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Capítulo 2

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JO INSPIRÓ profundamente antes de servir los espaguetis con albóndigas en dos platos. Si a Mac se le ocurría meterse con lo que había cocinado le… ¿Qué?, ¿le echaría la comida encima? No podía hacer eso; aunque criticase lo que había preparado, debía mostrarse calmada y despreocupada, como hacía siempre, y fingir que sus comentarios no le afectaban en lo más mínimo.

Tomó los platos y fue al comedor. Puso uno frente a Mac y el otro en su sitio, frente a él. Mac no miró la comida, pero sí se quedó mirándola a ella de mal humor. ¿Iba a seguir enfurruñado toda la semana? Genial…

Ella se sentó y se quedó mirándolo también; no iba a dejarse intimidar. De hecho, su enfado y sus gritos eran algo con lo que había contado. No en vano lo llamaban «Mad Mac», Mac el loco.

La prensa amarilla le había echado la culpa del accidente, diciendo que nunca habría ocurrido si no fuese tan intimidante. Lo cual era una estupidez, ella sabía por Russ que su hermano no era como se mostraba en televisión.

Russ le había contado que su mal genio y su poca paciencia en pantalla no habían sido sino parte de un estudiado guion para incrementar los índices de audiencia. Y había funcionado.

Lo que la descolocaba era que se estuviese comportando como un crío, negándose a dirigirle la palabra.

–¿Qué? –le espetó él al ver que no apartaba la mirada.

Jo sacudió la cabeza, unió las manos y bajó la vista para bendecir la mesa.

–Señor, te damos las gracias por los alimentos que vamos a recibir. Amén –dijo, y cortó a la mitad una albóndiga con el tenedor.

–¿Eres una persona religiosa? –le preguntó Mac.

–No –si había pronunciado aquella breve oración, había sido para enfrentarse a su incómodo silencio–. Bueno, sí creo que hay algo por encima de nosotros; sea lo que sea. Y dar gracias antes de empezar a comer es una buena costumbre. No está de más acordarse de vez en cuando de que tenemos muchas cosas por las que dar gracias.

Mac frunció aún más el ceño.

–¿De verdad piensas que esto va a funcionar?, ¿que puedes hacer que mi vida cambie con solo…?

Jo soltó los cubiertos y sacudió de nuevo la cabeza, con incredulidad.

–No todo gira en torno a ti, ¿sabes? –le espetó–. Puede que tenga algún motivo personal para haber venido. Te estás comportando como un idiota, ¿sabes? Si quieres que te sea sincera, me da igual si quieres autodestruirte, pero al menos podrías esperar a que a Russ lo hayan operado y se haya recuperado.

–No estás siendo muy educada.

–Tampoco tú. Y me niego a hacer ningún esfuerzo por mostrarme educada contigo mientras sigas comportándote como un niño con una rabieta. No soy tu madre; no tengo que hacerte carantoñas para que se te pase el enfado.

Él se quedó mirándola boquiabierto.

–Come algo –lo instó Jo–. Si estamos ocupados masticando, no tendremos que hacer un esfuerzo por conversar.

Sus palabras hicieron reír a Mac, y la risa transformó su rostro por completo. Las cicatrices de las quemaduras seguían ahí, sí, pero sus ojos se iluminaron, y por un momento le recordó al Mac al que tantas veces había visto en televisión.

Mac cortó un trozo de albóndiga, se lo llevó a la boca con el tenedor y masticó en silencio.

–No está mal –dictaminó, y probó también los espaguetis–. De hecho, está bastante bueno.

Ya… Seguro que solo estaba haciéndole la pelota porque tenía miedo de lo que pudiera decirle a Russ.

–O, para ser justos, debería decir que está muy bueno, teniendo en cuenta lo poco que tenía en la nevera.

Al oírle decir eso Jo casi le creyó. Era verdad que la nevera estaba casi vacía.

–Mañana iré a comprar comida. Creo que estamos a medio camino entre Forster y Taree, ¿no? ¿Alguna sugerencia de a dónde debería ir?

–No.

Jo se quedó esperando a que dijera algo más, y cuando Mac no añadió nada a esa áspera negativa, sacudió la cabeza y siguió comiendo. Había sido un día muy largo y estaba hambrienta y cansada. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que Mac había dejado de comer y estaba mirándola, detuvo su mano en el aire, con el tenedor a unos centímetros de su boca y le preguntó:

–¿Qué pasa?

–No pretendía ser grosero con esa respuesta. Es que no he estado ni en Forster ni en Taree. Pero pedía por teléfono lo que necesitaba a un supermercado de Forster.

–¿Has dicho que lo «pedías»?

Mac frunció el ceño.

–El tipo que traía los pedidos era incapaz de seguir mis instrucciones.

Ah… Lo cual traducido al lenguaje común sin duda significaba que el repartidor había invadido su privacidad, la privacidad de la que era tan celoso.

–Ya. Bueno, entonces supongo que probaré suerte en Forster –respondió ella. Cuando Mac continuó comiendo, carraspeó y le dijo–: Espero que Russ te advirtiera de que lo de cocinar no se me da muy bien.

Él dejó de comer y levantó la vista del plato.

–En realidad me dijo que no cocinabas mal del todo –contestó con franqueza–, y a juzgar por lo que has preparado, diría que es una descripción bastante acertada. ¿Te intimida cocinar para…?

–¿Para un chef de renombre mundial? –acabó Jo la frase por él–. Pues sí, un poco. Solo confío en que no esperes demasiado de mis guisos.

–Te prometo que no criticaré lo que cocines; me limitaré a mostrarme… agradecido por lo que me sirvas.

–He visto que tienes garaje –dijo Jo alargando la mano hacia el plato con los panes de ajo.

Mac también había alargado la suya para tomar uno, pero se detuvo y dejó que ella se sirviese primero. Tenía unas manos bonitas, fuertes y con unos dedos largos; se había fijado en sus manos muchas veces cuando lo había visto en televisión.

–Me preguntaba si podría aparcar dentro mi todoterreno yo también. Imagino que la brisa del mar no debe ser muy buena para la carrocería.

–Claro, no hay problema.

Mientras seguían comiendo, se dio cuenta de que Mac estaba observándola por el rabillo del ojo. Se preguntó qué pensaría de ella. Desde luego no se parecía en nada a las mujeres con las que aparecía siempre en las revistas y los periódicos. Para empezar por su altura; era más alta que la mayoría de los hombres.

–Por lo que me ha dicho Russ, te preocupas mucho por él –dijo Mac de pronto.

Ella levantó la cabeza.

–Bueno, es lo normal, ¿no?

Mac frunció el ceño.

–¿Estás enamorada de él? Es mayor para ti, ¿sabes?

Aquello la sorprendió tanto que se echó a reír.

–Estás de broma, ¿no? –le preguntó, rebañando con un trozo de pan la salsa que quedaba en su plato.

Él volvió a fruncir el ceño.

–No.

–Quiero a tu hermano, pero solo como amigo; no estoy enamorada de él. Eso sería una pesadilla –contestó ella, limpiándose las manos en la servilleta.

–¿Por qué?

–Porque no soy masoquista. Tu hermano y tú tenéis gustos parecidos en lo que a mujeres se refiere. Los dos salís con rubias bajitas y delicadas, perfectamente maquilladas, que llevan vestidos atrevidos y tacones de vértigo.

Ella no había metido ni un vestido en la maleta, ni tenía un solo par de zapatos de tacón.

El rostro de él se ensombreció, y apartó el plato.

–¿Y qué diablos sabes tú de qué clase de mujer me gusta? –se giró, ocultándole las cicatrices del rostro.

–Nada –admitió ella–. Mis suposiciones se basan en las fotos que he visto en la prensa y en lo que me ha contado Russ.

–Pues haces que suene como si fuésemos de lo más superficiales. Pero puedo asegurarte que esas mujeres que has descrito ahora mismo ni me mirarían.

–Solo si fuesen superficiales –apuntó ella–. Además, la belleza y la superficialidad no siempre van de la mano –apostilló.

Mac abrió la boca para decir algo, pero ella lo interrumpió.

–Y de todos modos, que sepas que no voy a sentir lástima por ti. Yo nunca he sido lo que la gente considera «guapa», y he aprendido a valorar otras cosas. Tú crees que ahora los demás, cuando te miren, ya no verán tu atractivo físico, pero…

–¡No lo creo; lo sé!

Estaba equivocado, completamente equivocado.

–Pues nada, bienvenido al club.

Él se quedó boquiabierto.

–No es el fin del mundo, ¿sabes? –le dijo Jo.

Mac continuó mirándola un buen rato antes de inclinarse hacia delante para preguntarle:

–¿Vas a decirme cuál es el verdadero motivo por el que has venido aquí?

Jo lo miró también, y le entraron ganas de echarse a llorar, porque quería pedirle que le enseñara a cocinar, pero él parecía tan enfadado y traumatizado por lo del accidente que sabía que le respondería con un no rotundo.

–Si he venido, es para asegurarme de que no echarás a perder todos mis esfuerzos con Russ.

Mac se echó hacia atrás en su asiento.

–¿Tus esfuerzos?

Jo sabía que lo que debería hacer era levantarse y empezar a recoger la mesa, pero Mac tenía que enterarse al menos de un par de cosas.

–¿Tienes idea de lo agotador que es hacerle la reanimación cardiopulmonar a una persona durante cinco minutos seguidos? –era lo que ella había hecho por Russ.

Mac negó lentamente con la cabeza.

–Pues lo es; es agotador. Y durante todo ese tiempo el pánico se apodera de ti, y tu mente no para de intentar llegar a algún acuerdo con Dios.

–¿Un acuerdo… con Dios?

–Sí, piensas cosas como: «Si salvas a Russ, te prometo que no volveré a hablar mal de nadie», «me portaré mejor con mi abuela y mi tía abuela», «me enfrentaré a mis peores temores»… –Jo se echó el pelo hacia atrás–. Ya sabes, la clase de promesas que son casi imposibles de cumplir –bajó la vista a su vaso de agua–. Fueron los cinco minutos más largos de mi vida.

–Pero le salvaste; hiciste algo extraordinario.

–La verdad es que aún no me lo creo.

–Y has venido para tenerme vigilado y asegurarte de que no interferiré en su recuperación, ¿no es eso?

–Algo así. Quería venir él a ver cómo estabas, pero no me parecía que fuera una buena idea. Pero, volviendo a mí, no lo has entendido bien: es Russ quien me está haciendo un favor a mí al haberte convencido para que me contratases. ¿Sabes?, cuando tuvo el infarto, el miedo que pasé hizo que me replanteara mi vida. Me obligó a reconocer que hasta ahora no he sido muy feliz, y que no me gustaba el trabajo que hacía. No quiero pasar los próximos veinte años sintiéndome así –le explicó–. Por eso, cuando Russ se enteró de que necesitabas una empleada del hogar y me preguntó si estaría interesada, le dije que sí sin pensármelo. Así tendré tiempo para pensar y trazar un nuevo rumbo.

Mac se quedó mirándola.

–O sea, que quieres darle un giro a tu vida.

Jo asintió.

–¿Y qué quieres hacer?

–No tengo ni idea.

Mac no quería dejarse conmover por su historia, pero la verdad era que lo había conmovido. Tal vez porque se la había relatado sin darse importancia por haberle salvado la vida a su hermano. O quizá porque comprendía muy bien esa sensación de insatisfacción que le había descrito.

La admiraba; él se había aislado del mundo y estaba compadeciéndose de sí mismo, mientras que ella estaba decidida a pelear y cambiar las cosas. Quizá pudiera aprender de ella y rehacer su vida…

Cortó de inmediato ese pensamiento. No, no lo merecía. Había arruinado la vida de otra persona; lo único que merecía era pasar el resto de su vida redimiendo su culpa.

–Estás equivocada, ¿sabes? –le dijo.

Ella alzó la vista y parpadeó.

–¿Respecto a qué?

–Pues a que parece que piensas que eres fea; invisible incluso.

–¿Invisible? –Jo se rio por la nariz–. Mido un metro ochenta y dos y tengo una constitución física que algunos, de forma caritativa, llaman «generosa». Si algo no soy, es invisible.

«De constitución generosa» era la forma perfecta para describirla, se dijo él, pensando en las gloriosas curvas de su cuerpo.

–Pues a mí me parece que eres una mujer llamativa –comentó. No podía creerse lo que le estaba diciendo. Solo le faltaba ponerse a babear–. ¿Y qué si eres alta? Tu figura está bien proporcionada. Además, tienes unos ojos preciosos, un pelo brillante, y un cutis por el que muchas mujeres matarían. Puede que no encajes en los cánones de belleza de las portadas de las revistas, pero eso no significa que no seas guapa. Deja de tirarte por tierra a ti misma. Te aseguro que no eres nada fea.

Ella se sonrojó, y se quedó mirándolo boquiabierta. Mac frunció el ceño y se movió incómodo en su asiento.

–Es verdad, no lo eres.

Jo, aún azorada, cerró la boca y se quedó callada un instante antes de balbucir:

–Hay… también hay otra razón por la que acepté este trabajo.

Aquella confesión y lo adorable que estaba cuando se sonrojaba, hizo que a Mac le entraran ganas de sonreír.

–¿Cuál?

Jo se humedeció los carnosos labios.

–La otra razón por la que acepté este trabajo es que… que quería pedirte que me enseñes a cocinar –contrajo el rostro–. O, bueno, para ser más exactos, que me enseñaras a hacer una pirámide de macarrones dulces.

Mac se quedó paralizado, como si todos los músculos se le hubieran puestos rígidos. Tuvo que tragar saliva tres veces porque se le había hecho un nudo en la garganta del tamaño de una pelota de golf.

–No –la palabra salió de sus labios como un graznido–. Ni hablar. No volveré a cocinar nunca.

–Pero…

–Jamás –la cortó, fijando su mirada en ella. Jo se estremeció–. Ni hablar –repitió, y se levantó de la mesa–. Y ahora, si no te importa, voy a seguir con mi libro un poco antes de irme a la cama. Mañana me llevaré mi ropa al dormitorio de enfrente, para cumplir con tu condición de que no duerma donde trabajo.

Ella pareció recobrar la compostura.

–La limpiaré mañana a primera hora –murmuró.

Eso le recordó a Mac que había dicho que al día siguiente iba a ir a comprar comida.

–En la encimera de la cocina hay una bote de lata con dinero, para que puedas comprar lo que haga falta: comida, productos de limpieza… lo que sea.

–Bien.

Mac se dio la vuelta y, aunque le temblaban las rodillas, subió al piso de arriba y no se detuvo hasta llegar a su habitación. Se sentó frente al escritorio y hundió el rostro en las manos mientras intentaba calmarse. ¿Enseñarle a cocinar? Imposible.

El corazón le martilleaba, igual que la cabeza, y los latidos resonaban con tal fuerza en sus oídos que no podía oír nada más. No supo cuánto tardó su corazón en calmarse, ni cuánto tardó su respiración en retornar a un ritmo natural. Se le hizo una eternidad.

Cuando por fin levantó la cabeza, se repitió con firmeza que no podía hacer lo que le pedía Jo. Le había salvado la vida a su hermano y estaba en deuda con ella, pero no podía enseñarle a cocinar.

Se levantó y salió al balcón, bañado por la luz de la luna. Bajo el oscuro paño estrellado del cielo, el mar estaba en calma. Recordó el modo en que había abandonado el comedor, y se pasó una mano por el cabello. Jo debía estar pensando que había perdido el juicio, tanto tiempo allí encerrado. Inspiró, y apoyó las manos en la barandilla.

Quizá no pudiera hacerle el favor que le había pedido, pero tal vez si pudiera ayudarla en la búsqueda de su nueva vocación. Cuanto antes la encontrara, antes se marcharía y lo dejaría en paz.

Una risa amarga escapó de su garganta. Jamás hallaría la paz porque no la merecía. Pero si al menos conseguía que Jo se fuese, con eso se daría por satisfecho.

Mac llevaba una hora despierto cuando oyó a Jo subir con paso firme las escaleras, recorrer el pasillo, y abrir una puerta. Sin duda iba a limpiar la habitación frente a la suya, como le había prometido. Necesitaba su «dosis» de cafeína para empezar el día, pero no se había atrevido a aventurarse fuera del dormitorio porque no se sentía preparado para ver a Jo después de su comportamiento de la noche pasada.

Podría aprovechar y bajar ahora que estaba ocupada, pensó. Si se diese prisa en bajar y subir tal vez no se la encontraría. Sin embargo, no quería que pareciese que la estaba evitando porque podría contárselo a Russ.

Apartó la ropa de la cama, se puso unos vaqueros limpios y una sudadera, y entró en el baño para echarse un poco de agua en la cara. Luego fue hasta la puerta del dormitorio, contó hasta tres, y la abrió. Jo estaba en la habitación de enfrente, barriendo el suelo de espaldas a él.

–Buenos días –la saludó.

Ella se volvió.

–Buenos días. ¿Has dormido bien?

Por sorprendente que fuera, la verdad era que sí.

–Sí, gracias –contestó, y luego recordó que debía ser cortés y le preguntó–: ¿Y tú?

–No, pero la primera noche que paso fuera de casa nunca duermo bien. Además, ayer conduje un montón de horas, y estaba agotada. Seguro que esta noche dormiré como un bebé.

Mac movió los hombros para desentumecerlos.

–¿Cuántas horas tenías de trayecto hasta aquí?

–Cinco.

¿Cinco horas? Mac se sintió avergonzado de sí mismo. Había conducido cinco horas y al llegar se había encontrado con un cretino que la había tratado de un modo de lo más grosero.

–Mac, tenemos que hablar de cuáles serán mis tareas –le dijo Jo–. Quiero decir que todavía no sé si quieres que te prepare el desayuno cada mañana, por ejemplo. ¿Y qué hay del almuerzo?

–El almuerzo me lo prepararé yo. Y en cuanto al desayuno… bueno, por eso tampoco tienes que preocuparte.

–¿Eres de los que se toman un café bebido y poco más?

Había dado en el clavo. No respondió, y se quedó esperando que le echara un sermón, pero en vez de eso Jo le confesó:

–Igual que yo. Ya sé que dicen que es la comida más importante del día y todo ese rollo –dijo poniendo los ojos en blanco–, pero yo tan temprano no tengo mucha hambre, y si alguien me toca las narices antes de que me haya tomado mi taza de café, no respondo de mis actos.

Mac se rio, pero se cuidó de mantener ligeramente girado el rostro, para que no pudiera ver sus cicatrices. Jo no había dado muestras de que la repugnaran ni nada de eso, pero él sabía qué aspecto tenían, y si podía ahorrarle el tener que verlas, iba a hacerlo.

–Y hablando del desayuno, he preparado café, por si quieres un poco –añadió Jo.

Él asintió, y estaba ya llegando a las escaleras cuando se volvió y la llamó. Jo asomó la cabeza por la puerta abierta.

–¿Sí?

–No vayas a intentar dejar toda la casa reluciente hoy –le dijo Mac–. Hace tiempo que decidí prescindir del servicio y el tema de la limpieza lo he tenido un poco abandonado –cuando ella enarcó las cejas al oír eso, puntualizó–: Bueno, bastante abandonado.

Jo se limitó a asentir antes de volver al trabajo, y él bajó a la cocina, a tomarse esa taza de café que él también necesitaba para empezar el día.

Cuando oyó a Jo llegar a casa tras su expedición a Forster en busca de víveres, la reacción instintiva de Mac fue seguir escondiéndose de ella en su habitación. Miró la receta a medio escribir en la pantalla del ordenador y se levantó. Tal vez si bajara e hiciese algo distinto durante media hora podría recordar cuánto había que reducir el caldo. Si pudiese verlo físicamente en una cacerola y olerlo obtendría la respuesta al instante…

Maldijo entre dientes y bajó a ayudar a Jo a descargar las cosas del todoterreno.

–¿Has tenido problemas para encontrar el supermercado? –le preguntó mientras llevaban las bolsas dentro, por hablar de algo.

–No, una mujer muy amable me indicó dónde estaba.

Cuando todas las bolsas estaban ya en la cocina, Mac no sabía muy bien qué hacer, así que se sirvió un vaso de agua y se quedó apoyado en el fregadero, tomándoselo a sorbos mientras ella sacaba las cosas.

Había comprado varias bandejas de carne: filetes de ternera, carne picada, pollo…, pero también vio salir de las bolsas unos cuantos precocinados que le hicieron fruncir el ceño: pastel de carne y pizza congelada. ¡Y varitas rebozadas de merluza, por amor de Dios!

–¿Qué diablos es eso? –dijo señalándolos.

–Me imagino que esa pregunta no estás haciéndomela en sentido literal, ¿no? –contestó ella.

Lo había dicho en un tono burlón, como el que una madre emplearía con un niño travieso.

–¿Es un castigo por haberme negado a enseñarte a cocinar?

Jo acabó de guardar los congelados y se volvió hacia él con los brazos en jarras.

–Pues claro que no, ¡qué tontería! He ido a comprar comida y…

–Eso no es comida. ¡Es basura precocinada con un montón de aditivos!

–Si no quieres comer lo que he comprado, no tienes por qué hacerlo. Además, seguro que hasta todos esos precocinados que he traído son mejores que la comida con la que has estado subsistiendo Dios sabe cuánto tiempo. Porque cuando llegué ayer encontré poco más que latas de alubias, galletas saladas y cereales.

Bueno, en eso tenía parte de razón. Daba igual lo que comiera, y cuanto más insípido o repugnante resultara lo que comiera, mejor. Había sido su búsqueda de la excelencia lo que había provocado aquel incendio que casi le había costado la vida a aquel chico.

Sintió una punzada en el pecho. Alargó una mano temblorosa hacia una silla y se sentó. Tenía que recordar qué era lo que de verdad importaba; tenía que expiar su culpa.

–Mac, ¿estás bien? –inquirió Jo.

Él asintió.

–No me mientas; ¿quieres que llame a un médico?

–No.

–Russ me dijo que físicamente ya estabas recuperado.

–Y lo estoy –Mac inspiró–. Es solo que no quiero hablar de nada que tenga que ver con la cocina, ni de comida.

La expresión de los ojos verdes de Jo cambió, como si comprendiera de repente.

–Es porque te recuerda al accidente, ¿no?

No solo por eso. Le recordaba todo lo que había tenido, y todo lo que había perdido.

El millonario y la criada - ¿Marido y mujer?

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