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PRÓLOGO

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Don Lorenzo Milani es un sacerdote incómodo. Tiene una gran hambre de verdad y una gran sed de justicia. Su lenguaje fuerte y cortante hiere a los poderosos y alienta a los débiles. Consume su sacerdocio para armar a la gente pobre de dignidad y de palabra para que se rebele contra las injusticias sociales que ofenden a Dios y a la humanidad. Su guía es el Evangelio.

Los últimos lo siguen y lo aman. Los fuertes, dentro y fuera de la Iglesia, lo temen y persiguen. Él no se rinde, y pagará duramente su propia coherencia con el Evangelio.

Será expulsado al exilio para reducirlo a silencio.

El pueblo cristiano juzga severamente a quienes apagan la voz de los purificados por la Palabra de Dios y se siente atraído por quienes son sacrificados por haber puesto la verdad de conciencia por encima de la conveniencia.

Se cuenta que, cuando en Florencia, Fray Jerónimo Savonarola era llevado a la hoguera, condenado por un papa y por un cardenal, sus hermanos en religión cantaban el Te Deum. La multitud que abarrotaba la piazza della Signoria interpretó ese canto como un agradecimiento a Dios por un fraile que ascendía al cielo y por un papa y un cardenal que se hundían en el infierno. Una triste página para la historia de la Iglesia florentina.

Unos siglos después, siempre en Florencia, la Iglesia decide silenciar otra voz, la del sacerdote Lorenzo Milani. No ya con la horca o la hoguera, sino mediante el exilio.

Los métodos han cambiado, pero los objetivos siguen siendo los mismos: hacer pagar con la marginación su fidelidad a la Palabra de Dios y a la Iglesia de los pobres.

Se le quita la parroquia donde trabaja desde hace siete años y se le expulsa a Barbiana, preso tras los barrotes de la soledad y de la nada de una montaña.


Exilio desastroso para los débiles


Los que utilizan esta forma de tortura para liquidar a los adversarios son en general ciegos para los signos de los tiempos. Saben que el exilio es desastroso, pero no captan que lo es solamente para los débiles, no para los fuertes. Para los débiles representa la desestima de sí mismos, no saben beber ese cáliz y son asaltados por el deseo de perder la fe, de colgar los hábitos, de caer en las miserias más bajas.

Por el contrario, a los fuertes, el exilio les ofrece la posibilidad de atemperarse, de no rendirse, de buscar la nueva puerta que Dios ha abierto para ellos, sin hacerlos ceder a componendas y renunciar a la alegría de decir siempre la verdad.

El hombre de Dios en el exilio es ayudado por el Espíritu Santo a purificar su propia alma y a hacer cada vez más incisiva su palabra y su pluma para desenmascarar las mezquindades de los hombres que tienen el poder y reforzar el lazo con Dios. En la soledad puede conversar con él, pensar más, y esto le hace volverse mejor, hace crecer su fuerza lógica y dialéctica, el abismo entre su mente, cada día más límpida, y la de sus perseguidores, cada día más cerrada.

El exilio mejora la comprensión del prójimo. Se ama más y se es más amado, y esto ahonda la brecha que separa de quien nunca ha amado ni ha sido amado.

Barbiana debía ser un duro exilio para Don Lorenzo Milani. Pero la realidad fue muy distinta, pues lo transformó e hizo que se convirtiera en un hombre nuevo. Hoy es imposible pensarlo separado de Barbiana, y hemos de rendirnos ante el misterio de una vida religiosa de singular riqueza, cuyos aspectos más dolorosos se han vuelto extraordinariamente fecundos.

Tampoco fue tierna con él la sociedad civil, que lo procesó por haber arremetido contra la guerra y haber defendido a los jóvenes encarcelados por haberse negado a aprender a matar.

Solo evitó las esposas gracias a su «Patrón», que lo llamó a la edad de 44 años, pocos meses antes de la sentencia condenatoria. Pero la condena de la sociedad fue para él mucho menos dolorosa que la incomprensión de su Iglesia.

No obstante, el tiempo pone las cosas en su lugar y, durante su camino, sepulta a los viciosos y hace florecer a los virtuosos.

Esa es la enseñanza que nos transmite también el exilio de otro florentino: Dante Alighieri, cuya obra cumbre, La divina comedia, se basa en una sólida y segura doctrina trascendente, como la católica. Dante era un cristiano integral, pero esto no le impidió poner en el infierno a no menos de dos papas, uno de ellos en vida, además de a un arzobispo.


Brontolo


Brontolo («Gruñón»), el simpático hombre de pueblo florentino que desconfiaba de todo, repetía: «Si la Iglesia ha perdurado desde hace dos mil años a pesar de la podredumbre, significa que Dios la protege. Usa de tolerancia para no negar la libertad incluso de equivocarse, pero cada tanto pierde la paciencia y manda un papa iluminado a fustigar y a poner las cosas en su sitio».

Brontolo interpreta la sabiduría popular: la Iglesia puede errar, pero camina, a veces lentamente, y llega a destino. Solo hay que tener paciencia. Por lo demás, para ella, algunas décadas no son nada frente a la eternidad.

Viéndolos desde la actualidad, la hoguera de Savonarola y el exilio de Don Lorenzo Milani tienen algo de increíble. Para el primero se ha abierto la causa de beatificación, mientras que el segundo es ya un punto de referencia para muchos, tanto en la Iglesia como en la sociedad. Y, a causa de su exilio, Barbiana es hoy conocida en toda Italia. Aunque todavía no aparezca en los mapas.


Barbiana ayer


Cuando en 1954 Milani fue enviado como párroco a Barbiana, nadie conocía el lugar. En ese entonces, Barbiana era nada: solo el nombre de una localidad sin historia, sin carretera, sin luz eléctrica, sin agua en las casas, sin escuela, sin esperanza y sin futuro, destinada a ser borrada de la memoria. Solo una iglesia, una casa parroquial y una veintena de familias dispersas en el bosque, en casas aisladas ente sí. Esa pobre gente vivía rascando una tierra avara que partía la espalda de cansancio y no devolvía nada.

Un lugar ideal para aislar y hacer desaparecer a quien debía ser silenciado y olvidado. En Toscana no existía un lugar mejor para confinar a un sacerdote como Don Lorenzo Milani, acusado de no estar a tono con los demás sacerdotes y de haber dividido en dos al pueblo de la parroquia de San Donato en Calenzano durante los siete años de apostolado como vicario del anciano proposto 4, Don Daniele Pugi.


La turbación


Don Lorenzo Milani es un sacerdote novel llamado al sacerdocio siendo ya adulto. Viene de una familia rica y culta, y sus padres tienen una formación religiosa diferente. Su madre, Alice Weiss, es de educación judía; su padre, Albano Milani, es de familia católica, pero ambos son agnósticos.

Los hijos reciben una educación laica y de alto nivel cultural.

De los tres hermanos, solo Lorenzo percibe una turbación interior que le lleva a rechazar el mundo privilegiado de su familia para tomar otro sendero, el que le permitirá caminar entre los pobres y los últimos.

A los 20 años de edad es un convertido. Deja todo y entra en el seminario para hacerse sacerdote.

Llega al seminario proveniente de caminos distintos, muy distintos a los de otros seminaristas, que, por lo común, proceden de familias humildes, que tienen detrás a un párroco y una parroquia, que frecuentan por tradición la iglesia, que hacen de monaguillos y ayudan a misa.

Para muchos de ellos, el seminario representa una ocasión para tener alguna posibilidad más en la vida.

Con el joven Lorenzo sucede exactamente lo contrario. Nunca ha puesto los pies en la iglesia, no tiene educación religiosa alguna; en la familia no le falta absolutamente de nada, posee la cultura y los instrumentos de los ganadores. No obstante, siente una gran turbación interior, su vida se le presenta vacía. Quiere cambiar de camino, salir de la tradición culta y rica de su familia, que le impulsa hacia la universidad y hacia la carrera de profesor, médico, notario. Todos sus amigos pertenecen a esa extracción social.

No sabe cómo, pero intuye que su condición está lejos de la normalidad, que lo suyo es privilegio, es decir, la fuga de unos pocos de la verdadera condición humana.

Decide salir de ella y comienza a buscar. Lo hace todo solo. Nadie le ayuda. Era poco más que un muchacho.


En busca del camino


Lorenzo no quiere ir a la universidad. Inicialmente considera que su camino es la pintura.

La familia sufre por esta elección, pero, como ya había hecho frente a otras rarezas de su hijo, no le pone obstáculos: le secunda, considerando que se trata de una desviación momentánea, de una «chiquillada», y que, antes o después, volverá al recto camino.

Los padres consultan a un gran educador, amigo de la familia, el profesor Giorgio Pasquali, que ya se había ocupado del muchacho durante las crisis precedentes. Él les aconseja acompañarlo, porque se trata de un joven inteligente y lleno de gracia. Les dice: «Ahora no puede saberse si su camino será el arte. Lo sabremos después».

Le buscaron un maestro de pintura que encontraron en un pintor de origen alemán con taller en Florencia: Hans Joachim Staude. Era una persona sumamente buena y culta, con un espléndido talento pedagógico, un maestro serio y consciente. Staude fue la persona apta para acompañar al joven Milani en un momento tan delicado de su vida.

Lorenzo se mete de cabeza en la pintura. En el ámbito escolar se esfuerza muy poco, mientras que en la pintura permanece horas frente a su caballete. Descubre la belleza de los colores de la creación y los rostros de criaturas que desconocía: los de las personas sin derechos y sin futuro que vivían en las barriadas florentinas.

Para conocer el arte sacro y los valores que expresa visita iglesias, abadías y conventos. Entra en contacto con el evangelio y la fuerza de esa lectura le turba, le conmueve, le quita la paz.

Siente entonces que la pintura no responde a todo lo que buscaba. Ha encontrado al Dios de los pobres, advierte fuertemente el impulso a servirlo y decide hacerse sacerdote.


El seminario


Para la familia es otro rayo que cae del cielo sereno, mucho más doloroso que el primero. Sobre todo la madre queda muy angustiada.

La familia Milani se comportaba siempre de forma distinguida y señorial, ninguno de ellos alzaba nunca la voz. Pero cuando Lorenzo comunicó que quería hacerse sacerdote, desde la casa adyacente a la villa familiar se oyeron voces agitadas y alteradas, y a la madre, que con voz quebrada dijo: «Para nosotros es tan doloroso como si hubieses muerto en la guerra».

No obstante, los padres, conociendo la determinación de su hijo, no lo abandonan a su suerte. Probablemente el mismo profesor Pasquali, que tenía relaciones con el mundo florentino, quien le pone en contacto con un esclarecido sacerdote, Don Raffaele Bensi, clérigo acreditado e influyente, uno de aquellos que saben leer la conciencia de los jóvenes.

Don Bensi enseñaba en un instituto secundario clásico de Florencia y conocía bien a los «señoritos» y sus crisis de adolescencia tardía. Era un educador que no acariciaba, sino que sacudía y vapuleaba.

El joven Lorenzo abre a Don Bensi su interior en ebullición y le comunica su intención de ser sacerdote.

El experto educador y consumado conocedor de almas intuye de inmediato que tiene ante sí a un joven dominado por una luz y una fuerza particulares. Lo coge de la mano para ayudarle a superar los obstáculos que se interponen entre su vida anterior y las puertas del seminario. Le prepara al sacramento de la confirmación, haciéndole directamente de padrino. Entre tanto lo presenta a Mons. Enrico Bartoletti, que le permite participar los domingos en la misa cantada y especialmente preparada por los seminaristas con canto gregoriano y con motetes cantados a varias voces, celebrada en la capilla del seminario menor, del que era rector.

Lorenzo queda tan entusiasmado que un domingo lleva consigo a su hermana Elena.

Después de la confirmación, Don Bensi lo presenta a las autoridades de la curia florentina, apoyando su deseo de entrar en el seminario.

En la curia piden conocer también a los familiares. No sin un sentimiento de embarazo traspasan los padres por primera vez en su vida los umbrales del palacio episcopal, lugar extraño y alejadísimo de su ambiente y de su cultura. Estaban consternados, y en particular la madre estaba visiblemente desgarrada por el dolor. No conocían nada del seminario, salvo que su hijo habría de perder su libertad de laico para verse aprisionado en las rígidas y autoritarias reglas de la Iglesia católica.

Aun así, una vez más no obstaculizan la voluntad de su hijo y dan su asentimiento, siendo él todavía menor de edad. Su padre solo supo decir: «¿Sabrá este hijo mío adaptarse a la vida del seminario?». Era una angustia que debe de haber sentido también el cardenal, como el mismo Lorenzo les recordará al escribirles dos meses más tarde: «El otro día vino el cardenal a inaugurar la sala de lectura y me preguntó si me había adaptado al seminario. Se acordaba de que habías dicho: “Pero ¿se habituará este hijito mío a la vida del seminario?”».

Lorenzo entra en el seminario de Florencia el 9 de noviembre de 1943. Pocos meses atrás había cumplido 20 años.

Unos días más tarde recibe el primer regalo como seminarista: La vida de Jesús, de Giuseppe Ricciotti, con la siguiente dedicatoria:


A Lorenzo Milani,

esta vida de Jesucristo, para que, modelando en sí mismo

al Divino Maestro, sea para las almas camino, verdad y vida.


Cesarina Galli Mannucci

en nombre del pueblo

de San Pietro in Mercato


Gigliola, Montespertoli, noviembre de 1943


La parroquia de San Pietro in Mercato era la misma en la que había sido bautizado con el nombre de Lorenzo Carlo Domenico Milani Comparetti el 29 de junio de 1923, un mes después del nacimiento 5, cuando la familia se trasladó, durante el período estival, a la casa solariega de Gigliola, donde era propietaria de una finca agrícola con múltiples aparcerías.

Los esposos Milani estaban unidos civilmente. La madre, Alice Weiss, no estaba bautizada, pero los tres hijos recibieron de forma normal el sacramento en la iglesia parroquial de San Pietro in Mercato, administrado por el párroco, Don Vincenzo Viviani: Adriano el 28 de febrero de 1920 y Elena Paola el 30 de agosto de 1929.

La madrina de bautismo de los hermanos Milani fue en los tres casos la señora Elena Kraustover, que había criado a Alice tras la muerte de la madre y que sería la institutriz de alemán de los tres hermanos Milani.

La relación de la familia Milani con el párroco Vincenzo Viviani era muy buena, y fue también él quien más tarde bautizó a Alice en el baptisterio de la iglesia parroquial de forma muy privada el 20 de abril de 1938. Su madrina supo mantener el secreto. El bautismo era indispensable para celebrar el matrimonio religioso, que se realizó en Milán, siempre con total reserva, en la parroquia de Santa Maria del Suffragio, el 30 de noviembre de 1938.

Las actas correspondientes (publicaciones, etc.) fueron puestas bajo secreto por la autoridad eclesiástica, porque nadie en Gigliola sabía que Albano y Alice no estaban casados por la Iglesia y, por tanto, dada también la importancia social de la familia, era oportuno no escandalizar al pueblo ni dar ocasión de habladurías.

Los cónyuges se decidieron por el matrimonio religioso dado el clima racial de la época, que hacía pensar lo peor para toda la familia.

Inmediatamente después del matrimonio, la Sra. Alice Weiss Milani presentó una «solicitud de discriminación» sobre la base de la provisión ministerial que preveía la no aplicabilidad de las disposiciones que reducían los derechos y actividades de los ciudadanos de raza judía con méritos particulares.

Personajes de la cultura florentina ligados a Laura, suegra de Alice, y al padre de Laura, profesor Domenico Comparetti, apoyaron la petición siguiendo canales oficiosos y personales.

Dos años después, el ministerio del Interior, oído el parecer de la comisión competente, determinó respecto de Lorenzo Milani Comparetti el reconocimiento de la no pertenencia a la raza judía 6.

Por su parte, el doble apellido Milani Comparetti había sido concedido mediante real decreto del 12 de mayo de 1921 a petición del mencionado Domenico Comparetti, senador del Reino y gran filólogo, que no tenía hijos varones, sino solo una hija, Laura, que contrajo matrimonio con Luigi Adriano Milani, abuelo de Lorenzo. El real decreto reconoce a todos los descendientes de Luigi Adriano Milani y Laura Comparetti el derecho a utilizar el doble apellido en toda ocasión.

A la llegada de Lorenzo al seminario ya se había extendido la voz de que se trataba de un «señorito», proveniente de una familia rica y alejada de la Iglesia, un convertido que había decidido hacerse sacerdote en contra de la voluntad de la familia.

Lorenzo vive la nueva vida con la alegría de quien ha encontrado la fe, que le está abriendo horizontes desconocidos. Busca el lado positivo de todo lo que encuentra en el seminario a fin de tranquilizar a su madre. Sobre la pérdida de libertad escribe:


Lamento que sientas el peso de mi falta de libertad, pero no pienses en eso, porque yo no la siento para nada. Cuando alguien regala libremente su libertad, es más libre que alguien que está obligado a mantenerla [...]. Yo me he tomado todas las libertades posibles imaginables y, después, me di cuenta de que había una cosa grande (la más grande) que no podía hacer [...]: la libertad de decir misa.


Pero ya en el seminario aparecen las primeras espinas: las encuentra en los comportamientos de algunos compañeros y en la desconfianza de los superiores. Había entre sus compañeros quienes ironizaban diciendo: «¡El señorito convertido! Habla mucho de los pobres, pero él nunca ha pasado hambre». Los superiores dudaban de su capacidad de adaptarse a la nueva vida.

Él, en cambio, tiene un talante seguro y atento. Está alegre por todo y con todos. Quiere ser recibido e insertarse. Se interesa por la vida de los compañeros, cuenta de sí mismo, de su pasión por la pintura y de cómo esta le llevó a la búsqueda del Absoluto, del bien y de la belleza. Con algunos de ellos –Auro Giubbolini y Renzo Rossi– pinta pequeños cuadros y discute sobre la belleza y la armonía de los colores que da la naturaleza.

La pintura le sigue atrayendo, y tanto que, en Lecceto, sede veraniega del seminario, pinta un fresco que representa a santo Tomás.

En este período, Florencia se ve sacudida por la guerra y ocupada por los alemanes, que se enfrentan al avance de los aliados. Los bombardeos son frecuentes y la ciudad está de rodillas. Las panaderías y las tiendas están cerradas. El pan y todos los productos de alimentación están racionados mediante la tessera, la cartilla de racionamiento. La comida escasea también en el seminario, y los familiares llevan a sus hijos alguna ayuda. Lorenzo es de salud enfermiza y no puede correr el riesgo de desnutrición.

Los Milani eran propietarios de tierras y envian a su hijo alimentos en abundancia y de calidad. Lorenzo no los guarda para sí, sino que propone hacer una cooperativa poniendo en común todo lo que llega para después distribuirlo de manera igualitaria entre todos.

Al oír la palabra «cooperativa», los superiores sintieron temor, porque el término evocaba la cultura de izquierdas, combatida por la Iglesia. Pero los muchachos siguieron llamándola «nuestra cooperativa».


Lucha por desprenderse de la educación del privilegio


El primer año de seminario, Lorenzo lucha encarnizadamente consigo mismo por desprenderse de las costumbres y de la educación recibidas anteriormente. Todo aspecto exterior debe desaparecer. Se rapa el cabello y comienza a construir con seriedad su formación espiritual. Quiere que sea sólida, que esté arraigada en lo más íntimo suyo, sin límites de tiempo para construirla.

Es una exigencia que le acarrea roces con el docente de Sagrada Escritura, Mons. Mario Tirapani. Al igual que los demás seminaristas, Lorenzo tiene mucho interés en profundizar en esta materia, mientras que las lecciones del monseñor se consideran absolutamente inadecuadas. Se limitan a una introducción general y a una pequeña antología de textos para comentar. No hay profundización crítica alguna ni temática religiosa que se desarrolle seriamente.

Los otros seminaristas toleran y callan. Lorenzo, en cambio, decide reaccionar con una singular contestación. Durante la lección se sienta en el último banco, al fondo del aula, teniendo frente a sí dos textos de gran nivel: el Merk, es decir, el Nuevo Testamento en edición bilingüe griego-latín, y el Lexicon de Zorell. Y estudia por su cuenta, sin seguir al profesor.

Para Mons. Tirapani, una de las principales virtudes del seminarista debía ser la obediencia pronta, ciega, absoluta, sin corazón y sin cerebro, por lo cual un joven como Lorenzo hace que salga urticaria con solo verlo. Varias veces expresó su parecer de que Lorenzo, tan «insolente» como era, no podía ser promovido.

En el examen, el joven Lorenzo siguió siendo coherente con su postura y, frente a la comisión examinadora, simplemente enmudeció. Quería suspender, y a toda pregunta, incluidas las más simples, respondió sereno y sonriente: «No sé, no lo he estudiado». La comisión constaba de tres miembros: el titular de la cátedra, Mons. Tirapani, Mons. Enrico Bartoletti, rector del seminario y docente de Hebreo y Teología, y un padre carmelita de Monte alle Croci. Frente a esta escena muda, Tirapani se irritó y exclamó: «¡Vosotros mismos lo veis! Calla también para las cosas más sencillas. No se le puede promover». Don Bartoletti, sacerdote con una visión mucho más amplia, conocía bien a Lorenzo y se dio cuenta de que la actitud era intencionadamente contestataria, por lo que echó agua al fuego: «No precipitemos las cosas, hay que darle confianza, estoy seguro de que es un joven valioso, solo tiene un fuerte deseo de ir a lo profundo en esta materia. En otras está muy preparado». Se le hizo otra pregunta, sumamente simple, y con su habitual sonrisa y su cabeza rapada respondió una vez más: «No sé, no lo he estudiado».

Tirapani extendió los brazos desconsolado: «¿Lo habéis oído? ¿Lo habéis oído?». El padre carmelita intentó ayudarle y, en voz baja, le sugirió una respuesta; y él, creando un embarazo general, respondió con calma: «El padre me sugirió que...».

La defensa de Don Bartoletti consiguió que no fuese suspendido y que se le admitiera al año siguiente, aunque con el mínimo de calificación.

Si ese modo de comportarse producía perplejidad y dudas en Mons. Tirapani, con sus compañeros se produjo el efecto contrario: toda barrera cayó, y Lorenzo pudo insertarse en el grupo. Efectivamente, no es difícil que quedaran fascinados por un tipo como él, intransigente y lleno de ironía consigo mismo, dominado por una mezcla de severidad y dulzura, un poco mal hablado, pero profundo en su razonamiento y en continua búsqueda para elaborar pensamientos nuevos.

En el dormitorio que compartían se creó un fuerte lazo de amistad y solidaridad. Los compañeros organizaron pequeñas escenas con sátiras divertidas, citando a veces también simpáticamente a Lorenzo y llamándole «pintor futurista asceta».

Por las tardes se encontraban para profundizar en los contenidos de las lecciones de la mañana y para buscar también otros aspectos y puntos de vista desde los cuales examinar las problemáticas. Particularmente viva era la confrontación sobre las cuestiones morales y sociales. Junto a Lorenzo se distinguían Bruno Borghi, Danilo Cubattoli, Alfredo Nesi, Auro Guibbolini, Renzo Rossi y Bruno Brandani, que animaban las discusiones, a veces también con algún acento crítico, hasta el punto de que un día el rector llamó a Renzo Rossi y le dijo: «Si tú, Milani, Borghi y Cubattoli dejarais el seminario, aquí retornaría la paz».

Lo referido por Renzo Rossi halla una confirmación indirecta en un escrito de Lorenzo seminarista. Se trata de una «tragedia» de un solo acto, una suerte de diálogo sobre la vida del seminario y el drama que viven cuando uno de ellos lo abandona en el momento de los votos. Lorenzo inserta en el diálogo estas dos frases: «Se equivoca la jerarquía en amar al seminario más que a los seminaristas», y «El buen orden del seminario, la uniformidad, la regularidad, el bien del seminario está antes que el de los individuos».

No sabemos si la «tragedia» subió a escena, pero ilustra la vivacidad y profunda religiosidad del grupo del que formaba parte Lorenzo.

Lorenzo introdujo a sus compañeros más allegados también en el conocimiento de su familia, y varias veces los invitó durante las vacaciones a la finca de Gigliola.

Él había renegado de su condición social, pero nunca renegó de su familia. Más aún, introducía a su madre en todo, le contaba con riqueza de detalles su vida en el seminario, le hablaba de sus compañeros y superiores, le pedía ayuda con la vestimenta de clérigo, obligándola a interesarse por sobrepellices, sotanas, alzacuellos, calcetines negros, toda ropa por la que su cultura sentía alergia, pero ella se hacía violencia por amor a su hijo.


Sacerdote ayudante en Montespertoli


En julio de 1947, Lorenzo Milani es ordenado sacerdote. Sus compañeros celebran la primera misa y, después, festejan en sus parroquias de procedencia. Él no tiene una parroquia así, por lo que oficia la primera misa en la iglesia de Don Bensi y festeja con los compañeros en la hacienda de la familia.

Fue una fiesta con cantos gregorianos tan elevados y armoniosos que se escuchaban también desde fuera. El novel sacerdote Milani también tocaba el acordeón.

En los meses que siguieron a la ordenación, todos los demás fueron asignados de forma estable como vicarios para ayudar a párrocos en las distintas parroquias de la diócesis. En el caso de Don Lorenzo, la curia tuvo dificultades para encontrar un sacerdote que le acogiera y decidió colocarlo provisionalmente en la parroquia de Montespertoli.

Él obedeció con algún malestar, porque su familia tenía tierras en ese municipio, con aparceros que lo llamaban il signorino, «el señorito».

Las aparcerías de la hacienda de Milani en Gigliola estaban en la región agraria de Montespertoli, en el valle de Chianti, dominadas por una gran casa señorial con canchas de tenis y un parque rodeado por entero por una alta valla de alambre detrás de la cual corrían dos fieros perros de Maremma listos para abalanzarse contra quien se acercara para curiosear. Aneja a la propiedad se encontraba la casa del mayoral, cuidador de los intereses de los dueños, que pasaban el invierno en Florencia y se trasladaban a la casa solariega durante el invierno o algún fin de semana.

Durante el día, el novel sacerdote Milani ayuda al párroco, pero tiene que regresar a la señorial casa de la familia para comer y dormir, y esto es para él un motivo más de sufrimiento, porque la señal es clara: estás en esta parroquia como aprendiz, pero aquí no podrás quedarte.

En cualquier caso, Lorenzo no se deja llevar por la autocompasión, sino que abre bien sus ojos nuevos a la realidad que lo circunda y comienza a intuir una verdad que afinará en los años siguientes: a saber, que la verdadera supremacía del fuerte sobre el débil está en la posesión de la cultura: para quien la posee, todo es libre elección; para los demás, solo triste suerte.

Lorenzo tiene solo 24 años, posee los instrumentos de ganador heredados de la familia. Ahora está entre los perdedores, cargado con la nueva fuerza que ha encontrado en el Evangelio, con la alegría de vivir y con el futuro por delante.

Él conjuga entonces esas fuerzas y decide emplearlas en favor de aquellos a los que la sociedad quiere vencidos y sometidos. Por eso propone a los chicos de las familias pobres que giran en torno a la parroquia que acudan a clase después del horario escolar, que él dará gratuitamente.

Abre de par en par para ellos las puertas de la casa familiar, pone a su disposición la cancha de tenis, pide que alejen los perros guardianes y organiza la escuela en una sala de la casa.

Los contrastes con el mayoral son inevitables en razón de lo que este considera un uso impropio de la hacienda. No eran esos los intereses de la familia Milani. Don Lorenzo responde que hablaría del asunto con su madre, pero que no desea ser obstaculizado. A su madre, empeñada en cuidar de la propiedad tras la muerte de su esposo, le dice: «Es mucho más hermoso y mejor para nosotros que estén jugando y estudiando dentro que mirando desde fuera llenos de rabia contra nosotros».

Pero es difícil ser comprendido y tener colaboración de alguien que, como el mayoral, recibe su paga por otros servicios. Milani busca una solución que pueda gestionar solo.

Decide ocupar una de las habitaciones de la servidumbre que tiene salida a la calle y la equipa para dar clases elementales a cuatro o cinco chicos. Para no perturbar la tranquilidad del mayoral coloca una campanilla en la ventana con una cuerda que baja hasta la calle. Quien lo buscaba podía llamar desde fuera a la hora que fuese y él bajaría a abrir.

La gente del lugar le mira con el estupor que suscita una persona un tanto extraña: «Ayer no había tenido paz y había dejado todo para hacerse sacerdote. Ahora ha reunido a estos muchachos, ha abierto la puerta de la casa señorial para ellos y hasta los hace jugar en la cancha de tenis y los atormenta con clases extraescolares. Pero ¿es eso todo?».

El estupor se transforma poco a poco en admiración cuando el exseñorito habla con la gente.

«Es un joven sacerdote de mirada profunda en un rostro abierto y sonriente que transmite alegría y hace el bien a los demás», se comenta ahora en el pueblo.


El muchacho campesino


En Montespertoli, Don Lorenzo se reencontró también con un joven campesino de su misma edad de cuya existencia había tenido conocimiento años antes y que vivía en una aparcería cerca de la casa señorial. Su padre era coordinador de la liga sindical de los aparceros de la zona. Este hombre llevaba en la piel las heridas de las injusticias sociales sufridas. La cercanía de los campos que labraba respecto de la casa señorial le mostraba cada día la escandalosa diferencia entre la vida de los señores que allí vivían y la condición de los campesinos, y esto acentuaba su rebelión interior. Un año convenció a los demás campesinos de la hacienda para que se organizaran a fin de reivindicar algunas mejoras en los cuartos de baño de las casas de labranza. Los existentes eran simples agujeros con tapa que descargaban directamente en los pozos negros que había debajo. A esos mismos pozos iban a parar también las aguas residuales de los establos, y algunos días el hedor era insoportable. Así pues, los campesinos presentaron sus requerimientos al mayoral, pero este, probablemente sin siquiera informar a los Milani, rechazó toda reivindicación. Los campesinos organizaron entonces una manifestación, llevando frente a la casa señorial sus bueyes de arar, que durante la protesta depositaron en el sitio una buena cantidad de mercancía maloliente.

Alice, la madre de Lorenzo, se mostró indignada y se preguntó intranquila qué querrían esos comunistas. Albano, el padre, fue mucho más conciliador y autorizó al mayoral a que asegurara a los campesinos que, en el lapso de algunos meses, se haría todo lo posible. La promesa se cumplió.

El joven Lorenzo había seguido la protesta desde dentro de la casa y había quedado impactado al observar a ese muchacho manejar con habilidad y seguridad una yunta de bueyes. Él se habría muerto de miedo.

Es un hecho que le estremece: es el niño rico que confronta su vida con la del niño pobre, y quién sabe si este episodio no contribuyó también a que en Lorenzo surgiera algún brote de la vergüenza que, años después, le impulsaría a huir de su condición de privilegiado.

Su hermana Elena, sin vincularlo a este episodio, contó acerca de la primera gran rabieta que tuvo Lorenzo de pequeño cuando se negó a ponerse un traje nuevo porque le daba vergüenza que le vieran los demás niños, hijos de los campesinos de Gigliola. Del mismo modo que relató la vergüenza que le daba salir de casa con los aparatos de ortodoncia.

Era el período en que comenzaba a ser perezoso en la escuela y a descuidar su salud, comportamientos que preocupaban no poco a Albano, su padre.

Durante los pocos meses que Don Lorenzo permaneció en Montespertoli se encontró varias veces con el muchacho de los bueyes, que, ya crecido, seguía el ejemplo de su padre y se empeñaba en la defensa de los labradores. Los dos jóvenes tuvieron una confrontación. El campesino le habló de los derechos que se les negaba a los aparceros. Don Lorenzo escuchaba y reflexionaba mientras el otro acusaba, afirmando que tampoco los sacerdotes eran muy distintos de los terratenientes y que, antes o después, unos y otros iban a terminar ahorcados. Don Lorenzo le objetó que no se podía generalizar, y que también el Evangelio condenaba a los ricos.

En cualquier caso, le agradeció diciéndole que había aprendido más hablando con él en esos días que durante los cuatro años de seminario. Le regaló una hoja escrita a máquina con las bienaventuranzas del evangelio firmada por «Lorenzo, sacerdote» y adornada con el dibujo de un sacerdote ahorcado.

Don Lorenzo Milani

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