Читать книгу El millonario y la criada - ¿Marido y mujer? - Michelle Douglas - Страница 8
Capítulo 4
Оглавление–POR dinero –contestó Mac, girando la cabeza hacia ella.
–¿Has firmado un contrato con un editor?
Él asintió brevemente antes de girar la cabeza de nuevo y quedarse mirando el mar.
–Y, si tanto lo detestas, ¿no podrías… no sé, disculparte con él y devolverle el dinero que te haya adelantado? –le preguntó ella encogiéndose de hombros. No tenía muy claro cómo funcionaban esas cosas.
–No lo entiendes; necesito ese dinero.
Jo tuvo que hacer un esfuerzo para no exteriorizar su sorpresa.
–Pero… debiste ganar un montón de dinero con el programa de televisión, ¿no?
¿En qué se lo había gastado? A menos que hubiese llevado un tren de vida desorbitado, dándose caprichos caros y rodeándose de lujos. Sea como fuera, no era asunto suyo.
–Perdona, lo mismo he dicho una tontería; pensaba que por trabajar en televisión estarías forrado.
–Y lo estaba.
Jo no entendía nada. Entonces, ¿qué había hecho con el dinero? No iba a preguntárselo, pero de nuevo cruzaron por su mente algunas posibles respuestas aparte de un gasto desmedido, como malas inversiones, o quizá incluso que lo hubiese dilapidado en juegos de azar.
–Se me ha ido todo en facturas médicas.
Jo parpadeó confundida.
–Pero el accidente que sufriste fue un accidente laboral y fue en tu lugar de trabajo –había ocurrido mientras grababan el programa–. El seguro debería haber cubierto los gastos médicos.
–No me refiero a mí, Jo.
De pronto Jo creyó comprender. ¿Podría ser que hubiese pagado los gastos médicos del joven aprendiz que también había resultado herido en el accidente?
–¿Te refieres a Ethan? –inquirió en un susurro.
Él no dijo que sí, pero tampoco lo negó. Jo frunció el ceño.
–Pero… el seguro de la productora también debería haber cubierto los gastos médicos de él, ¿no?
Cuando Mac se volvió hacia ella, sus ojos relampagueaban.
–Aún sigue ingresado –le espetó–. Su familia quería trasladarlo a una clínica privada donde estaría mejor atendido, pero no podían permitírselo.
¡Y pensar que ella había creído que Mac había estado dándose a la gran vida sin pensar en nada! ¡Qué equivocada había estado!
–Mac, no tenía ni idea… –murmuró, poniéndole una mano en el hombro.
Él apartó el brazo y se levantó. Dolida, Jo entrelazó las manos en su regazo. Probablemente Mac pensaba que sentía lástima de él y no quería su compasión.
–Era lo mínimo que podía hacer –dijo Mac, volviéndose hacia ella con el gesto torcido–; es culpa mía que esté hospitalizado con quemaduras de segundo y tercer grado en el sesenta por ciento del cuerpo. He arruinado su vida.
–¡Qué montón de sandeces!–le espetó ella, levantándose también–. Si quieres buscar culpables, son los productores y el director del programa quienes deberían pagar por lo que os pasó.
Encontronazos en la cocina, que era como se llamaba el programa, había seguido el día a día de Mac y su equipo durante cada comida que tenían que preparar: un almuerzo benéfico, un banquete de boda, la cena de unos prestigiosos premios… Y en cada episodio se había retratado a Mac como un chef extremadamente exigente y perfeccionista, que se impacientaba y gritaba a los miembros de su equipo.
Era tan exagerado que, aunque ella no hubiese sabido por su hermano que Mac no era así, tampoco lo habría creído. Sin embargo, la prensa había criticado duramente su comportamiento, asegurando que aquel accidente se había visto venir. Tonterías. Pero esa clase de comentarios eran los que hacían que se vendiesen más periódicos, igual que el dramatismo y los conflictos hacían que subiese la audiencia de un programa de televisión.
Mac no dijo nada, sino que se volvió a sentar en la arena con los hombros caídos, como derrotado. A Jo le partía el corazón verlo así. Se volvió a sentar ella también, se humedeció los labios y le dijo:
–Russ me contó que en el programa interpretabas un papel, que era lo que te pedían los productores. Y me contó que las reacciones del resto del equipo también eran fingidas. Tú no tuviste la culpa del accidente. No fuiste tú quien dejó caer esa bandeja de marisco con hielo en un perol con aceite hirviendo –había sido a Ethan a quien le había pasado–. Fue un accidente; un trágico accidente.
–¡Por amor de Dios, Jo, estaba gritándole para que se diera prisa! Tiene diecinueve años y era solo la segunda vez que salía en el programa, así que estaba hecho un manojo de nervios. Se quedó petrificado.
–Estaba actuando, igual que tú.
–No –le espetó Mac tajante, atravesándola con la mirada.
Jo lo observó en silencio, admirando sus atractivas facciones, su cabello rubio, del color de la arena, sus ojos azules como el mar, y la piel aceitunada, que aún estaba demasiado pálida.
–Se quedó petrificado de verdad –insistió Mac–. Pero para cuando me di cuenta ya era demasiado tarde.
Jo sacudió la cabeza.
–Por lo que yo he oído, si tú no hubieras reaccionado con la rapidez con que lo hiciste para sofocar el fuego, Ethan ahora estaría muerto.
Los otros miembros del equipo lo habían calificado de «héroe».
–Pues a mí él no me ha dado las gracias por salvarle. ¿Sabes lo doloroso que es el tratamiento al que están sometiéndolo? –le espetó Mac–. Es un tortura.
–Es muy joven –acertó a decir ella en un murmullo–. Un día todo esto no será para él más que un mal recuerdo.
–Pero quedará desfigurado de por vida. Y todo porque yo hice lo que los productores esperaban de mí; todo porque quería que subiera la audiencia, porque estaba hambriento de éxito y de aplausos. En cualquier momento podría haberme negado a entrar en ese juego, podría haber exigido que se tratara con cortesía y respeto a todo el mundo en el plató.
Pero si lo hubiera hecho probablemente el programa no habría seguido en antena más de una temporada, pensó Jo.
–Y no lo hice. Escogí no hacerlo –murmuró Mac.
No había nada de malo en querer triunfar, se dijo ella.
–Y mi ambición ha arruinado la vida de ese chico.
Era muy duro consigo mismo; estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para ayudarlo, y aun así seguía flagelándose.
En ese momento apareció Bandit corriendo, con la lengua fuera y el pelaje mojado por las olas, y se echó a los pies de Mac. Era la viva imagen de un perro feliz. ¡Si consiguiera ver a Mac también así de feliz…!
Se giró hacia él. Los ojos de Mac estaban fijos en sus caderas, y siguió mirándola un buen rato antes de darse cuenta de que lo había pillado. Dio un respingo y se puso colorado.
¿Había estado mirándole el trasero? Incómoda, Jo se pasó las manos por las perneras de los vaqueros. No, imposible; aquello era ridículo… pero estaba rehuyendo su mirada.
–Bueno, ¿y qué problema tienes con el libro? –le preguntó.
–Que las recetas son complicadas.
–Pero ese es uno de los motivos por los que tu programa de televisión era tan impactante, ¿no? La preparación de cada plato tenía que seguir un orden preciso porque si no el resultado sería completamente distinto.
–Sí, y le prometí al editor que incluiría un apéndice de soluciones de problemas en cada receta. ¡No soy escritor! –se quejó Mac–. Lo de explicar las recetas no me sale natural; no sé si las indicaciones que doy se entienden bien o no, y menos si podría seguirlas una persona que no tenga mucha idea de cocinar.
Jo entendía lo que quería decir. Siempre se describía a sí mismo como un chef que se dejaba llevar por su instinto, así que recordar de memoria el orden de los ingredientes, las cantidades exactas y otros detalles debía ser una pesadilla para él. Y como encima se negaba a cocinar, tampoco podía dilucidar esas cosas en la práctica.
Se le ocurrió una idea con la que podría ayudarlo, y él a ella de paso. Se humedeció los labios y le propuso:
–¿Y si me dejaras ver los borradores de las recetas para que yo intentara prepararlas? Ya has visto que no sé mucho de cocina; así podrías comprobar si soy capaz o no de hacerlas con tus indicaciones.
–¿Harías eso por mí? –inquirió él sorprendido.
Había esperanza en sus ojos, y algo más que Jo no acertó a descifrar. Asintió y le dijo:
–Claro. Siempre y cuando estés dispuesto a comerte lo que prepare, aunque no salga como debiera.
–Bueno, ¿qué demonios? Si el resultado es incomestible siempre nos quedarán las varitas de merluza.
Jo se rio.
–¿Qué te parece si empezamos mañana? –le propuso Mac.
Jo asintió.
–Y hablando de comida… debería volver dentro y empezar a preparar la cena.
–Y yo debería trabajar un rato más –dijo él.
Jo iba a tenderle la mano para ayudarlo a levantarse, pero la apartó al recordar cómo la había rechazado cuando le había puesto la mano en el hombro.
Mac entornó los ojos y se echó hacia atrás, apoyando las manos en la arena y mirándola por debajo del ala de su sombrero.
–¿Te ha incomodado mi mirada lasciva de antes?
Jo casi se cayó de espaldas. ¡¿Su qué?! ¿O sea que sí había estado mirándola…? ¿Estaba diciendo que…? No, imposible…
–Por supuesto que no –mintió.
Mac se levantó y, de inmediato, Bandit se incorporó.
–Como te he dicho, eres una mujer llamativa.
Jo resopló.
–Me parece que llevas aquí solo demasiado tiempo –dijo dándose la vuelta y echando a andar hacia la casa.
Sin previo aviso, Mac la asió del brazo, haciendo que se detuviera.
–Y yo creo que no te valoras –añadió él.
No, eso no era verdad. Lo que pasaba era que tenía muy claro que no era la clase de mujer cuya belleza hacía que los hombres se girasen para mirarla.
–Pero supongo que debería tranquilizarte a ese respecto –dijo él, acariciándole el brazo antes de soltarla–. Quiero que sepas que conmigo no tienes nada que temer; no voy a abalanzarme sobre ti ni nada de eso; pienso comportarme como un perfecto caballero.
Jo no pudo evitar sonrojarse, pero se irguió y le dijo:
–Ni se me había pasado por la cabeza que fueras a intentar algo conmigo.
–Bien –contestó él, con un brillo travieso en los ojos.
Jo lo ignoró y echó a andar de nuevo.
–Aunque eso no significa que no disfrute de la vista –añadió Mac a sus espaldas.
Jo se tambaleó al oír eso, y aunque él se rio siguió andando, muy digna, mientras la adelantaba Bandit, corriendo y ladrando.
Al día siguiente, Mac escogió para empezar una receta de entrecot de ternera con salsa bearnesa. No se había atrevido a quedarse en la cocina mientras Jo preparaba la salsa. Temía impacientarse con ella y empezar a gritarle. Si la ponía nerviosa podría quemarse o algo así, y el solo pensamiento hacía que se le revolviesen las entrañas.
Por eso se había quedado fuera, lanzándole la pelota a Bandit para mantenerse ocupado y no pensar. En ese momento se abrió la puerta de la casa y salió Jo con una bandeja, en la que lleva un par de sándwiches cortados en dos mitades, dos vasos y una jarra de agua.
–¿Tienes hambre? –le preguntó mientras colocaba las cosas en la mesa que había al fondo del porche.
La verdad era que no tenía ni pizca, pero Mac se acercó y se sirvió un vaso de agua.
–¿Qué tal vas?, ¿has tenido algún problema con la receta? –le preguntó tras beber un sorbo.
Ella se sentó en el banco de madera que había junto a la pared, le dio un mordisco a su sándwich, y encogió un hombro.
Mac bajó la vista a su sándwich y parpadeó.
–¿Le has puesto mantequilla de cacahuete y miel?
–Sí –contestó ella mientras masticaba.
Mac se quedó mirándola.
–¿Qué? –le espetó Jo–. Me gusta el sabor de la mantequilla de cacahuete con miel. Y no pongas esa cara de asco; el tuyo lo he hecho de rosbif y pepinillos.
Mac tomó una mitad del sándwich que había en el otro plato.
–Bueno, cuéntame cómo vas con la receta –insistió antes de darle un mordisco.
Jo lamió una gota de miel que le había caído en el dedo. Aunque inconsciente, aquel gesto resultó tremendamente sensual y seductor. Mac se obligó a apartar la vista y trató de concentrarse en masticar y tragar.
–Pues estoy teniendo problemas con algunos términos que utilizas. No sé, por ejemplo, lo de «reducir el caldo a un tercio» no es algo que uno lea todos los días.
–¿Crees que debería explicar qué significa «reducir»?
–No, he deducido que es una forma de decir «consumir», pero no entiendo por qué hay que hacerlo así. ¿Por qué no echar menos vinagre y agua desde un principio?
–Porque dejar que los ingredientes hiervan juntos a fuego lento intensifica el sabor de la salsa.
–¡Aaah! Vaya, pues eso es interesante; deberías ponerlo en el libro.
–¿Tú crees?
–Bueno, sí, aunque, no sé, puede que tenga menos idea de cocina que la media de tus lectores potenciales.
–No, eres perfecta.
Jo alzó la vista, visiblemente sorprendida por su respuesta. Se quedaron mirándose un momento, y apartaron la vista al mismo tiempo. A Mac el corazón le palpitaba con fuerza. ¿Por qué tenía Jo ese efecto en él?
Al mirarla vio que la vena de su cuello palpitaba también, y que su respiración se había tornado agitada, pero sin duda no de deseo, sino de temor porque él, un monstruo con el rostro desfigurado, fuera a tocarla o a intentar besarla. Aquel pensamiento le dejó un sabor amargo en la boca.
–En fin –dijo Jo aclarándose la garganta–. He dejado el caldo reposando y enfriándose, como dice tu receta, y luego iré a colarlo para preparar la salsa. Si quieres puedes ir a echarle un vistazo.
Mac se dirigía hacia la puerta cuando Jo lo llamó.
–¿Sí? –inquirió volviéndose hacia ella.
–No, nada, solo que, como no tenía vinagre de estragón, he usado vinagre normal, del blanco. Y una cosa más: la receta se llama «entrecot de ternera con salsa bearnesa», pero no dices qué debe llevar de guarnición.
–Patatas al horno y judías verdes cocidas y rehogadas.
–Pues eso deberías incluirlo también en la receta.
Buena sugerencia. Mac entró en la casa y se lavó las manos antes de ir a la cocina. Se acercó a la hornilla y miró la cacerola. De un solo vistazo se dio cuenta de que Jo le había echado demasiada cebolla. Se inclinó para olisquear el caldo. Era una lástima que no tuvieran vinagre de estragón, pero dentro de un orden Jo no lo había hecho del todo mal, pensó, sintiendo que parte de su tensión se disipaba.
–¿Y bien? –le preguntó Jo cuando volvió fuera.
–Has hecho un buen trabajo. No es exactamente lo que yo quería, pero me da una idea de qué partes de la receta tengo que afinar.
Habría tomado asiento al lado de ella para acabar de comerse el sándwich, pero Jo ocupaba el extremo izquierdo del banco, y eso implicaba que al sentarse junto a ella le mostraría el lado izquierdo de su cara, así que prefirió apoyarse en la barandilla del porche, frente a ella.
–Tuviste una idea brillante, Jo –le dijo–. No sé cómo darte las gracias. Si hay algo que pueda hacer por ti a cambio…
Jo alzó la vista hacia él.
–¿Lo dices en serio?
–Pues claro.
–No te muevas de aquí –le dijo ella levantándose–. ¡Y no cambies de idea! –añadió antes de entrar en la casa.
Reapareció momentos después con un recorte de revista, y a Mac se le cayó el alma a los pies cuando lo desdobló y se lo tendió. Era una foto de una pirámide de macarrones dulces. La condenada pirámide que había mencionado días atrás.
–Mira, Jo… Los macarrones son difíciles de hacer.
–Lo sé, pero podrías escribirme una receta indicando los pasos.
Mac suspiró.
–Los macarrones son repostería avanzada.
–Pero con la práctica se consiguen las cosas, ¿no?, y yo tengo tiempo de sobra.
–¿Y se puede saber por qué quieres hacer una pirámide de macarrones? –inquirió él, devolviéndole el recorte. Se le ocurrían cien postres más ricos que ese.
Jo se quedó mirando la foto un momento.
–Mi abuela cumple ochenta y cinco dentro de poco, y le prometí que le haría esto –le explicó doblando el recorte y guardándoselo en el bolsillo del pantalón–. Quería tener un detalle con ella.
Tener un detalle sería llevarle unas flores o invitarla a almorzar en un restaurante.
–No me mires así, Mac, no creo que te esté pidiendo un imposible, ¿no? Tampoco soy tan patosa en la cocina.
–No es que no crea que no puedes hacerlo, pero me sorprende que quieras tomarte la molestia de hacerlo cuando podrías hacer otras cosas.
–Quiero mucho a mi abuela; estoy muy unida a ella –Jo se puso a su izquierda y se apoyó también en la barandilla–. Y por eso quiero hacer algo que la agrade –añadió después de darle otro mordisco a su sándwich.
Mac se dio la vuelta, como si solo lo hiciese para mirar el mar, aunque lo que en realidad pretendía, una vez más, era ocultarle sus cicatrices.
–Me criaron mi abuela y mi tía abuela –le explicó Jo–. Tienen una relación un tanto… tempestuosa. Mi abuela siempre me ha mimado y animado, mientras que mi tía abuela, en cambio, siempre ha sido más estricta. Hay una disputa entre ellas por un collar de perlas que perteneció a su madre, mi bisabuela. Mi tía abuela se burló cuando dije que iba a hacerle a mi abuela una pirámide de macarrones, y me temo que mi abuela se ha apostado con ella el collar a que sí seré capaz de hacerla. Le agradezco que me apoye, porque no se trata solo de que sea o no capaz de preparar un postre, ¿sabes?, y no pienso defraudarla.
Mac la rodeó para ir hasta la mesa por la otra mitad de su sándwich, y cuando volvió junto a ella se apoyó en la barandilla mirando hacia la casa, pero colocándose a su izquierda.
–¿Por qué haces eso? –le preguntó ella de repente–. No dejas de hacerlo.
–¿El qué?
–Estar todo el tiempo pendiente de ponerte siempre del lado derecho hacia mí. ¿No te resulta agotador?