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EL VICARIO

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En San Donato


Su experiencia sacerdotal en Montespertoli terminó pronto. Finalmente llegó el cambio. La curia lo nombró a título permanente vicario del anciano proposto de la parroquia de San Donato en Calenzano.

Don Pugi, el proposto-párroco, ya anciano y de complexión física un tanto pesada, no alcanzaba ya a hacer frente por sí solo a los compromisos pastorales que exigía la parroquia, que estaba en crecimiento.

Por eso había decidido pedir al cardenal un joven ayudante, pero la parroquia, pobre y sin recursos suficientes para mantener a un vicario, no se lo podía permitir. De todos modos reunió coraje y expuso toda la situación.

El cardenal le respondió: «Este año tengo a un joven, vocación adulta, de familia acomodada. Es un tipo un tanto extraño, pero buen cristiano. No tiene pretensión ninguna y quiere vivir pobremente. Por ahora no he encontrado ningún sacerdote que lo reciba de manera permanente. Está colaborando temporalmente en la parroquia de Montespertoli, pero no está a gusto, porque en ese municipio la familia tiene hacienda y aparcerías, y él no quiere permanecer allí. También el viejo párroco está a disgusto por ese motivo. Si usted lo quiere, se lo envío».

«Pero ¿sabe decir misa? ¿Sabe confesar?», preguntó Don Pugi. «Seguro, de otro modo no habría sido ordenado sacerdote», respondió el cardenal. «Entonces lo cojo», concluyó el anciano párroco.

El nuevo vicario llegó a Calenzano con el autobús de Florencia en la tarde del 11 de octubre de 1947. Llovía, y el párroco había llamado a la casa parroquial a algunos parroquianos para recibirlo festivamente. Envió a un grupito de jóvenes a esperarlo con paraguas. Cuando desde la plaza de la iglesia vio a los muchachos ascender junto al joven vicario con la maleta, hizo repicar festivamente las cuatro campanas de la iglesia. Una vez que hubo entrado en la casa le acompañó habitación por habitación y le abrió los cajones de los armarios mientras le decía: «Todo lo que hay en esta casa es tuyo». El dormitorio había sido preparado por Eda, la persona que cuidaba de la casa, prestando atención a cada detalle, y el párroco había hecho el último control para asegurarse de que todo estuviese en su sitio. Hizo trasladar algún mueble y añadir un sillón para permitirle descansar después de la comida.

Más tarde, Don Lorenzo despojará por completo ese dormitorio preparado con tanto cariño y dejará en él solamente lo esencial: una deteriorada mesita celeste en el centro de la habitación, un arcón con tablones clavados de forma más o menos lograda y un catre apoyado firmemente en cuatro ladrillos de albañilería.

La amable acogida en la nueva parroquia creó de inmediato un fuerte lazo entre el anciano y el nuevo sacerdote, entre la vieja familia y el recién llegado.


Derribar los muros


La parroquia de San Donato contaba en 1947 con 1.300 almas. Se encontraba en el municipio de Calenzano, un pueblo atrapado entre Florencia y Prato, donde, como en todas las parroquias de la «roja Toscana», se vivía un clima de feroz desavenencia entre comunistas y católicos. Con los comunistas excomulgados por la Iglesia como enemigos de Dios.

El joven sacerdote encontró un pueblo ideológicamente lacerado y de un bajísimo nivel cultural. Era una división que llevaba a los jóvenes obreros y campesinos, de diversas extracciones políticas, a combatirse entre ellos. Todos estaban muy lejos de pensar que las ideologías sin objetivos elevados son barreras creadas artificialmente para dividir al pueblo y dominarlo. Si, además, en la creación de estas fracturas participa también la Iglesia, los jóvenes no solamente se alejan en gran parte, sino que se ven inducidos a considerar al sacerdote como un enemigo que está del otro lado de la barricada.

La misma religiosidad de los que giran en torno a la parroquia era más bien superficial, de tipo tradicional y folclórico, con gran atención a las fiestas y procesiones, pero lejos de los sacramentos y a menudo con estilos de vida no coherentes con los valores evangélicos.

Don Lorenzo quería ser un sacerdote con los pies firmemente apoyados en la sociedad de su tiempo, con comprensión de los verdaderos problemas del pueblo, de todo el pueblo, y con la intención de hacerse cargo de ellos. Quería que la Iglesia estuviese alineada con las razones de los últimos y ayudara a hacer emerger los valores que Dios había escondido en sus corazones y en sus mentes. Pero se dio cuenta de que, para obtener esto, era necesario derribar muros.

Examinó con mente abierta e inteligente la situación de su parroquia. Vivió y tocó de forma directa la inmensa y no deseada cruz de la ignorancia y la miseria de los pobres, y se persuadió de que el sacerdote debe ser lo más profético posible. Debe saber leer en los ojos de la gente las verdaderas necesidades para echar por tierra lo que mantiene a los débiles en condiciones de inferioridad y marginados de la sociedad. Hay que devolverles su dignidad y hacerlos iguales a los demás. Le orientaba una fuerte guía no afectada por el desgaste del tiempo: el Evangelio.

El Evangelio es revolucionario porque está inequívocamente alineado e indica en qué dirección hay que impulsar para hacer que el mundo gire de manera justa. Se equivocan los comunistas al sostener que los contenidos del Evangelio invitan a la resignación, y se equivoca la Iglesia al dirigir la mirada hacia los poderosos en lugar de alinearse con las razones de los más débiles, de apoyarlos con el ejemplo y de amarlos con la fuerza vivificante de la palabra.

Por eso el joven vicario rechaza el oratorio parroquial y la organización de toda asociación católica, porque perpetúan las divisiones entre «buenos y malos», entre nosotros y ellos. El «nosotros» y el «ellos» de Don Lorenzo son los ricos y los pobres, los primeros y los últimos, los cultos y los incultos, los insertos y los marginados, los oprimidos y los opresores, los fuertes y los débiles. Son todas diferencias que hay que superar.

Por eso el sacerdote debe estar sin medias tintas del lado del más débil, encontrar palabras nuevas capaces de abrir el corazón y los oídos de tal modo que impulse a la acción por la reconquista de la robada dignidad humana.

La misión de la Iglesia es estar cerca de ellos, formarlos, armarlos con los instrumentos que los hagan iguales y los alienten a luchar por construir un mundo más justo.


La escuela popular


Don Lorenzo retoma y desarrolla en Calenzano la intuición que ya había tenido con los chicos de Montespertoli, según la cual la verdadera pobreza de los pobres estriba en la falta de conocimientos y de dominio de la palabra: dos armas poderosas que se deben conquistar si se quiere transmitir la fuerza innovadora del Evangelio y de la Constitución italiana.

Se empeña de inmediato en organizar una escuela popular para los obreros y campesinos de su pueblo.

Con la escuela se abren las mentes, se conoce y se es conocido a fondo, se forma y se es formado, se descubren y profundizan en común los objetivos válidos por los cuales vivir y luchar. Todo esto acerca a Dios.

Se trata de un giro, de una novedad absoluta respecto de la pastoral habitual en la Iglesia, de difícil comprensión y acogida por parte de los demás sacerdotes.

El joven vicario se mueve con la fuerza rompedora del convertido, sin ajustar ni limar para sí las aristas afiladas y cortantes del Evangelio, contra las cuales se hiere a sí mismo y hiere a los demás.

La energía y la fuerza con las que actúa parecen no conocer límites.

Nuevo es también el lenguaje, sin parentesco ni siquiera lejano con el utilizado por los demás sacerdotes. Nada de lamentos ni de tonos buenistas y acomodaticios, sino palabras fuertes e incisivas que llegan, sacuden y mueven los sentimientos más elevados, escondidos en la conciencia de todo ser humano.

A su amigo Cesare Locatelli, que le hace notar que un día escuchó salir de sus labios un lenguaje no precisamente edificante, le responde:


Siempre he sido un malhablado. Haré todo lo posible por dejar de serlo. Si todavía no lo he logrado, es porque nunca le di tanta importancia. ¿Qué quieres que me importe lo que dicen los demás cuando la lucha es por estar en gracia de Dios? Si estoy en gracia no hago mal a nadie, tampoco si me expreso con palabrotas. Si no estoy en gracia, hago siempre el mal a todos, aunque hable todo de Jesús y de María.


El suyo es un lenguaje cortante que trae a la memoria el Evangelio, que no es acomodaticio, sino chocante. «No he venido a traer la paz, sino la espada». La espada es la del guerrero de Dios, que no asesta el golpe al azar, sino que corta decidido donde está el mal, sin piedad, como hace el bisturí del buen cirujano.

Quiere ser sacerdote, siervo de Dios, comprendido por todos con la palabra, pero sobre todo con el ejemplo. Por eso es esencial la limpieza interior que otorga la gracia de Dios, que refuerza la fe y que Don Lorenzo busca constantemente en la confesión.

En efecto, la fe es un gran consuelo para quien logra estar en gracia de Dios, y regala una limpieza que hace resplandecer al sacerdote con una luz nueva.

El primer día de escuela pone de inmediato las cosas en claro diciendo: «Os juro que os diré siempre la verdad, aunque no haga honor a mi empresa, la Iglesia».

Se trata de una escuela que, desde los primeros pasos, se impone con la atrayente novedad de romper los viejos esquemas y de mantener juntos en la casa parroquial, sentados a la misma mesa, a creyentes y no creyentes, militantes de partidos y sindicatos diferentes, unidos por el deseo de saber y el anhelo de rescate social; un hecho perturbador para una época en que se entregaban distintivos para poner en el ojal y así marcar las diferencias.

El mundo católico tradicional recibió la escuela popular con recelo, y esto se transformó muy pronto en motivo de conflicto: ese sacerdote está equivocando el camino, no puede poner en el mismo plano a fieles y a gente alejada de la Iglesia. Hay que detenerlo.

Un día, un muchacho de una sólida familia católica criticó a Don Lorenzo diciéndole: «Pero ¿usted enseña también al que es comunista y declarado enemigo de la Iglesia?». Él respondió: «Yo enseño el bien y a ser una persona mejor. Si después sigue siendo comunista, será un comunista mejor». A la acusación de haber dividido al pueblo replicaba: «Yo no lo he dividido, sino que lo he encontrado ya dividido. Solo he elegido de qué parte estar: me he alineado de parte de los pobres».

La suya era una escuela que formaba a los jóvenes en una conciencia crítica, indicando objetivos nobles por los cuales comprometerse. Así los jóvenes obreros y campesinos de toda proveniencia ideológica llenaron de forma creciente la casa parroquial y la iglesia con una vivacidad y un entusiasmo que no se encontraban en las parroquias vecinas, que iban cultivando a duras penas su tradicional huertecillo humano.

Don Lorenzo transmite con la escuela valores evangélicos que no necesitan mediación, sino ser aplicados sin excusas ni componendas, y que impulsan al sacerdote no a conservar, sino a asumir la función de estímulo y de guía hacia un cambio de la sociedad, porque la injusticia social, antes que ofender a los hombres, ofende a Dios.

La fuerza de los argumentos, la vitalidad y sobre todo el ejemplo de vida del joven vicario se convierten muy pronto para los muchachos que frecuentan esa escuela en valores que asimilar y practicar como modelo de vida nueva.

Animados por su vicario, se comprometen para ayudar a un orfanato existente en su territorio. Luchan por eliminar la costumbre de hacer participar a los huérfanos en los cortejos fúnebres a cambio de una compensación económica al colegio por parte de los parientes del difunto. Sostienen que el lugar que corresponde a los chicos es la escuela, la vida social con sus coetáneos, no los funerales. Los liberan también de la humillación de ir por las casas pidiendo limosna. Cogen el carrito de tracción humana que utilizaban los huérfanos y ellos mismos van periódicamente casa por casa a reunir alimentos y donaciones para el sostenimiento del colegio. En estas salidas, los jóvenes notan un hecho curioso: cuando está con ellos Don Lorenzo, las familias católicas más conocidas son generosas a la hora de donar y hacen todo lo posible por ser notadas por el sacerdote. Por el contrario, cuando van solos, no dan nada, diciendo que ya han donado en abundancia la vez anterior. Una hipocresía que Don Lorenzo no renunció a remarcar cuando le fue referida.

El vicario dedica sus cuidados a los huérfanos también como sacerdote y maestro, pasa a ser su confidente y confesor. Les ayuda en las tareas escolares, escribe farsas divertidas para recitar en común. Juega también al fútbol con ellos y las risas de los chicos son incontenibles cuando, al correr torpemente a causa de la sotana, cae a veces y rueda por tierra.

Aparte de ayudar al colegio vemos a esos jóvenes empeñados en el río junto a Don Lorenzo, tamizando la arena para los trabajos de recuperación de una capilla en desuso y, más tarde, para construirle la casa a una viuda y a sus hijos, que habían perdido al padre en un dramático accidente de trabajo.

Se encuentran en las plazas para impugnar las mentiras de los oradores de los distintos partidos políticos y organizar conferencias y debates públicos sobre los problemas de actualidad.


Giacomino


Se ocupan de los que viven rechazados por todos, como Giacomino, el alcohólico que le hace todo tipo de fechorías a su mujer, que al final, indignada, lo echa de casa. Él se va

a vivir solo y lleva una vida de marginado, pero siente la soledad y todas las mañanas se presenta temprano junto a la reja de la ventana de la planta baja de la casa de su mujer para implorar que lo reciba de nuevo. Ella ha terminado definitivamente con él y le echa siempre cerrándole la ventana en la cara. Tras el cristal de la ventana aparece una mañana el perfil del marido con los ojos desorbitados, inmóvil. Se había ahorcado en la reja. La pobre mujer grita desesperada: «¡Has querido hacerme también este último desprecio!».

La noticia del suicidio se difunde velozmente por el pueblo; vienen los carabineros y también el joven vicario. Juntos cubren el cuerpo con una manta en espera de los procedimientos para su levantamiento.

El magistrado acepta la propuesta del vicario de ocuparse del cadáver. En el bolsillo de su vestimenta encuentran una nota: «Soy Giacomino, hombre perverso. No recéis por mí, que es tiempo perdido».

En esa época no se permitía el funeral religioso al suicida. Pero Don Lorenzo y sus jóvenes acompañan el féretro al cementerio para la sepultura.

El pequeño cortejo fúnebre se cruza durante su camino con Alfredo, un muchacho de 18 años que va camino de regreso a casa. Cae ya la tarde, y el pequeño grupo con el féretro y el sacerdote le impresiona un poco, pero se une también él a la comitiva. Al regreso le acompaña Don Lorenzo. Alfredo frecuentaba intermitentemente la escuela popular, pero los dos no habían tenido nunca una charla verdadera y profunda. Esa tarde aprovechan la ocasión. Hablan del misterio de la vida y de la muerte, de Giacomino, que había tirado un hermoso don de Dios como es la vida. El joven se abre y confía al sacerdote su deseo de dejar su tierra por el trabajo en la fábrica y por sus aspiraciones para el futuro. Don Lorenzo le convence de que frecuente de forma regular la escuela popular, y después le pregunta: «¿Cómo van las cosas con el alma?». Y de rodillas, en medio del campo, no lejos de su casa campesina, con los perros ladrando a distancia, le oye en confesión. A partir de ese día Alfredo frecuentó de manera regular la escuela y se unió a los otros jóvenes a los que la obra de un sacerdote estaba transformando en personas socialmente comprometidas y combativas.


Los primeros contrastes


Desde luego, el motor que impulsa y arrastra, con una energía sin límites, es siempre él, el joven y dinámico vicario. En torno a él el aire no se estanca nunca. Su modo nuevo de ser sacerdote y el entusiasmo con el que llena a los jóvenes se convierte gradualmente para gran parte del pueblo en un ejemplo del modo en que debe actuar un buen cristiano.

La gente de la calle, las piadosas amas de casa y todos los que se habían alejado de la parroquia lo resumen todo con esta frase: «Este sí que es un buen sacerdote, que no le toma el pelo a la gente con bonitas frases predicadas desde el altar, sino que hace y enseña el bien. Él sí que está con los pobres».

No son de la misma opinión los biempensantes del pueblo y gran parte de los sacerdotes de la zona.

Para ellos, Don Lorenzo no es un ejemplo a seguir, sino un sembrador de discordias llevadas adelante como acto de acusación contra su modo de ser cristianos, su actuar como sacerdotes: una ofensa que había que parar. Es así como se alían y comienzan a tramar acciones insidiosas de oposición y maledicencia.


Dos Iglesias que se enfrentan


Son dos modos diferentes de ser sacerdote y de ser Iglesia que se enfrentan y chocan: por un lado está la Iglesia que considera que se está bien estando inserta y en línea con los intereses constituidos, la Iglesia que apoya a los gobiernos amigos y es apoyada por ellos, que es más fuerte e influyente en la sociedad y, consiguientemente, alcanza mejor el objetivo de servir a Dios. Por otro está el sacerdote de la Iglesia de Pedro, que está convencido de servir a Dios con la lucha contra las injusticias sociales, con el compromiso para elevar cultural y religiosamente a los más marginados, enfrentándose a los fuertes y favoreciendo a los débiles. Esto hace a la Iglesia más amada por el pueblo y, por tanto, más fuerte e influyente en la sociedad.

Para el vicario no se puede servir a dos señores: él choca contra el tradicional mundo católico de Calenzano, que, con actitudes cada vez más hostiles y malvadas, obstaculiza y combate lo nuevo que él encarna.

El que contrarresta y frena los ataques frontales es el viejo proposto, que hace de escudo al joven ayudante: le defiende y le alaba, aunque no siempre le entiende, pero lo considera un ejemplo de buen cristiano. Ve que los jóvenes le siguen y que, desde que él está allí, llenan la iglesia y la casa parroquial.

Tampoco los notables comunistas pueden ver ni pintado al incansable vicario. Los más despiertos advierten: «Ese cura es mucho más dañino para nosotros que todos los otros juntos, que desde el altar truenan contra nosotros. Él, en cambio, nos quita el terreno bajo los pies, porque da voz y fuerza al ansia de justicia de nuestros jóvenes y llega donde nosotros no sabemos llegar o no tenemos el coraje de llegar».

Día tras día crece en el pueblo la división entre los seguidores del vicario y sus adversarios, y lamentablemente aumenta también la precariedad del anciano párroco, las fuerzas le abandonan y cada vez más a menudo se ve obligado a permanecer en cama. De hecho, Don Lorenzo lo reemplaza en todas las funciones, informándole siempre e implicándole de manera entusiasta en todas sus iniciativas.

El anciano sacerdote escucha y a veces sonríe y sacude paternalmente la cabeza comentando: «Eres un eterno iluso, pero es hermoso verte tan entusiasta y esperanzado».


El refugio en el corazón de su madre y en el diálogo

con Dios


Sin embargo, tampoco al entusiasta y eterno iluso le faltan momentos de desilusión y desconsuelo. Entonces se refugia en la comprensión de su madre.

La figura materna era muy importante para Don Lorenzo. También como hombre maduro y como guía de sus muchachos se siente hijo engendrado, amoroso y respetuoso.

A su madre le cuenta todo, sabiendo que ella está siempre dispuesta para escuchar lo bueno y lo malo que les sucede a sus hijos y que en ella puede encontrar escucha, consejo y comprensión.

Lorenzo no abandonó nunca la certeza de que la alegría de una madre consiste en aceptar como propias las alegrías y los sufrimientos de los hijos y sus elecciones de vida. También cuando son elecciones totalmente diferentes de los valores con los que crecieron, como fue el caso de su compromiso sacerdotal, sus posiciones sociales y su renuncia total a la propiedad de la familia.

A ella no le esconde sus penas para mostrarle solamente una máscara de sonrisa, dedicación y sacerdocio, sino que también como sacerdote se echa a sus pies como un niño desdichado que tiene necesidad de ser escuchado en lugar de siempre escuchar.

A veces ella se alarma y rezuma sufrimiento por el hijo:


Mi querido Lorenzo [...]:


Cuántas veces me dicen: «Feliz usted, Lorenzo es muy buena persona», y yo digo, y muy a menudo pienso, que no saben cuán grande es el sufrimiento y la lucha. Pero no quiero creer que estés desesperado: no lo estás, no sería posible que dieras tanta luz a tantos. Eres muy injusto si dices que no amo a tus criaturas, la escuela, el catecismo, el libro, tus artículos. Sabes cuánto interés apasionado pongo en eso. En cuanto a la propiedad, yo no la siento como una culpa. ¿Por qué quieres pedirme más de lo que puedo hacer? Te ayudaré y te ayudará Dios, nunca he osado decir ese nombre frente a ti, pero hoy me viene del corazón.

Don Lorenzo Milani

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