Читать книгу Viento de levante, meigas silenciosas y salamandras amarillas - Miguel Abollado Rego - Страница 10

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PAULA

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.

Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta.

Vladimir Nabokov

Me despierto con resaca, pero la fiesta de anoche fue realmente divertida, así que sonrío antes incluso de abrir los ojos. Bajo a la pastelería y me atiende la dependienta morena, la que siempre saluda. Hace tiempo que no la veo. Se lo digo. Pues yo estoy siempre aquí, me contesta, sonriendo. Se alegra de verme. Yo también de verla a ella. Echar un vistazo al escaparate de Nunos es una buena excusa para echar la segunda sonrisa del día. Me vas a poner un dónut de esos de chocolate con sabor a naranja, le digo. Marchando, dice ella. Ahora me mira un poco más seria. La próxima vez ya no estaré aquí. ¿Y eso?, le digo. Me voy a trabajar a otra pastelería en la calle Menorca. Ah, bueno, pues…, que tengas mucha suerte. ¿Vendrás a verme?, pregunta con cierto miedo. Claro, miento yo.

Atravieso el Retiro abrazándome con fuerza. Hace un frío del carajo y el abriguito guay que he elegido para pasearme por el Rastro no es ni de lejos lo más adecuado para una mañana de principios de febrero. Sin embargo, ha salido el sol. Tras unas semanas de lluvia, viento y oscuridad, los primeros rayos del sol iluminan mi cara y hacen que me quede medio traspuesto, con los ojos cerrados, parado delante del estanque, como un lagarto necesitado de la energía del astro rey. Cuando el cielo se nubla en Madrid durante demasiado tiempo, al salir el sol los gatos salimos como zombis a callejear sin rumbo fijo.

La cuesta de Moyano está animada. Mucha gente sola que mira, pregunta, hojea, lee sinopsis, comprueba el estado de los libros, ¡los huele! Los observo detenidamente. Es una satisfacción ver que la gente no se olvida de comprar libros. Yo les sigo la corriente y me uno al ritual paseando por los puestos en busca de autores nuevos, primeras ediciones o algunos títulos que tengo pendientes. Kawakami, Nothomb, Auster, Trueba, Tabucchi, Llamazares… Todos los buenos están ahí, esperando a que aparezcas en ese mismo instante, porque un rato después ya no estarán. Esto no es la Casa del Libro. Aquí los libros que valen la pena duran media hora.

Pasando Tirso de Molina oigo unos quejidos flamencos. Creo que vienen de la plaza del Duque de Alba. Al llegar lo veo. Mirando para abajo, con una guitarra española descascarillada, un chaval que no llega a la treintena, vestido con ropas viejas y una gorra de propaganda, canta por soleares y bulerías. Su voz no retumba, pero es sentida, muy sentida. ¡Y toca, y lo hace bien! Busco una moneda y no la encuentro. Ya me estoy yendo y entonces rasco algo suelto en el bolsillo de atrás. Me doy la vuelta y me acerco para dejarle la moneda. Acaba su bulería y la gente aplaude, le tira olés y lo llama maestro. Cuatro gatos, no os creáis. Le pregunto si viene mucho, me dice a ver, le digo que canta muy bien y que es raro ver tocar a un cantaor. Asiente y sonríe. Le pregunto que si no toca en ningún sitio, un señor me dijo un día que me llamaría. Bebe agua de una botella reutilizada. ¿No tendrás un cigarro, amigo? Vaya, no tengo. Me arrepiento por un momento de haber dejado de fumar.

Al llegar al Rastro la vida explota de una manera salvaje. La maraña humana se desliza como un río torpe y denso por los puestos habituales de la plaza de Cascorro y la Ribera de Curtidores. Pero lo mejor está en las calles de dentro: Arniches, Carnero y Mira el Río. Tiendas de muebles viejos, que parecen la propia casa del vendedor, y al que a veces se puede ver sentado sobre una banqueta en la misma puerta, en bata y pelando una manzana mientras comenta con un cliente el último partido del Atleti. Otras tiendas más especializadas ofrecen muebles, lámparas, cuadros, sillas, espejos, que se mezclan con puestos donde se vende de todo, y todo inservible, y todo viejo, pero que tiene que estar ahí, porque eso es el alma del Rastro. Gente que clama al Altísimo, que truena contra el Gobierno, que grita los precios como reclamo para atraer compradores. Los gritos son más intensos a medida que nos acercamos a la plaza de los gitanos. Allí hay bragas XXL, libros viejos, trastos de hojalata, antigüedades extrañas y zapatillas de imitación. Volviendo a la Ribera de Curtidores, me pido un par de gildas en los Encurtidos Jiménez y me siento en las escalinatas a tomar el sol y ver a la gente pasar. Delante de mí un par de chavalas espabiladas con una guitarra se esfuerzan por cantar. No lo hacen muy bien, pero no les importa demasiado. Allí están las dos plantadas, montando jaleo y partiéndose el culo. Una toca una acústica que parece de juguete, la otra anima el cotarro tocando con ritmo un mortero de madera y haciendo sonar una trompeta extrañísima. La gente las mira y sonríe. Algunos bailan, otros les echan unas monedas y siguen su camino.

Al cabo de un rato me levanto de allí. Me meto sin querer en el jaleo de la calle Humilladero y descubro un bar que no conocía. Vaya, esto sí que es noticia. Los gins que me tomé el sábado con la cuadrilla Déjate liar empiezan a golpearme. Quizás necesite una cerveza. Entro, pido un tercio y me ponen una Super Bock. Me acuerdo de mi amigo Pajares, que es lo que bebe cuando va a Lisboa a ver a Metallica. Miro extrañado al camarero y le señalo la botella. El dueño es portugués, me dice, con acento vasco. En el aire suena una guitarra, es una especie de blues, o swing, o bossa nova, no lo sé muy bien. Pero es muy bueno. Sólo por seguir escuchándolo acabo pidiéndome otra birra. Al salir le pregunto y me apunta el nombre del guitarrista.

Angelo Debarre, Swing Manouche.

Agur, compañero.

Ya estoy frente al restaurante Julián de Tolosa. Estiro bien la camisa; pienso, con algo de rabia, que debería haberla planchado con un poco más de esmero; me arreglo un poco el pelo y miro disimuladamente a través de los enormes ventanales a ver si la veo. Un vistazo rápido al reloj. Es pronto aún. Durante todo el camino desde que salí de mi casa, en mi cabeza, además de la resaca, no ha habido lugar para otra cosa que no sea ella. Los pasteles, los libros, el flamenco, la vida excesiva del Rastro, el Swing Manouche, sólo son una excusa para paliar esta obsesión que me corroe el alma desde hace una semana.

Paula me ha llamado.

Mi querida Paula, mi odiada Paula, mi amor perdido, mi deseo ardiente, mi vida entera, la sangre de mis venas, mi dolor incurable; la eterna, bella, inalcanzable, perfecta y malvada Paula.

Paula… luz de mi vida… fuego de mis entrañas… pecado mío…

Paula y yo estuvimos juntos hace unos dos años. Fue una relación bastante tumultuosa. Ella era un torbellino que se llevaba por delante todo lo que tocaba; una fiera desbocada que se comía la vida de una manera tan intensa que era imposible seguirla.

Nos conocimos en una fiesta a la que fui de casualidad. Ese día no tenía ninguna intención de salir, pero mi amigo Andrés insistió tanto en que fuera a la celebración de su cumpleaños que al final cedí. Aparecí tardísimo, sin afeitar y medio dormido, con la intención de saludar, tomarme un par de copas y largarme de allí. Pero no sucedió eso. Lo que sucedió fue que al poco de llegar a la fiesta, mientras deambulaba por la casa ―un magnífico piso que tienen sus padres en pleno barrio de Salamanca― me encontré con ella. Estaba en un rincón de la biblioteca, con una copa de champán en una mano y un cigarrillo en la otra. Tenía las piernas cruzadas y parecía estar mirando hacia mí incluso antes de que yo apareciera, como si estuviera protagonizando el anuncio de su bebida favorita. No sonreía, pero parecía contenta. Esa expresión suya siempre la recordaré. Al mirar hacia ella, me saludó con un conciso movimiento de cabeza y dirigió la mirada brevemente a la otra copa que estaba encima de la mesa. Inmediatamente volvió de nuevo su mirada hacia mí y me sonrió levemente. Un despliegue de clase y sensualidad del que era imposible escapar. Así que me acerqué, le dije mi nombre y me senté a su lado. Llenó mi copa y me la puso en la mano.

―Hola, soy Paula y me gusta el champán.

―También las fiestas de cumpleaños.

―Pues no mucho. Andrés es un buen amigo y a los buenos amigos hay que mantenerlos. Pero no me gusta estar con desconocidos, siempre intentan preguntarte por qué eres así de rara y por qué bebes champán. Esto es algo que detesto, la falta de originalidad. La gente en general es muy poco interesante. Pero hay que reconocer que en este rincón no se está mal del todo.

―Intentaré no aburrirte demasiado.

Ella sonrió otra vez y me dio un beso en la mejilla.

La noche resultó mágica, casi como un sueño. Cuando terminamos la botella nos largamos de allí. Tomamos un par de copas por la Latina y después fuimos a su casa.

Su casa era extraña. Casi no había nada. Un espacio enorme, vacío, poco acogedor, pero al mismo tiempo resultaba intrigante. La pasión se desató en el último bar como un torbellino de aire incandescente que a medida que nos acercábamos a su casa se iba convirtiendo en un huracán de fuerza cinco que arrasaba con todo lo que pillaba por delante. El tiesto de la portería…, el espejo del ascensor…, la lámpara de pie del descansillo…, los jarrones de cristal de la mesita de entrada regalo de su exsuegra…, los cuadros falsos de Picasso…

Le encantaba el champán. Le gustaba esparcírselo por encima. Le gustaba beberlo de mi boca absorbiéndolo con fuerza hasta quitarme el dorado manjar y todo mi aire y toda mi alma. Después, con los restos desparramados por sus pechos, se retorcía de placer, se tocaba como si no se conociera, como si fuera la primera vez que tocaba un cuerpo tan perfecto. Y gemía como un gato hambriento. Y me miraba con los ojos entreabiertos, con la boca húmeda, con la lengua saboreando sus propios labios. Entonces me decía ven, y me invitaba a participar en la Gran Fiesta del Placer. Lentamente se deslizaba por mi cuerpo como una serpiente buscando la manzana del pecado. Una vez la encontraba, ya no la soltaba en toda la noche. Nunca sentí nada igual con ninguna mujer. Y ella miraba, sonreía, gemía de tal manera que hacía que me sintiera realmente especial, como si yo fuera la verdadera causa de tan desmesurado placer.

Todos esos encuentros fueron algo único e irrepetible. Pero como ocurre tantas veces, los momentos intensos son inevitablemente breves, y a la primera señal de rutina, todo terminó. Al principio fue un shock, pero pasados varios meses me fui olvidando de ella. Más que una relación estable que terminó pronto, lo intenté ver como una noche apasionante que se alargó más de la cuenta. Desapareció de mi vida, pero no para siempre. Cada dos o tres meses recibía una llamada suya. La conversación era breve. Quería comer conmigo. Siempre le gustó ir al grano, pero la primera vez me dio la impresión de que me convocaban para una reunión de trabajo. Fui con ilusión, pero también con un poco de escepticismo. Las sensaciones fueron increíbles, casi como aquella primera noche. Y como aquella noche terminó. Al día siguiente actuó como si yo no existiera. Así ocurrió otras tres veces. A todas las citas acudí ilusionado, pero el escepticismo de la primera se fue convirtiendo en ansiedad, en desasosiego.

Ahora estoy obsesionado.

Entro, por fin, en el restaurante y pregunto por mi reserva. Me gusta llegar un rato antes a los sitios, tomarme una caña y observar al personal. Me fijo en las parejas y me invento conversaciones absurdas. Los pongo al límite y sonrío con malicia cuando los veo reaccionar. Siempre pienso que algún día, ella, cansada de los insultos inventados por mi mente, se va a levantar para abofetearle; o que él, harto de sus falsos desprecios, va a tirar la copa contra el suelo, levantarse de la silla y largarse de su lado para siempre. La vida es un gran teatro y la imaginación es libre.

―Le están esperando en la mesa.

Siento un escalofrío. Ella siempre llega tarde y falta un cuarto de hora para las tres.

―¿Tomará champán, como la señorita?

En el Julián de Tolosa no puede haber champán. Lo elegí cuidadosamente y confirmé que no lo había.

―¿Tienen champán?

―Tenemos lo que quiera pedir el cliente. El mejor champán de Madrid.

―Joder.

La última vez que me dijeron eso de el mejor champán de Madrid, la broma costó más de 300 pavos. Pienso en mis opciones. Por primera vez intento ser realista. ¿Me dejo llevar por el corazón o por el instinto? Veamos:

1 Él entra en el restaurante. Ella lo espera con las piernas cruzadas y la mirada fija. Lo saluda con su sonrisa arrebatadora y le invita a una copa de champán que por supuesto pagará él. Piden alubias y un chuletón. Y más champán. Hablan, ríen, hay conexión. Como la ha habido siempre. Es como tiene que ser. Al acabar, ella le propone ir a su casa.

2 Él entra decidido, se acerca hasta donde está ella, agita la botella con el ímpetu de un campeón de fórmula uno y se larga de allí. El preciado manjar sale disparado y pone perdido su recién estrenado vestido negro. La gente murmura asombrada mientras él abandona el restaurante con aire de victoria.

3 Él se queda en la barra pensando. De pronto, todo cobra sentido. Se enciende una luz gigantesca que ilumina su alma y limpia su mente de las falsas esperanzas y de los estúpidos deseos que la habían envenenado durante los últimos meses. Pide un vaso de agua, se lo bebe de un trago, le entrega una nota al camarero y se larga de allí.

Ya por la noche, viendo el telediario, me entero de que ha nacido el hijo de un futbolista y una cantante colombiana muy conocida y que le han puesto un nombre extrañísimo. En los deportes hablarán largo y tendido de la noticia más importante del día. No se me ocurre que el nacimiento de nadie se pueda considerar un deporte, en todo caso podría haberlo sido el acto que provocó tan celebrado nacimiento, nueve meses atrás. Pero yo de eso no me enteré. Apago la tele y pongo Radio3. De pronto una voz profunda, temblorosa, negra probablemente, hace retumbar mi apartamento. Subo el volumen. No sé quién es, pero está cantando Helter Skelter, ¡y suena como Janis! Escuchar algo tan acojonante me llena repentinamente de energía. Espero con ansiedad a que el locutor diga su nombre al acabar la canción…, a ver…, silencio…

Hemos escuchado esta versión de Helter Skelter. Ella es… Dana Fuchs…

Pienso por un momento que la televisión es mentira. La realidad es muy distinta a lo que intentan vendernos una y otra vez. Sólo tenemos que salir a la calle y ponernos a andar. ¿Cómo es posible que no conociera a Dana Fuchs? ¿Por qué nunca oí hablar de Angelo Debarre, por qué este monstruo de la guitarra no sale todos los días en las noticias? ¿Cómo es posible que nadie se haya fijado en ese cantaor que echa sus mañanas de domingo en el Rastro, cuando me harto de escuchar basura musical a todas las horas del día?

¿Por qué tuvo que entrar Paula en mi vida?

De repente siento un frío tremendo.

Enciendo el radiador. Siento un pinchazo en el corazón, vuelve otra vez esa angustia que casi no me deja respirar. Pienso que nada tiene sentido sin ella. Sin embargo, sé que ella será mi perdición. ¿Qué cara pondría cuando el camarero le puso la nota encima de la mesa y le comentó lo de mi espantada? ¿Por qué no me escribió un mensaje preguntando por mi ausencia, por qué no me insultó con toda su alma? Da lo mismo. Cualquier opción habría sido mala. Cuando uno ama y el otro no, se haga lo que se haga, siempre toca perder. La única victoria es el olvido. En algún momento hay que empezar a olvidar, y el primer paso no ha podido ser más fulminante. Sonrío, satisfecho. Desenvuelvo el CD que me acabo de comprar de Angelo Debarre. Lo introduzco con cuidado en mi viejo equipo de sonido y le doy al play. Pongo los pies encima de la mesa, enciendo un cigarro y echo la cabeza hacia atrás, expulsando el humor como en un suspiro, mientras chasqueo los dedos al ritmo del Swing Manouche.

Viento de levante, meigas silenciosas y salamandras amarillas

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