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CAPÍTULO 3 MISSION OF BURMA
ОглавлениеMISSION OF BURMA TOCABAN UN TIPO DE POP GUITARRERO, RUIDOSO Y AGRESIVO QUE ESTABA JODIDAMENTE CERCA DE LA PERFECCIÓN, PERO LA MAYORÍA DE VECES PARECÍA QUE ESO NO LE INTERESABA A NADIE. ¿POR QUÉ? PUES BIEN, SUPONGO QUE LA GENTE ES GILIPOLLAS.
BYRON COLEY Y JIMMY JOHNSON,
FORCED EXPOSURE, 1985
El único pecado que cometieron Mission of Burma fue el de calcular mal su momento: por aquel entonces el sistema de apoyo que impulsaría en esa década a los grupos underground prácticamente no existía. Por muy brillantes que fueran Mission of Burma, a nivel nacional había relativamente pocos clubs en los que pudieran tocar, pocas emisoras de radio que pusieran su música, pocas revistas que hablaran de ellos y pocas tiendas donde vendieran sus discos. Y aun así, las pocas redes que existían pudieron sostener al grupo durante algunos años hasta su agridulce final.
La determinación de Mission of Burma a superar todas las dificultades no se perdió en las generaciones de grupos indie que vinieron después. Tampoco su música. Mission of Burma cogió elementos del free jazz, la psicodelia y la música experimental y los inyectó en un punk rock plagado de himnos. Era, en palabras de un crítico, «música de vanguardia con la que podías agitar el puño», un concepto que Sonic Youth llevó hasta mayores cotas comerciales unos pocos años más tarde. Y mientras tanto, grupos como Hüsker Dü y R.E.M. también escuchaban la vigorizante amalgama de fuerza, cerebro y misterio del grupo.
De hecho, el misterio era gran parte de la extraña fascinación de Burma.
—Leyendo entre líneas, hay algo realmente inquietante —dice el batería Peter Prescott—. A veces, no sabías por dónde cogernos. Creo que no hay nada que moleste más a la gente que cuando dicen: «Simplemente, diviérteme. No me lo pongas difícil». No creo que quisiéramos ponerles las cosas difíciles, pero así es cómo salió.
Adoptando el rock de vanguardia de grupos underground de Cleveland como Pere Ubu, la política de arrasa con todo de los post-punks ingleses, la repetición hipnótica de grupos alemanes como Can y Neu! y la propulsión agresiva de los Ramones, Mission of Burma «inventó una nueva forma de gruñir», en palabras del crítico Rob Sheffield, «el sonido con el que los grupos indie norteamericanos se han estado entreteniendo desde entonces».
Clint Conley creció en la próspera población de Darien, Connecticut. Ávido buscador de música, exploró todo, desde el jazz más moderno de Ornette Coleman al proto-punk de New York Dolls. En el otoño de 1977 se trasladó a Boston y allí descubrió un grupo extravagante y cerebral de art rock llamado Moving Parts.
Roger Miller nació y se crió en Ann Arbor, Michigan, justo a tiempo para ver a grupos locales como The Stooges y MC5. Empezó a tocar música rock poco después de que la Invasión Británica alcanzara su cénit —tenía catorce años— y con sus dos hermanos pronto fundó Sproton Layer, un grupo sorprendente que sonaba como Cream con Syd Barrett de cantante. (Más adelante, SST les editó un álbum.) Miller posteriormente exploró el free jazz, luego empezó una diplomatura de Música —estudió piano y composición—, aunque no la acabó.
Cuando vivía en Ann Arbor, Miller había empezado a padecer de tinnitus, un silbido persistente en sus oídos debido a una exposición excesiva al ruido. Se trasladó a Boston a principios de 1978 y, al percatarse de que se había dañado los oídos, decidió abandonar el rock y hacer música con piano preparado y loops de cinta. Pero cuando vio el anuncio de Moving Parts en el que buscaban a alguien que supiera tocar rock y leer música, no pudo resistir la tentación.
En ese momento, todo parecía posible; grupos punk potentes aunque simplistas como los Ramones, Dead Boys y Sex Pistols habían apartado todo aquello que en el rock resultaba inútil y abierto un camino para incontables grupos nuevos.
—Sabía que sería mi última oportunidad de formar parte de una revolución —explica Miller—. En los 70, no podías hacer nada porque no había ninguna revolución. Pero en la época inmediatamente posterior al punk, de repente todo estaba completamente abierto.
Miller se unió a Moving Parts ese marzo, pero el grupo no duró mucho. Eric Lindgren, el teclista, escribía música compleja, mientras que Miller y Conley, aunque eran músicos consumados, se dieron cuenta de que preferían el simple placer de aporrear un mi al máximo de volumen. También se llevaban bien en el plano personal. La buena sintonía empezó cuando Miller llegó a la prueba con Moving Parts y, al oír a los Ramones en el radiocasete, empezó a bailar al estilo punk.
—Y entonces Clint salió de la cocina y también estaba bailando —cuenta Miller—. En ese momento lo supe: «Esto mola, me voy a entender bien con este tipo».
Con ese pelo largo, la gorra, los cigarrillos de clavo y la típica chaqueta de terciopelo verde botella directamente sacada de los primeros Pink Floyd, Miller se aferraba a sus raíces de los 60, tanto que Conley le puso el mote de «abalorio».
—Era un tipo a quien todo le parecía alucinante, simplemente estaba abierto a todo tipo de ideas —dice Conley de Miller.
Miller y Conley dejaron Moving Parts ese mismo año y empezaron a hacer pruebas a baterías. A menudo, hacían una criba de los candidatos poniendo discos de música «del más allá» como Sun Ra, el recopilatorio no wave No New York y James Brown hasta que «finalmente el tipo se iba», cuenta Miller.
Un día, Peter Prescott pidió hacer una prueba. Se había fogueado con dinosaurios de los 70 como Black Sabbath, Led Zeppelin y Pink Floyd, aunque había visto la luz con Eno, Television y los Ramones. Prescott había tocado en un grupo llamado los Molls, que imitaban a refinados grupos ingleses de los 70 como King Crimson y Roxy Music; el cantante tocaba el fagot. Entonces, Prescott vio a Moving Parts.
—Me gustaron —explica Prescott—. Pero me encantaron Clint y Roger. Había algo en ellos que era… muy absorbente.
El sentimiento fue mutuo.
—Tocaba de forma extraordinaria —explica Conley de Prescott—. Tocaba ritmos invertidos.
Probaron tres veces al antiguo batería de los Molls antes de pedirle que se uniera a ellos en febrero de 1979.
El trío estuvo sin nombre hasta que un día Conley, mientras paseaba por el barrio diplomático de Nueva York, vio una placa en un edificio que decía: «Mission of Burma». A Conley le gustó:
—Era un poco turbio e inquietante —confiesa.
El primer concierto de Mission of Burma fue el 1 de abril de 1979 en el Modern Theatre de Boston, una vieja sala de cine decrépita y maloliente. En el concierto solo tocaron grupos debutantes: los hipsters de Boston respaldaban mucho a los grupos de la ciudad y la sala estaba razonablemente llena.
En algún momento de ese verano, Martin Swope empezó su relación con el grupo. Swope, un tipo que se autodescribía como «un tío retraído», era una persona muy cerebral, de complexión delgada y aspecto de empollón.
—Siempre resultaba complicado imaginárselo como un tipo muy físico con un instrumento encima del escenario —explica Prescott—. Pero le gustaba hacer ruido.
Swope había conocido a Miller en Ann Arbor; influenciados por compositores vanguardistas como John Cage y Karlheinz Stockhausen, habían coescrito algunas composiciones para piano y loops de cinta. Swope había salido de Boston y se había mudado con Miller y Conley aproximadamente en la época en la que se había formado Mission of Burma. Un día Miller se presentó con una canción nueva llamada «New Disco» que parecía exigir un loop de cinta.
—Y eso —dice Miller— fue más o menos el inicio de todo.
Swope empezó a poner loops de cinta sobre unas cuantas canciones del repertorio del grupo. Y cuando empezó con eso, le pareció lógico ocuparse también del sonido del grupo en directo. Empezó a poner loops en cada vez más canciones hasta que llegaron a ser un elemento distintivo del sonido del grupo.
—Y luego —dice Conley con fingida indignación— ¡empezó a aparecer en las portadas de nuestros discos!
Durante los conciertos, desde su lugar en la mesa de mezclas fuera del escenario, Swope grababa unos cuantos segundos de sonido de un instrumento concreto en un loop de cinta, lo manipulaba y enviaba la señal por los altavoces. No había nada pregrabado; lo hacía todo sobre la marcha. Eso era especialmente difícil con una cinta y sin un sampler, que todavía no había sido inventado. En «Mica», por ejemplo, Swope grabó la voz y la sobregrabó encima varias veces, antes de hacer girar manualmente la cinta muy deprisa para que sonara como un niño poseído. Mucha gente nunca supo de la contribución de Swope y alucinaban con los sonidos fantasmales que los músicos sacaban de sus instrumentos en los conciertos.
El grupo también se inspiró mucho en el punk intelectual de Pere Ubu, y los sonidos y los efectos de cinta de Swope también estaban directamente emparentados con el estruendo sónico, atonal y arrítmico de Allen Ravenstine, que tocaba el sintetizador en Ubu. Las cintas de Swope también tenían cierto interés intelectual, pues recordaban la técnica de recortes de la literatura de vanguardia. También era una idea modernista enfatizar que lo que salía de los altavoces no era una representación directa de lo que realmente ocurría encima del escenario. De hecho, incluso Conley, Miller y Prescott tenían una idea muy vaga del sonido que escuchaba el público.
Swope no iba a los ensayos porque el grupo no tenía un sistema de altavoces adecuado; además, no le gustaba bajar al sótano debido al revestimiento de fibra de vidrio de las paredes. Así pues, era un tipo de miembro diferente, pero aun así un miembro de todos modos.
—Dividíamos el dinero en cuatro partes —explica Conley—. Visto ahora, era un poco innovador. No es que pensáramos: «Oh, mola bastante eso de tener a alguien que no sube al escenario». Simplemente, así es como sucedieron las cosas.
La idea punk de maximizar el minimalismo caló hondo en Burma. No había ninguna segunda guitarra para sostener los acordes mientras otro tocaba una línea melódica, de modo que todos, incluso Prescott, tenían que ser inventivos. La idea era «desmontarlo tanto como pudieras y, entonces, hacer todo lo que podías con ello», según Miller. «De hecho, hacer más de lo que podías.» Incluso la guitarra de Miller era una declaración de principios: una modesta Fender Lead One de una pastilla. A diferencia de la Les Paul o la Stratocaster, la Lead One no tenía ninguna leyenda del rock que la tocara.
—Eran como Chevrolets —cuenta Miller—. Te deshaces de un Chevrolet y compras otro.
Al público de Boston le gustó el grupo desde el principio.
—Era evidente que estábamos destinados a algo —explica Miller—. La gente lo supo desde el principio.
La revista de música hip Boston Rock hizo una larga entrevista al grupo incluso antes de que hubieran sacado ningún disco y mencionó a Burma en prácticamente todos sus números; como Newbury Comics, la mejor tienda de discos alternativos de Boston, publicaba Boston Rock, la sinergia era bastante poderosa.
La radio universitaria de Boston iba muy por delante del resto del país en términos de dar apoyo a los grupos independientes locales. La ciudad tenía una tradición extraordinaria de «cintas para radio», grabaciones realizadas exclusivamente para las emisoras de radio locales. Algunas de las cintas se hicieron muy populares y se convirtieron en singles de éxito que no se podían comprar. Burma dio un gran golpe cuando Peter Dayton del grupo La Peste, lo más cool de Boston por aquel entonces, produjo una cinta para radio de Conley («Peking Spring») y otra de Miller («This Is Not a Photograph»). Había tan pocos grupos que cuando ocurría algo bueno, especialmente algo local, conseguía mucha cobertura radiofónica. A la WMBR del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) le gustaba tanto «Peking Spring» que se convirtió en la canción que más sonó en la emisora en 1979.
Si Burma se hubiera formado algunos años después, la canción podría haber sido el primer single del grupo, pero en 1979 no eran pocas las dificultades para producir, distribuir y comercializar singles independientes. Para cuando el grupo encontró un sello, sintieron que «Peking Spring» se había hecho vieja: «ya era un hit», dice Miller. «Ya había vivido su vida, al menos en Boston.»
Rick Harte había fundado Ace of Hearts Records en 1978. Se paseaba por la ciudad en un pequeño y elegante Volvo deportivo, viviendo por encima de las posibilidades que le reportaba su modesto trabajo en una tienda de equipos de alta fidelidad.
—Rick tenía dinero —explica Jim Coffman, quien después fue mánager de Mission of Burma—. No tenía demasiadas cosas de las que preocuparse.
Harte no tenía un gusto muy refinado, pero sabía leer perfectamente las reacciones de la gente a los grupos. Era un habitual de los clubs y tenía el dinero, el talento y las ganas de grabar a grupos. Y, para rematarlo, caía bien a la gente.
—Realmente es muy buena gente —afirma Prescott—. No podría decir ni una mala palabra sobre él aunque alguien me pusiera un cuchillo en la garganta.
La especialidad de Harte eran las grabaciones bien producidas, con los músicos tocando de forma compacta, con un fantástico sonido estereofónico y unos tonos graves colosales; las portadas de Harte, impresas en cartulina gruesa y cara, eran sorprendentemente atractivas; todo se hacía con una meticulosidad impecable.
—En ese momento, ningún otro grupo trabajaba así —explica Harte—. Se ensayaba, se debatía y se planificaba, y entonces íbamos al estudio para la sesión de grabación y volvíamos otra noche para hacer los sobregrabados. Solo hacíamos una mezcla por noche, nunca más. De este modo, conseguíamos el resultado definitivo.
—Rick Harte tenía una visión muy estética de la música, del diseño de portadas, del modo como se grababan los discos: era meticuloso en todo —cuenta Gerard Cosloy, por aquel entonces un adolescente de la zona de Boston con un fanzine y un don para hacerse un nombre en los clubs—. Esos discos sonaban increíbles y tenían un aspecto increíble. Puso un listón que hoy en día todavía intentamos igualar.
Harte no era ni mucho menos prolífico —su meticulosidad descartaba esa posibilidad—, pero Ace of Hearts había editado un número impresionante de singles de grupos de Boston, incluyendo a The Neighborhoods, los Infliktors y Classic Ruins, que hacían un rock bastante convencional, aunque se les consideraba new wave.
Tras oír la expectación que había despertado Burma, Harte fue a verlos. Al principio no entendía a qué se debía tanto revuelo.
—La primera vez que los vi —explica—, pensé: «Buf, no entiendo muy bien de qué va todo esto».
Pero sí que le gustaron dos canciones y, pensando que dos canciones hacían un single, habló con Burma sobre la posibilidad de grabarlas.
Harte acababa de editar el single «Prettiest Girl», de The Neighborhoods, que creció hasta convertirse en un enorme éxito local, vendiendo la asombrosa cantidad de diez mil copias. El single se convirtió en una tarjeta de presentación muy persuasiva para Harte.
—Si queréis hacerlo con nosotros —ofreció Harte a Burma—, lo hacemos.
Era una oferta que Burma no podía rechazar. En Boston, a menos que pudieras fichar con un gran sello, Harte era prácticamente la única opción.
—La gente se pregunta: «¿Cómo se hace para conseguir un contrato de grabación?», pues no lo sé —explica Miller—. Vino ese tipo y dijo que nos grabaría. Así es como se hace. Esa es una de las razones por las que nos entendimos con él: es el único tío de la ciudad que tiene un sello y quiere hacer un disco. Es genial. Tan simple como eso.
Trabajaban como esclavos, grababan de madrugada, porque los estudios les cobraban menos, hasta que salía el sol. El método que Harte utilizaba era tremendamente meticuloso, basado en capas de guitarras eléctricas, acústicas y feedback. Como no estaban acostumbrados a los rigores de la grabación, varios miembros del grupo padecían ocasionalmente «pasajes psicóticos» y salían pitando del estudio. Una vez, subieron andando a un estudio situado en una ladera de Vermont y se pasaron mezclando la canción «Max Ernst» durante dos estresantes días. La mezcla no la terminaron hasta la última de las veintiocho horas por las que habían alquilado el estudio. Por si fuera poco, acabaron desechando esa mezcla y utilizaron una anterior.
Como muchos grupos que grababan un disco por primera vez, Burma sucumbió al éxtasis del estudio, donde la inseguridad, la seducción de los trucos técnicos y la obsesión por el detalle pueden dar como resultado una grabación muy alejada de las intenciones originales del grupo.
—En cierto modo, era irónico como primer single de esa máquina de ruido y furia —dice Prescott—. El resultado seguramente fue mucho más civilizado de lo que nos habría gustado. Pero la aportación de Rick quizá lo hizo lo bastante agradable para que a la gente le gustara.
—No sonaba nada parecido al grupo —comenta Miller, y con una carcajada, añade— porque si hubiera sonado como el grupo, quizá no habríamos sido tan populares.
Pero aunque la grabación de Harte afeitó muchos de los aspectos más virulentos de Burma, continuaba siendo una ráfaga cruda de ruido en un momento en que grupos pop con sintetizador como Martha and The Muffins, The Cure y Orchestral Maneuvers in the Dark eran considerados alternativos. Un crítico catalogó el pulso arty new wave de «Max Ernst» de «fuerza bruta tocada al límite del control. Esperabas que la canción explotara o se derrumbara». Cuando le preguntaron por qué decidió escribir una canción sobre el pintor Max Ernst, Miller replicó: «A la larga le aceptaron, pero cuando empezó, estaba metido en el dadaísmo, lo que suponía ir completamente contracorriente. Tras años de darse cabezazos contra un muro, ocurrió algo». El entrevistador se preguntó en voz alta si aquello era un tema del grupo.
—Quizá —contestó Miller—. Todo es emblemático.
De hecho, resultó ser un tema bastante emblemático.
Otro tema emblemático para muchos que oyeron el disco era «Academy Fight Song», de Conley —el tipo de canción que uno pone tres veces al día durante semanas sin parar (tal y como hacía un chico de Mineápolis llamado Paul Westerberg). «And I’m not-not-not-not your academy33», canta Conley a un amigo necesitado en el grandioso estribillo —de himno— de la canción. A Conley nunca le gustó hablar sobre las letras y se mostró como siempre esquivo cuando se le preguntó si la canción era una canción llena de rabia.
—Sí, bastante colérica —contestó Conley—. Solo es un gran concepto. Una metáfora. —dice, negándose a especular sobre la base de la canción—. Toda esta idea de hablar sobre las letras me resulta muy embarazosa.
La escena radiofónica de Boston era entonces muy abierta —se ponían grupos locales incluso en las emisoras comerciales grandes, en gran parte porque muchos de los DJ procedían de las numerosas emisoras universitarias improvisadas de la zona. De hecho, Oedipus, el director de programas de la WBCN, una emisora de radio bostoniana incondicional del rock, había presentado lo que muchos consideran el primer programa de radio íntegramente punk de Estados Unidos durante el tiempo que estuvo en la emisora del MIT. «Academy» ganó el concurso Juke Box Jury de la WBCN tres semanas seguidas, superando a grupos como The Who y The Rolling Stones. De resultas, el single clásico «Academic Fight Song»/«Max Ernst», editado en junio de 1980, vendió su tirada inicial de 7.500 copias en cuestión de semanas, algo que muy pocos singles punk independientes habían hecho jamás.
Con todo, Conley trabajaba para la Oficina del Censo, Prescott movía coches en un concesionario de Pontiac, Miller afinaba pianos y tocaba en el metro de Boston, y Swope, tal y como había dicho a Boston Rock de forma típicamente enigmática, encontraba «dinero debajo de las piedras».
Pero Burma tenía muchos factores que jugaban a su favor. Habían ganado los premios de la revista Boston Rock al mejor grupo local y al mejor single local. Ya habían teloneado a Gang of Four, The Cure y los Buzzcoks, y habían entablado amistad y afinidades artísticas con todos ellos. Prescott incluso se jactaba de que The Fall les dijo que Burma era «el único grupo que podían soportar».
Y el mundo underground entonces no estaba tan poblado como posteriormente lo estaría. En 1981 aparecían siempre las mismas caras en los conciertos de indie rock, incluso con grupos muy divergentes —ese mes de abril, Jello Biafra de Dead Kennedys cantó los bises con Burma dos noches seguidas— de modo que asistir a un concierto no solo era estar en una sala con otra gente; era más como la última reunión de un club minúsculo. Surgió una comunidad muy unida y el entusiasmo por un grupo se podía extender como un fuego descontrolado, aunque fuera en un bosque pequeño. Así es como «Academy», un disco en un pequeño sello independiente, fue nominado como uno de los diez mejores singles de 1980 por la influyente revista New York Rocker, junto con canciones de grupos del nivel de The Clash, Elvis Costello y The Pretenders.
Harte no solo era el sello discográfico —trabajaba estrechamente con sus grupos y dedicaba interminables horas a escoger el material, escribir los arreglos, preparar la preproducción, incluso a modificar amplificadores—. Era mánager, mentor, fan número uno y mucho más. Y sobre todo, era ambicioso. «Un grupo debería pensar solo a nivel nacional», confesó a Boston Rock. «Vender discos a un mercado local es un hobby, como hacer discos para tus amigos. No justifica el coste y los esfuerzos.» Pero, como dedicaba tanto tiempo a la producción, Harte no tenía mucho tiempo para el negocio, y su distribución y promoción dejaban mucho que desear, incluso para los estándares de la época.
De todos modos, Harte tampoco podía hacer mucho respecto a las ventas. Como era uno de los relativamente pocos sellos indie del país, Ace of Hearts no tenía el potencial necesario para realizar una venta, distribución y fabricación ajustadas a la demanda. El mero hecho de hacer llegar los discos a las tiendas no era fácil. En Boston, Harte los llevaba personalmente. Había algunos distribuidores nacionales, pero las grandes cadenas no trabajaban con ese tipo de música; el negocio se limitaba a un pequeño número de tiendas de propiedad individual (o familiares), y ni siquiera compraban demasiada música indie porque en esa época los grupos tenían poco apoyo de la radio universitaria, ya no digamos de la radio comercial.
Harte afirma que sus distribuidores solo pagaban a tiempo cuando tenía material interesante nuevo que ofrecerles.
—Cobras —explica— si tienes alguna cosa que ellos quieren.
Pero, a menudo, los distribuidores no pagaban a Harte los discos que habían vendido. Harte les amenazaba con no enviarles nada más, pero era una amenaza vacía porque la verdad era que Ace of Hearts necesitaba vender sus discos más incluso que el distribuidor.
Lo que salvaba a Mission of Burma era su infalible encanto para la prensa, que encontraba su música fácil de describir; una ventaja añadida era que los miembros del grupo, todos individuos elocuentes y muy inteligentes, aseguraban una buena entrevista. Sin embargo, había muy poca prensa nacional que se dedicara al underground; Spin todavía no existía y Rolling Stone cubría ese tipo de música solo de forma esporádica. Siendo generosos, la distribución de New York Rocker era limitada, Trouser Press duró poco y Creem luchaba en vano por mantenerse a flote. Los fanzines no eran ni mucho menos tan abundantes como lo serían al cabo de pocos años —el ordenador doméstico estaba todavía en plena infancia, y ni siquiera las fotocopiadoras eran tan accesibles como pronto lo serían—. Prácticamente lo único que tenían los grupos indie norteamericanos como ayuda era el boca-oreja y las giras, e incluso eso era difícil de activar.
Para empeorar las cosas para Mission of Burma, hay que decir que su música era difícil de entender la primera vez que se escuchaba —había mucho caos que sortear antes de que emergieran los elementos pop—. Mucha gente no se molestaba en dar al grupo una segunda oportunidad, aunque a otros les pudo su determinación.
—La gente nos oía y pensaba que no lo entendían —afirma Conley—, pero lo hacíamos con tanta convicción que nos daban otra oportunidad.
Mucha gente a la que le gustaban los discos, que estaban relativamente cuidados, a menudo sufrían un gran shock cuando veían al grupo en directo, donde eran una bestia completamente distinta. Por ejemplo, en el típico crescendo antes de un estribillo, la mayoría de grupos tocaban en un unísono rítmico, pero Mission of Burma no: generalmente la guitarra de Miller chillaba, Prescott tocaba lo que constituía un solo de batería de cuatro compases, Conley dibujaba alguna línea melódica y Swope hacía algún ruido extraño. Lo que normalmente sería un momento de tensión pura era, en su caso, unos segundos de vigorizante caos.
Pero lo que realmente destacaba era el volumen; enormes montañas de volumen que estremecían el cuerpo y hacían que el sonido del grupo fuera literalmente palpable. A pesar de sus problemas de oído, Miller arrancaba texturas increíbles de su instrumento. Tenía la guitarra tan alta que unas armonías fantasmales atronaban a lo largo y ancho de la sala. El bajo de Conley también adoptaba proporciones gigantescas, mientras que la batería explosiva de Prescott sonaba como el martillo de los dioses. Combinados con los sonidos sobrenaturales de los loops, el efecto era sencillamente abrumador. «¿Por qué la gente tiene tanta tanta fe en el grupo?», les preguntó un entrevistador en julio de 1980. «Creo que somos realmente originales», respondió Conley. El punk se había inspirado en gran medida en estilos de rock clásico. Incluso los Ramones sonaban como The Beach Boys y Phil Spector. Burma eran más modernos: tocaban música discordante, fracturada, sin ningún referente claro. Y en vez de hablar de chicas o coches, cantaban sobre pintores surrealistas. Quizá era algo propio del Noreste, más viejo, urbano, creativo y rico que la escena musical de California en ese momento, aunque las similitudes del grupo con cualquier otro grupo de Boston eran mínimas. Su volumen y velocidad los emparentaban con ciertos grupos; sus ocasionales ganchos pop, con otros. Pero ningún otro grupo combinaba ambas cosas.
Mission of Burma en el bastión punk de Boston The Rathskeller, alrededor de 1981. Foto: Diane Bergamasco.
El tira y afloja entre las sensibilidades artística y pop lo simbolizaban los estilos de escritura dispares de Conley y Miller.
—Clint escribía canciones realmente populares, aunque también sonaban un poco apesadumbradas, de un modo más profundo de lo que solían ser las canciones punk rock —explica Prescott—. Y el material de Roger era mucho más analítico; partes angulares y cambios rápidos, ese tipo de cosas. Era casi, no diría John Cage, pero sí casi ese tipo de visión del rock.
Mientras que los temas de Conley eran más melódicos, con una estructura más convencional, más pop, las composiciones de Miller eran creativas e iconoclastas e incorporaban a menudo hasta media docena de secciones diferentes. Sus canciones se basaban frecuentemente en aspectos como texturas de guitarra en lugar de la melodía.
—Era como un modernista hardcore, siempre explorando, siempre haciendo que las cosas sonaran nuevas —explica Conley.
De hecho, la idea era precisamente esa: hacer que las cosas sonaran nuevas. Los miembros del grupo expresaban abiertamente su disgusto respecto al conformismo, especialmente dentro de la escena post-punk, en la que los grupos ya estaban adaptando su música a imágenes artificiosas, amenazando con echar a perder todo lo que el punk había luchado tanto por conseguir.
«Se prima tanto al estilo por encima del contenido», se quejaba Prescott en una entrevista en el Boston Phoenix. «Se ha vuelto a la misma mierda del principio.»
El grupo era furiosamente peculiar no solo colectiva sino también individualmente: la puya que solía lanzarse contra Mission of Burma era que serían muy buenos si todos tocaran la misma canción al mismo tiempo. En una entrevista en Boston Rock, Prescott declaró: «Mi idea de este grupo es joder lo que sea que la gente crea que vamos a hacer. No quiero satisfacer expectativas. Si creen que somos un grupo dance, no es así. Si creen que hacemos art rock, pues tampoco».
«Ya lo ves —interviene Conley—. ¡No somos nada!»
En particular, Miller mostraba su desprecio por lo ordinario con su entusiasmo por el movimiento dadaísta, cuyo sentido de lo absurdo abiertamente agresivo también era un ataque contra la complacencia de su época (por no hablar de un afluente clave del punk rock). Incluso las letras de Miller, a menudo reflexiones enajenadas, parecían no tanto comentarios personales como metáforas de una aversión a lo mundano. Con títulos de canciones como «Max Ernst» y la magrittiana «This Is Not a Photograph», las letras de Miller reflejaban lo que se respiraba en el ambiente en los campus de la época, cuando el surrealismo y el dadaísmo estaban muy de moda e incluso los pósteres de los grupos tendían hacia el collage dadaísta y el kitsch.
El amor del grupo por la espontaneidad abarcaba incluso su repertorio: jamás tuvieron uno.
Jim Coffman era el propietario de The Underground, que, durante un tiempo, fue el club más de moda de Boston, una caja de zapatos tan pequeña que hasta con un puñado de gente parecía que estaba llena. A los grupos británicos de moda les gustaba The Underground y a menudo renunciaban a actuar en locales más grandes para tocar allí; Burma a menudo ejercían de teloneros. Era un paso natural que Coffman les hiciera de mánager. Con sus contactos con promotores de otras ciudades, Coffman les conseguía conciertos con grupos como The Fall, Human Switchboard, Sonic Youth, Johnny Thunders, Dead Kennedys, Black Flag o Circle Jerks. Como resultado, los miembros del grupo pudieron dejar sus trabajos diurnos, aunque apenas les daba para vivir. Incluso en el momento más álgido de Burma, los miembros del grupo ganaban solo quinientos dólares al mes, si bien por aquel entonces podías pagar ciento veinte dólares al mes de alquiler y comprar ropa chula en tiendas de segunda mano.
—Y estábamos de moda, así que entrábamos gratis en los clubs —añade Miller—. Nos daban birra gratis. Tenías una novia y si tenía comida en la nevera…
En esa época lo que estaba de moda entre los grupos de Boston era tener colores oficiales, como si fueran un club deportivo, y Burma adoptó el naranja fluorescente sobre una capa gris, la combinación de colores del single «Academy». Parecía encarnar las contradicciones del grupo; los aspectos grises y mecánicos, y también la cara fosforescente y sensacional.
Burma se forjó a partir de elementos antagónicos.
—Siempre ha existido esa idea de que si das un toque intelectual al rock & roll, acabarás envenenándolo o algo por el estilo —cuenta Prescott—. Pero no tiene por qué ser así.
En concierto, Mission of Burma no era una unidad artística estoica; era pura energía, con Miller y Conley saltando y corriendo por el escenario, Prescott agitándose viciosamente, a menudo chillando como un sargento de instrucción traumatizado mientras tocaba la batería. Sin embargo, el directo de Burma era como la niñita con el rizo en medio de la frente: cuando eran buenos, eran muy buenos. Y cuando eran malos, eran terribles.
—Pero esa era la naturaleza de la bestia —explica Tristram Lozaw, un crítico y músico de Boston de toda la vida—. Porque asumían riesgos, jamás sabías si ibas a vivir una de las experiencias más espectaculares de tu vida o si iba a ser un caos de ruido incomprensible.
Pese a todo, a Conley no le iba nada lo de tocar en público. «No estoy seguro de por qué estoy en el negocio», reconoció Conley a Matter en 1983. «No me gusta hacer álbumes y jamás me he sentido cómodo encima del escenario. Jamás me ha interesado la idea de ser un artista.»
—Creo que luchaba más contra mi conciencia que ningún otro miembro del grupo. Siempre me he sentido un poco raro encima del escenario: no me resultaba natural —reconoce Conley—. Jamás decía nada por el micrófono. Me sentía incómodo con toda esa gente mirándome.
La fe de Conley en el grupo le permitió sobrellevar sus numerosas giras, pero jamás facilitó las cosas. Empezó a beber para mitigar la ansiedad, una decisión que a la postre tendría consecuencias.
Afines de los 70 se produjo la llegada del fenómeno de la música disco. Los clubs preferían la comodidad, previsibilidad y economía de los DJ mientras aparentemente todos los críticos rendían pleitesía a la nueva palabra en boga: «bailable». Todo eso complicaba todavía más conseguir conciertos para los grupos, sobre todo los grupos no bailables como Burma. Así pues, no resultó sencillo preparar su primera gira nacional: un evento de veintidós días, quince conciertos y once ciudades en invierno de 1980. Una gira como aquella no tenía precedentes en ningún grupo underground de Boston, y lo único que tenían en vinilo era un single.
Increíblemente, la gira la realizaron en un jet. Eastern Airlines ofreció una tarifa plana de trescientos dólares para viajes ilimitados dentro de Estados Unidos a lo largo de un mes. La pega era que siempre tenían que salir de Atlanta. Así pues, aunque viajaran de San Francisco a Seattle, tenían que pasar por Atlanta. Y, como tenían que recorrer los cuatro rincones del país, tuvieron que soportar todo tipo de climas extremos: una tormenta de nieve en Milwaukee, un calor abrasador en Austin…
—Una auténtica locura —asegura Miller, aún alucinado por el disparate que supuso todo aquello.
Acabaron conociendo muy bien a los chicos de Burma en el vestíbulo oriental del aeropuerto de Atlanta. Prácticamente todos los días el grupo entraba con las fundas de los instrumentos, cada vez más demacrados, se agenciaban un trozo libre de suelo e intentaban dormir un poco.
—Todo aquello ahora parece una especie de sueño febril —cuenta Conley.
La distribución del disco no había sido precisamente ejemplar.
—Cuando llegábamos a las ciudades —dice Conley—, todo el mundo decía: «Hemos oído hablar de vuestro single… ¿Dónde podemos conseguirlo?».
No había modo de acceder a información de márketing tan esencial como, por ejemplo, si las tiendas tendrían suficientes discos cuando el grupo viniera a tocar a la ciudad o si, una vez en las tiendas, se vendían; simplemente, el dispositivo todavía no se había creado.
—Era como una nueva frontera —explica Coffman—. La música indie consistía en hacer todo lo que podías y en llamar a quien conocías.
Coffman confiaba en promotores locales para que ayudaran al grupo a llegar a la tienda de discos local adecuada, a la emisora de radio adecuada, al crítico adecuado.
—Todo el mundo se limitaba a apañárselas solo —cuenta Coffman, y añade que compartir la información era clave para sobrevivir—. Entonces, no había demasiados secretos: todo el mundo intentaba echar una mano a los demás.
Tocaban en clubs con aforo para doscientas personas. En ocasiones, pequeños artículos en la prensa nacional sobre el grupo habían llegado a esas ciudades, a veces urbanitas locales habían conseguido copias de revistas neoyorquinas de moda como New York Rocker o Village Voice. Cuando aquello ocurría, el local presentaba un lleno razonable. Cuando no sucedía, uno de los mejores grupos de rock estadounidenses superaba en número a su público.
—Si las cosas hubieran continuado así siempre, creo que no habríamos seguido tanto tiempo como lo hicimos —explica Prescott—. Pero había momentos en los que sabías que conectabas con la gente.
En Mineápolis tocaron dos noches y consiguieron que fuera tanta gente como para ganar la astronómica suma de ochocientos dólares. Los teloneros eran un grupo local muy poco conocido llamado Hüsker Dü. («Lo más asombroso que recuerdo de ellos —explica Bob Mould, guitarrista de Hüsker Dü— fue cuando mientras me daba un paseo durante la prueba de sonido vi cómo Clint Conley enchufaba su máquina de afeitar en la parte posterior del amplificador y se afeitaba. Y yo en plan: “¡Estos tipos son tan auténticos, son geniales!”.»)
Telonearon a Black Flag en Nueva York. Semejante cartel hoy se consideraría una pareja extraña, pero en el diminuto mundo del indie rock nadie pestañeó. Burma y Black Flag tenían estilos afines; ambos grupos tocaban fuerte, alto y ruidoso.
El grupo consiguió «conciertos bien pagados» en grandes ciudades y ciudades universitarias, aunque luego estaban todos los conciertos en los largos períodos intermedios. En estos casos, lo habitual era que nadie hubiera oído hablar del grupo, salvo el pobre idiota de turno que había contratado el concierto, por lo que inevitablemente solo acudían cuatro gatos. Como cuando tocaron en Montgomery, Alabama.
—Oh, Dios —se lamenta Prescott, esbozando una sonrisa y haciendo una mueca al recordarlo.
—Había como diez personas en el público y era noche de payasos, la gente iba disfrazada de payaso —cuenta Miller—. Y después de la tercera canción, una chica disfrazada de payaso viene y deja una nota en el escenario que dice: «¿Sabéis alguna de Loverboy?», y entonces yo me echo a reír y paso de ella. Tocamos la siguiente canción y alguien nos entrega una nota que dice: «¿Sabéis alguna de Devo?» «Ja-ja-ja.» Y tras la siguiente canción, una nota que dice: «¿Por favor, podríais parar?».
Mientras se preparaban para tocar la segunda parte del concierto, el propietario del club se plantó en el backstage y les dijo: «Tíos, sonáis de maravilla, pero no todo el mundo se lo está pasando bien… ¿Por qué no lo dejamos por esta noche? No tiene mucho sentido volver a salir, ¿no?».
—Había momentos en los que te dabas cuenta —explica Prescott— que cierto tipo de gente jamás aceptaría cierto tipo de música.
De gira, dormían en el suelo de casas de amigos y derrochaban ocasionalmente en un motel, salvo durante sus frecuentes viajes a Nueva York. La empresa para la que trabajaba el padre de Conley alquilaba suites en un par de hoteles del centro de la ciudad, de modo que a veces el grupo se alojaba en las lujosas Torres Waldorf.
—Vivíamos como auténticas estrellas de rock con muebles bar y todas esas cosas propias de las grandes suites —recuerda Conley mientras menea la cabeza—. Qué irónico.
Tras la gira, grabaron el EP Signals, Calls and Marches entre enero y marzo de 1981, concentrándose en el material que más gustaba a la gente. Como de costumbre, Harte y el grupo trabajaron a destajo en las grabaciones.
—Nos encantaba, estábamos muy metidos —explica Prescott—. No lo hacíamos al estilo punk rock. Queríamos que saliera fuego, aunque también era importante que quedara una buena grabación.
Signals empezaba con el himno de Conley «That’s When I Reach for My Revolver», que rápidamente se convirtió en una de las canciones más populares del grupo. Conley había visto aquella frase por primera vez en el título de un ensayo de Henry Miller, sin saber que era una referencia a la infame frase atribuida a menudo al líder nazi Hermann Göring. «Cuando oigo la palabra cultura, es cuando echo mano de mi revólver».
—No me alegró especialmente descubrir aquello porque no quiero que me relacionen con ese tipo de cosas —explica Conley—, pero era una frase que molaba, tenía poder, sonaba bien. A mi modo de ver, eso es simplemente parte de la magia de escribir canciones.
La canción enganchaba al instante, con versos tranquilos pero llenos de tensión que explotaban en un estribillo espectacular: esa fórmula se imitaría con un éxito mucho mayor diez años más tarde. Pero a partir de ahí, Signals se iba haciendo cada vez menos convencional, como si introdujera al oyente en reinos inexplorados: «Outlaw» recuerda a Gang of Four; «Fame and Fortune» comienza como un rock triunfal antes de divagar en una piscina plácida de ensoñación; «Red» alcanza una propulsión genial y entonces el loop de dos notas casi operístico de Swope, la armonía y los contrarritmos de Miller y las extrañas florituras de Prescott la convierten en una canción desmesurada. El tema extenso e instrumental «All World Cowboy Romance» cierra el EP de forma magistral.
A pesar de su diversidad, Signals era un disco compacto y bueno de principio a fin. Burma todavía no había conseguido capturar todo el carácter físico ni el estruendo sónico de sus conciertos, pero la sucesión de himnos que se abría paso en el álbum parecía decir que, haciendo honor a su nombre, esos tipos realmente estaban en una misión.
Swope diseñó la hoja de las letras de Signals, Calls and Marches, cogiendo todas las palabras y ordenándolas alfabéticamente. Tenías que reordenar las letras tú mismo, lo que, según el experto en Burma Eric Van, era una metáfora de cómo había que escuchar la música del grupo. Pero sobre todo era una metáfora de la dificultad de conocer cosas sobre el grupo. Nada era sencillo.
—Para la gente de ahora, cuesta entender lo marginal que era esa música —explica Conley—. Ahuyentábamos al ochenta por ciento de la gente frente a la que tocábamos simplemente porque éramos ruidosos y rápidos y dolorosos, muy duros. Pero la gente a la que gustábamos era muy intensa y siempre volvía.
Cuando finalmente editaron Signals en la muy adecuada fecha del 4 de julio de ese año, la popularidad local de Burma era tan grande que el disco —un EP de seis canciones— entró en las listas de la WBCN, la importantísima emisora local de FM, en el top seis, aunque el grupo era, en gran medida, desconocido para el resto del país. Pero como el EP se editó en la calma del verano, cuando la radio universitaria entraba en un estado de hibernación, no obtuvo ni siquiera la modesta exposición que podría haber obtenido si hubieran esperado hasta otoño. Aun así, Signals entró en el top cinco de las listas de música avanzada de Rockpool, justo al lado de Siouxsie and the Banshees y The Pretenders, y agotó la primera tirada de diez mil copias al cabo de un año.
Mission of Burma no tenía interés en hacer carrera en el mundo de la música.
—Dudo que ninguno de nosotros quisiera ser una estrella de rock —confiesa Miller—. Eso es lo que creo que el punk había pretendido hacer: deshacerse de las estrellas de rock.
En ese momento, el rock aún se consideraba una música exclusivamente popular; si tocabas música rock, es que querías ser una estrella. El rechazo de Burma a esa idea era extraordinario.
—Exactamente —comenta Prescott—. Todo el mundo nos decía: «¿No queréis ser populares, no queréis ser famosos? ¿Qué problema tenéis?».
Pero cuando X fichó por Elektra en 1982, los ánimos cambiaron… durante un instante.
—Realmente pensamos, ¡eh!, hay otros grupos que están fichando por grandes sellos, quizá es posible —admite Prescott—. Pero luego nos miramos y dijimos: «¡Qué va!».
Coffman conocía a alguna gente de PolyGram, pero el sello entonces tenía incluso dificultades para consolidar a The Jam, que eran muy famosos en su Inglaterra natal y presumían de hacer canciones melodiosas y bien grabadas con raíces evidentes en el rock clásico. «Si no podemos conseguir que pongan a The Jam en la radio», le dijeron a Coffman, «no conseguiremos que pongan a Mission of Burma.»
Viendo que el sello era lo bastante enrollado como para fichar a Gang of Four, enviaron una copia de Signals a Warner Brothers y recibieron una nota de respuesta que decía que solo les gustaba «That’s When I Reach for My Revolver».
—Así que nos dijimos: «Que se vayan a tomar por culo» —comenta Miller—. Lógicamente, fueron ellos quienes nos mandaron antes a tomar por culo. Si hubiéramos tenido seis canciones como «Revolver», nos habrían fichado. Aunque nos hubiesen dejado tirados un año más tarde.
Artísticamente (y en muchos otros sentidos), el grupo se sintió liberado al saber que ninguna major los ficharía jamás.
—En cierto modo, hacíamos trampa porque no teníamos esa luz al final del túnel —explica Prescott—. Y ¿quién sabe? Éramos humanos, si esa luz hubiera estado allí, nos habríamos vuelto una mierda antes. Es difícil de saber. Ahora estoy contento de que las cosas fueran así.
En 1981, las giras de tres semanas por el Medio Oeste, Sur y Oeste de Estados Unidos hicieron que se hablara mucho del grupo. Ese otoño dieron un gran concierto en Hollywood con Circle Jerks y Dead Kennedys, pero el público hardcore y punk no se mostró nada impresionado.
—Salimos al escenario y era como si fuéramos corderitos hacia el matadero —recuerda Conley—. Allí estábamos nosotros, unos mierdecillas del art punk.
Lo único que hacía el público era murmurar y escupir al grupo. «No es el público más ilustrado del mundo, ¿verdad?», les preguntó Jello Biafra tras su set. (Tras el concierto, el público estalló en un enorme altercado.)
En Boston, la WBCN había apoyado siempre a Burma. Pero 1982 vio el nacimiento de la WOCZ, una de las primeras emisoras de radio especializadas, cuya lista de reproducción no la decidía el DJ, sino una oficina central que seguía la pista del mínimo común denominador. En respuesta, WBCN cambió a un formato más comercial. Las abundantes emisoras universitarias de la zona decidieron llenar ese vacío, pero la deserción de la WBCN supuso un golpe devastador para Burma y para toda la escena bostoniana.
Tras las relativamente artificiosas grabaciones del single y de Signals, el grupo quería que su próximo trabajo —su primer álbum— sonara más parecido a sus conciertos. Como habían tocado mucho en directo —siempre de forma muy ruidosa—, habían descubierto diferentes formas de deformar y utilizar el sonido mediante varios tipos de distorsión, feedback y fenómenos tonales; el sonido se convirtió en una parte fundamental de los arreglos. Para estimular esta tendencia, decidieron grabar los instrumentos en la misma sala simultáneamente, en lugar de agregarlos de forma separada. La gran sala que Normandy Studios tenía en Rhode Island permitiría al grupo subir el volumen de los amplificadores al máximo y aprovechar la robusta acústica del local. Incorporar los loops de Swope era muy a menudo otra parte de la estrategia, y sus aportaciones, que iban desde las más evidentes hasta las prácticamente subliminales, hicieron que el sonido fuera todavía más denso.
Evidentemente, los fenómenos sónicos del grupo y la furiosa energía que mostraban en directo están capturados con mucha mayor nitidez en Vs. La primera voz en Vs. es la de Prescott gritando como un loco tras dos minutos de rock virulento de un solo acorde. La música se convirtió en algo mucho más bipolar, abarcando desde inquietantes meditaciones como «Trem Two» y la majestuosidad de «Einstein’s Day» hasta ejercicios más violentos. Los ritmos de Prescott se escabullen y aporrean, Conley y Miller se golpean el uno al otro con robustos grupos de acordes como si fueran martillos de demolición, acumulando una masa enorme de sonidos estridentes. Incluso en la ligeramente suave «Trem Two», las tensiones que crearon fueron cataclísmicas —la canción insiste en una nota animada y, cuando por fin cambia, explota consiguiendo algunos de sus clímax más fuertes y cacofónicos.
En «The Ballad of John Burma», Miller grita, «I said my mother’s dead, well I don’t care about it / I say my father’s dead, I don’t care about it34». En ese momento, sus padres estaban vivitos y coleando.
—Era más bien liberarse de todo aquello; ahora están todos muertos y ahora soy libre para ser yo mismo —explica Miller—. En ese momento el rollo en Burma era en plan: por fin estoy realmente haciendo lo que sé que debería haber hecho desde que tenía dieciséis años. Estaba seguro, como todos, de que estaba haciendo lo correcto.
Vs. se publicó ese mes de octubre y cosechó excelentes críticas en medios tan influyentes como The New York Times y la revista musical inglesa Sounds.
—Vs. es, de largo, nuestra mejor grabación —asegura Miller—. Con este disco, nos damos por satisfechos. Está entre los mil quinientos mejores álbumes de rock & roll de todos los tiempos.
Cuando Burma empezó, las posibilidades parecían ilimitadas, al menos en términos de la emergente escena post-punk.
—Siempre hubo mecanismos para ampliar tu público —explica Tristram Lozaw—. Tocabas en [el minúsculo local de Boston] Cantone’s, luego tocabas en un club más grande y, finalmente, en otro aún más grande. Luego ibas de gira y ponían tu música en la WBCN. Era el camino que había tomado Talking Heads y muchos otros grupos.
Pero en ese momento, se cerró la puerta.
—Estaba el conservadurismo del país y también el inicio de gran parte del rollo hardcore; excluía todo un lado creativo del rock y estrechaba el underground —afirma Lozaw.
Para celebrar la edición de abril de 1982 de «Trem Two» —el nuevo single de un grupo importante, aclamado por la crítica—, Mission of Burma tocó en un club de Nueva York ante un total de siete personas. En un concierto en Cleveland, el propietario del club pidió que la máquina de discos sustituyera al grupo para la segunda tanda de canciones.
Incluso peor, la WBCN, al no detectar ningún hit en Vs., apenas dio espacio en antena al álbum.
—Para mí fue muy perturbador porque pensé que habíamos construido algo grande y que simplemente iba a despegar —afirma Hart, con decepción aún hoy evidente—. Y, simplemente, no lo ponían.
La actitud de «nosotros contra el mundo» que lleva implícito el título del álbum se estaba volviendo demasiado real.
Las salas de Boston también abandonaron al grupo. En octubre de 1982, después de que el grupo tocara en el Paradise, el mánager del club dijo a Burma que jamás volverían a tocar allí porque no llenaban lo suficiente. (También podría haber sido porque el grupo tocaba en su ciudad natal quizá demasiado a menudo, hasta dos veces al mes, lo que perjudicó gravemente su poder de convocatoria.)
Llegó un momento en que dieron un concierto con muy poco público en Atlanta la misma noche que R.E.M. había agotado las entradas en un gran teatro universitario. R.E.M. se había convertido rápidamente en un grupo muy querido en ambientes universitarios, mientras que Burma, que había empezado antes que ellos, todavía no había conseguido salir del anonimato. Conley afirma que pudo haber sido un sueño, pero cree que esa misma noche, horas después de que acabara el concierto, las furgonetas de ambos grupos se cruzaron en el aparcamiento. Vio cómo Mike Mills, el bajista de R.E.M., miraba por la ventana.
—Estaba mirando fuera, mirándonos desde otro mundo —explica Conley, todavía con un punto de nostalgia después de tantos años—, un mundo de privilegios, locales abarrotados, ascensos sociales… y furgonetas bonitas.
También había buenas ciudades —Washington, San Francisco, Lawrence y Ann Arbor—, pero a la larga el aburrimiento de la carretera hizo mella incluso en este grupo de intelectuales. Durante las paradas y en los backstage se obsesionaron con un juego que consistía en lanzarse una botella grande de plástico como si fuera una pelota de ropa.
—Era alucinante —confiesa Conley—. Podía ser un deporte de verdad—. Una noche oscura en algún punto de Oklahoma, aparcaron en medio de la carretera y empezaron a lanzar fuegos artificiales, un espectáculo pequeño pero memorable que solo disfrutaron unos pocos afortunados.
Cuando se unió a Mission of Burma, Miller sabía que seguramente solo era cuestión de tiempo que tuviera que dejarlo. Ignoró su tinnitus hasta después de las ensordecedoras sesiones de Vs., cuando su estado se volvió demasiado grave como para continuar ignorándolo.
Sobre el escenario, Miller empezó a llevar tapones para los oídos y una protección parecida a unos auriculares diseñada para gente que disparaba armas de fuego y, con todo, no podía evitar oír los pitidos. Resulta que el sonido no solo entra a través del canal del oído, sino que también lo hace a través de los huesos de la cara y del cráneo. De gira, por la noche, cuando todo estaba muy tranquilo, podía oír lo que ocurría.
—Los tonos llegaban con un «bip» hasta que se estabilizaban —explica Miller—. Y luego oía otro tono. Y al final de la gira, oía constantemente ese «bip». Durante el resto de mi vida. Y eso me aterrorizó.
Miller sacó el tema al grupo por primera vez en otoño de 1982 tras un concierto en Washington D. C.
—Era una tema bastante espinoso —explica—. Estaba jodiendo las vidas de cuatro o cinco personas. Y así que solo me salió: «c’est la vie».
A principios de enero de 1983, Miller anunció que dejaba Mission of Burma porque su tinnitus no dejaba de empeorar. En una entrevista con Boston Rock, Miller, maestro de la composición, identificó específicamente los tonos de su tinnitus. «En septiembre me surgió en el oído izquierdo un mi», dijo. «Y en diciembre apareció un do sostenido bajo el mi. En mi oído derecho, empecé a oír un mi ligeramente sostenido en octubre. Forman unos acordes bastante interesantes que no cesan. Por la noche, cuando todo está en silencio, las notas gritan.»
Sorprendentemente, ni Conley ni Prescott ni Swope, ni siquiera Harte, estaban especialmente abatidos. De hecho, Harte comenta que todos experimentaron «una sensación retorcida de alivio». El grupo había hecho discos alucinantes, gozaba de amplio apoyo por parte de la radio universitaria y de la prensa, y sin embargo nadie iba a sus conciertos ni compraba sus discos.
—Simplemente, parecía que la cosa no estaba funcionando —explica Harte.
A pesar de todo, Prescott al principio pensaba de forma diferente.
—Seguramente, para mí fue un golpe mucho más duro porque creía que era un buen trabajo —explica—. Me gustaba trabajar con ellos, me encantaban sus letras, pensaba que podíamos hacer algo más. Pero, entonces, poco tiempo después, me alegré. Sabía que era algo que Roger debía hacer por el bien de su oído, y, para Clint, era un buen momento para alejarse de la música.
El tinnitus no fue el único peligro de la vida rocanrolera que afectó a Burma. La ansiedad de los directos, los horarios intempestivos, los largos períodos de aburrimiento y la sensación de tener que estar disponible permanentemente, todo ello contribuyó a hacer del alcohol una droga atractiva que casi acaba con Conley.
—Las cosas iban genial y disfrutábamos como locos y no había ningún motivo para dejarlo —explica Conley—. Pero al cabo de un tiempo, me di cuenta de que se estaba convirtiendo en un problema.
Conley no era, tal y como dicen en las charlas de rehabilitación, un «bebedor a lo grande», proclive a grandes y problemáticas borracheras que causan estragos.
—Era más bien un agotamiento controlado, de baja intensidad, de mis energías y productividad —confiesa—. Notaba cómo cada vez escribía menos canciones y me costaba cada vez más acabar las cosas. Me quedaba totalmente bloqueado.
Durante el proceso de mezcla de Vs., Conley «tuvo que tomarse unas pequeñas vacaciones» y pasó una breve estancia en un centro de rehabilitación. La claustrofóbica canción «Mica» parece hablar de esa experiencia.
Conley pasó el último año de existencia del grupo limpio y sobrio.
—Y muy contento por ello —añade animadamente—. No fue ninguna experiencia terrible ni penosa para mí a pesar de frecuentar clubs, lo que es una forma extraña de permanecer sobrio. Me sentía completamente libre y eufórico por el hecho de que no estaba enganchado. Fue un año muy feliz, en realidad. Fue un reto. Me siento muy afortunado.
Así pues, cuando Miller anunció que el grupo tendría que disolverse, Conley no estaba tan dolido como uno podría pensar.
—En muchos sentidos, noté como mi vida cambiaba —afirma—. No estaba atado a Burma para siempre. Estaba sufriendo enormes cambios en mi propia vida, de modo que pensé: «Bien, quizá ha llegado el momento de hacer algo nuevo». En ese momento, estaba convencido de que se trataría de más música. Resulta que no salió así. Pero salió muy bien.
—Recuerdo a Roger diciendo que iba a dejarlo y pensando, «bien, hasta aquí hemos llegado» —dice Conley—. El grupo había conseguido lo que quería y me sentía muy bien con respecto a lo que habíamos hecho, de modo que no tenía esa sensación de dejar algo inacabado ni ningún resquemor por eso. Pensé: «Eh, lo hemos hecho bastante bien».
Sin embargo, todo podría haber salido mejor si Ace Of Hearts y Coffman hubiesen formado mejor equipo.
—No siempre íbamos sincronizados —admite Coffman—. Él hacía lo que creía que tenía que hacer, y nosotros también. Confiábamos en que todo saldría bien, pero no había coordinación. Nos faltaba experiencia.
En enero de 1983 Harte contrató a Mark Kates, un chaval de veintidós años, para ejercer de enlace con la prensa y con Ace of Hearts. Coffman asegura que «fumaban demasiada hierba para que se hiciera algo», pero Harte se muestra completamente en desacuerdo. Harte afirma que Kates fue un regalo caído del cielo.
—Tenía un don para que las cosas ocurrieran —explica Harte—. Había noticias en el periódico y gente en los conciertos. Sí, tenía ese don, conseguía que pasaran cosas.
Sin embargo, Burma era una batalla perdida.
—Aunque Mission of Burma y alguno de los otros grandes grupos de Boston del momento eran realmente de talla mundial, la escena indie rock bostoniana era muy pequeña y generalmente desconocida para la gran mayoría —explica Kates—. En una ciudad en que el dinero, la educación, los seguros y cosas así dominan la población activa, el ciudadano de a pie no entendía lo que hacíamos.
El 13 de marzo, el grupo anunció dos conciertos de despedida en el antiguo salón de baile del Bradford Hotel de Boston. Kates llamó a todos los medios que se le ocurrieron y les comunicó la intrigante noticia de que el guitarrista de Mission of Burma corría el peligro de quedarse sordo, con lo que consiguió un poco de cobertura de la televisión local. Un informativo de Boston cerró con un perfil rápido del grupo y unas imágenes de un concierto cacofónico tras el cual un presentador estirado soltó en tono guasón: «¡Parte de nuestro público quizá piense que ya era hora de que lo dejaran!».
Gracias a la atención de los medios, los conciertos en el Bradford se llenaron de curiosos con ganas de ver a los tan elogiados héroes locales antes de que se separaran. Aunque ni la matinée para todas las edades ni el concierto vespertino habitual vendieron todas las entradas, la sala estaba llena. Pero los conciertos no fueron muy sentimentales, quizá porque la realidad de lo que estaba sucediendo aún no había calado.
—La gente no lo entendió —afirma Coffman—. La gente pensaba: «Sí, lo superarán. Volverán. Se recuperará de su problema de oído». Creo que había mucha negación.
Prácticamente el único gesto de reconocimiento del carácter definitivo de la ocasión fue el hecho de que Martin Swope hiciera su primera y única aparición encima de un escenario con Burma, tocando la guitarra en un clásico de The Kinks, «See My Friends».
Mientras el grupo bajaba del escenario, Conley gritó: «¡Dejad de ir a las discotecas, son malas para la salud! ¡Apoyad la música en directo!».
Pero aquello no fue el fin. Coffman había cerrado algunos conciertos muy bien pagados, de modo que después de Boston tocaron en Detroit, Chicago y Washington D. C., con Harte de acompañante. Todos los conciertos fueron grabados. En D. C. el público hostil de la escena hardcore y punk gritó «¡Oi!¡Oi!¡Oi!» durante todo el repertorio y pidió insistentemente a Conley que se cortara el pelo. El público de Detroit fue mucho más agradable, seguramente porque estaba compuesto, en gran parte, por la familia Miller. El grupo siempre daba lo mejor de sí, prueba de ello es el directo The Horrible Truth about Burma, donde figura una versión realmente explosiva de «Heart of Darkness» de Pere Ubu que interpretaron en Chicago. Sin embargo, solo había seis personas en el público para oírla.
—Fue horrible, muy triste —explica Harte—. Incomprensible.
El último concierto de Mission of Burma fue en el Paramount Theatre de Staten Island, como teloneros de Public Image, Ltd. Fue un desastre: «el Altamont de nuestro Woodstock en el Hotel Bradford», bromea Conley. Al principio, los representantes de PiL no permitieron a Mission of Burma utilizar sus altavoces, de modo que la voz salió por los monitores del escenario durante la primera tanda de canciones. Uno de los roadies de PiL se paseó por la primera fila con un látigo, amenazando a cualquiera que se acercara demasiado, hasta que Miller le pidió que se fuera. Para acabar de empeorar las cosas, muchos de los seguidores incondicionales de Burma que habían venido desde Boston en dos autobuses expresamente fletados habían tomado un mal ácido.
Con todo, el grupo estuvo pletórico, especialmente en la última canción, una versión de «The Ballad of Johnny Burma», que sumió al grupo en un estado incendiario de abandono.
—Fue una pesadilla —comenta Prescott del concierto—. Tenía que haber sido un momento fantástico, pero, en cierto modo, nuestro último concierto había sido el de Boston. Así pues, todo estaba destinado a ser un desastre porque teníamos que hacer uno más. Sí, según se mire, fue un marrón. No salió demasiado bien. Y Public Image, Ltd. era un grupo al que admiraba mucho en aquella época. Podríamos decir que no fue una noche demasiado divertida.
De forma típicamente autodestructiva, el grupo bromea diciendo que «la verdad horrible sobre Burma» era que sus conciertos no eran ni mucho menos tan cohesionados y coherentes como sus discos, pero The Horrible Truth fue, al fin y al cabo, el documento crudo y cacofónico que el grupo había estado buscando desde el principio. Sin embargo, Harte consiguió convertirlo en un ejercicio de artimañas de estudio. Aunque los diversos conciertos se grabaron en una vieja grabadora Crown de dos pistas, Harte las dividió en veinticuatro pistas, las ecualizó todas y entonces las volvió a juntar. The Horrible Truth se produjo en siete estudios diferentes, ni más ni menos.
Aunque el grupo parecía no ir a ninguna parte, Coffman insiste en que estaban a punto de revertir la tendencia.
—Empezaban a ocurrir cosas, ya fuera lo del artículo de Rolling Stone o lo que fuera, simplemente, se veía —explica Coffman—. Las cosas empezaban a salir bien. Y todo el trabajo preliminar que se había hecho, fuera yendo de gira o la radio universitaria o lo que fuera, habría valido la pena.
—Estaban a punto de separarse —añade Coffman—. Mucha gente pensaba: «¿Qué cojones les pasa a esos tipos? ¡Se están separando! ¡Ahora a la gente les encanta y van ellos y se separan!». De modo que fue una putada.
Mission of Burma condujeron su carrera de la forma más ejemplar posible. Desde el principio, insistieron en que los grupos de Boston que los teloneaban aparecieran en el cartel de los conciertos locales, una tradición que mantuvieron hasta el final.
—Teníamos muy claro que había que apoyar a la escena local —afirma Miller—. No soy nacionalista, pero si estás en un sitio, deberías trabajar allí mismo. Tienes que apoyar lo que crece a tu alrededor.
Posteriormente, cuando el hardcore creó un público más joven para el punk, también se esforzaron por dar conciertos para todas las edades, a menudo perjudicando su poder de convocatoria al tocar dos tandas de canciones cada noche.
Estas prácticas pronto fueron imitadas por muchos grupos de todo el país, pero, en términos musicales, Burma no era un grupo al que muchos copiaran directamente. Eso se debe al hecho de que los grupos a los que Burma influyó de verdad entendieron cuál era la esencia de Burma, que era ser original y fiel a una visión —y a la mierda los torpedos comerciales—. En la gira de Green de 1988, R.E.M. tocó una versión de «Academy Fight Song», lo que contribuyó a que se reeditaran muchas de las referencias de Burma.
Al mezclar a principios de los 80 guitarras ruidosas y agresivas, una batería martilleante y lo que eran sin duda alguna gloriosas melodías pop, a Burma siempre se les considerará «adelantados a su tiempo».
—Supongo que en cierto modo es un honor ser avanzado a tu tiempo —explica Conley con voz cansada—. Pero, por otro lado, también hubiera estado bien encajar en tu época.
Mission of Burma contribuyeron a poner los cimientos para muchos, muchísimos grupos que siguieron su estela.
—Ayudaron a crear un entorno «comercial» cuando a nadie le importaba una mierda esos grupos —dice Gerard Cosloy—. Y ayudaron a crear un entorno creativo en el que esos grupos pudieron hacer lo que hicieron.
Así pues, las irrisorias ventas de discos y cifras de asistencia no fueron en vano.
—Gracias a lo que hicieron, grupos como Yo La Tengo o Unwound son capaces de hacer lo que quieren, cuando quieren —explica Cosloy—. Ese es el legado.
Pero quizá el mayor logro de Mission of Burma es que, tal y como Prescott dice: «Nunca fuimos una mierda».