Читать книгу Viento de levante, meigas silenciosas y salamandras amarillas - Miguel Abollado Rego - Страница 8

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RUIDO EN LAS VENAS DE LA GRAN CIUDAD

Me siento en la terraza con mi libro recién comprado.

Nadie alrededor. Bien. El sol luce como nunca en este anticiclón eterno que el invierno ha regalado a Madrid como un premio inmerecido. Leo el primer párrafo y ya sé que el libro me va a gustar. Paro un momento. Me acomodo en la silla y enciendo un cigarrillo. Enseguida me meto en la historia, no han sido necesarias más que cuatro o cinco páginas. Los buenos saben cómo hacer las cosas. Doy un sorbo a la cerveza, respiro el aire limpio de la mañana, pero a continuación, por pura rebeldía, le doy un par de caladas al cigarro, que disfruto igual o más que las caladas del aire más puro que el invierno de Madrid pueda ofrecerme. Deposito el cigarro en el cenicero y lo miro con cierto recelo. Un gorrión se acerca al plato de patatas chips que me han servido como aperitivo. Lo hace despacio, sopesando con prudencia si está lo suficientemente alejado de mi brazo como para tener una oportunidad. Mira a un lado y a otro, mueve muy rápido la cabeza. Creo que lo hace para disimular, porque por los alrededores lo único que respira a esta hora de la mañana es un patinador torpe cerca de la estatua del ángel caído y un camarero demasiado aburrido apoyado en el muro del chiringuito. Sonrío. Decido alejar un poco más el plato para que pierda definitivamente el miedo y continúo con la lectura. Pero el pájaro sale volando, quizá decepcionado por mi trato condescendiente o puede que asfixiado por el humo del cigarro. Observo, con desprecio ahora, el paquete de tabaco. Pienso que en lugar de un pulmón ennegrecido, las autoridades deberían optar por una foto de un pájaro huyendo: el tabaco hace huir a los animales, capullo. Puede que así consigan que deje definitivamente de fumar.

De pronto me he despistado y he perdido el hilo de la novela. Intento retomarla, pero mi cabeza ya está en otro sitio. Por arte de magia una muchedumbre ha poblado las mesas vacías a mi alrededor; padres, madres, hijos, perros, amigos, todos hablando al mismo tiempo. Inmediatamente el trompetista que siempre intento evitar aparece por detrás y hace sonar su infernal instrumento de la manera más burda posible. No contento con una, toca dos, tres, cien mil temas. Alguien me pregunta si la silla está libre. Sí, cómo no. Alguien me pregunta si puede coger el servilletero. Ningún problema. Alguien le está dando de comer a las palomas. Sí, a esos bichos. Revolotean a su alrededor emitiendo graznidos, o gorjeos, o arrullos, no sé. Sonidos del infierno. Me llega el aire nauseabundo que desplazan sus alas. Sigue sonando la trompeta. Los perros ladran inmisericordes. El camarero espera impaciente a que se decidan a pedir. El trompetista aparece y me pide una moneda. Lo miro y niego con la cabeza mientras resoplo resignado. En la mesa de enfrente un hombre inicia una discusión. Están hablando en inglés. Ella responde como puede a sus acusaciones. La ataca sin piedad, la hace llorar. No entiende que ella diga, que ella haga, que ella deje de hacer. En un inesperado e inaudito momento de silencio todo el mundo puede escuchar sus exclamaciones. Parece que le gusta el espectáculo y no parece importarle que los demás le oigan, como si el idioma pudiera disimular algo su estupidez. Ella baja la voz, sin embargo, mientras él sigue sin comprender; altivo, gritón, intruso de ella, intruso de todos. Finalmente, tras una agria discusión, ella se levanta y decide marcharse sola. Los demás, expectantes, molestos y curiosos, dudan si respirar tranquilos o arrancarse a aplaudir. Le mantengo la mirada cuando, finalmente, se levanta. Lárgate, joder. No la mereces.

Pago, coloco el marcapáginas en la página seis. No me ha dado tiempo a más. Es el momento de desaparecer.

Salgo del parque.

Al llegar a la calle una ambulancia hace retumbar su sirena estridente. El sonido penetra en lo más profundo de mi cerebro y lo hace temblar. En el autobús hay jaleo. Una señora monta bronca porque no se ha respetado la cola al subir. Una vez dentro, habla a voz en grito. Yo siempre digo que… mi marido esto… mi cuñada aquello… fíjate tú lo que hizo la vecina del sexto. Su compañera de asiento asiente sumisa, repitiendo como una coletilla el final de cada frase y sentenciando la conversación con un no somos nadie que suena definitivo. Un niño llora. Siento compasión por él. Está ahí, rodeado por la multitud ruidosa, tan pequeño, tan indefenso. La madre aplica la técnica de déjalo llorar… lo he leído en un libro, mientras habla por teléfono. Sus llantos crecen y se entremezclan con la conversación de las señoras, que ahora hablan al mismo tiempo, dándose la razón la una a la otra. Son las cinco horas y cuarenta y cinco minutos, canta por el altavoz un señor con voz de robot. Nos quedamos atrapados en un atasco. Los cláxones de varios coches suenan sin compasión. Miro para delante. Hay un atasco de cojones, ahí no se mueve ni el aire. Miro a los coches. Los conductores siguen pitando. Sé lo que están pensando esos idiotas. Lo sé. Piensan: voy a pitar y seguro que así se soluciona todo. Seguro que el atasco se disuelve y todos los coches desaparecen.

Necesito salir de aquí.

Me acerco al conductor. Está escuchando el partido por la radio. Lo miro fijamente, pero él sigue a lo suyo. Quiero bajar, le digo. Entonces el locutor entra en éxtasis por una jugada y pega un grito desgarrador. Me empiezo a poner nervioso. Hasta la parada, nada, me dice, sin mirarme. ABRE LA PUERTA AHORA, le contesto, mirándolo fijamente. Esta vez parece comprender. Salgo de allí corriendo, esquivando a los coches parados. A lo lejos una Harley hace sonar su tubarro perforado. Mientras, sigue ese ruido ahí arriba. El helicóptero de la Policía que me lleva persiguiendo desde que me senté en aquella terraza del Retiro. Ahora ya no sé ni dónde estoy. Amenaza tormenta y sé que si estalla me caerá encima un rayo y por fin acabará todo. Miro para arriba. ¡Claro, el Círculo de Bellas Artes! Subo a la azotea por las escaleras, corriendo, ansioso. Al llegar arriba me doy cuenta de mi error. Allí hay un millón de personas. Los altavoces amplifican la voz de David Bisbal. No, por favor, Bisbal no. Corro hasta la estatua de aquella diosa de la que nunca recuerdo el nombre. Subo a la barandilla de piedra. Ya nada me separa de caer al vacío. Me pongo en pie y levanto los brazos. Entonces empiezo a escuchar los murmullos de la gente. Miro hacia abajo. La calle de Alcalá sigue atascada. Miro hacia el horizonte. El cielo se está volviendo negro. Las campanas de la iglesia de San José tañen como anunciando el fin del mundo. Los murmullos aumentan. Hablan de mí, lo sé. Alguien emite un grito de angustia. Alguien me dice que me baje de allí, que estoy loco. Entonces grito:

¡¡¡¡¡¡ SILENCIOOOOOO!!!!!!

El eco de mi voz retumba en todas las calles. Se hace el silencio.

La gente se calla. Las palomas no existen. Bisbal tampoco. Las campanas han dejado de sonar. Ya no hay helicópteros en el cielo. Allí abajo, todos esos capullos me miran, ahora, desde sus coches, en lugar de pitar. Ya no suenan las ambulancias, ni los tubarros de las motos. Ya no hablan las señoras, ya no lloran los niños. Los locutores han enmudecido. Sólo se escucha el aire. El cielo está a punto de estallar y descargar su ira sobre todos nosotros. Entonces, me bajo lentamente de la barandilla y la veo allí, apoyada. Me mira, indiferente. Los demás están histéricos. Ella no.

Qué, ¿te has quedado más tranquilo?, me dice.

Sí, respondo mientras sonrío, tenía una deuda conmigo.

¿Quién?, pregunta ella.

Esta jodida ciudad.

Descubro en sus ojos azules un atisbo de sonrisa. No mueve la boca, no mueve ni un músculo, pero sé que está sonriendo. El viento agita su melena rubia, tapándole por momentos la cara. Se apoya en un bastón raro que parece una lanza. Enciende un cigarrillo y me mira. Los seguratas ya han llegado y no parece que tengan ganas de negociar. Le pregunto por su nombre mientras me sacan de allí. Ella se acerca. Pide un bolígrafo y apunta un número de teléfono en un trozo de cartón que ha extraído rasgando su paquete de tabaco. Sonríe y lo deposita en el bolsillo de mi abrigo mientras me susurra al oído:

Me llamo Minerva.

Viento de levante, meigas silenciosas y salamandras amarillas

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