera aliar con una obra gráfica de alto nivel conceptual demostraba que en el grupo había más inteligencia de lo que muchos observadores sospechaban. «Algunos creen que algo tan físico como nuestros conciertos debe querer decir que no hay ninguna reflexión en el proceso, pero eso no es verdad», comentó Ginn a Robert Hilburn, del L.A. Times. «Es cierto que queremos proporcionar una liberación física y emocional, pero también queremos crear una atmósfera en la que se anime a la gente a pensar por ella misma en lugar de aceptar lo que les han contado.» Incluso la reacción de los medios a los conciertos jugaba a favor del grupo, ya que cuando los chicos que realmente habían estado allí veían cómo las noticias dramatizaban lo que en realidad había ocurrido, pensaban que los medios también podían exagerar y distorsionar otras noticias.
Patrocinado por el legendario agitador cultural de Los Ángeles, Harvey Kubernik, Rollins había empezado a dar recitales de spoken word (una nueva expresión en aquella época) de sus poemas y sus entradas de diario en noviembre de 1983. Family Man, editado a finales de septiembre de 1984 y el cuarto álbum que el grupo había sacado ese año, dividía a Black Flag en sus componentes cada vez más diferenciados —el grupo y Rollins—, con una cara instrumental y otra recitada. El verano siguiente, Rollins publicó dos volúmenes de poemas en prosa, End to End y 2.13.61, que incluyen versos como: «NOW I UNDERSTAND THE STRENGTH OF SUCCUMBING TO THE STORM, JOINING THE MAELSTROM, FINDING POWER IN ITS TURMOIL, PULLING TOGETHER END TO END LIKE A SNAKE CONSUMING ITS TAIL…19» o «THE DAYS / PASS LIKE / PASSING YOUR / HANDS THRU / BROKEN / GLASS. / A LITLE / BLOOD / SEEPSOUT. / I FEEL SOME / PAIN HERE / AND THERE…20».
En 1986, Rollins hacía cada vez más cosas por su cuenta, ya fueran recitales o artículos para revistas, incluido uno sobre las tiendas 7-Eleven para la revista Spin que tuvo amplia repercusión. Eso chocaba frontalmente con la ética de uno para todos y todos para uno de Ginn. Y con la sección rítmica cambiando con tanta frecuencia, Ginn no tenía ningún aliado fuerte en el grupo. Black Flag había acabado cayendo en el arquetipo de grupos anacrónicos como The Rolling Stones y Led Zeppelin: un líder carismático y un guitarrista enigmático y genial, con el apoyo de una sección rítmica relativamente anónima. Y aunque la autoflagelación de Rollins parecía invertir la postura egoísta del metal, su ensimismamiento no era más que la cruz de la misma moneda.
Quizá como antídoto a las aspiraciones de bardo de Rollins, el EP de 1985, The Process of Weeding Out, completamente instrumental, nos muestra al grupo alargando al máximo cuatro temas (e incluye algún fragmento admirable de Roessler). El título tiene un triple significado. Además de deshacerse de Rollins y de la referencia evidente a la hierba, se refiere a la forma en la que la música más exigente excluía a los seguidores menos perspicaces del grupo.
En las notas de la carátula, Ginn denuncia el auge del Parent’s Music Resource Center, un grupo dirigido por Tipper, la mujer de Al Gore, senador por Tennessee, que pretendía censurar las letras rockeras que personalmente consideraba ofensivas. «Tengo fe en que los tipos que van de policías por la vida», escribió Ginn, «con sus mentes estrictamente lineales y su apego a las normas, no tengan la capacidad necesaria para descifrar los contenidos intuitivos de este disco.»
La música tortuosa quería representar el compromiso intenso del grupo —la mayoría de sus miembros se habían tatuado las barras de Black Flag en sus cuerpos— y la frustración de seguir luchando contra la pobreza y la indiferencia. La ética de trabajo de Black Flag —las giras constantes, los conciertos en los que se dejaban la piel, los ensayos incesantes— era una manera de soportar el dolor, ahogándolo en oleadas de ruido y adrenalina. Tal y como dice el viejo chiste, Black Flag sufría por su arte, y ahora el público también tenía que sufrirlo. Ginn incluso tenía un nombre para ese enfoque: «el concepto destructivo», es decir, un ataque sónico dirigido hacia el público. Joe Carducci recuerda un concierto en el que el grupo tocó durante más de dos horas.
—Al final —dice—, la gente sencillamente se iba quedando rezagada, como en un campo de batalla.
El grupo se había alejado tanto de su público como lo estaba de la sociedad en general. «Intentábamos tocar a través del público en lugar de hacerlo para el público», dijo Stevenson. «Bajábamos la cabeza, tocábamos tan fuerte como podíamos y hacíamos caso omiso de su existencia.» «Intentaba empujar al público con mi bajo contra la pared del fondo», dijo Roessler. «Obligábamos a la multitud a someterse a la voluntad del grupo durante más tiempo del que podían soportar.»
Los conciertos se convirtieron en unas pruebas de agonizante tormento para el grupo y para el público. Roessler se hizo daño en la mano de tocar tanto el bajo y desde entonces le duele cada vez que toca. El sudor y la sangre de Ginn se filtraban dentro de la guitarra y provocaban cortocircuitos. Finalmente, fijó el control del tono del instrumento donde le gustaba, subió el potenciómetro de volumen hasta diez, lo soldó todo e instaló un interruptor hermético. Desde entonces, cuando la guitarra de Greg estaba enchufada, estaba a tope.
«En el escenario, todo el mundo estaba retorciéndose y gimiendo», escribió Patty Stirling sobre un concierto del 26 de julio de 1984. «Yo quería decir: “No pasa nada, no tenéis que hacerlo. Iros a casa, tomad una cerveza, mirad algo divertido en la tele o id a visitar a un amigo”. Bien, si yo estuviera rodeada por esa música gran parte del tiempo, también sufriría. El ritmo se arrastraba tanto que parecía que fuera hacia atrás.»
Lanzado a principios de mayo de 1985, Loose Nut contiene parte del hard rock más convencional de la historia de Black Flag, aunque compensado por el habitual autoodio histriónico de Rollins. Pero la pandilla original de SST empezaba a disolverse. A Raymond Pettibon, hermano de Ginn, no le importaba demasiado que SST jamás le pagara por su trabajo, pero se mostraba cada vez más frustrado porque, aunque era un artista reconocido por méritos propios, todavía se le conocía básicamente como «el tío de Black Flag».
La gota que colmó el vaso llegó con la portada de Loose Nut. Resulta que es un autorretrato: un hombre guiña el ojo mientras dos mujeres ligeras de ropa se sientan en su regazo. La leyenda dice: «Las mujeres son capaces de crear grandes artistas». Esa obra se había utilizado originariamente en un flyer unos cuantos años antes y Ginn había decidido recuperarla sin decírselo a su hermano. Entonces Stevenson, ahora en su rol de maquetador, recortó la obra original de Pettibon y utilizó las piezas como elementos para la hoja con las letras. Pettibon se encolerizó al ver la profanación de su obra y ese año él y Ginn dejaron de hablarse.
Eso ocurrió aproximadamente en la época en que Spot también dejó la familia de SST.
—El grupo se tomaba a sí mismo demasiado en serio —comenta Spot—. Y algunos del grupo se tomaban a sí mismos demasiado en serio. Lo que los convirtió en unos indeseables. Ya no podía estar con ellos.
Ginn echa toda la culpa a Rollins. Aunque los recitales de Rollins eran, por lo general, divertidos, Rollins estaba «recortando cada vez más cualquier cosa con sentido del humor» en la música de Black Flag, afirma Ginn. «Se volvió negativo sobre ese tipo de cosas o sobre las canciones que unían a la gente.» Aunque cantaba canciones como «Six Pack» y «TV Party» en los conciertos, Rollins no soportaba las canciones nuevas que olían a diversión. El humor no se ajustaba al personaje que Rollins estaba creando para él mismo.
—Empezó a dárselas de Jim Morrison más que de Iggy Pop —cuenta Ginn—, con ese tipo de comportamiento en plan «Yo soy poeta».
Un poco de ligereza habría conseguido que los aspectos más oscuros del grupo fueran más creíbles y, por tanto, más poderosos, tal y como había ocurrido en el memorable Damaged. En lugar de eso, Rollins se movía indulgentemente entre la autocompasión y los excesos machistas.
—Eso es todo lo que le quedaba, siempre los mismos temas: «Te mataré, me haré daño» —explica Ginn—. Yo no quería formar parte de eso.
Bill Stevenson abandonó el grupo a finales de abril de 1985. «Había mucho mal rollo, y el grupo empezó a desmoronarse después de eso», explicó. «Había una gran lucha de personalidades que ninguno de nosotros quería resolver, de modo que Greg empezó a sustituir a la gente.»
Ginn explica esta afirmación un poco vaga asegurando que Stevenson, que en el pasado había estado próximo a Rollins, cada vez se sentía más alejado de él y quería que Ginn buscara a un nuevo cantante. Claramente, uno de ellos tenía que irse. Ginn echó a Stevenson.
Henry Rollins dándolo todo en el 9:30 Club de Washington D. C., en 1983. Foto: Jim Saah.
De todos modos, a Stevenson no le había gustado el rumbo que el grupo había tomado cuando se había unido a él. «Black Flag haciendo heavy metal distorsionado no era tan bueno como Black Flag haciendo versiones distorsionadas de punk rock», dijo. «No creo que sonáramos tan bien despacio.»
Resultó que The Descendents empezaron de nuevo, de modo que era el momento lógico para irse, aunque, según cuentan, Stevenson se mostró muy enfadado cuando Ginn le echó.
Con Anthony Martínez como nuevo batería, empezaron una larga gira en mayo de 1985, recorriendo el Suroeste, el Sur, el Noreste, de allí fueron a Michigan y luego a Canadá, bajando hasta el Noroeste y desde allí hasta California; noventa y tres conciertos en ciento cinco agotadores días de verano.
En esa gira, Rollins ya bebía café literalmente de la cafetera, con lo que no era extraño que padeciera unos dolores de cabeza terribles. Se rompió la muñeca al golpearle la cabeza a un miembro del público en un concierto en Lincoln, Nebraska, el 6 de agosto, y continuamente recibía golpes de sus seguidores y enemigos por igual. El público parecía menos numeroso que la última vez que habían ido de gira por Estados Unidos, y para empeorar las cosas, los promotores siempre pagaban al grupo menos de lo convenido. Las giras incesantes y los excesos nocturnos estaban teniendo horribles efectos físicos y mentales en Rollins. Sufrió una infección grave de las cuerdas vocales y parecía psicológicamente agotado. «Ya no soy humano», escribió. «Ya no soy una persona sana. Ya no consigo relacionar las cosas.»
Black Flag se estaba convirtiendo en el show de Greg y Henry.
—Henry mostraba cada vez menos ganas de estar en el grupo —ex-plica Ginn—. Pensaba: «Greg, tú te ocupas del grupo y yo de cantar y de ejercer de líder, y haremos que la gente acepte esa forma de funcionar».
Así pues, cuando Roessler —una mujer inteligente, segura y buena música— intentó reivindicarse, Rollins (y Martínez) se puso hecho una furia, provocando que la tensión aumentara. Roessler había empezado un máster en UCLA, y Ginn cree que a Rollins podría haberle molestado que el grupo tuviera que adaptarse al horario académico de Roessler. Asimismo, el grupo se había metido en la cabeza que quizá resultara provocador que Roessler abandonara su camiseta y tejanos de marimacho para adoptar un aspecto punk rock coqueto al estilo de Madonna; algunos aseguran que aquello aumentó las tensiones sexuales en el grupo hasta un nivel incómodo.
Por el motivo que fuera, a mediados de agosto, en Vancouver, las cosas habían llegado al límite: Rollins escribió en su diario que Roessler «tiene dificultades para afrontar la realidad» y que «debe tener algún problema en su débil, pequeña y sucia mente». Él y Ginn decidieron secretamente sustituirla una vez volvieran a casa. «No quiero volver a ver a esa mentirosa, rancia y falsa», escribió Rollins.
Y sin embargo, según la propia valoración de Rollins, el grupo estaba tocando mejor que nunca, y la prueba es el disco en directo Who’s Got the 101/2?, grabado en el club Starry Night de Portland, el 23 de agosto de 1985. Aunque la voz de Rollins se aprecia muy rota, el grupo ataca las canciones como perros guardianes adiestrados.
Los Ángeles era la última parada de la gira, pero, a pesar de que la entrada era gratis, solo se presentaron seiscientas personas. Fue la última aparición de Roessler con Black Flag. Rollins aprovechó la oportunidad para insultarla con ensañamiento durante la canción de cierre, «Louie, Louie», haciendo comentarios sobre «deshacerse del cáncer y de la puta rancia esa».
Habían grabado el disco In My Head aquella primavera.
—Henry cada vez se mostraba más intransigente respecto a lo que estaba dispuesto a hacer —recuerda Ginn, cosa que quizá pueda explicar la monotonía atrofiante del tono del disco. Cabreado por el protagonismo creciente de Rollins, Ginn contraatacaba poniendo la voz de Rollins tan lejos en la mezcla que prácticamente resulta inaudible. Además de eso, la producción está mucho más adaptada a la radio que cualquier otra cosa que habían hecho antes. Aunque el grupo suena más compenetrado y mejor que nunca —Rollins incluso consigue algo parecido al modo tradicional de cantar— el material es a todas luces poco memorable, e incluso canciones de cuatro minutos parecen interminables.
En la gira final del grupo, la sección rítmica la formaban Martínez a la batería y C’el (pronunciado «sel») Revuelta al bajo. Según Rollins, tocaron el mismo repertorio durante nueve meses. Ginn empezó la gira diciéndole a Rollins a la cara que no le caía bien. A partir de ahí, las cosas siguieron en caída libre. Era evidente que Ginn ponía todo su entusiasmo en los teloneros de la gira, Gone, su proyecto arty e instrumental. Mientras tanto, Rollins cojeaba sobre su rodilla derecha, la misma que le habían operado en 1982, y se volvió a romper la muñeca cuando, una vez más, golpeó a un miembro del público en la cabeza.
El público generalmente era escaso y, cuando no lo era, era porque tocaban en locales pequeños, normalmente bares abarrotados de paletos, situados al lado de franjas anónimas de autopistas. La policía disolvió varios conciertos, como en los viejos tiempos, y Rollins y los miembros del grupo se metieron en algunas peleas horribles con los beligerantes autóctonos. Y seguían durmiendo en el suelo de las casas donde les alojaban.
Incluso los técnicos estaban un poco chalados. Después de que él y el roadie Joe Cole condujeran más de cien kilómetros en dirección equivocada, Ratman, el jefe de los roadies, tuvo que ceder a Cole el volante porque estaba demasiado cabreado para conducir. «Entonces, se pintó la cara de blanco con spray, esparció toda la basura en el suelo de la cabina y le prendió fuego», escribió Cole en su diario de gira, posteriormente publicado con el título de Planet Joe. «Condujimos por la autopista con el fuego en el suelo de la cabina y, cuando se hizo demasiado grande para poder controlarlo, abrió la puerta y lo sacó de una patada. Gritó y babeó durante setenta kilómetros.»
Rollins cada vez se mostraba más huraño con el resto del grupo y gran parte de los técnicos. «Cada vez tiene mayor importancia que me muestre reservado cuando estoy con los demás», escribió en su diario. «Soy un gilipollas cuando me meto en sus conversaciones.»
En Louisville, Cole detuvo a un punk con cresta que había escupido a Rollins. Tras el concierto, Rollins escoltó al punk hasta llevarlo entre bastidores, estampó su cabeza contra la pared, le dio un puñetazo en el pecho y le abofeteó, antes de preguntarle por qué le había escupido. «El punk respondió que pensaba que a Rollins le gustaba que le escupieran, de modo que Rollins le escupió a la cara tan fuerte como pudo hasta que ese tipo se echó a llorar», escribió Cole en su diario. «Lloraba y pedía disculpas, y Rollins le dijo que se fuera antes de que se cabreara de verdad. El punk salió llorando de la sala, y todo el mundo se quedó mirando y haciendo que no con la cabeza.»
Una vez más, Ginn tampoco contribuía a que las cosas mejoraran. Durante años, el grupo no había fumado hierba, en parte para que la policía no tuviera nada de qué acusarles. Pero en 1985, Ginn había «vuelto con ganas», dice Rollins. «En 1986 era “No puedo separar a este hombre de su baúl con un enorme alijo de hierba”.» Rollins cuenta que Ginn empezó a llevar un baúl en las giras que contenía habitualmente más de doscientos gramos de hierba. «Entonces fue cuando perdió la cabeza y ya no podías hablar con él», explicó Rollins.
También había fuerzas externas que perjudicaban al grupo. En 1986 la escena underground había cambiado sobremanera, principalmente debido a R.E.M. y U2, que se habían iniciado en el underground post-punk y ahora conquistaban la radio comercial. Como músico de giras y director de un sello, Ginn tenía una posición privilegiada para ver el efecto que eso tuvo en muchos grupos underground.
—Al principio la ambición era: «Si pudiéramos ser un grupo de directo e ir por todos lados, sería genial» —explica Ginn—. Y luego salió R.E.M. y fue en plan «Vaya, podemos ganarnos la vida con esto». Fue un cambio brusco.
Muchos grupos, presintiendo que el éxito podía llegarles con el próximo disco, suavizaron su sonido e hicieron álbumes que gustaran a la radio y a la prensa. Había empezado la transición del underground a la música «alternativa».
Y Ginn se dio cuenta de que aquella mentalidad estaba a punto de infectar a Black Flag. Aunque el grupo se había enorgullecido de ir uno o dos pasos por delante de sus colegas, Rollins empezaba a tener dudas sobre ese planteamiento. Según Ginn, un día Rollins le soltó: «¿Por qué no hacemos un disco como el último para que la gente no siempre deba adaptarse a lo que hacemos?».
—Jamás había dicho algo así —afirma Ginn—. Siempre había confiado en mí para que eligiera los planteamientos musicales, incluso si al principio no los entendía, porque luego, a la larga, parecían tener sentido. Pero comprendió que, desde un punto de vista comercial, iban a contracorriente.
A decir verdad, el dinero les podría haber venido bien —todavía debían una fortuna, cerca de doscientos mil dólares a su abogado por el fiasco con Unicorn, y todavía vivían en esa miseria comunitaria—. Pero Ginn no estaba dispuesto a venderse, no después de diez años de luchar por hacer las cosas a su manera.
La alternativa era simple: echar a Rollins y contratar a un nuevo cantante, pero Ginn la descartó por dos motivos. El primero era que desde hacía tiempo Rollins era sinónimo de Black Flag y se había acabado convirtiendo en una estrella underground que se codeaba con figuras como Michael Stipe, Lydia Lunch y Nick Cave; se había carteado con Charles Manson; había escrito artículos para revistas y había publicado libros de poemas; y, claro está, había generado gran parte de la prensa del grupo. Además, Ginn, después de ver cómo Rollins podía amargarle la vida a la gente que no le gustaba, temía las inevitables represalias si echaba a Rollins.
Tras regresar de la gira de 1986, Ginn estudió la situación. Y decidió acabar con Black Flag.
—No fue producto de un cabreo ni nada por el estilo; no estaba enfadado por nada —cuenta Ginn—. Solo necesité un par de meses para meditarlo, y llegué a la conclusión de que ya no iba a ser lo mismo.
—Yo estaba en Washington D. C. —recuerda Rollins—, y Greg me llamó y me dijo: «Dejo Black Flag». De modo que dije: «OK, OK…», y como hacia el final yo y Greg éramos Black Flag, eso fue el fin. De lo único que me arrepiento —explica Rollins— es de no haberme sumado al grupo antes, de modo que hubiera podido hacerlo más años. Lo pasé genial y fue un honor tocar con alguien como Greg Ginn. Ya no se hace música como esa.
Pocas semanas después, Rollins estaba en el estudio con un nuevo grupo en el que también estaban Andrew Weiss y Sim Cain, de Gone, el proyecto alternativo de Ginn.
Ginn asegura que se alegra de haber cerrado el chiringuito cuando lo hizo.
—Estaba realmente orgulloso de lo que había hecho Black Flag desde el principio hasta el fin —cuenta—. Y pensé: «He sido muy afortunado por no haber tocado jamás ni una nota de música que no quisiera tocar», y no pensaba cambiar aquello. Las canciones son la auténtica esencia del grupo, más que los disturbios, la policía y las actitudes de tipo duro de tal cantante. Son la letra y la emoción de la música… Eso es lo principal. En segundo término, está la actitud del «hazlo tú mismo», ese tipo de cosas, de no ser una estrella del rock distante ni tener capas de gestores, sellos discográficos y todo eso; en su lugar, contratábamos nuestros conciertos y, si era necesario, nos hacíamos la publicidad. No todo tiene que ser tan autodidacta, pero sí que hay que tener cierta voluntad para hacer lo que sea necesario y no considerar que a uno eso le queda muy lejos, hay que hablar con el tipo de la distribuidora y respetar a la gente por el trabajo que hace, sin pensar que deberían ajustarse a un aspecto determinado de ese trabajo. Creo —concluye Ginn— que Black Flag promovió la idea de que tan solo había que saltar al vacío y hacerlo.