Читать книгу La Galatea - Miguel de Cervantes - Страница 17

ELICIO

Оглавление

Índice

Rendido a un amoroso pensamiento,

con mi dolor contento,

sin esperar más gloria,

sigo la que persigue mi memoria,

porque contino en ella se presenta

de los lazos de amor libre y esenta.


Con los ojos del alma aun no es posible

ver el rostro apacible

de la enemiga mía,

gloria y honor de cuanto el cielo cría;

y los del cuerpo quedan, sólo en vella,

ciegos por haber visto el sol en ella.


¡Oh dura servidumbre, aunque gustosa!

¡Oh mano poderosa

de Amor, que así pudiste

quitarme, ingrato, el bien que prometiste

de hacerme, cuando libre me burlaba

de ti, del arco tuyo y de tu aljaba!


¡Cuánta belleza, cuánta blanca mano

me mostraste, tirano!

¡Cuánto te fatigaste

primero que a mi cuello el lazo echaste!

Y aun quedaras vencido en la pelea,

si no hubiera en el mundo Galatea.


Ella fue sola la que sola pudo

rendir el golpe crudo

el corazón esento,

y avasallar el libre pensamiento,

el cual, si a su querer no se rindiera,

por de mármol o acero le tuviera.


¿Qué libertad puede mostrar su fuero

ante el rostro severo,

y más quel sol hermoso,

de la que turba y cansa mi reposo?

¡Ay rostro, que en el suelo

descubres cuanto bien encierra el cielo!


¿Cómo pudo juntar naturaleza

tal rigor y aspereza

con tanta hermosura,

tanto valor y condición tan dura?

Mas mi dicha consiente

en mi daño juntar lo diferente.


Esle tan fácil a mi corta suerte

ver con la amarga muerte

junta la dulce vida,

y estar su mal a do su bien se anida,

que entre contrarios veo

que mengua la esperanza y no el deseo.

No cantó más el enamorado pastor, ni quisieron más detenerse Tirsi y Damón; antes, haciendo de sí gallarda e improvisa muestra, hacia donde estaba Elicio se fueron; el cual, como los vio, conociendo a su amigo Damón, con increíble alegría le salió a rescebir, diciéndole:

—¿Qué ventura ha ordenado, discreto Damón, que la des tan buena con tu presencia a estas riberas, que grandes tiempos ha que te desean?

—No puede ser sino buena —respondió Damón—, pues me ha traído a verte, ¡oh Elicio!, cosa que yo estimo en tanto, cuanto es el deseo que dello tenía, y la larga ausencia y la amistad que te tengo me obligaba. Pero si por alguna cosa puedes decir lo que has dicho, es porque tienes delante al famoso Tirsi, gloria y honor del castellano suelo.

Cuando Elicio oyó decir que aquél era Tirsi, dél solamente por fama conocido, rescibiéndole con mucha cortesía, le dijo:

—Bien conforma tu agradable semblante, nombrado Tirsi, con lo que de tu valor y discreción en las cercanas y apartadas tierras la parlera fama pregona. Y así, a mí, a quien tus escriptos han admirado e inclinado a desear conocerte y servirte, puedes, de hoy más, tener y tratar como verdadero amigo.

—Es tan conocido lo que yo gano en eso —respondió Tirsi—, que en vano pregonaría la fama lo que la afición que me tienes te hace decir que de mí pregona, si no conociese la merced que me haces en querer ponerme en el número de tus amigos; y, porque entre los que lo son las palabras de comedimiento han de ser escusadas, cesen las nuestras en este caso, y den las obras testimonio de nuestras voluntades.

—La mía será contino de servirte —replicó Elicio—, como lo verás, ¡oh Tirsi!, si el tiempo o la fortuna me ponen en estado que valga algo para ello; porque el que agora tengo, puesto que no le trocaría con otro de mayores ventajas, es tal, que apenas me deja con libertad de ofrecer el deseo.

—Tiniendo como tienes el tuyo en lugar tan alto —dijo Damón—, por locura tendría procurar bajarle a cosa que menos fuese. Y así, amigo Elicio, no digas mal del estado en que te hallas, porque yo te prometo que, cuando se comparase con el mío, hallaría yo ocasión de tenerte más envidia que lástima.

—Bien parece, Damón —dijo Elicio—, que ha muchos días que faltas destas riberas, pues no sabes lo que en ellas amor me hace sentir; y si esto no es, no debes conocer ni tener experiencia de la condición de Galatea; que si della tuvieses noticia, trocarías en lástima la envidia que de mi tendrías.

—Quien ha gustado de la condición de Amarili, ¿qué cosa nueva puede esperar de la de Galatea? —respondió Damón.

—Si la estada tuya en estas riberas —replicó Elicio— fuere tan larga como yo deseo, tú, Damón, conocerás y verás en ella, y oirás en otros, cómo andan en igual balanza su crueldad y gentileza: estremos que acaban la vida al que su desventura trujo a términos de adorarla.

—En las riberas de nuestro Henares —dijo a esta sazón Tirsi— más fama tiene Galatea de hermosa que de cruel; pero, sobre todo, se dice que es discreta; y si esta es la verdad, como lo debe ser, de su discreción nasce conocerse, y de conocerse estimarse, y de estimarse no querer perderse, y del no querer perderse viene el no querer contentarte; y viendo tú, Elicio, cuán mal corresponde a tus deseos, das nombre de crueldad a lo que debrías llamar honroso recato; y no me maravillo, que, en fin, es condición propria de los enamorados poco favorescidos.

—Razón tendrías en lo que has dicho, ¡oh Tirsi! —replicó Elicio—, cuando mis deseos se desviaran del camino que a su honra y honestidad conviene; pero si van tan medidos como a su valor y crédito se debe, ¿de qué sirve tanto desdén, tan amargas y desabridas respuestas, y tan a la clara esconder el rostro al que tiene puesta toda su gloria en sólo verle?

—¡Ay, Tirsi, Tirsi! —respondió Elicio—, y cómo te debe tener el amor puesto en lo alto de sus contentos, pues con tan sosegado espíritu hablas de sus efectos. No sé yo cómo viene bien lo que tú agora dices con lo que un tiempo decías cuando cantabas:

«¡Ay, de cuán ricas esperanzas vengo

al deseo más pobre y encogido!»;

con lo demás que a esto añadiste.

Hasta este punto había estado callando Erastro, mirando lo que entre los pastores pasaba, admirado de ver su gentil donaire y apostura, con las muestras que cada uno daba de la mucha discreción que tenía. Pero, viendo que, de lance en lance, a razonar de casos de amor se habían reducido, como aquél que tan experimentado en ellos estaba, rompió el silencio y dijo:

—Bien creo, discretos pastores, que la larga experiencia os habrá mostrado que no se puede reducir a continuado término la condición de los enamorados corazones, los cuales, como se gobiernan por voluntad ajena, a mil contrarios accidentes están subjetos. Y así, tú, famoso Tirsi, no tienes de qué maravillarte de lo que Elicio ha dicho, ni él tampoco de lo que tú dices, ni traer por ejemplo aquello que él dice que cantabas; ni menos lo que yo sé que cantaste cuando dijiste:

«La amarillez y la flaqueza mía»;

donde claramente mostrabas el afligido estado que entonces poseías; porque de allí a poco llegaron a nuestras cabañas las nuevas de tu contento, solemnizadas en aquellos versos tan nombrados tuyos, que si mal no me acuerdo comenzaban:

«Sale el aurora y de su fértil manto»;

por do claro se conoce la diferencia que hay de tiempos a tiempos, y cómo con ellos suele mudar amor los estados, haciendo que hoy se ría el que ayer lloraba y que mañana llore el que hoy ríe. Y, por tener yo tan conocida esta su condición, no puede la aspereza y desdén zahareño de Galatea acabar de derribar mis esperanzas, puesto que yo no espero della otra cosa si no es que se contente de que yo la quiera.

—El que no esperase buen suceso de un tan enamorado y medido deseo como el que has mostrado, ¡oh pastor! —respondió Damón—, renombre más que de desesperado merescía. Por cierto que es gran cosa la que de Galatea pretendes. Pero dime, pastor, así ella te la conceda: ¿es posible que tan a regla tienes tu deseo, que no se adelanta a desear más de lo que has dicho?

—Bien puedes creerle, amigo Damón —dijo Elicio—, porque el valor de Galatea no da lugar a que della otra cosa se desee ni se espere; y aun ésta es tan difícil de obtenerse, que a veces a Erastro se entibia la esperanza y a mí se enfría, de manera que él tiene por cierto, y yo por averiguado, que primero ha de llegar la muer te que el cumplimiento della. Mas, porque no es razón rescebir tan honrados huéspedes con los amargos cuentos de nuestras miserias, quéde[n]se ellas aquí y recojámonos al aldea, donde descansaréis del pesado trabajo del camino, y con más sosiego, si dello gustáredes, entenderéis el desasosiego nuestro.

Holgaron todos de acomodarse a la voluntad de Elicio, el cual y Erastro, recogiendo sus ganados, puesto que era algunas horas antes de lo acostumbrado, en compañía de los dos pastores, hablando en diversas cosas, aunque todas enamoradas, hacia el aldea se encaminaron. Mas, como todo el pasatiempo de Erastro era tañer y cantar, así por esto como por el deseo que tenía de saber si los dos nuevos pastores lo hacían tan bien como dellos se sonaba, por moverlos y convidarlos a que otro tanto hiciesen, rogó a Elicio que su rabel tocase, al son del cual así comenzó a cantar:

La Galatea

Подняться наверх