Читать книгу Memoria del frío - Miguel Ángel Martínez del Arco - Страница 13
1. RAÍLES CHIRRÍAN. 1941. 1939
ОглавлениеNo puede ser. No puede ser.
Se ha levantado muy temprano. Algo nerviosa, quizá excitada. Ha elegido un vestido sastre color granate oscuro, unos zapatos de tacón alto, un bolso de piel de tonos marrones. Después de ducharse, con mucho cuidado de no mojarse el pelo que ayer peinó en la peluquería hasta convertirse en esa melena de reflejos caobas llena de suaves ondas, se maquilla con esmero. Se mira satisfecha en el espejo de su cuarto y sale.
En la cocina ya están Cony y Valeriano tomando el desayuno. A un lado reposa el saco de viaje, un enorme bolsón de piel que se cierra por arriba con un artilugio metálico. Lo mira con aprensión. «Eso debe pesar un mundo. No voy a poder con ello». «Habrá que intentarlo, yo te lo pondré en el portaequipajes de tu departamento en el tren y en Madrid tienes que tratar de llevarlo hasta el taxi tú sola. Luego será más fácil». «¿No hubiera sido mejor que me fueran a recoger a la estación directamente?». «Resulta muy peligroso, es mejor hacerlo como hemos acordado. ¿Tienes claro la dirección del bar y todo lo demás, no?».
Lo tiene claro. Tiene perfectamente estudiado el lugar donde está esa cafetería y todo lo que tiene que hacer para llegar a ella, entregar el saco de la mejor manera, salir a salvo. Y regresar a San Sebastián. El plan que ha habido que improvisar de repente lleva pensándolo horas con Valeriano. Preciso, determinado. Si luego hay imprevistos, confía en su suerte. En su suerte y en la experiencia. En su suerte y en la sagacidad que la clandestinidad aporta.
Toma el café con avidez. No es café, es achicoria con algo de café. Y leche. Con sopas de pan, como le gusta. Revisa de nuevo su bolso con sus cosas personales, se pinta los labios, se levanta y coge el saco de viaje, para probarlo. «Puedo con él, pesa mucho pero puedo, no te preocupes, Valeriano. Vamos».
El departamento de primera que tiene asignado en el tren correo a Madrid está aún vacío. Suben, mientras la gente revolotea por el andén, y se coloca en su sitio, donde indica el billete. Afortunadamente junto a la ventana. Mientras Valeriano coloca el saco de viaje en el portaequipajes sobre el asiento, Manoli mira por la ventanilla, en una mezcla de simple curiosidad y también de comprobación, aunque está segura de que nadie está sobre sus pasos.
—Me voy. Como máximo seréis seis aquí en este departamento, que para eso esto es primera. Te queda un buen rato para descansar.
—¿Para descansar? No estoy cansada, pero en ocho horas me leeré de cabo a rabo una novela. Eso me mantendrá con la cabeza ocupada.
—No estés nerviosa. Todo irá bien.
—Sí. Lo sé. Todo irá bien. Y, no creas, me hace mucha ilusión volver a Madrid después de dos años. Ver la ciudad, aunque no pueda ver a nadie conocido. Sentir cómo huele.
—No se te ocurra salirte de lo planeado.
—Que sí, hombre, pesado, me sé muy bien todo. Para ya.
Se abre la puerta del departamento y entra una pareja. Un hombre y una mujer de unos cincuenta años. Se saludan. Él coloca su maleta también sobre el portaequipajes y se sienta a su lado. Valeriano y Manoli salen entonces al pasillo y se dirigen a la puerta del vagón. «Ve tranquilo, atiende bien a tu mujer, que está muy nerviosa con el embarazo. No te preocupes, en un par de días estoy aquí». Le da un beso en la mejilla y él la abraza. La abraza como un padre despide a una niña. Ella se ríe por dentro pensándolo. Se desase y lo mira divertida. «Yo sé lo que os cuesta creerlo, pero las mujeres podemos. Podemos solas, no sufras. Saldré viva de esto, y tú también. No pongas esa cara…».
Cuando entra de nuevo a su departamento ya está todo el mundo sentado. Avanza hasta su sitio junto a la ventanilla y se acomoda. Pone su bolso sobre las piernas, saca un pañuelo y una novela. La montaña mágica, el primer tomo. Entonces levanta la vista y lo ve. Frente a ella.
Un hombre de unos cuarenta años, quizá alguno más, vestido con su camisa azul de la Falange, con el rojo bordado en el bolsillo con el yugo y las flechas. Ese bordado que parece una alimaña, una araña venenosa. En los hombros lleva galones, debe ser un gerifalte del régimen. Él la mira e inclina la cabeza levemente, ella hace una mueca que quiere parecer una sonrisa.
«Pero no puede ser. No puede ser…».
El tren se desplaza lentamente entre los valles. Mantiene el libro en las manos mientras mira por la ventana el torpe discurrir del vagón. Mira sin ver, pensando qué va a pasar. Qué va a pasar en unas horas, cómo va a discurrir el viaje con ese hombre frente a ella y la multicopista oculta en el saco de viaje de cuero sobre su cabeza. ¿Y si se bajara en la primera estación, o en alguna otra antes del destino? ¿Pero no resultaría sospechoso que fuera en primera clase y se bajara de repente, tan rápido? ¿Y si se bajara, qué haría? Todo el dispositivo se vendría abajo, tendría que buscar hotel, esperar otro tren, avisar antes mediante telegrama y que se montara otro operativo para recoger el aparato en Madrid.
Busca alternativas mientras sigue mirando por la ventana, como si no hubiera nadie frente a ella. Como si estuviera sola, o pudiera ocultarse en medio de la multitud, un soplo de viento que no se percibe. Tan abstraída está en su propio paisaje que no se da cuenta de que el tren se para, el chirrido del frenazo la saca de sí y mira el andén lleno de gente, gente que camina para entrar en los vagones de segunda y de tercera, mujeres con cántaros y con cestones de mimbre. Tolosa. Regresa con la vista ahora hacia delante y observa cómo él la mira fijamente, y cómo distrae rápido la mirada cuando ella lo mira. Se lleva de manera automática la mano al pelo, como queriendo evitar algún incordio no previsto, o un mechón fuera de su peinado en cascada. ¿Por qué la mira, le ve algo sospechoso? ¿Qué le ve? Aprovecha que él ha vuelto su atención hacia el pasillo por donde pasan algunos viajeros nuevos para fijarse mejor. El pelo engominado hacia detrás, oscuro, sobre unas facciones sin señales: la cara de un hombre moreno, bien afeitado pero con la sombra oscura casi azul sobre sus mejillas, la nariz recta y grande, los labios finos que no están apretados, sino entreabiertos, sin tensión. Un señor vasco del barrio de Aiete, un señor con dinero. Pero no va vestido de requeté, lo mismo no es vasco, estará de viaje. Algo en su gesto la tranquiliza, quizá los labios que no se aprietan entre sí, o una sensación de cuidado algo impostada, como no natural. Tan planchado, tiene la cara tan planchada como la camisa.
De repente, él se vuelve y la descubre mirándolo. Ella no retira la mirada, algo le dice que debe fijar el campo de juego. Cuando él sonríe, ella continúa observándolo sin más. Escudriña su sonrisa y no es capaz de decidir qué hay en ella, ni en esos dientes cuidados que se intuyen. Ese hombre podría ser su padre, por edad, seguro. Más que le dobla sus veinte años. Pensando en cómo debe protegerse, en qué hacer, no escucha lo que le dice.
—Perdone… no le he oído.
—Le preguntaba si iba usted también a Madrid.
Ha sido lenta, tiene que responder ya. ¿Se baja antes, dónde, en Valladolid, en Miranda, dónde?
—Sí voy también a Madrid, a ver a mi tía.
—¿Va para muchos días?
—Apenas tres o cuatro. Luego tengo que volver. Tengo permiso en mi trabajo.
La suerte está echada. A Madrid, jugarse el todo por el todo. Tanto meditar y la pregunta ha llegado de improviso. A Madrid, a ver a su tía. A su tía que en realidad murió en el 38, en plena guerra. Ya hace casi tres años. La tía Mariana. Su anillo aún está puesto en su dedo. Lo toca con la otra mano. Como aquel día.
Se toca el anillo que no le han quitado, que pensó que desaparecería en la celda. Mira a su alrededor como si fuera una forastera. Hace un esfuerzo por recordarse, por rememorar quién es y cómo era la vida hace apenas tres semanas. Contempla de nuevo y se ve rodeada de mujeres como ella que salen todas en fila india de la cárcel de Ventas, por la calle Marqués de Mondéjar. Escrutan su camino porque les resulta otro y huelen que todo ha cambiado. Observan a sabiendas de que la ciudad está llena de quintacolumnistas. Caminan hacia Manuel Becerra para tomar el metro. Avanzan, por decir algo, lo que hacen es deambular sin saber qué está pasando. Sin creerlo. Nunca hubieran imaginado que Madrid caería en manos de las tropas franquistas, que Madrid sería capital del enemigo. Que habrían perdido la guerra.
Van tomadas del brazo, pero no pasean. Han salido en el último minuto, tras mucho presionar a Pura de la Aldea, la jefa de servicio de la cárcel de Ventas, que esperaba una orden superior para sacarlas a la calle. Pobre Pura, aún esperando que la legalidad la apoyara. Todas sabían que la junta de Casado se había rendido sin más y que las tropas franquistas avanzarían ya sobre Madrid. Avanzarían tan rápido que encontrarlas encerradas, arracimadas en la prisión, sería un gran regalo. Por eso Pura debe liberarlas, y así lo hace: para que no sea una ratonera en manos del ejército de ocupación.
Cuando llegan a la boca de metro se separan. Son un grupo grande, ¿cuántas? Cien, doscientas. Por lo menos había quinientas en la cárcel de Ventas encerradas por la gente de Casado. La mayoría comunistas, o simpatizantes, o socialistas de la tendencia de Negrín.
Hubiera querido tomar el metro en Manuel Becerra y bajarse en su estación, en Chamberí. Pero salieron de la cárcel con lo puesto, a mediodía, y mientras avanzaban torpes por la calle solo les daba para pensar que la ciudad estaba siendo ocupada. Y que tenían que empezar a escapar. Eran desde el primer momento mujeres en fuga. Tomada del brazo de Pilar Valbuena, trataba de poner en orden sus ideas, adónde ir, dónde esconderse, cómo continuar. No tiene dinero. Se toca otra vez el anillo de su tía Mariana, mira a Pilar que está a su lado y la calle abierta en ese ambiente tupido. «¿Qué día es hoy?». «27 de marzo de 1939». «Sí, pero ¿qué día?». «Yo creo que es lunes». ¿Adónde ir? Los lunes los niños no tienen escuela, debería ir a casa de su prima Angelines; su casa, la casa de sus tíos, será una encerrona. Cualquier casa es un agujero negro. Pilar va hacia Puente de Vallecas, y se separa de ella con un abrazo. Le desea suerte, les va deseando suerte a todas, ese grupo enorme de mujeres que en la plaza empiezan a diseminarse como hormigas. Hormigas sin hormiguero.
Camina por la calle Alcalá, luego por Goya hacia Colón, y sigue mirando extrañada, la ciudad vacía, sin milicianos, aunque se oyen tiros y detonaciones a lo lejos. En esa observación desordenada ve ahora algunas banderas monárquicas colgadas de las ventanas altas del barrio. Se estremece, se arrebuja en sí misma, porque de repente es consciente de que tiene frío. Que ese lunes 27 de marzo aún hace frío en esa incipiente primavera madrileña.
Al llegar a la calle Génova ya sabe que va a pasar por casa de sus amigas de la calle Orellana. De Manola y de Feli. Sigue mirando asombrada y simplemente espera pasar desapercibida. Al llegar al edificio lo encuentra apagado, silencioso. Entra decidida y sube los cinco pisos muy rápido, no quiere encontrar a nadie. Toca con los nudillos en la puerta de aquella buhardilla tan conocida, pero nadie abre. Vuelve a tocar, y le parece que escucha algún ruido dentro, algo quedo. «Feli, Feli, Manola…», sin casi alzar la voz. Y la puerta se entorna y ve detrás a la madre. «Pero niña, niña, ¿de dónde sales? Niña, niña, entra». Se mete en medio de la sala y de repente un abrazo la recoge por la espalda. «Manoli, pero ¿cuándo has salido, de dónde vienes? Manoli, ¿cómo no has avisado?».
Mira a Manola, sus ojos enormes que la miran y la besan, esos besos sonoros que la hacen reír. La besa y le tira del pelo, como si no se creyera que estaba delante de ella. «¿Pero de dónde vienes, de dónde vienes?». Manola la acoge en su cuerpo grande, su cara como de muñeca, su voz de eco.
Cuando acaba el plato de caldo frente a Manola y su madre, trata de expresarse: «No me explico por qué cuando aquel miliciano me pidió la documentación al entrar a la puerta de la oficina fui tan tonta. Ni por un momento se me ocurrió pensar que había algo detrás, todo me pareció una rutina. Saqué el primer carné que encontré a mano. El del Socorro Rojo, o el Mujeres Antifascistas, no me acuerdo. O el del partido. Cuando me dijo aquel hombre con el traje del ejército republicano que tenía que acompañarlos seguí pensando que todo era un error. Había escuchado tiros por la noche desde mi cama, pero como todas las noches». Nada le hizo sospechar. Nada le hizo sospechar por última vez. Luego, siempre sospecharía. De todo, sobre todo de cualquier uniforme.
Se la llevaron al Colegio de los Salesianos en la Ronda de Atocha. Cuando llegó, ya con la mañana avanzada, allí había un montón de gente. Vio desde el patio a muchos milicianos encerrados en la parte de arriba, en el patio circundante, entre los escalones. Desarmados y como desvalidos, solo gritaban. Rodeados de otros milicianos con fusiles y de ametralladoras dispuestas alrededor. A ella la llevaron a un sótano bajo la iglesia, donde se encontró con muchas caras conocidas. «Pero ¿qué está pasando?». «Los de Casado han dado un golpe de Estado a Negrín y quieren entregar la ciudad a Franco». Tan extraño, tan imposible le pareció el planteamiento que ni lo registró. «¿Qué ha pasado?».
No recuerda haber tenido nunca tanta sed. Y tanta hambre. Cientos de mujeres dormían en el suelo del sótano de la iglesia, tiradas, sin nada, y apenas les daban alimentos, ni explicación, ni agua. Cada vez que se ponían a gritar o a exigir algo, las señalaban las ametralladoras y las empujaban con las puntas de los fusiles. Arriba y a los lados, sus compañeros, la mayoría milicianos, se quejaban como ellas. Aún no se explica por qué entraron en ese estado de languidez, por qué no se sublevaron, por qué no hicieron algo. ¿Tenían miedo? ¿Era miedo? Todavía era algo parecido a la sorpresa, un asombro viendo los uniformes de los milicianos frente a los uniformes de los milicianos.
¿Iban a entregar Madrid? ¿Madrid, que había resistido casi tres años? Lo hablaban y lo hablaban entre ellas, atontadas, seguras de que más temprano que tarde llegaría el ejército de verdad, el ejército leal, y pondría a estos niñatos en situación.
Hartas de estar sucias y con tanta hambre y sed, cada vez gritaban más. Cada vez se ponían más agresivas con sus vigilantes, y estos más agresivos y más nerviosos. A los seis días, llegaron camiones y empezaron a sacar a los hombres, que estaban en los otros recintos. Subían a los camiones y se marchaban. «Pero ¿qué pasa, qué pasa?». «No sabemos, nos llevan a otro sitio, no sabemos».
«Pues así fue, chicas. A nosotras también nos llevaron. Acabamos en la cárcel de Ventas. Después de los Salesianos, aquello fue un paraíso, teníamos celdas con camas y había agua. Y comida, mala, la verdad, pero comida. Eso sí, seguíamos como lelas, sin saber qué estaba pasando. Nos fuimos dando cuenta, y también vimos las celdas que tenían retratos de vírgenes y de José Antonio, imagínate. Quería decir que habían liberado a las presas franquistas cuando llegamos a Ventas. Quería decir que estábamos perdiendo la guerra, quería decir, no sé… El caso es que ayer o antes de ayer nos dimos cuenta de que estos sinvergüenzas iban a entregar la ciudad a Franco, así, por las buenas. Desde anoche hemos presionado mucho a la dirección, ayer casi nos amotinamos, no faltaba más que los franquistas entraran en Madrid y nos encontraran a nosotras dentro, ahí colocadas, como pajarillos en jaulas. Ni hablar. Nos dio por gritar y por dar golpes, y esta mañana un grupo de nosotras, con Pilar Valbuena, ¿te acuerdas, Manola?, se ha puesto a parlamentar con la jefa de las funcionarias, Pura de la Aldea, y al final esta ha cedido y nos han puesto en la calle. Hace un rato. Pero claro, ella esperaba órdenes. ¿Qué órdenes, ya me dirás tú? Y he venido hasta aquí como una autómata, porque ir a mi casa vacía, no sé, me daba miedo. Pensaba ir a casa de mi prima Angelines, pero lo mismo está vigilada, mejor ir más tarde, creo yo. En fin, que aquí os he caído como tantas veces».
Manola vuelve a darle esos besos sonoros, esos besos que son como un refugio. «¿Dónde está Feli?». «Con mi padre, viendo cómo conseguir comida para unos días, la cosa se va a poner mal. Imagínate, ya han salido los facciosos del primero, que ya sabíamos nosotras que andaban ahí escondidos y esta mañana han insultado a mi madre. Pero tú ahora no te preocupes. Te quedas aquí, esta noche me voy yo a acercar donde tu prima Angelines, averiguo cómo está la cosa y decidimos».
—Iré contigo.
Cuando escucha de nuevo la sirena del tren, están entrando en Vitoria. Lleva alejada de ese vagón un buen rato, dando vueltas al anillo, mirando por la ventana sin ver, evitando la mirada del falangista frente a ella, sin meditar qué hacer con su viaje, cómo acabar, cómo no provocar sospechas. El tren frena con brusquedad y, de repente, un rollo de multicopista cae desde su saco de viaje. Cae con un sonido seco en medio del departamento. Envuelto en tela blanca, que ella misma había dispuesto. Lo mira como quien observa una bomba, un pájaro muerto, algo que no quiere ver. Observa con cara embobada y no es capaz ni de levantarse para cogerlo. Ahora sí, la suerte se le ha venido encima, y no es capaz de recuperar algo que le indique cómo seguir. ¿Salir corriendo del departamento hacia el pasillo, tratar de huir? Ve al falangista cómo se levanta, se agacha frente a ella y recoge el rollo, ese rollo pesado de la multicopista, que va despiezada como un animal en el matadero dentro de su saco. La imagen de la pieza animal se le hace enorme, y casi puede ver la huella ensangrentada cuando él, con toda normalidad, le tiende la mano con el rollo y le dice: «Señorita, esto ha caído de su bolso de viaje».
Por fin reacciona, se levanta y muy sonriente, lo recoge y, dándose la vuelta y poniéndose de puntillas, vuelve a poner el rollo en su sitio, dentro del saco de piel, y lo cierra con empeño. Se vuelve exhausta:
—Muchísimas gracias por molestarse.
—Las que la adornan. No es molestia. Veo que pesa…
—Son rollos de una máquina de coser, para hacer distintos tipos de costura…
—Ah. No sabía. ¿Se dedica usted a la costura?
—No, son para mi tía. Se los llevo a Madrid.
—Pero usted no es de San Sebastián.
—Pero vivo aquí hace ya tiempo. Como si lo fuera.
—¿Le gusta vivir en San Sebastián?
—Me gusta mucho. La ciudad es tan hermosa. Me gusta mucho el mar, voy mucho a pasear por la Concha, cada vez que puedo.
—¿Vive usted cerca de la playa?
—Bueno, relativamente cerca sí… ¿Y usted?
—Yo no, yo vivo más a las afueras, por Aiete.
—Un precioso barrio, Aiete.
El falangista saca un paquete de tabaco del bolsillo de su pantalón, ofrece rápidamente al señor mayor que se sienta junto a él y se enciende un cigarrillo. A ella, claro, no le ofrece ninguno. Pero ella está tan nerviosa que le encantaría poder encenderlo. Tiene la sensación de estar sometida a un interrogatorio, de que él no se fía, de que no puede imaginar qué hace con ese bolsón. Vuelve a pensar cómo escapar, cómo salir ilesa de este embrollo. El tren sigue su lento discurrir y aún queda tanto viaje.
Decide levantarse y salir al corredor. Pero le da miedo que vuelva a caerse algo del saco y todo se venga abajo. Le falta el aire, mientras sigue poniendo cara de nada frente a la mirada de él, que parece escrutarla entre el humo. ¿De verdad la observa? ¿O simplemente mira sin más, y es ella la que concentra en su cara la curiosidad de él? Tiene la sensación de estar roja, de sofocarse. Se levanta sonriente, abre la portezuela y sale al pasillo de primera clase. Para no alejarse, por si acaso, simplemente se apoya en la ventana y mira hacia fuera.
El paisaje se ha aquietado. Van entrando en los llanos castellanos que están verdes en primavera. En esta continuidad sin aspavientos piensa en que no hay pasado ni presente alguno, solo el perpetuo cambio en el que se haya imbuida… Un cambio que quiere llevarla hacia el futuro, pero ¿llegará hacia él? ¿Adónde la conduce este tren que serpentea entre la nada, como si no hubiera peligro? Pero sabe que está amenazada. En realidad, siempre está amenazada.
Se da la vuelta y regresa a su sitio. Suavemente se sienta y saca de nuevo el libro para tratar de leer. De repente, el tomo primero de La montaña mágica le resuena a peligro. Y saca el otro, el que debería servirle de señuelo para su cita en Madrid, Alicia en el País de las Maravillas. Lo abre por donde está señalado y lee para sí: La cuestión es, dijo Alicia, si puedes hacer a las palabras significar cosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién va a ser el amo, eso es todo.
¿Cómo puede hacer para que las palabras signifiquen otras cosas? Levanta los ojos y mira al falangista que la mira. No es una figura inocente, no es un simple peligro en su camino. Ese hombre quiere ser el amo, ahora también. Representa justo todo aquello que ella aborrece: el orden, la misa diaria, las mujeres sometidas a dictados que no quieren, en el que son figuritas decorativas o sirvientas dóciles, o las dos cosas a la vez. Ese hombre no la dejará fumar. Ese hombre no es un enigma, ella lo sabe. Necesita saberlo ahora que tiene que llegar a su cita y entregar la multicopista en piezas. Necesita seguir. La cuestión es quién va a ser el amo, sí. Y no quiere amos. Quiere un cigarrillo.
Apagan el cigarrillo en la terraza de la azotea de Feli y Manola. Manoli y Manola lo han fumado como si fuera el último. Luego, ha ido con Manola hasta casa de su prima Angelines. Caminando casi escondidas, parapetadas bajo los muros de los edificios de la calle Santa Engracia. Las dos tocayas han avanzado sin apenas hablarse, cogidas del brazo, mientras a su alrededor hay un ambiente viscoso, gente como ellas que deambula sin ojos, huecas las cuencas mientras avanzan por la acera. Están tan asombradas que no son capaces ni de mirarse, y solo se aprietan con las manos y respiran esa tarde del 27 de marzo. Algunas detonaciones, más cercanas, más lejanas. Una tarde de lunes de Madrid con las tropas del ejército de ocupación a punto de entrar en sus calles.
Angelines la mira con tristeza. No sabe qué decirle. Intuye que todo está en peligro, intuye sobre todo que su prima está en peligro.
—Te esfumaste de tal modo que entramos en pánico. Luego nos dijo Manola, o Feli, no me acuerdo, que todo estaba muy revuelto y que había una asonada, que Casado y otros socialistas habían dado un golpe contra Negrín. Y que estaban deteniendo a los de Negrín y a vosotros. No sabíamos qué hacer, todo se puso peor porque te puedes imaginar los vecinos reaccionarios, se les oía respirar, nos miraban con rabia en la calle y en la escalera. Tú no estabas, yo sola con los niños, Justi aún en el frente. Estaba hecha un lío, solo se oían tiros por la calle. Se armó una que no te imaginas en la glorieta de Bilbao, pero no nos atrevimos a salir. Los nuestros contra los nuestros. No entiendo nada… Bueno, lo importante es que ya estás aquí, entera y verdadera.
No se oye nada desde la casa de Santa Engracia. No hay ruido, mira por la ventana y trata de ver los movimientos de las calles. Tiene que salir a averiguar, tiene que saber qué hacer. Su amiga Mercedes ha llegado casi de noche y le ha dicho que Pepe Suárez está desaparecido. En realidad ha venido para decirle que se va, que sale para Valencia o Alicante y que se vaya con ella. «Ven conmigo, Manoli. Esto va a ser una ratonera. Ven conmigo. Dicen que están llegando barcos ingleses y franceses y que podremos salir. Y luego ya veremos. Vámonos, yo me voy de madrugada, tenemos un furgón grande que nos espera en el Puente de Vallecas. Los muchachos están todos yendo para allá. Hay que salir, niña. Vente conmigo».
—Es demasiado tarde, Mercedes. Ya están aquí, están entrando, ya están en el Clínico, mañana estará esto plagado con la guardia mora. Hay que pensar en resistir aquí. Nos cogerán como a tontas en la carretera de Valencia, antes de que lleguemos a Arganda. Yo me quedo, aquí está mi gente. No sé…
Sentada en la cama, piensa en si se arrepentirá o no. No sabe aún que se pasará la vida pensando esto. Optando y dudando. Optar será el futuro, hasta el final. Será su gran herencia, su principal patrimonio, su bagaje fundamental. Pero aún no lo sabe, le faltan unas semanas para cumplir diecinueve años, y cuando repasa los últimos días le parece que algo se ha metido en su vida como una turbina, dándole energía al mecanismo, una energía incontrolable, una fuerza que la arrastra, que no controla. Como durante toda la guerra, pero la guerra se ha acabado. Se ha acabado y la ha perdido. ¿Se ha acabado?
Es sábado. Primero de abril de 1939. La ciudad está tomada, llena de banderas monárquicas y de gente en las calles que parecen celebrar. Lo observa desde la ventana de la cocina de la casa de su prima Angelines. Cree que allí escondida va a poder pasar de largo. Arrebujada en la silla, destemplada aunque no hace frío, mira por el único espacio del piso interior que asoma a la calle, por encima del cine de verano de Luchana. Mira gente lejos, y escucha en su cabeza los distintos consejos, cada sugerencia, cada mirada muda. «Quédate aquí, nadie va a venir a buscarte aquí, irían a tu casa». «Vete de aquí, vete hacia algún pueblo, cerca de Madrid y te iremos diciendo cómo trascurre todo. No paran de coger gente desde el día 28 cuando entraron, y todo el mundo dice que los matan, que los pasean, que los desaparecen». «¿Por qué no te vas al norte, al pueblo, a Carranza? Allí podrías estar segura». «Si todos se van, ¿cómo vamos a resistir? No podemos conformarnos».
Lleva tres días encerrada, pero hoy que es sábado va a salir, va a buscar a la gente, va a confundirse entre la multitud, va a esconderse en el metro… A través de una vecina ha quedado con Feli y con Manola para ir a la calle, buscar, encontrar, hablar al menos… En un rato, estarán juntas.
Suena la puerta. Imperioso el golpe, con los nudillos. No pueden ser ellas, es temprano aún, y no llamarían así. No pueden ser ellas. Pero los golpes no paran, cada vez más fuertes. Cuando se levanta, Angelines la empuja hacia el retrete, la puerta del fondo en la cocina, el único hueco posible, mientras Justi va hacia la puerta. Nadie habla, pero su prima lo ha entendido, están llegando.
Cuando la puerta se abre, entran en tropel. ¿Cuántos? Siete, ocho, diez. Alguno vestido de militar, algún civil, otros con la camisa oscura de la Falange. Gris, caqui, azul. Azul. «¿Dónde está, dónde está?». «¿Dónde está quién?«. «Imbécil, no te hagas la imbécil, venimos buscando a esa chica, tu sobrina, tu prima, a Manolita, a Manolita del Arco. Dinos dónde está, coño. Venga ya…».
Entran por el pasillo hasta la cocina. Angelines con sus tres hijos los espera apoyada en la pila. Los mira, y reconoce en uno de ellos al jovencito Espinosa, los del paseo del Cisne, el nieto o el sobrino del nuevo gobernador militar. Lleva años sin verlos, pero ya están aquí. En realidad nunca se han ido. Siempre les hicieron la vida imposible, molestando a su tío Pedro en la carbonería, y a su tía Mariana cuando iba con Manoli niña de la mano a las manifestaciones de la izquierda. Son ellos, ya han llegado. Va a hablar para proteger a Manoli, pero no le da tiempo.
La puerta del retrete se abre y Manoli sale. Los tipos se miran y van a por ella como si fuera una persona a punto de volatilizarse, como si pudiera esfumarse. La cogen de todas partes y, entonces sí, Angelines habla.
—Pero ¿qué quieren con mi prima? ¿Para qué la buscan? ¿No ven que es una muchachita?
—Manuela del Arco. ¿Eres tú? Aquí está, esta puta roja. Ya la tenemos. Revisar los cuartos, a ver qué encontráis. Y a esta nos la llevamos.
—¿Cómo que se la llevan, adónde? ¿Qué hacen, qué quieren?
El niño pequeño entre sus piernas se pone a llorar, mientras sus hermanas se encogen junto a él. Angelines lo toma entre sus bazos y ve cómo los hombres aprietan a su prima contra la pared, y tiran, revuelven, gritan, dan golpes, todo al tiempo. Uno de ellos encuentra su pequeño joyero con su reloj de oro, la cadenita del tío Pedro, la esclava de su tía. Sin más lo vacía y se lo echa al bolsillo entre risas. Hay un ruido de tumulto, un ronquido, un vuelo de manos y de piernas. Una jauría.
Manoli observa y grita. Grita que se estén quietos, que no hagan daño a los niños, que ella va con ellos. Angelines dice que no se la pueden llevar, se desase de sus hijos y la agarra de la chaqueta.
—Pero ¿quiénes son ustedes, dónde están sus papeles, quiénes son ustedes?
—Cállate, loca. Nosotros somos la ley, nosotros somos los amos, los amos, ¿te enteras?
—No pueden llevársela.
Caminando hacia la puerta arrastran a Manoli hacia el descansillo. La escalera en penumbra, nadie se asoma. «¿Adónde van, adónde se la llevan?». «Esta puta roja se viene. Esta puta roja se viene con nosotros».
El ruido punzante de botas y risas atraviesa la escalera mientas bajan a la calle. Gritos, estallidos. Jauría.
Lee los diálogos sorprendentes de Alicia y deja fijada la mirada en la ilustración de Lola Anglada. Ve a la niña tomando en sus manos al cerdo mientras el conejo la contempla. Levanta la cabeza y mira de nuevo al falangista, sentado frente a ella. Él también la mira. Ella sonríe. No va a ser el amo esta vez. A eso se agarra. Me ha costado tanto llegar hasta hoy que es demasiado tarde para ser mañana.
—¿Es usted maestra?
—Perdón. Estaba distraída…
—Siento interrumpirla. Le preguntaba si es usted maestra.
—No, soy contable, secretaria.
—Ah. Pero me dijo que trabajaba usted, ¿verdad?
—Sí, trabajo en Jugueterías Justiniano.
—Ah, la mejor de San Sebastián. Es un buen sitio para trabajar. Un sitio serio.
—Así es, una empresa muy buena, he tenido mucha suerte —y piensa para sí: Ay, si tú supieras, ganso. Y sonríe.
—Para una señorita antes de casarse es un buen lugar —y ahora es él el que sonríe.
¿Se le está insinuando? ¿O es una mera conversación sin más, pura cortesía? Tendrá que cuidarse, pero tiene cierta sensación de seguridad, tiene menos miedo. Lo observa de nuevo con más detalle, ese azul que se le trasluce también en la cara de barba cerrada. Unas manos grandes que reposan en su abrigo negro. Ahora que lo mira bien, repara en el bulto marrón a un lado, lleva pistola. Vuelve a mirarlo con expresión segura y le pasa como tantas veces, parece que sea un muñeco, un disfraz, una construcción de su cabeza. La encarnación del régimen como en un cuento. La camisa azul.
—¿Por dónde vamos?
—Estamos llegando a Valladolid, ya queda menos.
Y en ese momento otro frenazo. De nuevo, un rollo pesado cubierto de tela cae del saco de viaje al suelo frente a ella. Él vuelve a levantarse y ella también, casi chocan. No va a llegar a Madrid. Se va a descubrir. Esto no es un cuento, ella no es Alicia. Ni él el conejo.
Apenas ve el edificio al entrar, han llegado rápido. Es el número 36 de la calle Almagro. Tiene un portal monumental, inmenso, con una gran enrejada negra. La suben a trompicones por las escaleras a la segunda planta, abren la puerta sin más y dentro aparece una multitud. Una multitud que la acoge. Junto a la puerta hay una mesa y un montón de hombres con camisas azules que parecen ordenar papeles. La paran ahí. Un joven de civil y un falangista le piden los datos. Por detrás oye una voz. «La puta roja del PC, la sobrina de los de la carbonería de la calle Caracas. Que te dé los datos y para dentro».
¿De dónde han salido tantos falangistas, tanta tela azul? Los amos disfrazados de nuevos amos. No tiene miedo, está tan sofocada, tan excitada que no tiene miedo ahora. Solo queda expectación, curiosidad. Apenas da sus datos, los apuntan en un libro de registro. Pregunta dónde está y por qué la han traído. Nadie contesta. Vuelve a preguntarlo, entre los ruidos de gente dando vueltas y voces que se entrecruzan. «Estás aquí porque eres peligrosa, esto es una comisaría. Nosotros somos la policía del nuevo Estado».
Pero esto no es una comisaría, ella lo sabe. La empujan hacia dentro y llega a lo que habría sido el salón de la casa. No tiene un solo mueble, salvo un par de sillas en un lado. La chimenea preside el espacio y hay tanta gente que incluso en su embocadura ve a tres mujeres mayores. Trata de encontrar caras conocidas, rostros en los que descansar sus ojos. Gente tirada encadenada a los radiadores, otros sentados, otros parados junto a las paredes. Va de cara en cara y descubre que es un deambular de miradas. Todas las fisionomías le parecen cercanas, todas observan con expresión asombrada, todas son como ella.
El hombre con traje oscuro se sitúa en medio del gran salón. Habla con tono paternal, rodeado de otros cuatro en mangas de camisa, con las pistolas en la sobaquera. A su lado, ese montón de guardias y falangistas con los fusiles en ristre. Habla y habla sobre la justicia que llegará, la vida nueva que ha venido, que no hay nada que temer, que solo los asesinos tendrán castigo. Lo escucha sin atención, las palabras resbalan mientras sigue observando, de pie junto al radiador. La luz enorme de la primavera en la ventana, en la otra el albor contenido del patio interior.
Al otro lado del salón se abre un pasillo. Largo. Con puertas a los lados. La conducen hacia allí. Abren una puerta al lado derecho. Un cuarto lleno de mujeres. La empujan dentro.
Sentadas en el suelo de la habitación que hace de celda esperan que vuelva esa mujer a la que se llevaron hace más de una hora. Cuando la puerta se abre y la tiran en el suelo como un fardo, se vuelcan todas hacia ella. La acunan, viendo sus heridas abiertas en la boca y la expresión de desconsuelo. «Dejadme descansar». «¿Qué ha pasado, qué te han hecho?». «Dejadme descansar». Al cabo de un rato va volviendo a la vida, y las mira desde lejos. «No me han preguntado nada, nada de nada. Solo me pegaban. No me preguntaban, solo insultaban y me decían tú eres de Vallecas, de los del tren de la muerte. Pero nada más. ¿Por qué me pegaban así, sin preguntarme nada?». Para divertirse, piensa Manoli, por puro placer. Pero calla.
Cuando se vuelve a abrir la puerta, la llaman a ella. Se levanta y sale al pasillo, mira a cada lado y ve el revuelo constante del sitio, la gente amontonada, las puertas cerradas. Quiere ir al baño, pero no lo dice. La puerta de la habitación del fondo se abre y entra en un lugar con ventanas tapiadas con maderos informes y luz en el techo. Paredes sucias. «Hombre, esta es la secretaria de Mendezona, y de Pepe Díaz. De los asesinos, que se han largado y te han dejado aquí tirada. Mírate niña, ven, siéntate aquí». Cuando otro policía le aprieta el hombro y se sienta, solo tiene en los ojos la luz de la lámpara. Un destello. Y silencio.
Piojos. Y chinches. Se lo dice la de Vallecas. No sabía lo que eran, solo era rascarse, no los había visto hasta ahora. Luego los verá mucho más, aún no lo imagina. No hay ninguna higiene, dos minutos para lavarse las manos y la cara una vez al día, cuando las llevan al baño. Una manta que le ha traído Angelines es lo único que tiene, sobre lo que duerme. Como todas. Reparten lo que una vez a la semana traen las familias, las que pueden. Pero no están hundidas, no están desalentadas, ni siquiera después de las sesiones de golpes. Piensan que ya se va acabar. No puede durar. Van a salir indemnes. La de Vallecas, que es la mayor del grupo de catorce mujeres amontonadas en el cuarto, es la menos animosa. «Nos matarán aquí, o nos matarán fuera de aquí, vamos a envidiar a los que ya se murieron antes», dice de repente cuando ve a alguna de ellas llegar hecha un sudario tras algún interrogatorio. Pero luego pasan horas, incluso días sin que la puerta se abra salvo para ir al baño. Y entonces todas piensan que ese tiempo ha de acabar. Se cuentan sus vidas, algunas se conocen de vista, o conocen a gente común. Una malla que se teje y se desteje.
Se abre la puerta y otra vez llaman. Todas están en tensión. Se levanta de nuevo. Ya sabe.
Ve al hombre con la camisa sucia, el más mayor. En la mano sujeta una taza. Quizá de café, pero no logra verlo ni olerlo. Mantiene la taza en el aire sin probarlo mientras la observa en silencio. Sentada en una silla con tapicería color burdeos, una silla de patas torneadas, espera. Los primeros golpes llegan sin preguntas. Luego los dos que la golpean comienzan a hablar. No interrogan, solo hablan. Acusan. Desde el suelo al que ha caído, le parece imposible lo que escucha. «¿A cuánta gente matabais en tu oficina del partido, la escondíais allí mismo? ¿Dónde están los cuerpos de las monjas a las que habéis matado? ¿Dónde habéis enterrado a los niños?». Escucha, pero no escucha. Se dobla en el suelo tratando de protegerse de las patadas en la tripa, en los costados, en la espalda. La suben de nuevo a la silla. La boca le sabe a sangre. Tiene tanta sed. Desplaza los ojos y lo sigue viendo, frente a ella, con la taza suspendida en la mano.
«Dinos el nombre de tu jefe. Quién era tu jefe. ¿En la carbonería escondías las armas? ¿Mataste a gente en la carbonería?». Piensa en su tío Pedro, en su tía Mariana. Tan mayores, trabajando aún con el carbón para que ella estudiara. Por dentro se ríe. Es como una defensa. Escucha por primera vez la voz del hombre de la camisa sucia. «Atadla». Ve entonces cómo inclina la taza sobre su boca y se la bebe de un trago. Un solo trago. Sí, parecía café.
Cuando regresa al cuarto no es capaz de sentarse en el suelo. De apoyarse en la pared. Le han guardado un poco de agua en un frasco y se lo dan cuando se tiende. Sabe que tiene que esperar un rato. Aguardar. No dice nada. Con los ojos cerrados trata de imaginar lo que ha pasado. En medio del dolor, duerme.
Ya no tiene hambre. ¿Qué día es hoy? Ya no lo saben, pero ayer trajeron a cuatro mujeres nuevas, tres habían salido por la mañana. Vienen de la calle Jorge Juan, otro lugar como este. «Hay muchos lugares como este, chicas. Y las cárceles están llenas». ¿Qué día es hoy? Es miércoles. ¿Miércoles qué? Miércoles 19. 19 de abril de 1939. «Mañana cumplo diecinueve años», dice Manoli. «Lo vamos a pasar en grande, ya verás». Y se ríen.
La puerta se abre otra vez. Otra vez. Se callan. Silencio.
Modesta, la de Vallecas, está deshecha. «No puedo más. Firmaré lo que me pidan, por mis hijos. No puedo más». «Aguanta, aguanta…». «¿Para qué? Igual voy a salir con las piernas por delante. Ya no puedo». «Aguanta, aguanta…». «¿Para qué?». «Para no ser una chivata…». «¿Chivata?».
Modesta aguanta callada, pero aprovecha un descuido del tipo que la lleva al baño por la mañana, abre la pequeña ventana, se sube al alféizar. Y se tira al patio. Se desploma. Se vence en el espacio hueco y parece suspendida mientras cae. Así se siente. El ruido de los cristales rotos, el sonido de algo que retumba, un clac de un golpe seco. Ellas lo oyen desde su celda. No saben qué es. No se atreven a imaginar. Cuando el guardia abre la puerta por la noche le preguntan. «La de Vallecas se ha ido». «¿Se ha ido?, ¿cómo que se ha ido? ¿Adónde?«. «Se ha ido. A callar». Cuando cierra la puerta se miran pero no se dicen nada. No saben qué decir. Miran el suelo y la rubia jovencita que no ha dicho su nombre acaricia el dibujo de la baldosa y llora. Nadie se mueve. Todas miran el recorrido de sus manos en el suelo. «Se ha ido».
Esa mañana hay más movimiento del habitual. Se oyen ruidos en el vestíbulo, voces, gente que llega, golpes de puertas. Mira a Cloti y a Ciri en la penumbra, casi las adivina. Tiradas en el suelo. Tienen hambre y sobre todo tienen sed. Siempre tienen sed, porque no les dan agua. Esa mañana tienen mucha sed, porque desde el mediodía anterior no les han dado nada. Como cada mañana cuando se despiertan y un poco de luz se filtra entre las lamas cerradas de las ventanas, se ponen a patear. Rítmicamente, como si fuera un ensayo de un paso de baile. En un crescendo que no cesa hasta que entran y les gritan, las golpean, las arrastran. Pero finalmente traen agua. Hay algo incomprensible en la falta de agua, el agua que sale por los grifos de ese sitio improvisado. Agua en una ciénaga, un no-lugar.
«Levántate y sal. Y tú. Y tú. Y tú. Y tú…». Las empujan hacia otra habitación. La luz del sol que entra por las ventanas las deslumbra, una luz a raudales se come el escenario blanco, blanquísimo, de la estancia. Tres hombres con papeles las miran como si no estuvieran ahí, como presencias fantasmales. «Tu nombre». «A ver, Manuela. Pues hoy te vas para tu casa, tu domicilio es calle Caracas, 3, 2.º centro. Pero ahí no puedes volver, esa casa va a ser recuperada para el Estado, vete con tu familia. Este papel es tu salvoconducto. Tienes que presentarte en la comisaría de Hospicio, en la calle San Mateo, 25. Con este papel, para que te lo sellen, un día sí y otro también, hasta nueva orden. Sabrás de nosotros. Ahora, largo». Va con el papel hacia la salida y se detiene a esperar a sus compañeras. «Lárgate ya, ¿o prefieres que te dejemos?». En el vestíbulo, camina hacia la puerta. Con lo puesto, nada tiene que recoger, nada se ha llevado, nada trajo.
Un muchacho vestido de falangista se dirige con ella al descansillo. Ahí, la detiene y, entonces sí, otras cuatro o cinco mujeres se paran junto a ella. No ve a Cloti, ni a Ciri, ni a la chica rubita. «Andando». Bajan las escaleras del inmueble, la luz tamizada de las vidrieras modernistas que se asoman, la sensación del lujo, del buen gusto. ¿Puede ser que ese espacio de ausencia, ese espacio que no existe, se esconda allí y que nadie lo vea? Mientras baja piensa en los vecinos, en la gente que vive en esa finca, que escuchan los gritos de dolor, el trasiego de personas. Nunca sabrá que ese piso es enorme y lleno de recovecos con gente encerrada, a la que no ha visto, que en apariencia nunca estuvo allí. Un agujero negro en la realidad.
En la calle se despiden como autómatas. Se tocan y se desean suerte. Ella vive al lado, apenas a unas manzanas. El sol la calienta, la envuelve. Al llegar a la esquina de la calle Caracas, su calle, se mira en el reflejo de un portal y se ve con un aspecto deleznable, de abandono, como si llegara de un hospicio, de una batalla, de una guerra. Y de ahí es de donde llega. Con rapidez sube la calle, pasa por delante del portal de su casa, mira la oscuridad del zaguán y sigue de largo. ¿Será alguno de los vecinos de su escalera quien la ha denunciado? ¿Quién? ¿Alguien que también pretende quedarse con el piso? Junto al portal, la vieja carbonería de su tío está a medio abrir, con el cierre a la mitad. ¿Quién está ahí? Desde la muerte de su tío hace apenas un año, la carbonería está cerrada. No puede evitar agacharse y asomarse por debajo. Siente como un vómito en la garganta cuando ve a varios hombres dentro, hablando entre ellos, uno de ellos un primo suyo lejano, y también el portero de una finca del paseo del Cisne. Se incorpora rápida y sigue hasta Santa Engracia, cruza y se mete como una proscrita en el portal de su prima Angelines. Como una proscrita, porque es una proscrita.
Esta vez no puede perder el tiempo. Mientras sube la escalera empieza a maquinar. Quiere ver a Joaquín, a Mercedes, a Pilar Bueno, a la gente que pueda encontrar y que le digan cómo se están organizando. Se va a asear, sacarse los piojos, y va a ir a buscarlos. A Feli y a Manola, a ver cómo están. A pensar qué van a hacer entre todas. A pensar cómo sobrevivir.
—¿Cómo que te vas? ¿Que te vas adónde? —dice Angelines asustada.
—Me tengo que ir de Madrid. He dado vueltas todo el día buscando gente. Manuel está encerrado en el campo de concentración que han montado en el estadio Metropolitano, Joaquín en la cárcel de Torrijos, a Pilar se la han llevado a la cárcel de Quiñones o a la de Ventas, no lo sé. Pero he visto a otra gente. Tengo que salir, me parece lo más prudente ahora. Antes de que os ponga en un problema a los demás.
—Pero ¿has visto cómo estás? Con la cara señalada y el cuerpo lleno de moratones, Manoli. Así no puedes ir a ninguna parte. Te vas a enfermar. Tienes que recuperarte primero. Además, ¿y adónde vas a ir?
—Esta es la cosa, hay que pensar qué sitio sería el más adecuado, adónde puedo llegar y aparecer sin más. Estoy haciendo acopio de memoria. Mi amiga Fina, ¿te acuerdas?, que iba conmigo a clase, vive en Coruña desde el 36. Sería una posibilidad. O el tío Paco, que debe estar en Santander. Salir hacia algún sitio donde no se me imagine. Pero no puedo estar yendo cada día a presentarme a la comisaría de San Mateo. Todo el mundo me ha dicho que eso es ratonera segura. Además, quien me ha denunciado volverá a denunciarme, los que se quieren quedar con la casa y la carbonería, no sé.
—Lo de la casa y la carbonería son los Espinoza, los del paseo del Cisne. Se están quedando con medio barrio. Para eso su tío es el gobernador. Pero no puedo imaginar quién te ha denunciado, no me lo explico.
—La gente de Almagro eran los del servicio de información de Franco, los del SIPM. Alguien me ha denunciado, y volverá a hacerlo. Y entonces no me llevarán solo a mí, Angelines, caeremos todos. Y eso no puede ser.
Nunca sabrá Manoli quién la denunció, si esa denuncia existió, esa denuncia que no aparece en ningún sitio, que ningún archivo contiene. O era una pieza más de una gran batida. Como de caza.
—Manoli, te va a parecer una locura, pero ¿por qué no te vas a Bilbao? —dice Angelines de repente.
—¿A Bilbao? ¿Y qué voy a hacer yo en Bilbao?
—En Bilbao vive tu madre, tenemos su dirección, podrías quedarte en su casa, vive con su marido y con tu hermana.
—Pero Angelines, no conozco a mi madre, nunca la he visto en mis diecinueve años… Bueno, nunca no, desde los cuatro años. No me acuerdo de ella. Ni ella de mí. Es como que no exista.
—Quizá sea el momento de hacerla revivir. Quizá este sea el momento.
Absorta, pensando en Bilbao, sabiendo que no hay tiempo, pero con un sabor acre en la boca. Su madre, un agujero. Otro más. Una puerta cerrada desde siempre. ¿Hay que abrirla ahora? No le da tiempo ni a avisarla. Presentarse en su casa, a puerta fría. Y descubre asombrada que le falta valor, que prefiere quedarse, que no quiere afrontar esa herida.
—Mejor me quedo antes que ir a Bilbao. No quiero ir a Bilbao.
—Pues me parece que es la mejor opción. Piénsalo mejor, consulta a tu gente, pero si quieres hacerlo rápido… —Angelines la mira, se acerca y la toma de la mano. Luego da la vuelta.
Suena la puerta, los golpes de unos nudillos se agolpan en sus oídos. Se asustan. Pero son golpes suaves, quedos. Cuando se repiten, Angelines va hacia la entrada y pregunta. «¿Quién es?». «Somos Feli y Manola».
Se abrazan otra vez. Cada vez que se abrazan parece un universo que se abre. Feli está tan delgada. Es como la copia de su hermana en puros huesos. Pero toda su boca pinta alegría. Manola besa a Manoli con esos besos sonoros que tanto la reconfortan. La vida de las tres pende de un hilo. Lo saben, pero solo a medias. Estos días de torbellino no dan para mucho meditar, solo para sobrevivir. «Vete a Bilbao, Manoli. Es buena idea, y desde allí lo piensas mejor. Pero puede ser un buen refugio, nadie te va a relacionar con tu madre, al menos de momento». «Pero ¿y llego y me presento sin más, por las buenas, qué tal está usted señora, yo soy su hija, me persiguen, vengo a quedarme? ¿Así, alegremente? Es una locura». «La locura es esto, tienes que salir y no hay ningún sitio ahora en Madrid seguro para ti, ya lo has visto». «Me siento en medio de la niebla, sin saber adónde ir, cómo girar. Un marinero en medio de la niebla, con solo mar alrededor». «No seas tan literata, déjate de monsergas, ni que conocieras el mar. Hay que decidirse, y tirar, tirar, no dejarse engañar, hay que seguir…».
Juan, un camarada también de Chamberí, consigue el billete para esa noche, el tren nocturno que sale de la estación del Norte. En tercera, no tienen para más, pero al menos ha podido conseguirlo a través de un contacto en las taquillas, sin documentación. Y otro contacto en la estación que la auxilie para entrar. Angelines la ayuda a hacer una maletita, lo que queda de su ropa, unos pendientes pequeños de oro, el anillo de la tía Mariana. Están sin una peseta, han confiscado sus cuentas en la Caja de Ahorros. Rebuscando atesoran algunas monedas.
Cuando anochece sale a la calle. Junto a su primo Justi, que lleva la maleta, se dirige al metro de la plaza de Chamberí. En la propia boca se despide de Feli y de Manola. Se abrazan. No saben aún que no volverán a verse en años. No lo saben, pero se abrazan como si lo supieran, como si no fueran conscientes de que apenas tienen diecinueve años. Son ya unas viejas. Cargadas de cenizas.
Sale disparada con Justi escaleras abajo, hacia el andén. Va nerviosa, pero menos de lo que imaginaba. Recuerda las instrucciones. No te quedes sentada en el mismo asiento siempre, el tren irá muy lleno en tercera. Muévete, métete en el servicio del tren cuantas veces puedas y quédate allí. No tienes documentación en regla, ese salvoconducto destrúyelo cuando llegues a Bilbao, recuerda bien las direcciones, la de tu madre, la de los contactos del partido en Gallarta y en Bilbao, ve tranquila, observa a tu alrededor lo que pasa, mira los periódicos cada día, pon telegramas en sitios distintos, no des señas ni nada, come bien, busca cómo salir de Bilbao, no vuelvas a Madrid, vuelve cuando puedas…
En la estación hay un control a la puerta de los andenes. Pero tiene el contacto de un mozo de maletas que la espera en el lado derecho del vestíbulo. Se despide con un beso de Justi casi sin tiempo y observa a los mozos buscando alguno que lleve puesto en el brazo un pañuelo negro como si fuera de luto. No lo ve. Se acerca más. No lo ve. Alguien le toca el hombro por detrás y un señor bajito le sonríe, señalándose el trapo de luto. Le devuelve la sonrisa y lo sigue a toda prisa, él entra por una puerta donde se acumulan las sacas de correo, la atraviesan sin decir nada en medio de un montón de carteros, dan vueltas por unos pasillos y salen al andén. «Ese es el nocturno de Bilbao, niña». «Muchas gracias. Muchas gracias, y suerte». «Suerte tú, que la vas a necesitar».
Sube al tren en la sección de tercera. Está lleno, muy lleno, no hay asientos en los bancos de madera. Se coloca en una esquina esperando que el tren salga. Cuando el revisor aparece pidiendo los billetes, se dirige hacia atrás. El vagón comienza a moverse y ella se esconde en el servicio. El revisor aporrea la puerta. «Un momento, ahora salgo». Y deja pasar el tiempo, luego sale y va en sentido contrario. El primer peligro ha pasado. Le queda toda la noche para seguir burlándolo.
Sale y entra de los servicios cuando cree que alguien puede pedirle los papeles. No se da tregua, se mueve en la oscuridad del tren tratando de pasar desapercibida. Primero sonríe a la gente, sin hablar con nadie. Luego, cuando observa sus miradas opacas, sus bocas fruncidas, como cosidas, deja de sonreír. Una sonrisa ahora parece una provocación. Todo parece estar bien, el váter del tren cada vez más sucio, ella allí escondida empujando el tiempo para que pase rápido. Alguien amartilla la puerta, y ella calla. Espera que se aburra y se vaya a otro servicio. Pero esta vez no para, y ella abre y sale, rápida, y tira hacia la derecha. Una mujer la para en el pasillo y dice muy bajito, metiendo la cabeza en su oreja, «no des tantas vueltas, quédate un poco aquí conmigo, estamos a punto de llegar a Miranda de Ebro. Ahora nadie va a pasar, ven, siéntate». No ha pasado tan desapercibida. Duda, pero se sienta a su lado.
Cuando por fin el tren llega a Bilbao es de día. Lentamente entra en la estación. Sale por última vez del servicio y, sin pensarlo, da un salto al andén. La estación parece bombardeada, está a medio desmontar, llena de andamios, todo a medio caerse o a medio construirse. Se queda parada observando si hay control, pero ve cómo la gente salta por las vías y sale sin más a las calles aledañas. Y eso hace, sin mirar mucho, avanza, salta y está en una calle. Mira hacia arriba y lo ve todo gris, gris, gris. Parece que la ciudad esté envuelta en la bruma. Avanza por la calle, eligiendo a quien preguntar por la dirección donde vive su madre. Solo sabe que está cerca, que está en el centro. Una señora mayor que espera en la esquina le parece lo mejor y le pregunta. «Perdone usted, podría indicarme dónde está la calle Colón de Larreátegui».
Camina lentamente siguiendo las indicaciones que le ha dado. Ha regresado a la ciudad donde nació. Un lugar desconocido. Va como flotando, se siente de repente muy cansada. Una sensación de tristeza y de desazón, ese sabor amargo en la boca. No hay marcha atrás. Sí, es verdad, está perdida en la niebla, pero no en medio del mar como pensó, sino en la bruma pesada de esa ciudad oscura.
Vuelve el falangista a darle el rollo envuelto en tela y vuelve ella a colocarlo en el saco de viaje, tratando de nuevo de cerrar muy bien la apertura para que no vuelva a pasar. «Gracias de nuevo, es usted muy amable, siento molestar». «No se preocupe, siempre es agradable ayudar a una señorita como usted».
Se sienta y trata de volver sobre el libro. Está tensa, pero no quiere mostrarlo. Lo siente en sus manos y se ve perdida. Quizá él no sospeche nada, pero cuando llegue a Madrid tiene que poder alejarse de él, de la estación, seguir hacia su cita. Recuerda el viaje al revés, metida en el tren nocturno que la llevaba a Bilbao desde Madrid, la guerra recién perdida. Hace ya dos años. Aún sigue huyendo, porque esto es una huida. ¿O no? Quiere huir. ¿Quiere huir? ¿Qué es huir? Absorta mientras mira las páginas de Carroll sin leerlas, piensa en que podría escapar desde San Sebastián hacia Francia, y entonces se metería de bruces en otra guerra, en otro espacio ocupado, en otra andanza. O dejarse diluir en Madrid, quizá pasar desapercibida en la gran ciudad, olvidada de todo y de todos, a lo suyo. O bajarse del tren en la próxima estación, que debe ser Medina del Campo. Sonríe al pensarlo, en Medina, donde está la sede de la Sección Femenina de la Falange. Sonríe porque pensar en todo esto le resulta gratis, sabe que no lo hará. Porque no quiere, porque lo tiene claro, desde la guerra, desde antes, desde que aquel cura le dio una bofetada cuando con catorce años ella le dijo que no podía entretejer en su cabeza la presencia de un ser sobrenatural. Más claro lo supo cuando la golpeaban como a una estera los del SIPM en la comisaría de Almagro, y no entendía nada. Sabe que va a continuar porque le va la vida en ello. No la vida por perder, sino la vida por hacer. Algo que le corre por dentro, pero sobre todo algo que le permite vivir, algo que tiene que ver con la manera de entender el mundo.
Pero se cansa, le cuesta entender qué pasa. La idea de que este régimen no puede durar, que pronto va a acabar, que la guerra mundial la va a perder el fascismo. Aunque los partes de guerra de los aliados no son tan optimistas, los nazis no dejan de avanzar, y los italianos. Pero no lo puede imaginar. No puede imaginar todo reducido a cenizas, después de tantas llamas.
Mira a su alrededor en ese departamento de primera clase. Una mujer de unos treinta años está al frente en el extremo. Con los ojos entornados, ve cómo mueve los labios en silencio mientras maneja en la mano un rosario. Ausente, alejada, acunada por su propia salmodia. A su lado el que parece su marido, un hombretón rotundo, de traje, con chaleco, un maletín entre las piernas, el periódico que le oculta la expresión de fastidio. A su lado otra mujer, mayor, con un velito azul oscuro sobre la cabeza y que lleva dormitando un buen rato apoyando la cabeza en el hombro del que parece ser su hijo, peinado y repeinado, con una insignia del requeté en la solapa y que levantó el brazo arrobado cuando llegaron a Valladolid mirando al falangista.
El falangista. Frente a ella, que mira y no mira. La pistola al cinto. Por sus formas no parece uno de esos matones del régimen. Debería averiguar más de él, es ella la que debe preguntar y saber, eso quizá le dé pistas para salir de este tren ilesa. De ese departamento que explica por qué no puede huir, esa gente bien comida, bien vestida, a resguardo. Tan distinto del vagón de tercera que la trajo a Bilbao.
No puede escabullirse, no puede salir indemne. Vuelve de nuevo la mirada al libro de Alicia, las palabras son a menudo lo único a su disposición para afrontar la realidad, los sobresaltos de cada día. Por eso adora las palabras.
—Ya nos falta menos. Estoy deseando llegar. A ver si en Madrid hace bueno. ¿Va usted por mucho tiempo? —pregunta al falangista.
—Yo viví un tiempo en Madrid, hasta junio del 36. Estudiaba allí, pero justo cuando el alzamiento yo estaba en mi casa, en Pamplona. Afortunadamente. Pero vuelvo de vez en cuando para algunos trámites.
—Ah, entonces usted no es guipuzcoano. Es navarro.
—Sí, navarro, pero ahora vivo en San Sebastián, ya le dije. El deber me ha llamado ahí.
—¿A qué se dedica en San Sebastián?
—Uhmm, a Abastos y a Aduanas. Estoy en la Comisaría Central de Abastos y me ocupo sobre todo de los pasos aduaneros. Para servirla.
—Tendrá usted mucho trabajo, tan cerca como estamos de la frontera.
—Pues sí, y también por los puertos.
—¿Los puertos?
—Sí, me ocupo de las entradas y salidas de los puertos, sobre todo de Pasajes, y también de Bilbao.
Manoli se estremece.
—¿De Bilbao también? Pero está lejos…
—Sí, pero tengo que ir una vez a la semana, a Bilbao llegan grandes mercantes de América, y ahora con la guerra europea tenemos que estar muy vigilantes.
—¿Por qué?
—Porque puede haber mercancías de contrabando, o para actividades sediciosas, y tenemos que estar muy alerta.
—¿Actividades sediciosas?
—El enemigo no descansa, el enemigo nos odia porque hemos sido los primeros defensores de la civilización cristiana, de la nuestra. Ahora afortunadamente nos siguen nuestros amigos en Europa y vamos a ganar en todas partes, pero no podemos bajar la guardia, hay que estar muy atentos. Hay muchos marinos extranjeros de ideas liberales, o masones, o aun peor, y nuestra labor es saber qué ocurre en las aduanas».
A medida que hablaba, el falangista ha subido el tono, ha afinado alto y su voz suave se ha vuelto enfática, como en un púlpito, buscando la atención de todo el departamento. Y lo ha conseguido, hasta la joven del rosario se ha vuelto hacia él. Erguido hacia delante, mientras la sigue mirando intensamente, se sabe observado por todos. Sonríe, y se lleva la mano a la cartuchera en el lado derecho de su cinto, y luego al bordado de la camisa, al yugo y las flechas.
Satisfecho, baja de nuevo el tono, dirigiéndose solo a ella en tono suave:
—Pero no me he presentado. Soy Javier Salazar. Encantado, señorita…
—El gusto es mío. Yo soy Dolores García.
Cuando pronuncia el nombre y recuerda su cédula falsa en el bolso, se siente sin embargo segura. Es un parapeto. Es la impostura que la hace libre. Vuelve de nuevo la mirada al libro, y fija su atención en la ilustración de Alicia con el gato. ¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de tomar para salir de aquí? Depende mucho del punto adonde quieras ir —contestó el Gato—. Me da casi igual dónde —dijo Alicia—. Entonces no importa qué camino sigas, dijo el Gato.
Alicia, Alicia. Se llama como su madre. Ve la cara de su madre mientras mira la ilustración, el camino que la llevó hasta ella. Que la salvó. ¿Qué milagro nos salvará esta vez? ¿Quién me va a salvar? Y recuerda su llegada, su primer encuentro con la madre desconocida.
Su primer encuentro con la madre. El edificio de la calle Colón de Larreátegui. Una buena casa de Bilbao. Sube las escaleras hasta el cuarto, el último piso. Unas escaleras arregladas, ostentosas, hasta el tramo final, el tramo de los sirvientes. Allí son oscuras, con olor a humedad, le mantienen los ojos entornados y las manos alerta. Cuando llega frente a la puerta, en el descansillo, se para, deja la pequeña maleta en el suelo y mira. Se mira. Se mira y se pregunta. Qué hace aquí, frente a esa puerta. Está huyendo. No está huyendo, está escondiéndose. No se está escondiendo, está buscando. Está apaciguándose. Esto durará poco, no es más que un mal sueño, un sueño tenso pero breve. La vida regresará. Entonces golpea la madera con los nudillos.
La puerta se abre. Aparece una cara de ojos grandes y rasgos suaves. Una mujer mayor, ajada más que mayor. Con el pelo oscuro corto peinado hacia atrás. Sin expresión. Esta mujer no debe ser su madre, nada de ella le resulta familiar. La mujer pregunta qué quiere y ella duda al contestar. Al fin dice: «Buenos días. Perdone que la moleste. Estoy buscando a Alicia del Arco». «Buenos días. Pues con ella habla…». «Vengo de Madrid». «Ah, pase usted, me traerá alguna noticia de mi familia y de mi hija. Pase, pase, vamos hacia la cocina, estoy cocinando».
La cocina es pequeña, muy pequeña, y huele a repollo, a verdura, a carbón. Parada a un lado, mira el fogón y mira a la mujer. ¿Cómo empezar? Mira sus pies y mira los pies de esa señora, observa sus botines negros con algo de tacón y las zapatillas oscuras de ella, bajas, ajadas. Observa el tamaño, le parecen unos pies pequeños; ella siempre ha tenido los pies grandes, buscar zapatos no le ha sido fácil. Pero es que ella es más alta.
—Vengo de Madrid.
—Sí, ya me dijo. ¿Cómo están las cosas por allí? ¿Viene usted de parte de mi familia? ¿De la tía Anselma, de Ángeles? Nadie me ha avisado. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Yo… Sí, todos están bien. Todos le mandan saludos. La situación ahora es difícil allí, se podrá usted imaginar. La guerra… la guerra se ha acabado y…
—Pero ¿están bien? ¿Usted los ha visto?
—Le traigo una nota de Angelines, espere que la busque…
—Léamela usted, yo apenas sé hacer mi nombre, nunca aprendí. ¿Y usted cómo se llama?
—Yo… Yo, yo me llamo… —se detiene pensando que parece una mala escena de novelita, de las que le gustaban a su tío, una escena tonta, y no sabe seguir.
—¿Sí…? —dice Alicia vuelta hacia ella.
—Bueno, es que yo soy su hija Manolita. Soy yo su hija.
¿Había esperado la voz de la sangre? ¿Se imaginaba una escena llena de emoción y de lágrimas? ¿Creía que iba a reconocer sus ojos en los ojos de la desconocida, sus manos en sus manos, que se derrumbarían diecinueve años de ausencia simplemente al mirarse? ¿Que desaparecerían los miedos, las culpas, los reproches, las dudas?
Mientras toman ese líquido negro hecho de posos de café se observan, apenas se hablan, se sonríen, se callan y miran hacia el suelo. «No sé si me he explicado bien. En realidad no tengo ninguna nota de Angelines, no podía correr el riesgo de que me cogieran con una nota. No querría molestarla, ni a su familia, pero tenía que salir de Madrid, salir rápido para evitar que fueran a detenerme. Están metiendo presa a la gente, a toda mi gente. Algunos han desparecido, ya sabe que están dando el paseo a muchos. Y pensamos que podría estar aquí unos días, como le he dicho, hasta encontrar una mejor ruta. Yo creo, nosotros creemos que esto no puede durar mucho, la guerra en Europa está a punto de empezar, este régimen no puede durar, yo creo que será cuestión de semanas, o de meses, pero pronto pasará. Pero yo no quiero molestarla, ya sé que usted vive con su marido y con mi hermana, solo serían unos días. No quiero causar problemas, no podré decir quién soy. Siento que esté todo siendo así. Siento todo esto…».
No hay gestos, ni siquiera una mano que avance sobre la suya en la mesa. Un silencio denso, como si la niebla que percibe en todas partes desde que tomó el tren de Madrid se hubiera también metido en esa casa pequeña, en esa cocina, entre ellas dos. Una bruma que le impide ver. Habla mirándose las manos, con la voz queda, asustada de que la puerta se abra de pronto y penetre algún desconocido. El silencio abruma. «Puede que la policía me busque, la gente del SIPM me metió en una checa, en una comisaría, me tuvieron allí, y bueno, no fueron unos buenos días. Allí cumplí diecinueve años, ahora…». La madre la mira por primera vez, con ojos muy brillantes, como si fueran a explotarle en la cara, la mira y se lleva las manos a la boca y al pelo. «El 20 de abril es tu cumpleaños, ya lo sé, acaba de pasar. Ningún año lo he olvidado, yo lo sé bien, yo lo sé. No me mires así. No me hables de usted. Aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras, esta es tu casa, esta es tu casa, tu casa es donde yo esté. Nos arreglaremos. Yo trabajo asistiendo, por casas, y también cocinando. Nos arreglaremos. No me mires así, todo irá bien, no tienes que preocuparte. Soy tu madre, tú eres mi hija».
Soy tu madre, tú eres mi hija.
Cada día madre e hija van a trabajar asistiendo. Alicia limpia en casas, cocina, atraviesa el barrio de Abando de un domicilio a otro y luego baja hasta la ría y compra comida para ellos, compra los posos de café de algunos bares, compra y llega y cocina, y acompaña a su hija que también va a limpiar. Para no tener problemas, Manoli limpia escaleras, barre, friega, le da brillo a los pasamanos de madera, deja los cristales lustrosos, escaleras de mármol, escaleras de baldosas, escaleras de madera. Sube y baja y luego también va al puerto con su madre. Allí la madre ve que la hija se separa y habla con algunos hombres, vuelve hacia ella y no dice nada.
Llegan a casa y la madre cocina. La hermana pequeña ya ha llegado de la escuela, es una niña de doce años y se parece a Manoli. Es una niña que está asombrada, que de repente tiene a una desconocida a la que su madre también llama hija. Es una niña que mira, que observa, y que también cocina y ordena. Su padre, Maxi, casi cada día regresa borracho, no de caerse, pero subido de tono. Grita, refunfuña, se queja de la vida. Él también ha perdido la guerra, ha estado movilizado en un batallón socialista, ahora dice que no encuentra trabajo, tampoco lo busca. Mira a su nueva hijastra, la mira con desdén, o con deseo, o con admiración, o con extrañeza. Le habla suave mientras grita a su mujer, pero se calla luego. Y se va a la calle, al bar, tras pedir alguna moneda.
—Manoli, ¿es verdad que ibas a estudiar a la universidad? —pregunta su hermana.
—Sí, estaba matriculada, pero empezó la guerra.
—Pero las mujeres no van a la universidad. Me lo ha dicho la amatxu, las mujeres no vamos a la universidad.
—Las mujeres sí vamos a la universidad, lo que pasa es que siempre nos han condenado a cuidar a los hombres, a casarnos, a tener hijos, a estar en la casa y trabajar en las casas, pero las mujeres también podemos estudiar. Tú tienes que poder estudiar también. Es una cuestión de contar con posibilidades. Las mujeres podemos, claro que podemos.
—Manoli, pero en las casas adonde va a trabajar la amatxu tampoco las mujeres ricas van a la universidad.
—Nosotras sí iremos, tú irás, verás. Precisamente porque no somos ricas.
—Yo lo que quiero es casarme bien —dice la niña.
—¿Casarte? ¿Así por las buenas? ¿Sabes qué es casar? Hilar, parir y llorar. Mira la amatxu cómo vive… Tú tienes que formarte.
—Estás loca.
Lo ha escuchado cien veces en las reuniones de Mujeres Antifascistas. Ahora lo ve en su madre. Parir y llorar. Hablando con ella se ha enterado de que parió otros dos niños con Maxi, pero no sobrevivieron. Nunca lo supo, nadie le dijo. Como un folletín trata de entender qué pasó, pero aún no pregunta. No pregunta porque quizá no haya respuesta.
Sin decir nada, ha encontrado al contacto que traía desde Madrid y se ha puesto en relación con la organización comunista. Lo ha hecho muy discretamente, callada, en los descuidos de su madre, de la casa, en el puerto. Pero ahora tiene que ir a Artxanda a ver a un camarada. Subir al monte, y su madre tiene que saberlo.
«Amatxu, ¿cómo se llega a Artxanda?». «Pues andando, es ese monte que está al otro lado de la ría, cruzando por el puente del ayuntamiento hacia arriba. ¿Para qué quieres ir a Artxanda?». «Tengo que encontrar a un amigo allí». Y la niebla vuelve. Alicia deja lo que está haciendo, un remiendo de un pantalón. «Llevas aquí solo tres meses, la cosa sigue fatal, tú lo ves, cada vez más presos, tú lo ves. No quiero que te metas en líos, quiero que mantengas el tipo, que continuemos bien, que no te pase nada, hija. Eres una huida». «No soy una huida. No huyo, estamos a la espera. Amatxu, no tengas miedo. Pero no voy a quedarme aquí viendo cómo los días pasan mientras yo limpio escaleras. Esconderse no es vivir. Hay que seguir, hay que intentar, no desistir». «Ay, hija…».
El miedo es vecino de la culpa. «No te preocupes, madre, nada va a pasar».
Vuelve de Artxanda inquieta. No por seguridad, sino porque ha percibido que el camarada al que ha visto no ha terminado de fiarse de ella. Allí refugiado, en aquel caserío, no ha terminado de darle tareas. Le ha hecho muchas preguntas y la ha dejado ir, encomendándole que regrese la próxima semana. Pero sabe que todo son suspicacias, que él se siente inseguro, que no sabe qué pensar. Él, Realinos, un alto cargo del partido en el País Vasco, quizá el más, pero está ahí oculto en medio del monte, a tres pasos de la ría. No sabe cómo asegurarle que ella es quien dice ser. Por eso, saltándose la seguridad, le ha dicho que no se llama Dolores García, que no se llama Lolitxu. Le ha dicho su nombre real para que él compruebe.
Pero está incómoda. Entra en casa, saluda a su hermana y a su padrastro y pregunta por su madre. «Ha ido a la ría, a rebuscar…». Baja de nuevo la escalera y va a su encuentro. Camina por las calles hasta la ría, la busca y no la ve. Observa a su alrededor y por primera vez se siente insegura. Se sienta en un poyete frente al cauce, mira los humos que salen por un lado, los humos de la Babcock Wilcox, las aguas rojas, anaranjadas, el color oscuro del cielo, un cielo sin nubes, azul cobalto. Un cielo casi negro. Alguien la toca en el hombro y se asusta. Su madre, que le sonríe desde detrás.
Han pasado horas frente a la ría. Su madre hablaba y ella escuchaba en silencio. Tragaba, sin digerir. Parecía una película soviética, de las que ha visto en guerra en la Gran Vía, una película sobre una mujer pobre, la madre de Gorki, pero sin épica. Una película que es su historia. La deglute sin orden para poder ordenarla luego. Se da cuenta de que es una historia como tantas, que es la historia de una pobre mujer vasca, de una campesina de Carranza, una historia corriente. Solo que es su madre la que habla. Habla para que ella escuche.
Alicia no había cumplido diecinueve años cuando parió a Manoli. El joven con el que había pecado no debía ser mucho mayor. El padre de su madre, su abuelo, Manuel, la echó apenas se dio cuenta de que estaba embarazada: «Vete de aquí con tu bastardo». Y ella se fue. En realidad ya se había ido, había emigrado a Bilbao a los trece años para colocarse en una casa sirviendo. Aprendió a cocinar, aprendió a escribir su nombre en un papel, a ahorrar dinero, a mandarlo a su casa e ir una vez cada seis meses al caserío. Como sus hermanas, muchas hermanas en el caserío y pocos hermanos. Conoció a ese chico ferroviario, ese chico de la margen izquierda, que la llevó a un mitin de Facundo Perezagua. Le gustaron las palabras de ese hombre, que eran como las de ese chico: tenemos derecho a una vida mejor, los ricos nos quitan los derechos. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada se le vino el mundo encima. No sabía qué hacer. Regresó a Carranza buscando amparo de su padre, o de sus hermanas, o de sus tías.
Cada vez más gorda, la echaron de la casa en la que servía. Y se puso a asistir de casa en casa, a limpiar suelos, a limpiar escaleras, a cocinar en tabernas del puerto. Dice que el novio se había ido, ese ferroviario, que no había pensado casarse. Se había ido, la había dejado. Pariría sola. No era la primera, ni la última. Le dijeron que fuera a la parroquia de San Francisco, que allí la aconsejarían. La llamaron pecadora, pero eso ya lo sabía. Que iba a ser una desgraciada, y su hijo también. Que lo dejara en el hospicio, que lo dejara en la casa cuna de Santander, que allí nadie la conocía. Que se fuera a Santander, que pariera allí, que fuera a la inclusa.
Se dispuso a hacerlo. Dice que, poco antes de irse, el novio regresó y le dijo que quería apoyarla. Manoli procesa el dato: el padre vuelve, ese padre desaparecido vuelve para atenderla. Eso dice su madre. Eso dice. El parto llegó antes. La madre parió a su hija en el hospital de Bilbao, un martes de abril, y llovía. El jueves cogió a su niña y se fue a la estación. Tomó el tren con su hija en brazos, la amamantó para que no llorara y fue viendo pasar las estaciones. En Santander le fue fácil buscar la casa cuna. No sabe lo que firmó, no lo sabe porque no lee, pero le dijeron que la niña estaría bien, que la darían en adopción, que se la veía sana. Dejó el dinero que había ahorrado durante meses de miserias a la monja de la inclusa y tomó el camino de vuelta. De nuevo el tren, pero esta vez se bajó en Carranza.
En el caserío, nadie preguntó nada. Nadie habló. Bajó a la cuadra, ordeñó a las vacas y se ordeñó a sí misma, el pecho hirviente de la leche que su hija no tomaría. Con su primo Félix regresó a Bilbao. Él no indagaba, ella no decía. Cuando llegaron a la habitación que ella tenía alquilada en Zabala, la patrona le dijo que su novio andaba buscándola cada día. Esa noche llegó, esa noche ella lo miró y le dijo que sí, que había parido, pero que el niño murió al nacer. Eso le ha dicho su madre a Manoli. Que su padre fue borrado con esa mentira. ¿Por qué? ¿Qué dijo él, se dio la vuelta y se fue? ¿Así acabó todo, con un hijo muerto? Así acabó, eso dice ella. Eso dice. Dice que se llamaba Ángel. Que era un buen mozo, que ella tiene sus ojos. Y su nariz de vasca. Que aún lo sueña.
Pero su primo Félix la escucha. «¿Estás loca, has dejado a la niña en la inclusa de Santander? Pero si tú estás sana, llévala a Carranza». «Mi padre no quiere, me ha echado de casa, no me quiere allí, sin niña o con niña». Félix tenía dinero ahorrado para emigrar a México. Su madre le dice a Manoli que entre los dos lo pensaron. Eso dice. Decidió irse a México con él, en el barco que él había reservado, en tres semanas. Entonces hizo lo que tenía que hacer. Tomó el tren de vuelta a Santander, regresó a la inclusa y habló con la monja. Quiero a mi niña, me la llevo de vuelta. Eso no se puede hacer. Quiero llevarme a mi hija. Traigo dinero. Y se llevó a su hija de vuelta. Tomó el tren en Santander, con Manoli en un hatillo. Y se la llevó a Gallarta. Eso le cuenta su madre a Manoli.
En Gallarta negocia con un ama de cría. ¿Cómo se llamaba? No me acuerdo. Allí la deja, le da un dinero y le promete que le mandará más cada dos meses. Le enseña ahora una foto. Su primo y ella en el puerto a punto de coger el barco, ella con grandes sayas negras, como una campesina sin edad. Una joven de diecinueve años que se va a Veracruz. Parece una anciana. De luto. Iba de luto, eso le cuenta su madre frente a la ría.
No duró en Veracruz. Se regresó, con lo poco ahorrado. Manoli tiene el recuerdo del recuerdo. Su primer recuerdo, su madre que llega, el ama que se lo dice. Recuerda. Dice que recuerda. La niña se va a Carranza, la madre sigue en Bilbao sirviendo, ahorrando para mandar dinero, cocinando.
La tía Mariana, otra sirvienta, una sirvienta con suerte, llega a Carranza. Desde Madrid. Y se lleva a la niña con ella. Pone una única condición: esta niña me la llevo, pero no volverá a cruzarse con su madre. Es mi condición. Eso dice su madre, por eso nunca supo, nunca habló, nunca estuvo. Era su condición. Manoli lo recuerda, es su vida, es Madrid. ¿La salvó su tía? ¿Y ahora quién me salva, quién nos salva?
Eso dice su madre, que la salvó. A su madre no la salvó casarse con Maxi, un nuevo peso, tres nuevos partos, dos hijos muertos, una niña a la que criar, un alcohólico en casa. Una hija ausente, una señorita lejana en Madrid. ¿La salvó? ¿A quién salvó?
Está digiriendo. Está digiriendo al padre ausente. Ese hombre que siempre la ha acompañado, ese hombre sin apellido. Está rumiando, porque rumiar es más que digerir. Ha escuchado, ha tragado y ahora lo escupe sola, en la oscuridad de su cama. Se acuerda otra vez de ese hombre al que no conocerá y que llevaba a su madre a ver al comunista Facundo Perezagua. Que decía que los pobres tienen que pelear, que la vida está para vivirla feliz y sin miserias. Eso dice su madre.
¿Quién las salva a ambas? Rumia como las vacas, pensando en que no hay salvación. Porque no se puede construir la identidad desde el olvido.
El tren va entrando en la estación del Norte. Observa por la ventanilla y ve la estación tomada, un montón de policías de uniforme en el andén. ¿Qué pasa?
—Un control especial —dice el falangista frente a ella—. Algo malo que viaja en este tren. Habrá que tener paciencia.
—¿Un control especial?
—Sí, no se preocupe. Es lento, pero no pasa nada. Mirarán los equipajes y ya está, esté tranquila. Es por el bien de todos, los sediciosos no descansan.
Y ahora, ¿quién me salvará? ¿Cómo me salvaré? Ahora, ¿hay escapatoria?
El falangista se levanta y se estira la camisa, la acaricia como supremo bien, coloca la cartuchera y se observa embelesado sus zapatos negros, brillantes. Manoli permanece sentada, con la cabeza como una marmita, esperando que todos salgan del departamento para tratar de esconderse en el servicio del vagón y salir más tarde, aunque imagina que lo registrarán todo. También podría tratar de saltar hacia la vía por el otro lado. Pero no, qué locura. Entonces lo piensa: tiene que deshacerse del saco de viaje, esconderlo en cualquier sitio, y salir solo con su bolso, confiando en que su documentación amañada no levante sospechas. Sí, es lo mejor. Dejará el saco de cuero en el retrete y saldrá sola. Pero para eso tiene que esperar.
Impaciente, mira a sus compañeros de viaje, que van saliendo mientras se despiden. El falangista la mira, ella sonríe y decide levantarse para despedirse de él, tratando de que salga ya.
—Encantada de conocerle. Que tenga una buena estancia en Madrid.
—Igualmente para usted, que todo le vaya bien —y sonríe amigablemente.
—Eso espero, claro que sí.
Segundos, apenas segundos se enmarañan en el tiempo. Él con su maletín en la mano la mira y no sale. Ella parada frente a él, sin hacer nada. Una imagen helada. Manoli se vuelve hacia su equipaje y levanta las manos para tomarlo. Él espera. ¿Qué espera? ¿En realidad él siempre ha estado acechando, es este su minuto final?
«Pero yo la ayudo a bajarlo, no se apure, espere». «Muchas gracias, no se preocupe». «No faltaba más, ya está. Sí es verdad que pesa lo suyo. ¿Ha venido alguien a buscarla?». «No, nadie, me iré en un taxi». «¿Usted sola…?».
Sola sí, vete ya para poder salir. Sola, sola.
—No se preocupe entonces, yo la acompaño hasta el taxi. Mire, coja usted mi maletín que yo llevo su saco de viaje.
—No, no, por favor… Déjelo.
—No se hable más. No hay problema. Yo también voy a un taxi. Vamos, vamos.
Lo sigue por el pasillo del vagón como abierta en canal. Con su bolso y el maletín de él en la mano. Un buen maletín, que casi no pesa. Se estira la falda mientras camina, como si la tela pudiera protegerla. No puede pensar mientras lo sigue hasta la puerta del vagón, y desciende tras él, que le sonríe desde el andén mientras le tiende una mano. «Gracias de nuevo». «Vamos, pasamos el control y la acompaño al taxi».
Avanzan mientras ella trata de hacerse cargo de los efectivos allí dispuestos. No puede contarlos, le parecen cientos, miles de policías, solo ve policías alrededor, y muchachos vestidos de militares hasta que llegan al embudo del control. Un hombre mayor de civil se dirige al falangista con un gesto de su cabeza. «Buenas tardes, ¿qué pasa, inspector? ¿Sirviendo a la patria a estas horas?». «Ya ve». «¿Algo especial?». «Pues parece que llega una mujer con algún paquete de propaganda desde el norte». «¿Y saben quién es?». «Parece que tenemos una descripción aproximada. El comisario está en el control, ya le dirá».
La cola se ha ido estrechando y ya están a pocos pasos del control. A un paso. Nada que pensar, nada que hacer. Busca palabras en su cabeza que la ayuden, porque las palabras pueden saber de nosotros más de lo que nosotros sabemos de ellas. Palabras que la expliquen mientras observa a los tres policías que abordan uno a uno a cada pasajero, su documentación, el equipaje abierto en la mesita allí dispuesta, el cacheo en algún caso. Sin discreción, al contrario, ostentando ese poder. El mundo en sus manos. Busca palabras mientras sonríe, o cree que sonríe al falangista colocado a su lado, que es apenas un poco más alto que ella, que es más alta que la mayoría de las personas de la cola. Se estira pensando que desde arriba lo ve todo mejor, mientras sigue buscando palabras. Como Alicia en el libro, mojada y desconcertada rodeada de miniaturas. Como su madre Alicia, absuelta de sí misma.
Ya llegan. Se piensa enrojecida, se imagina con la expresión de la cara que delata, con el gesto que anticipa la peor suerte. Se siente en el fin. Sin palabras. Mantener la dignidad: pero la dignidad es un sentimiento frágil e inseguro, necesita señales y garantías, y no las tiene ¿Quién la salvará ahora, quién? ¿Y cómo? ¿O no hay salvación?