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Capítulo 2

El culto evangélico en América Latina

Fue quizás el fenómeno llamado “renovación de la alabanza”, a mediados de la década del 80, el que cambió por completo la música congregacional de las iglesias.

Para entender la vida cultual de las iglesias latino­americanas en este vasto territorio que va desde Cabo de Hornos, en Chile, hasta Río Grande en México, es necesario tener en cuenta las tres corrientes protestantes que llegaron hasta nuestro continente.

Corrientes

◆ Iglesias de “transplante”

◆ “Movimiento de fe”

◆ Movimiento pentecostal

La primera fue el protestantismo que entró con los inmi­grantes europeos en el siglo xix, quienes se asentaron mayormente en Brasil, Uruguay, Argentina y Chile. En sus cultos, ellos no sólo conservaron su idioma natal, sino que también siguieron practicando las mismas formas litúr­gicas que usaban en sus respectivos países. Con el paso de los años y el nacimiento de nuevas generaciones, aquellas iglesias de inmigrantes, también llamadas de “trasplante”, poco a poco fueron quedando aisladas dentro del resto de la sociedad. Este fenómeno se observa fácilmente en la zona del Río de la Plata, donde, según Ronald Maitland, estas iglesias “han descubierto que sus propias liturgias no responden a las necesidades y exigencias de la cultura rioplatense [...] y buscan la manera de hacerlas más relevantes” (Valle 1972).

La segunda corriente llegó con los misioneros ingleses y norteamericanos que provenían del “Movimiento de fe” (Faith Movement) también del siglo xix. Su énfasis estaba en el pietismo, la conversión individual como crisis emocional, la centralidad de la Biblia, y el poco compromiso de los creyentes con el mundo exterior. Naturalmente, esta forma de entender la vida cristiana también se reflejó en la forma de culto que desarrollaron, donde el uso de himnos con temas testimoniales y el fuerte impulso de la predicación, buscaba más la evangelización de la gente que la instrucción de los creyentes en un espíritu correcto de adoración a Dios.

La tercera corriente llegó con el movimiento pente­costal de comienzos del siglo xx, que trajo consigo su propia cosmovisión traducida en sus cantos y formas de cele­brar el culto, que usualmente incluía hablar en lenguas y ora­ción por sanidad de enfermos. Quizás, a diferencia de la segunda corriente, las iglesias pentecostales se mostraron desde un inicio abiertas a innovar en el culto y particular­mente con la música, pues introdujeron coros con melodías autóctonas que iban muy bien con su forma espontánea de adoración, donde el uso de panderetas y otros instru­mentos folclóricos era aceptado sin mayores problemas.

Estas tres corrientes marcaron el culto evangélico lati­noamericano, pues nuestras iglesias reflejaban un patrón litúrgico foráneo que, exceptuando quizás a las iglesias pentecostales y carismáticas, podía resumirse en oración invocatoria, himnos, ofrendas, lectura de la Palabra, pre­dicación y doxología. La propia himnología del siglo pasado reflejaba una carencia de identidad como iglesia latinoamericana. Los himnarios más usados de la época, como Himnos selectos evangélicos (Bautista), Cántico nuevo (Metodista), Himnos de la vida cristiana (Alianza Cristiana y Misionera), Himnos de gloria (Pentecostal), Himnos de Sion (Asambleas de Dios), entre otros, con­tenían en su gran mayoría himnos traducidos del inglés que, por provenir del siglo pasado y de otras latitudes, estaban cargados de individualismo y pesimismo contra la sociedad, lo cual los hacía poco relevantes para nuestro contexto9. Esta situación comenzó a revertirse gracias a la publicación posterior de algunos himnarios que incluían composiciones de autores latinos, los cuales expresaban mejor el sentir de nuestros pueblos10.

Pero fue quizás el fenómeno llamado “renovación de la alabanza” el que cambió por completo la música congregacional. Comenzó a mediados de 1980 dentro de las iglesias independientes de corte neopentecostal y carismático, y continúa hasta hoy. Si bien esta modalidad, que se inició con músicos connotados como Marcos Witt, Juan Carlos Salinas y otros, ha hecho posible que las iglesias evan­gélicas de la región canten los mismos coros, en la misma escala musical y aun con los mismos arreglos musicales, es fácil observar que el culto ahora refleja uniformidad musical, que no es lo mismo que unidad en un mismo espíritu de adoración. El culto dominical se ha convertido así en un espacio de entretenimiento donde la variedad de instrumentos, los nuevos cantos y coreo­grafías, y los equipos más sofisticados de sonido, luces y medios visuales han reemplazado a los antiguos símbolos del culto evangélico, que eran los himnarios, el púlpito, la mesa de la comunión y, sobre todo, la cruz.


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9 Ver el capítulo “Cantos comunes de algunas iglesias” (Valle 1972), donde Pablo Sosa analiza algunos himnarios y llega a la conclusión de que no había todavía una himnología propia en nuestro continente.

10 Valga mencionar el Cancionero abierto publicado por isedet, y la colección Corazón y voz, de los bautistas, que apareció en las décadas de 1970 y comienzos de 1980. Hoy, el himnario Celebremos su gloria (Texas: Celebremos / Libros Alianza, 1992) es quizás uno de los pocos que se ha preocupado de incorporar temas de autores latinos.

¿Qué le pasó al culto en América Latina?

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