Читать книгу El millonario y la criada - ¿Marido y mujer? - Michelle Douglas - Страница 7
Capítulo 3
ОглавлениеMAC se tensó de repente cuando le puso la mano en el hombro, y Jo se apresuró a apartarla. Mac parecía tan abatido que lo que habría querido hacer era darle un abrazo y decirle que no se preocupara, que todo se arreglaría. Pero si el solo contacto de su mano lo había puesto así de tenso, un abrazo habría sido aún peor. Y la verdad era que no podía asegurar que todo fuese a arreglarse.
–¿Sabes qué?, al menos puedo prometerte una cosa –le dijo.
Mac alzó la vista.
–Te prometo que no te obligaré a comer varitas de merluza.
Él no se rio. Ni siquiera sonrió. Pero pareció relajarse un poco, y le volvió el color a la cara.
–Bueno, supongo que debería agradecerte que te compadezcas de mí.
–Desde luego. ¿Has almorzado ya?
Cuando Mac negó con la cabeza, tomó una manzana de las que acababa de colocar en el frutero y se la lanzó. Eso tampoco lo hizo sonreír, pero bromeó diciendo:
–Veo que contigo aquí voy a disfrutar de los mejores cuidados.
–Ya lo creo –asintió ella. Tomó las llaves de su todoterreno de la encimera, donde las había dejado–. Voy a meter a La Bestia en el garaje.
Mac no dijo nada; solo le dio un mordisco a la manzana.
En cuanto hubo salido de la casa, Jo dejó caer los hombros y suspiró preocupada. Si Mac se ponía así de mal solo por hablar de comida, probablemente debería perder toda esperanza de que accediera a darle clases de cocina.
La verdad era que había sido muy desconsiderado por su parte habérselo pedido siquiera. «¿Es que nunca piensas antes de actuar, Jo?», se reprendió, y con otro suspiro subió a su todoterreno y rodeó la casa con él para llevarlo al garaje.
Parecía que no podría contar con Mac para solucionar su problema. Necesitaba hacer una pirámide de macarrones dulces, y apenas tenía algo más de dos meses para aprender cómo.
«Es igual», se dijo irguiendo los hombros. Podía aprender sola; seguro que en Internet había recetas y vídeos donde lo explicaran. Tampoco sería tan difícil, pensó mientras detenía el todoterreno delante del garaje y se bajaba.
Levantó una de las dos puertas enrollables del garaje, y al encontrarse con que el interior de esa plaza estaba vacío, por curiosidad subió también la otra, y se quedó boquiabierta al ver la belleza que tenía delante. «¡Oh… Dios… mío!».
Allí aparcado había un deportivo clásico de los ochenta de color azul celeste, el coche de sus sueños hecho realidad. Lo rodeó para admirarlo desde todos los ángulos, pasando una mano por la carrocería. ¡Lo que daría por darse una vuelta en él!
Se apresuró a bajar la puerta, porque había que proteger a una maravilla así de los elementos, que podrían dañarla, y aparcó a La Bestia en la plaza de al lado. Le lanzó una última mirada soñadora al deportivo de Mac antes de bajar también la segunda puerta, y regresó a la casa.
Mac aún estaba sentado en la cocina, pero se había terminado la manzana y estaba tomándose un sándwich. También había puesto agua a calentar para hacer té. Cuando Jo entró, como se quedó mirándolo, debió pensar que había hecho algo mal, porque le dijo:
–No hay problema en que tome lo que quiera de las cosas que has comprado, ¿no?
Ella, que seguía agitada por el descubrimiento que acababa de hacer, ignoró su pregunta y exclamó:
–¡Tienes en el garaje el coche de mis sueños!
–¿Eso es un sí? –inquirió él, flemático.
Jo lo miró contrariada.
–¿Eh? Ah, que te refieres a la comida. ¡Pues claro que puedes! –dijo lanzando los brazos al aire y sacudiendo la cabeza–. Todo lo que hay en esta cocina es tuyo; puedes tomar lo que necesites.
Él se quedó mirándola y sus ojos se oscurecieron. Se pasó la lengua por los labios, y de pronto Jo tuvo la sensación de que no estaba pensando en la comida que había comprado, sino en otra necesidad más básica y primitiva. Una ola de calor la invadió. «¡No seas ridícula!». Los hombres como Mac no encontraban atractivas a las mujeres como ella.
Él apartó la vista, como si hubiese llegado a la misma conclusión, y Jo se frotó la nuca, sintiéndose tremendamente incómoda.
–¿Me estabas diciendo algo de mi coche? –inquirió Mac.
Jo tragó saliva.
–Sí, yo… que es una belleza.
Él la miró y enarcó una ceja, pero no dijo nada. En ese momento el hervidor empezó a silbar. Jo apagó el fuego, e iba a verter el agua hirviendo en la tetera con las hojas de té cuando Mac le dijo:
–Pues cuando quieras puedes darte una vuelta en él.
Jo no se esperaba ese ofrecimiento, y al oírlo perdió la concentración un instante y el hervidor se bamboleó ligeramente entre sus manos.
Mac se incorporó como un resorte.
–¡Cuidado, no vayas a quemarte!
Jo dejó a un lado el hervidor y le puso la tapa a la tetera.
–Estoy bien; no he derramado ni una gota –respondió, aunque el corazón parecía que fuese a salírsele del pecho–. Aunque debo decirte, Mac, que no deberías ofrecerle a una chica lo que más ansía cuando está manipulando agua hirviendo –añadió sonriendo.
Pero Mac no sonrió, sino que se quedó mirando el hervidor con expresión atormentada.
Jo puso la tetera en la mesa, se sentó como si no hubiese pasado nada, y le preguntó:
–¿De verdad me dejarías dar una vuelta en tu coche?
Mac volvió a sentarse también y se pasó una mano por el rostro antes de encoger un hombro.
–Claro –dijo en un tono despreocupado. Pero se acercó su taza y se sirvió él el té antes de que ella pudiera hacerlo–. No le vendría mal; un par de veces por semana lo arranco, pero nunca lo saco a dar una vuelta.
Ella se quedó mirándolo boquiabierta.
–¿En serio que no te importaría?
Mac volvió a encoger un hombro.
–¿Por qué iba a importarme?
–Pues porque… No sé, ¿y si le doy un golpe?
–El seguro lo cubriría. Jo, no es más que un coche.
–No, no lo es. Es… –Jo intentó hallar la palabra adecuada–. Es una joya, una belleza. Es…
–No es más que un coche.
–Es una pieza de ingeniería alemana que funciona con una extraordinaria precisión.
Jo estuvo a punto de preguntarle cómo podía tener un coche así y no conducirlo, pero se dio cuenta de que sería una falta de tacto por su parte. Había sufrido un terrible accidente que le había dejado cicatrices que tendría de por vida, y los medios habían estado acosándolo. Comprendía que no tuviera ganas de salir. Pero entonces, ¿por qué no lo había vendido? Se quedó mirándolo con los labios fruncidos. ¿Podría ser que no hubiera perdido por completo las ganas de vivir?
Mac, al ver que estaba observándolo, la miró irritado y le espetó:
–¿Qué?
–Imagino que no estarías dispuesto a vender tu coche, ¿no?
Mac parpadeó.
–¿Podrías permitirte pagarme lo que cuesta?
–Bueno, en los últimos ocho años he ganado bastante con el trabajo que tenía y buena parte la he ahorrado.
–Pero ahora mismo estás ganando bastante poco y, si quieres darle un giro a tu vida, quizá deberías usar ese dinero en formación para conseguir otro empleo.
Yo se rascó la cabeza.
–Ya. Supongo que no sería muy inteligente por mi parte, ¿no?
–Pues no, la verdad es que no.
¡No quería venderlo! Jo reprimió una sonrisa. Parecía que no todo estaba perdido. Mac aún tenía apego por la vida.
–Pero mi ofrecimiento sigue en pie –añadió Mac–. Puedes ir a dar una vuelta con él cuando quieras.
–¿Cuando quiera? Dios, no digas eso o no haré ni una sola de las tareas de la casa. No sabes las ganas que tengo de probarlo.
Mac se rio, y le brillaron los ojos y las facciones de su rostro se suavizaron. Jo no podía apartar la vista.
–¿No querrías…? –se humedeció los labios–. ¿No querrías acompañarme, verdad?
De inmediato, las facciones de Mac se endurecieron de nuevo. Si hubiera podido, Jo se habría pegado a sí misma un puntapié.
–Supongo que no. Estás ocupado con tu libro y todo eso.
–Pues sí, y ahora que lo mencionas… –Mac se levantó, con la evidente intención de volver al trabajo.
Ella lo siguió con la mirada mientras salía de la cocina, y se le cayó el alma a los pies. «Enhorabuena, Jo», se reprendió con sarcasmo.
–¿Seguro que no te importa? –insistió Jo una vez más, cuando Mac le plantó las llaves del deportivo en la mano.
–Pues claro que no. Han pasado dos días desde que te dije que podías llevártelo a dar una vuelta y estás cumpliendo con tu trabajo. Puedes tomártelo como una recompensa.
Jo bajó la vista a las llaves en su mano antes de mirarlo de nuevo.
–No estaré fuera mucho tiempo; veinte o treinta minutos como mucho –le prometió.
Él se encogió de hombros.
–Mientras no te pongan una multa por conducir muy deprisa…
Cuando entró en el garaje y se subió al deportivo, Jo se quedó un buen rato allí sentada, disfrutando del momento y familiarizándose con todos los mandos del salpicadero.
Giró la llave en el contacto, y ronroneó de satisfacción al oír el suave rugido del motor. Sacó el coche del garaje con cuidado, decidida a devolverlo sin un solo rasguño, y cuando salió a la carretera dio un grito de emoción, entusiasmada con su potencia y su eficiencia.
Exploró los alrededores de la propiedad de Mac, y descubrió dos pueblecitos encantadores, Diamond Beach y Hallidays Point, y pasó por otros lugares con impresionantes paisajes costeros.
De pronto un cartel llamó su atención: Refugio de animales. Una sonrisa iluminó su rostro, y dejándose llevar por un impulso tomó aquel desvío.
«¡Mac pondrá el grito en el cielo!», exclamó la voz de su conciencia. «¿Y qué?», le espetó otra voz, insolente. «Pues que es su casa», reconvino su conciencia. Bueno, pensó Jo, no le había dicho que no pudiera tener una mascota…
Cuando aparcó frente a las instalaciones, un anciano se apeó de un sedán a un par de metros, y un collie de la frontera saltó del vehículo detrás de él.
Una mujer vestida con un mono salió del recinto vallado donde tenían a los perros.
–Usted debe ser el señor Cole, ¿no? –dijo dirigiéndose hacia el anciano para estrecharle la mano–. Y supongo que este es Bandit –añadió, bajando la vista al collie–. Enseguida estoy con usted –le dijo a Jo, saludándola con la mano.
Jo cerró la portezuela del deportivo y se quedó esperando.
El señor Cole posó la mano en la cabeza del animal y sus ojos se llenaron de lágrimas.
–Tener que dejarlo aquí me parte el corazón.
A Jo se le hizo un nudo en la garganta.
La mujer miró a la pareja que estaba sentada en el interior del sedán.
–¿Su familia no puede hacerse cargo de él? –le preguntó.
El señor Cole sacudió la cabeza y Jo tuvo la sensación de que el problema no era que no «pudieran».
–Por favor, encuéntrenle un buen hogar. Es tan buen chico… y ha sido tan buen amigo para mí todos estos años… Si no fuera porque me llevan a una residencia, yo…
Jo no podía seguir ahí plantada mirando sin hacer nada.
–Por favor, deje que me lo quede yo –dijo yendo hacia ellos–. Es precioso, y le prometo que lo querré muchísimo.
Se acuclilló frente a Bandit para acariciar su suave pelaje, y el animal le lamió la cara.
–Pasaba por aquí y vi el cartel y pensé… bueno, se me ocurrió de repente que estoy en un punto en mi vida en el que podría ofrecerle un buen hogar a un perro que lo necesite –dijo–. Y quizá… –tragó saliva–. Quizá podría llevar a Bandit a visitarlo a la residencia –añadió, girándose hacia el señor Cole.
Mac no hacía más que pasearse de arriba abajo por el porche. Hacía más de una hora que Jo se había marchado. ¡Una hora!
Podría haberle ocurrido cualquier cosa, pensó, y el estómago se le revolvió de solo pensarlo. Podía estar malherida en una cuneta, o haberse empotrado contra un árbol. ¿Cómo podía haber dejado que se fuera sola? ¿Habría conducido siquiera antes un coche de esas características?
Y además, desde que se había recluido allí no había llevado el coche a revisión. ¿Y si había tenido una avería? ¿Y si se había quedado tirada en medio de una carretera? ¿Se habría llevado el móvil con ella? Sacó el suyo del bolsillo para ver si tenía algún mensaje. Nada.
Justo entonces se oyó el ruido de un coche, y tuvo que sentarse en los escalones del porche porque el alivio que lo invadió hizo que le flaquearan las piernas. Cerró los ojos y dio gracias a Dios. Era responsable de Jo y…
¿Responsable de ella? ¿Desde cuándo? Desde que había empezado a trabajar para él, se respondió. Sí, se había convertido en responsabilidad suya, y también en una china en su zapato.
Sin embargo, cuando Jo aparcó frente a la casa tuvo que contenerse para no levantarse corriendo, sacarla del coche y darle un abrazo.
Jo se bajó del deportivo con una sonrisa que le pareció algo nerviosa.
–Perdona, no pretendía estar tanto tiempo fuera. Espero no haberte preocupado –dijo ella, mirándolo vacilante–. Tu coche es increíble.
–Ya. Bueno, me alegro de que haya estado a la altura de tus expectativas.
–Ya lo creo; las ha superado con creces. Aunque tengo que confesarte que mientras conducía ocurrió algo… inesperado y por eso he tardado un poco.
Mac frunció el ceño y se puso en pie como un resorte. ¿Le había rayado el coche? ¿Se lo había abollado?
–¿Qué quieres decir con que…?
Fue entonces cuando la vio abrir la puerta del asiento trasero y del deportivo se bajó…
–¡¿Has metido a un perro en mi coche?!
–Bueno, sí, pero… Puse una manta para que no estropeara la tapicería. Se llama Bandit.
Mac la miró boquiabierto.
–¿Has metido a un chucho pulgoso en mi coche?
Jo contrajo el rostro.
«Tampoco es para tanto; no te lo tomes así», le dijo a Mac la voz de su conciencia. ¿Que no era para tanto? ¡Aquel coche era su posesión más preciada! Era… De pronto acudió a su mente Ethan, el chico que por su culpa estaba hospitalizado, y tuvo que volver a sentarse en los escalones del porche. Se desprendería del coche sin pensárselo si con eso pudiera volver atrás en el tiempo y evitar aquel accidente, pero no podía. Así que, ¿qué importancia tendría si los asientos de su deportivo se hubiesen llenado de pelos de perro?
–Bueno, ya me imaginé que no te haría gracia que lo subiera en el coche –balbució Jo, aturullada, yendo hacia él–, pero…
–¿Se puede saber que hace aquí ese perro?
Los ojos de Jo se posaron en las cicatrices de su rostro, y Mac giró la cabeza para ocultarlas, fingiendo que miraba el mar.
–¿Es un intento solapado de terapia con animales de compañía? –inquirió.
Jo resopló.
–No, claro que no –se volvió hacia el perro, que se había quedado junto al coche, y lo llamó dándose palmadas en la rodilla–. ¡Ven, Bandit! –pero el can no se movió–. Es para mí, no para ti –le explicó a Mac–, aunque me parece que no le gusto demasiado.
–¿Pero de dónde lo has sacado?
–Cuando iba conduciendo vi el cartel de un centro de acogida de animales y paré. Había un señor mayor que había ido a dejar allí a su perro –dijo Jo señalando a Bandit–. Su familia lo llevaba a un asilo y no querían hacerse cargo de él. Se me partió el corazón al verlo llorar mientras se lo contaba a la empleada del centro, y me ofrecí a adoptarlo. Y, la verdad, creo que ese pobre hombre habría recelado de mí si le hubiese dicho que tenía que venir por La Bestia para traerme a Bandit porque no podía montarlo en La Bella. Habría pensado que me importaba más el coche que su perro.
¿La Bella? ¿Le había puesto nombre a su deportivo? Bueno, la verdad era que le iba al pelo. Igual que a ella.
–Lo entiendes, ¿verdad?
Mac suspiró y asintió. Jo alargó el brazo y le apretó la mano.
–Gracias –murmuró, y le soltó la mano y se volvió de nuevo para mirar al animal.
Mac se quedó mirando su mano, y la cerró, como si así fuera a poder contener la sensación cálida que amenazaba con expandirse por todo su ser.
–¿Crees que no le gusto porque parezco una giganta?
–¡No pareces una giganta!
Jo parpadeó, como sorprendida por la vehemencia de su respuesta. Mac se levantó, chasqueó los dedos y llamó al perro, que acudió de inmediato y se sentó a sus pies.
–¿Lo ves? Yo soy más alto que tú y no le importa.
–Pero es que tú eres un hombre. Yo soy muy alta para ser una mujer. Supongo que los animales notan esa clase de cosas.
–Tonterías.
–Tú, en cambio, parece que le gustas.
Por la expresión alicaída de Jo supo que era verdad que había adoptado al perro para sí, y no para intentar sacarlo del profundo pozo negro de depresión en el que pensaba que se encontraba.
–Bueno, si su anterior dueño era un hombre, es lógico que esté más acostumbrado a los hombres. Además, seguro que lo echa de menos y no entiende qué está pasando.
–Es verdad, pobrecito –murmuró ella, acuclillándose para abrazar al perro y darle un beso.
Por alguna extraña razón, Mac sintió una punzada de celos. Se aclaró la garganta y le dijo:
–Cuando vea que le das de comer y lo cuidas, te ganarás su cariño y su lealtad incondicionales.
–¿Tan simples son los perros? –inquirió ella, y con una mueca divertida, como algo avergonzada, añadió–: Es que nunca había tenido uno.
–Sí, no tienes más que darles de comer y tratarlos con amabilidad. Eso es todo. Solo tienes que darle un poco de tiempo para que se adapte. Te sugiero que pongas su colchoneta en la cocina o en el cuarto de la colada. Así evitarás que se escape de noche para ir en busca de su antiguo amo –le dijo Mac. Cuando ella se quedó mirándolo sorprendida, añadió encogiéndose de hombros–: Russ y yo tuvimos varios perros de niños.
–Gracias –contestó Jo–. Oye, ¿y cómo es que estás aquí fuera? ¿Estabas esperando a que volviera? Espero no haberte preocupado.
–No, claro que no. Es que… iba a dar un paseo –mintió.
–¡Qué alivio! –dijo ella, llevándose una mano al pecho–. Temía que hubieras creído que me había largado con tu deportivo –añadió. Luego se mordió el labio y le preguntó vacilante–: ¿Te importaría que te acompañáramos Bandit y yo?
¿Cómo podría negarse?
–No, por supuesto que no.
–Estupendo –dijo Jo con una sonrisa–. Aunque creo que deberías ponerte al menos un sombrero para protegerte las… –se llevó la mano a la mejilla izquierda, para darle a entender que se refería a las cicatrices de las quemaduras–. Del sol, quiero decir.
Tenía razón.
–Mientras vas por uno, meteré a La Bella en el garaje –dijo Jo incorporándose.
Se subió al coche, y una enorme sonrisa iluminó su rostro cuando lo puso en marcha. Luego pisó el acelerador solo por diversión, y el motor respondió con un suave rugido.
Mac se dio la vuelta y subió las escaleras del porche para que no lo viera reírse.
–Bandit, espero que un día tu dueña tenga su propio deportivo –le dijo al perro, que lo siguió dentro–. Porque lo disfrutará de lo lindo.
Al llegar a su habitación empezó a abrir cajones, buscando un sombrero.
–No me mires así –le dijo a Bandit, que estaba mirándolo absorto y meneando la cola–. No soy tu dueño; tu dueña es ella.
Pero Bandit se limitó a menear la cola con más vehemencia y Mac sacudió la cabeza mientras se aplicaba protector solar.
Cuando volvió fuera, Jo estaba esperándolo, con una gorra de béisbol en la cabeza y las manos entrelazadas tras la espalda.
–Siempre llevo una gorra en la guantera de La Bestia –le explicó, y cuando pasó las manos al frente Mac vio que tenía una pelota de tenis.
Bandit, al verla, empezó a ladrar con entusiasmo. Jo la lanzó, y el perro echó a correr tras ella. Jo hizo ademán de seguir al animal, pero como vio que él no se movía, le preguntó:
–¿Qué?, ¿no vienes?
Mac vaciló un momento antes de echar a andar, pero justo en ese momento regresaba Bandit, que había atrapado la pelota, y la depositó a sus pies. Cuando Jo gimió de desesperación, no pudo sino reírse.
–Anda, deja de reírte y lanza tú la pelota para que la atrape ese saco de huesos desagradecido –masculló Jo.
Mac volvió a reírse, la lanzó, y descendieron tras Bandit por el terreno en pendiente que bajaba hasta la playa. Mac intentó ignorar el olor del mar, la brisa y la sensación de calma que lo invadió. No se había dado cuenta, pero estaba entumecido de haber pasado las últimas semanas encerrado en la casa, y el simple hecho de estar caminando era como exhalar un suspiro que hubiera estado conteniendo.
No se merecía disfrutar nada de aquello, se dijo parándose en seco. Pero si quería mantenerse sano tenía que hacer ejercicio. Y se lo debía a Jo por haber salvado a su hermano.
–¿Estás bien? –inquirió ella, deteniéndose también–. No te habrás cansado ya, ¿no? –lo picó.
–Por supuesto que no –replicó él, echando a andar de nuevo. Jo lo siguió–. Es solo que… estoy intentando encontrar la manera de disculparme por mi comportamiento del lunes, cuando llegaste –mintió Mac.
–Ah, eso –murmuró ella, comenzando a descender por las dunas.
Mac se quedó rezagado; no quería llegar hasta la playa, donde podrían encontrarse con alguien. Jo, como si supiera qué le ocurría, se detuvo y se sentó en un claro de arena entre los matojos de flores moradas que crecían en las dunas, a observar a Bandit correteando por la orilla y persiguiendo las olas.
Mac dudó un instante antes de sentarse a su izquierda, para que no pudiera ver sus cicatrices.
–Pero sabías que llegaba el lunes, ¿no? –le preguntó Jo.
–Sí.
–Y entonces, ¿por qué te pusiste de tan mal humor? ¿No esperarías en serio que, viviendo bajo el mismo techo fueras a poder evitarme por completo?
La verdad es que en ese momento la idea se le antojó ciertamente irrisoria.
–Bueno, es evidente que he caído en unos cuantos malos hábitos; pero en cualquier caso puedo asegurarte que no fue deliberado, y que desde luego no era el objetivo del ejercicio.
–Con «ejercicio» imagino que te refieres a haber estado encerrado aquí durante semanas –dedujo ella–. ¿Y cuál es el objetivo?
–El objetivo es escribir ese condenado libro de cocina. Y el lunes estaba teniendo un día particularmente horrible.
Jo suspiró.
–Y llegué yo, como un…
–Como un ciclón.
–Sembrando el caos y la destrucción –bromeó Jo.
–Pero también has traído a mi vida una bocanada de aire fresco –replicó él.
Jo se volvió para mirarlo. A Mac se le secó la boca, pero se obligó a continuar.
–Tienes razón: he estado aquí encerrado durante días y días, sin apenas salir fuera de la casa, y algunos días apenas he probado bocado. Si no hubieras aparecido tú y no me hubieras «zarandeado» como hiciste, podría haber caído gravemente enfermo. Y te aseguro que no es eso lo que quiero –le dijo. El suicidio no entraba en sus planes.
Jo se quedó mirándolo en silencio, y al cabo le preguntó:
–¿Por qué es tan importante ese libro de cocina?