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PREFACIO

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Mucho es lo que se ha escrito sobre Don Lorenzo Milani. Su figura ha estremecido hondamente muchas conciencias desde los años sesenta. Mucha es también la discusión y la actividad literaria que ha suscitado. Su escuela fue un modelo para muchas otras, aunque no pueda decirse que hayan existido réplicas de la experiencia de Barbiana. Pero sigue en pie la gran pregunta: ¿quién fue realmente Don Milani? Este libro de Michele Gesualdi responde con sobria y documentada franqueza a esa pregunta mientras nos relata su historia. Lo hace sirviéndose de un lenguaje no académico, pero con gran conciencia histórica sobre Don Milani y su tiempo. No es solamente un libro de recuerdos escrito por el que fuera uno de los «chicos» que estuvieron cerca de Don Lorenzo y un testigo privilegiado de su historia, en especial de los últimos años. Su condición de partícipe añade algo profundo y vivo a la sobria y rigurosa narración histórica. Según mi parecer, el autor escribe en el lenguaje de Barbiana. El resultado es un ensayo importante, único en la vasta bibliografía sobre Milani, que introduce al conocimiento de Don Milani hoy, pero que conduce también –incluso a quien haya leído mucho sobre él– a una comprensión profunda de su figura.

Barbiana es un pequeño mundo ya desaparecido, una montaña en la que sobrevivía una Italia marginal y pobre todavía en los años cincuenta y sesenta. En ese entonces bastaba con trepar a los Apeninos para encontrarse con tales realidades. Hoy Barbiana está ligada para siempre a la memoria de Don Lorenzo, evocada también sobre su tumba, donde, aparte del nombre y apellido, la fecha de nacimiento y de muerte, se lee la inscripción: «Priore 1 di Barbiana». Dice Gesualdi al final de este libro: «Priore de la nada de Barbiana». En el tiempo en que Milani fue enviado allá, Barbiana no era nada: un lugar de montaña perdido y despoblado. Hoy es aún menos.

No obstante –observa el autor– es «esa nada la que él hizo florecer y fructificar dedicándose al cuidado de los demás». Hoy, y a pesar de su pequeñez, Barbiana sigue siendo un hecho de nuestra historia. Pero también un símbolo: un símbolo sobre el que convendría interrogarse más; la demostración de todo lo que, incluso en situaciones imposibles, pueden hacer un hombre o una mujer que ama y trabaja por los demás. Vuelve a la mente lo que escribiera Milani a su madre: «La grandeza de una vida no se mide por la grandeza del lugar en que se ha desarrollado, sino por cosas muy distintas. Y tampoco las posibilidades de hacer el bien se miden por el número de los parroquianos».

Durante muchos años la figura del párroco de Barbiana, con su escuela, atrajo la atención de mucha gente. Milani apareció sobre todo como maestro o como un protagonista de batallas civiles. Y efectivamente lo fue. Con su Carta a una maestra [Lettera a una professoressa] se han medido cuantos se ocupaban de la escuela y de la educación –preguntándose cómo llenar el vacío de futuro de las generaciones jóvenes y cómo eliminar las discriminaciones presentes en el sistema educativo–, pero también muchos que estaban comprometidos en la sociedad civil y en las periferias. Ese texto, fruto del trabajo colectivo de la escuela de Barbiana, bajo la dirección de Don Lorenzo, ya gravemente enfermo, es, tal vez, su documento más conocido. La carta hizo de él una figura de renombre como educador, pero también como impulsor de una pedagogía revolucionaria y de una acción social en la promoción de los últimos.

Su figura atrajo la mirada de muchos, cristianos y no cristianos, que, desde finales de los años sesenta, optaron por la periferia y por quienes viven en ella. Fue un gran activista social, calificado durante su vida también como subversivo o comunista. A ello contribuyeron asimismo sus posiciones sobre la objeción de conciencia, la guerra, el antifranquismo y el antifascismo. Y también su falta de «prudencia» eclesiástica, que en aquel entonces caracterizaba también a no pocos sacerdotes iluminados de Florencia. La Carta a una maestra tuvo una función importante en el año 1968, su mensaje llamó la atención en las más diversas perspectivas. Fue un texto de denuncia de las desigualdades en la escuela. Fue muy leído y popular en la impugnación de las instituciones educativas, que constituye un capítulo de la historia de la recepción y del éxito del opúsculo.

Aun así, no existe solamente el Don Milani de la Carta a una maestra 2. O, mejor dicho, la Carta es el punto de llegada de una historia. A muchas representaciones de la figura del cura de Barbiana se les escapa el corazón de su personalidad. Este es también el motivo de su angustia personal en los últimos tiempos de su vida, cuando pidió a la Iglesia que heredara su obra. Pidió que su persona fuese reconocida con algún gesto por parte de la comunidad eclesial. No era la petición de un viático que le tranquilizara, ni menos aún la expresión de un afán de carrera, sino de un sentir profundo que aparece en todas las páginas de Michele Gesualdi. No era el de Milani un compromiso privado: como declaraba un sacerdote que lo conocía, Milani «temía que ese clima hiciese vana su elección de servir a la Iglesia a través de los pobres, con el riesgo de que, a los ojos de la gente de Barbiana, su apostolado apareciese como un hecho privado».

Pero la Iglesia de su tiempo no quiso recibir su herencia, que solo fue recogida por quienes quedaron impactados o fascinados por ella. Más tarde, sin embargo, la Iglesia de Florencia se dio cuenta del error cometido con Don Milani y de la poca humanidad que había tenido para con él. Pero Milani ya había muerto. Como nos relata en estas páginas, Gesualdi fue testigo de la última conversación de Milani con su obispo, que había venido a verlo cuando, estando enfermo, vivía en una Barbiana ya vacía en la que solo habían quedado cuatro familias y los chicos de su escuela. Estamos en 1966, y el mundo montañés de Barbiana está en las últimas. La conversación con el cardenal Florit fue dura, marcada por la incomprensión: «Egocéntrico, loco, tipo orgulloso y desequilibrado», escribe el cardenal en su diario. Verdadera incomprensión para con un sacerdote que era, por cierto, peculiar, pero que no quería alejarse de la Iglesia. Hay que decir también –recuerda Gesualdi– que Florit, una vez jubilado, fue a Barbiana en gesto de reconciliación a visitar la tumba de Milani después de haber leído sus Cartas (y es un testimonio personal del autor, que estaba casualmente presente en ese momento en el cementerio).

Para hacerse comprender por la Iglesia, Don Milani no quería servirse de una política de mediadores o de una política eclesiástica, ni tampoco era la suya una contraposición en espíritu de ruptura: obedecía y hablaba. Había terminado en una parroquia de montaña a la que ningún sacerdote quería ir y donde no tuvo ningún sucesor. Un verdadero exilio. Pero Don Lorenzo no renunció a decirle a su obispo las cosas que vivía y pensaba. Declaró su lazo vital con la Iglesia en aquella tan esclarecedora conversación, publicada por la Fondazione Don Lorenzo Milani en 2011 con el título de L’obbedienza nella Chiesa [La obediencia en la Iglesia]: «Yo no renuncio a los sacramentos por mis ideas: ellas no me importan nada. Porque yo estoy en la Iglesia por los sacramentos, no por mis ideas». Con estas palabras desconcertaba a menudo a los laicos que iban a visitarlo.

Don Milani hablaba de la Iglesia y de la fe con un lenguaje de Barbiana, no con un estilo eclesiástico: una claridad original que para nada quita las razones de fondo. Es la misma claridad de estas páginas de Gesualdi. El análisis del priore sobre la esclerosis de las estructuras eclesiásticas y del episcopado es impresionante y debería profundizarse. Todavía hoy lleva a la reflexión. La carta a Nicola Piselli sobre estos temas es del año 1959, mucho antes de la contestación posconciliar y también del 68. La «monarquía» episcopal lleva al hombre-obispo fuera de la realidad, le hace incapaz de escuchar y de interactuar. Así escribe Milani:


Pasa por el mundo sin tocarlo. No está lo bastante alto para estar iluminado por el cielo ni lo bastante bajo para ensuciarse la ropa o para aprender algo. Comete errores pueriles, entiende de todo, juzga la historia, la política, la economía, las luchas sindicales, el pueblo, con la beatífica inconsciencia de un niño [...], un hombre al que nadie da clases. Un infeliz. Tanto más infeliz porque, mientras tanto, hasta los laicos católicos han abierto algo los ojos. A ellos el muro de incienso no los protegía de los mordiscos de la historia.


Tal vez pensaba en sus dos obispos, el cardenal Dalla Costa, que en Florencia fue un mito, y el cardenal Florit, que representó un antimito. La versión milaniana de la Iglesia está expresada en términos originales y vivida de forma apasionada. Como señala Gesualdi, el corazón de este hombre es el de un cristiano y un sacerdote del que brota un amor apasionado por los pobres, por su gente, sobre todo por sus muchachos, hasta el punto de hacerle confesar que los había amado más que a Dios. Milani es fundamentalmente un sacerdote y un cristiano que opta por los pobres y por el Evangelio. Su personalidad y su obra llamaron la atención de laicos, periodistas, docentes y amigos. Así pues, tanto su obra como su personalidad están impregnadas de esa opción evangélica por los pobres.

Don Lorenzo fue muy apreciado fuera de la Iglesia: fue más admirado fuera que dentro de la Iglesia. Y, sin embargo, él no tenía la intención de ser rehabilitado por los laicos en sus dificultades eclesiásticas. Más aún, si en su presencia se hacía alguna manifestación en este sentido, reaccionaba con dureza, casi con brutalidad. Pero las relaciones que estableció con los laicos son muy significativas. Pensemos en las que trabó con Giorgio Pecorini, que se ocupó también de la difusión de su obra. ¡Cuántas amistades profundas en ese nivel! Aunque la visita de personalidades de diferentes sensibilidades e historias le fue útil para dar a conocer a sus estudiantes figuras y problemas de un mundo que no llegaba a Barbiana de otra manera.

No obstante, es significativo el modo en que el sacerdote Milani, tan sacerdote, habla más allá de los confines confesionales, representa una atracción para los laicos y un objeto de interés para la prensa laica. Esto quiere decir que desde lo profundo de una verdadera experiencia evangélica con los pobres hay algo que interpela al mundo laico y al de izquierdas en la Italia de los años cincuenta y sesenta y, tal vez, más allá de ese período. Hay algo muy significativo en este nivel que el autor capta en profundidad. Se ve cómo un diálogo no ideológico –también en un tiempo de muros ideológicos como el de Don Milani– puede siempre partir de los pobres. Tal vez Milani rechazaría una palabra académica como «diálogo», pero él mismo practicó el intercambio, el encuentro, la amistad, partiendo de aquella gente de montaña, y cada vez más a menudo ante sus muchachos.

Hay en el cura de Barbiana un rechazo a ser rehabilitado por el mundo burgués de izquierdas, por sus diarios, cuyo símbolo era en su opinión L’Espresso. Milani no es un cura de izquierdas. No es un cura que esté a gusto con la «inteligencia» progresista. De ahí su polémica con aquel singular periodista que fue Carlo Falconi, exsacerdote y amigo de Montini, a veces crítico severo con el mismo Montini después de que se convirtiera en Pablo VI, aunque a menudo fluctuante en sus juicios. Falconi fue duro con Milani y con su escuela, pero después se retractó en parte. El priore no era un cura revolucionario, pero era demasiado severo, sobre todo no se adaptaba al modelo de católico del disenso que el periodista contribuyó a propagar con sus publicaciones y sus artículos, entre ellos el libro La contestazione nella Chiesa [La contestación en la Iglesia], de 1969.

Don Lorenzo no es un católico contestatario como los de los años del posconcilio. Ciertamente no es un cura clerical, pero no quiere que se cree un grupo en torno a él, como él mismo dice a Adele Corradi, gran amiga y colaboradora suya: «Barbiana tiene que seguir siendo Barbiana. No quiero dejarme condicionar por la gente que gira a mi alrededor, como ciertamente se vio forzado a hacer el padre Balducci». La relación con Balducci es de estima, pero también de diferenciación.

A Don Lorenzo no se le podía encasillar ni menos aún utilizar: había que encontrarse con él, leerlo, confrontarse. Escandalizaba a los conservadores y a los tradicionalistas en un mundo en que todavía eran fuertes. Superaba a los progresistas en un tiempo en que tenían una identidad. Gesualdi se encontró de verdad con Don Milani. Conservó su memoria histórica con afecto y detalle. Reflexionó y profundizó sobre él. Con este libro nos ofrece hoy la destilada quintaesencia de su investigación y de su memoria. Tenemos que estarle agradecidos. No «clericaliza» en estas páginas a Milani. ¿Cómo podría hacerlo? Pero lo restituye en su dimensión fundamental, aquella dimensión de la cual brotan no solamente su acción pastoral en favor de los pobres, sino también su compromiso educativo y social, su mensaje cívico y tantas otras cosas. Más aún, a partir de los pobres de Barbiana no solamente hace escuela, sino también cultura, como se lee orgullosamente en las páginas de Carta a una maestra: «Cada pueblo tiene su cultura [...] Un poco de vida entre lo árido de vuestros libros, escritos por gente que solo ha leído libros» 3. La experiencia de la vida es la que el párroco quiere para sus muchachos: tienen que conocer, encontrarse y viajar (una dimensión en la que insiste mucho en una Italia en que los jóvenes, también los de buena posición, viajaban poco).

El sacerdote Milani tiene un lenguaje laico, concreto, libre, inconformista, que llama la atención de quienes valoran objetivamente su obra y de quienes no esperarían un lenguaje semejante de un sacerdote. Para Milani están ante todo su gente, sus pobres y sus muchachos. Este es el punto de partida: su comunidad de pobres y montañeses. En esto cree obedecer el mandato pastoral que la Iglesia le ha dado, aunque no expresa su adhesión con un lenguaje y un estilo eclesiásticos, sino con la franca originalidad de su humanidad.

En realidad –quiero subrayarlo–, no se puede clasificar a Don Milani con las categorías con las que se lee a los católicos de los años sesenta. Muchos lo han hecho, y es normal que así sea. Pero no lo han entendido. Con fina intuición afirma el P. Benedetto Calati, monje camaldulense, que vivió aquellos años cerca del ambiente toscano: «Milani parece aprender de sí mismo. Es un “cura único” en la historia del catolicismo italiano de posguerra». Y tiene razón. Calati señala también que, paradójicamente, podía parecer un «tradicionalista» al aceptar la realidad de la Iglesia. Tal vez no todas sus ideas habrían coincidido con la visión articulada y crítica del padre Benedetto.

Hablando a un congreso en el que participaban también el rector Giuseppe Lazzati y el joven Michele Gesualdi, cuyas actas fueron impresas en 1983, Calati indaga asimismo en las raíces de la espiritualidad del cura de Barbiana y señala su pasión por el Evangelio y su fuerte sentido de la Palabra de Dios que hay que vivir y comunicar. Y aquí se situaba también –añade con acierto– el compromiso de dar palabra y gramática a los pobres, a los montañeses y a los jóvenes. He ahí su sentimiento «sagrado» y liberador del valor de la lengua explicitado en la conocida expresión milaniana: «Por eso, dadme tiempo para hacer las cosas a fondo, es decir, remitiéndome a la gramática italiana, y poco a poco, en un lapso de veinte años, os llenaré de nuevo la iglesia». Milani critica la ausencia del estudio del Evangelio en la escuela, en lugar de leer los poemas antiguos en malas traducciones. Con su pasión, forjada en la lectura asidua de Gregorio Magno, comenta Calati: «Si hubiésemos estado más atentos como Iglesia a no perder el uso de las Escrituras en favor de nuestras leyes, de los recursos devocionales, habríamos comprendido que la “gramática” iba a ser siempre necesaria para comprender la Palabra».

Como se ha dicho, la sobria y profunda «espiritualidad» de Don Milani se hace pasión profunda por su gente y por sus pobres. Eso mismo nos atestigua este libro: se trata de su pueblo y de los pobres de Calenzano y de Barbiana. Su pasión es tan intensa como para ser acusado de exclusivismo y de clasismo. Es la misma pasión que, desde los primeros años, había concebido también leyendo y ayudando a traducir en el seminario el libro de los padres Godin y Daniel, France, pays de mission?, un texto que se sitúa en el origen de la misión de los sacerdotes obreros en Francia, que vivieron y trabajaron en el mundo del proletariado. El suyo es un sacerdocio concebido entre la «gente pobre», como diría Giorgio La Pira (que estimaba a Milani y le ayudó en alguna ocasión). En 1947 escribe Milani a Carlo Weiss, hombre de profundas convicciones anticomunistas, que justamente el comunismo viene de problemas antiguos y profundos: son los bárbaros que invaden el Imperio romano.


Nosotros no podemos ser comunistas, pero no podemos mirar el comunismo como un enemigo que combatir y destruir, sino todo lo contrario: si acaso, es un mundo que cristianizar. San Gregorio Magno no fue en modo alguno paganizante cuando fue a Roma con sus monjes a abrir los brazos de la Iglesia a los bárbaros.


En 1964 escribía Milani a Florit, que lo definía como clasista y absolutista: «He servido durante diecisiete años a la Iglesia en sus pobres». Y los amó tanto como para escribir en su testamento a propósito de sus muchachos (y no son meras palabras, sino una realidad palpable y percibida por todos): «Os he querido más a vosotros que a Dios, pero tengo la esperanza de que él no esté atento a estas sutilezas y lo haya apuntado todo en su cuenta». Este amor, hecho de inteligencia y de afecto, dirigido en su totalidad al rescate y a la liberación respecto de atávicas herencias de resignación y marginación, se reencuentra en las páginas de este libro de Michele Gesualdi, que es un testigo privilegiado de esta realidad. Debemos estarle verdaderamente agradecidos por esta reconstrucción de la historia del priore de Barbiana, tan histórica y, al mismo tiempo, tan personal.


ANDREA RICCARDI,

Fundador de la Comunidad de San Egidio

Don Lorenzo Milani

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