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Segundo libro de Galatea

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LIBRES ya y desembarazadas de lo que aquella noche con sus ganados habían de hacer, procuraron recogerse y apartarse con Teolinda en parte donde, sin ser de nadie impedidas, pudiesen oír lo que del suceso de sus amores les faltaba. Y así, se fueron a un pequeño jardín que estaba en casa de Galatea; y, sentándose las tres debajo de una verde y pomposa parra que entricadamente por unas redes de palos se entretejía, tornando a repetir Teolinda algunas palabras de lo que antes había dicho, prosiguió diciendo:

—«Después de acabado nuestro baile y el canto de Artidoro —como ya os he dicho, bellas pastoras—, a todos nos pareció volvernos al aldea a hacer en el templo los solemnes sacrificios, y por parecernos asimesmo que la solemnidad de la fiesta daba en alguna manera licencia para [que], no teniendo cuenta tan a punto con el recogimiento, con más libertad nos holgásemos; y por esto, todos los pastores y pastoras, en montón confuso, alegre y regocijadamente al aldea nos volvimos, hablando cada uno con quien más gusto le daba. Ordenó, pues, la suerte y mi diligencia, y aun la solicitud de Artidoro, que sin mostrar artificio en ello, los dos nos apareamos, de manera que a nuestro salvo pudiéramos hablar en aquel camino más de lo que hablamos, si cada uno por sí no tuviera respecto a lo que a sí mesmo y al otro debía. En fin, yo, por sacarle a barrera —como decirse suele—, le dije: "Años se te harán, Artidoro, los días que en nuestra aldea estuvieres, pues debes de tener en la tuya cosas en que ocuparte que te deben de dar más gusto". "Todo el que yo puedo esperar en mi vida trocara yo —respondió Artidoro— porque fueran, no años, sino siglos, los días que aquí tengo de estar, pues, en acabándose, no espero tener otros que más contento me hagan". "¿Tanto es el que rescibes —respondí yo— en mirar nuestras fiestas?" "No nasce de ahí —respondió él—, sino de contemplar la hermosura de las pastoras desta vuestra aldea". "¡Es verdad —repliqué yo—, que deben de faltar hermosas zagalas en la tuya!". "Verdad es que allá no faltan —respondió él—, pero aquí sobran, de manera que una sola que yo he visto, basta para que, en su comparación, las de allá se tengan por feas". "Tu cortesía te hace decir eso, ¡oh Artidoro! —respondí yo—, porque bien sé que en este pueblo no hay ninguna que tanto se aventaje como dices". "Mejor sé yo ser verdad lo que digo —respondió él—, pues he visto la una y mirado las otras". "Quizá la miraste de lejos, y la distancia del lugar —dije yo— te hizo parecer otra cosa de lo que debe de ser". "De la mesma manera —respondió él— que a ti te veo y estoy mirando agora, la he mirado y visto a ella; y yo me holgaría de haberme engañado, si no conforma su condición con su hermosura". "No me pesara a mí ser la que dices, por el gusto que debe sentir la que se vee pregonada y tenida por hermosa". "Harto más —respondió Artidoro— quisiera yo que tú no fueras". "Pues, ¿qué perdieras tú —respondí yo— si, como yo no soy la que dices, lo fuera?" "Lo que he ganado —respondió él— bien lo sé; de lo que he de perder estoy incierto y temeroso". "Bien sabes hacer del enamorado —dije yo—, ¡oh Artidoro!" "Mejor sabes tú enamorar, ¡oh Teolinda!", respondió él. A esto le dije: "No sé si te diga, Artidoro, que deseo que ninguno de los dos sea el engañado". A lo que él respondió: "De que yo no me engaño estoy bien seguro, y de querer tú desengañarte, está en tu mano, todas las veces que quisieres hacer experiencia de la limpia voluntad que tengo de servirte". "Ésa te pagaré yo con la mesma —repliqué yo—, por parecerme que no sería bien a tan poca costa quedar en deuda con alguno".

»A esta sazón, sin que él tuviese lugar de responderme, llegó Eleuco, el mayoral, y dijo con voz alta: "¡Ea, gallardos pastores y hermosas pastoras!, haced que sientan en el aldea vuestra venida, entonando vosotras, zagalas, algún villancico, de modo que nosotros os respondamos; porque vean los del pueblo cuánto hacemos al caso los que aquí vamos para alegrar nuestra fiesta". Y porque en ninguna cosa que Eleuco mandaba dejaba de ser obedecido, luego los pastores me dieron a mí la mano para que comenzase. Y así, yo, sirviéndome de la ocasión y aprovechándome de lo que con Artidoro había pasado, di principio a este villancico:

En los estados de amor,

nadie llega a ser perfecto,

sino el honesto y secreto.


Para llegar al süave

gusto de amor, si se acierta,

es el secreto la puerta,

y la honestidad la llave.

Y esta entrada no la sabe

quien presume de discreto,

sino el honesto y secreto.


Amar humana beldad

suele ser reprehendido,

si tal amor no es medido

con razón y honestidad.

Y amor de tal calidad

luego le alcanza, en efecto,

el qu’es honesto y secreto.


Es ya caso averiguado,

que no se puede negar,

que a veces pierde el hablar

lo qu’el callar ha ganado.

Y el que fuere enamorado,

jamás se verá en aprieto,

si fuere honesto y secreto.


Cuanto una parlera lengua

y unos atrevidos ojos

suelen causar mil enojos

y poner al alma en mengua,

tanto este dolor desmengua

y se libra deste aprieto

el qu’es honesto y secreto.

»No sé si acerté, hermosas pastoras, en cantar lo que habéis oído, pero sé bien que se supo aprovechar dello Artidoro, pues, en todo el tiempo que en nuestra aldea estuvo, puesto que me habló muchas veces, fue con tanto recato, secreto y honestidad, que los ociosos ojos y lenguas parleras ni tuvieron ni vieron que decir cosa que a nuestra honra perjudicase. Mas con el temor que yo tenía que, acabado el término que Artidoro había prometido de estar en nuestra aldea, se había de ir a la suya, procuré, aunque a costa de mi vergüenza, que no quedase mi corazón con lástima de haber callado lo que después fuera escusado decirse estando Artidoro ausente. Y así, después que mis ojos dieron licencia que los suyos amorosamente me mirasen, no estuvieron quedas las lenguas, ni dejaron de mostrar con palabras lo que hasta entonces por señas los ojos habían bien claramente manifestado.

»En fin, sabréis, amigas mías, que un día, hallándome acaso sola con Artidoro, con señales de un encendido amor y comedimiento, me descubrió el verdadero y honesto amor que me tenía; y, aunque yo quisiera entonces hacer de la retirada y melindrosa, porque temía, como ya os he dicho, que él se partiese, no quise desdeñarle ni despedirle; y también por parecerme que los sinsabores que se dan y sienten en el principio de los amores son causa de que abandonen y dejen la comenzada empresa los que en sus sucesos no son muy experimentados. Y por esto le di respuesta tal cual yo deseaba dársela, quedando, en resolución, concertados en que él se fuese a su aldea, y que, de allí a pocos días, con alguna honrosa tercería me enviase a pedir por esposa a mis padres; de lo que él fue tan contento y satisfecho, que no acababa de llamar venturoso el día en que sus ojos me miraron. De mí os sé decir que no trocara mi contento por ningún otro que imaginar pudiera, por estar segura que el valor y calidad de Artidoro era tal, que mi padre sería contento de recebirle por yerno.

»En el dichoso punto que habéis oído, pastoras, estaba el de nuestros amores, que no quedaban sino dos o tres días a la partida de Artidoro, cuando la Fortuna, como aquella que jamás tuvo término en sus cosas, ordenó que una hermana mía de poco menos edad que yo a nuestra aldea tornase, de otra donde algunos días había estado en casa de una tía nuestra que mal dispuesta se hallaba. Y porque consideréis, señoras, cuán estraños y no pensados casos en el mundo suceden, quiero que entendáis una cosa que creo no os dejará de causar alguna admiración estraña; y es que esta hermana mía que os he dicho, que hasta entonces había estado ausente, me parece tanto en el rostro, estatura, donaire y brío, si alguno tengo, que no sólo los de nuestro lugar, sino nuestros mismos padres muchas veces nos han desconocido, y a la una por la otra hablado; de manera que, para no caer en este engaño, por la diferencia de los vestidos, que diferentes eran, nos diferenciaban. En una cosa sola, a lo que yo creo, nos hizo bien diferentes la naturaleza, que fue en las condiciones, por ser la de mi hermana más áspera de lo que mi contento había menester, pues por ser ella menos piadosa que advertida, tendré yo que llorar todo el tiempo que la vida me durare.

»Sucedió, pues, que luego que mi hermana vino al aldea, con el deseo que tenía de volver al agradable pastoral ejercicio suyo, madrugó luego otro día más de lo que yo quisiera, y con las ovejas proprias que yo solía llevar se fue al prado; y, aunque yo quise seguirla, por el contento que se me seguía de la vista de mi Artidoro, con no sé qué ocasión, mi padre me detuvo todo aquel día en casa, que fue el último de mis alegrías. Porque aquella noche, habiendo mi hermana recogido su ganado, me dijo, como en secreto, que tenía necesidad de decirme una cosa que mucho me importaba. Yo, que cualquiera otra pudiera pensar de la que me dijo, procuré que presto a solas nos viésemos, adonde ella, con rostro algo alterado, estando yo colgada de sus palabras, me comenzó a decir: "No sé, hermana mía, lo que piense de tu honestidad, ni menos sé si calle lo que no puedo dejar de decirte, por ver si me das alguna disculpa de la culpa que imagino que tienes; y, aunque yo, como hermana menor, estaba obligada a hablarte con más respecto, debes perdonarme, porque en lo que hoy he visto hallarás la disculpa de lo que te dijere". Cuando yo desta manera la oí hablar, no sabía qué responderle, sino decirle que pasase adelante con su plática. "Has de saber, hermana —siguió ella—, que esta mañana, saliendo con nuestras ovejas al prado, y yendo sola con ellas por la ribera de nuestro fresco Henares, al pasar por el alameda del Concejo, salió a mí un pastor que con verdad osaré jurar que jamás le he visto en estos nuestros contornos, y, con una estraña desenvoltura, me comenzó a hacer tan amorosas salutaciones que yo estaba con vergüenza y confusa, sin saber qué responderle; y él, no escarmentado del enojo que, a lo que yo creo, en mi rostro mostraba, se llegó a mí diciéndome: ‘¿Qué silencio es éste, hermosa Teolinda, último refugio de esta ánima que os adora?’. Y faltó poco que no me tomó las manos para besármelas, añadiendo a lo que he dicho un catálogo de requiebros, que parecía que los traía estudiados. Luego di yo en la cuenta, considerando que él daba en el error en que otros muchos han dado, y que pensaba que con vos estaba hablando, de donde me nació sospecha que si vos, hermana, jamás le hubiérades visto, ni familiarmente tratado, no fuera posible tener el atrevimiento de hablaros de aquella manera. De lo cual tomé tanto enojo, que apenas podía formar palabra para responderle; pero al fin respondí de la suerte que su atrevimiento merescía, y cual a mí me pareció que estábades vos, hermana, obligada a responder a quien con tanta libertad os hablara. Y si no fuera porque en aquel instante llegó la pastora Licea, yo le añadiera tales razones, que fuera bien arrepentido de haberme dicho las suyas. Y es lo bueno, que nunca le quise decir el engaño en que estaba, sino que así creyó él que yo era Teolinda como si con vos mesma estuviera hablando. En fin, él se fue llamándome ingrata, desagradecida y de poco conocimiento; y, a lo que yo puedo juzgar del semblante que él llevaba, a fe, hermana, que otra vez no ose hablaros, aunque más sola os encuentre. Lo que deseo saber es quién es este pastor y qué conversación ha sido la de entrambos, de do nasce que con tanta desenvoltura él se atreviese a hablaros".

»A vuestra mucha discreción dejo, discretas pastoras, lo que mi alma sintiría, oyendo lo que mi hermana me contaba. Pero al fin, disimulando lo mejor que pude, le dije: "La mayor merced del mundo me has hecho, hermana Leonarda —que así se llama la turbadora de mi descanso—, en haberme quitado con tus ásperas razones el fastidio y desasosiego que me daban las importunas de ese pastor que dices, el cual es un forastero que habrá ocho días que está en esta nuestra aldea, en cuyo pensamiento ha cabido tanta arrogancia y locura que, doquiera que me vee, me trata de la manera que has visto, dándose a entender que tiene granjeada mi voluntad; y, aunque yo le he desengañado, quizá con más ásperas palabras de las que tú le dijiste, no por eso deja él de proseguir en su vano propósito; y a fe, hermana, que deseo que venga ya el nuevo día, para ir a decirle que si no se aparta de su vanidad, que espere el fin della que mis palabras siempre le han significado". Y así era la verdad, dulces amigas, que diera yo porque ya fuera el alba cuanto pedírseme pudiera, sólo por ir a ver a mi Artidoro y desengañarle del error en que había caído, temerosa que con la aceda y desabrida respuesta que mi hermana le había dado, él no se desdeñase y hiciese alguna cosa que en perjuicio de nuestro concierto viniese.

»Las largas noches del escabroso deciembre no dieron más pesadumbre al amante que del venidero día algún contento esperase, cuanto a mí me dio disgusto aquella, puesto que era de las cortas del verano, según deseaba la nueva luz, para ir a ver a la luz por quien mis ojos veían. Y así, antes que las estrellas perdiesen del todo la claridad, estando aún en duda si era de noche o de día, forzada de mi deseo, con la ocasión de ir a apacentar las ovejas, salí del aldea; y, dando más priesa al ganado de la acostumbrada para que caminase, llegué al lugar adonde otras veces solía hallar a Artidoro, el cual hallé solo y sin ninguno que dél noticia me diese, de que no pocos saltos me dio el corazón, que casi adevinó el mal que le estaba guardado. ¡Cuántas veces, viendo que no le hallaba, quise con mi voz herir el aire, llamando el amado nombre de mi Artidoro, y decir: "¡Ven, bien mío, que yo soy la verdadera Teolinda, que más que a sí te quiere y ama!", sino que el temor que de otro que dél fuesen mis palabras oídas, me hizo tener más silencio del que quisiera. Y así, después que hube rodeado una y otra vez toda la ribera y el soto del manso Henares, me senté cansada al pie de un verde sauce, esperando que del todo el claro sol sus rayos por la faz de la tierra estendiese, para que con su claridad no quedase mata, cueva, espesura, choza ni cabaña que de mí mi bien no fuese buscado. Mas, apenas había dado la nueva luz lugar para discernir las colores, cuando luego se me ofreció a los ojos un cortecido álamo blanco, que delante de mí estaba, en el cual y en otros muchos vi escritas unas letras, que luego conocí ser de la mano de Artidoro allí fijadas; y, levantándome con priesa a ver lo que decían, vi, hermosas pastoras, que era esto:

Pastora en quien la belleza

en tanto estremo se halla,

que no hay a quien comparalla

sino a tu mesma crüeza.

Mi firmeza y tu mudanza

han sembrado a mano llena

tus promesas en la arena

y en el viento mi esperanza.

Nunca imaginara yo

que cupiera en lo que vi,

tras un dulce alegre sí,

tan amargo y triste no.

Mas yo no fuera engañado

si pusiera en mi ventura,

así como en tu hermosura,

los ojos que te han mirado.

Pues cuanto tu gracia estraña

promete, alegra y concierta,

tanto turba y desconcierta

mi desdicha, y enmaraña.

Unos ojos me engañaron,

al parecer pïadosos.

¡Ay, ojos falsos, hermosos!,

los que os ven, ¿en qué pecaron?

Dime, pastora crüel:

¿a quién no podrá engañar

tu sabio honesto mirar

y tus palabras de miel?

De mí ya está conoscido

que, con menos que hicieras,

días ha que me tuvieras

preso, engañado y rendido.

Las letras que fijaré

en esta áspera corteza

crecerán con más firmeza

que no ha crecido tu fe;

la cual pusiste en la boca

y en vanos prometimientos,

no firme al mar y a los vientos,

como bien fundada roca.

Tan terrible y rigurosa

como víbora pisada,

tan crüel como agraciada,

tan falsa como hermosa;

lo que manda tu crueldad

cumpliré sin más rodeo,

pues nunca fue mi deseo

contrario a tu voluntad.

Yo moriré desterrado

porque tú vivas contenta,

mas mira que amor no sienta

del modo que me has tratado;

porque, en la amorosa danza,

aunque amor ponga estrecheza,

sobre el compás de firmeza

no se sufre hacer mudanza.

Así como en la belleza

pasas cualquiera mujer,

creí yo que en el querer

fueras de mayor firmeza;

mas ya sé, por mi pasión,

que quiso pintar natura

un ángel en tu figura,

y el tiempo en tu condición.

Si quieres saber dó voy

y el fin de mi triste vida,

la sangre por mí vertida

te llevará donde estoy;

y, aunque nada no te cale

de nuestro amor y concierto,

no niegues al cuerpo muerto

el triste y último vale;

que bien serás rigurosa,

y más que un diamante dura,

si el cuerpo y la sepultura

no te vuelven piadosa.

Y en caso tan desdichado

tendré por dulce partido,

si fui vivo aborrecido,

ser muerto y por ti llorado.

»¿Qué palabras serán bastantes, pastoras, para daros a entender el estremo de dolor que ocupó mi corazón cuando claramente entendí que los versos que había leído eran de mi querido Artidoro? Mas no hay para qué encarescérosle, pues no llegó al punto que era menester para acabarme la vida, la cual, desde entonces acá tengo tan aborrecida, que no sentiría ni me podría venir mayor gusto que perderla. Los sospiros que entonces di, las lágrimas que derramé, las lástimas que hice, fueron tantas y tales, que ninguno me oyera que por loca no me juzgara.

»En fin, yo quedé tal que, sin acordarme de lo que a mi honra debía, propuse de desamparar la cara patria, amados padres y queridos hermanos, y dejar con la guardia de sí mesmo al simple ganado mío. Y, sin entremeterme en otras cuentas, mas de en aquellas que para mi gusto entendí ser necesarias, aquella mesma mañana, abrazando mil veces la corteza donde las manos de mi Artidoro habían llegado, me partí de aquel lugar con intención de venir a estas riberas, donde sé que Artidoro tiene y hace su habitación, por ver si ha sido tan inconsiderado y cruel consigo que haya puesto en ejecución lo que en los últimos versos dejó escripto; que si así fuese, desde aquí os prometo, amigas mías, que no sea menor el deseo y presteza con que le siga en la muerte, que ha sido la voluntad con que le he amado en la vida. Mas, ¡ay de mí, y cómo creo que no hay sospecha que en mi daño sea que no salga verdadera!, pues ha ya nueve días que a estas frescas riberas he llegado, y en todos ellos no he sabido nuevas de lo que deseo; y quiera Dios que cuando las sepa, no sean las últimas que sospecho.» Veis aquí, discretas zagalas, el lamentable suceso de mi enamorada vida. Ya os he dicho quién soy y lo que busco; si algunas nuevas sabéis de mi contento, así la fortuna os conceda el mayor que deseáis, que no me las neguéis.

Con tantas lágrimas acompañaba la enamorada pastora las palabras que decía, que bien tuviera corazón de acero quien dellas no se doliera. Galatea y Florisa, que naturalmente eran de condición piadosa, no pudieron detener las suyas, ni menos dejaron, con las más blandas y eficaces razones que pudieron, de consolarla, dándole por consejo que se estuviese algunos días en su compañía; quizá haría la fortuna que en ellos algunas nuevas de Artidoro supiese; pues no permitiría el cielo que, por tan estraño engaño, acabase un pastor tan discreto como ella le pintaba el curso de sus verdes años; y que podría ser que Artidoro, habiendo con el discurso del tiempo vuelto a mejor discurso y propósito su pensamiento, volviese a ver la deseada patria y dulces amigos; y que por esto, allí mejor que en otra parte podía tener esperanza de hallarle. Con estas y otras razones, la pastora, algo consolada, holgó de quedarse con ellas, agradeciéndoles la merced que le hacían y el deseo que mostraban de procurar su contento. A esta sazón, la serena noche, aguijando por el cielo el estrellado carro, daba señal que el nuevo día se acercaba; y las pastoras, con el deseo y necesidad de reposo, se levantaron y del fresco jardín a sus estancias se fueron. Mas, apenas el claro sol había con sus calientes rayos deshecho y consumido la cerrada niebla que en las frescas mañanas por el aire suele estenderse, cuando las tres pastoras, dejando los ociosos lechos, al usado ejercicio de apascentar su ganado se volvieron, con harto diferentes pensamientos Galatea y Florisa del que la hermosa Teolinda llevaba, la cual iba tan triste y pensativa que era maravilla. Y a esta causa, Galatea, por ver si podría en algo divertirla, le rogó que, puesta aparte un poco la melancolía, fuese servida de cantar algunos versos al son de la zampoña de Florisa. A esto respondió Teolinda:

—Si la mucha causa que tengo de llorar, con la poca que de cantar tengo, entendiera que en algo se menguara, bien pudieras, hermosa Galatea, perdonarme porque no hiciera lo que me mandas; pero, por saber ya por experiencia que lo que mi lengua cantando pronuncia mi corazón llorando lo solemniza, haré lo que quieres, pues en ello, sin ir contra mi deseo, satisfaré el tuyo.

Y luego la pastora Florisa tocó su zampoña, a cuyo son Teolinda cantó este soneto:

La Galatea

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