Читать книгу Memoria del frío - Miguel Ángel Martínez del Arco - Страница 8

PRÓLOGO

Оглавление

Mientras preparo este prólogo, Pablo Casado, dirigente del Partido Popular, afirma en el estrado del Congreso de los Diputados que la guerra civil española fue «un enfrentamiento entre quienes querían la democracia sin ley y quienes querían ley sin democracia». No pierdo el tiempo desmontando esta falsificación de la historia tan burda. Pero sí quiero reflexionar sobre las implicaciones que tiene que el líder del partido mayoritario de derechas de este país —un partido fundado con el nombre de Alianza Popular por el exministro franquista Manuel Fraga Iribarne y otros gerifaltes del régimen— aproveche la tribuna del Congreso para hacer semejante aseveración. No fue una boutade, no fueron palabras improvisadas. El discurso de Casado tiene como objetivo tergiversar la historia y transformar el campo semántico con el que buena parte de la historiografía y de la memoria democrática han nombrado el pasado franquista: levantamiento militar, golpe de Estado, represión sistematizada, fosas comunes, desaparecidos, tortura, campos de concentración, prisión, dictadura, exilio, expolio. La utilización de palabras pertenecientes al campo semántico de la represión y la dictadura está basada en el archivo y los hechos, en eso que se llama «verdad histórica» y que discursos como el de Casado niegan. Lo que pretende la derecha de este país es borrar de la historia las palabras que nombran el horror, que lo señalan y lo visibilizan, un horror que se desató el 18 de julio de 1936, que continuó en diferentes versiones y grados a través de la institucionalización de la violencia hasta la muerte del dictador y que no terminó ni con la transición ni con la llegada de la democracia. Para los cientos de miles de víctimas de la represión franquista y sus familias, la muerte del dictador, la transición a la democracia y las décadas de gobiernos democráticos no trajeron ni un atisbo de justicia, verdad y mucho menos de reparación. La represión y la persecución de la disidencia fue dando paso a un lento abandono y, sobre la experiencia de las víctimas, continuó imperando el eterno aliado de los vencedores: el silencio.

La transición no incluyó un proceso restaurativo que atendiera a las víctimas de la guerra ni de la dictadura; durante los cuarenta años de democracia siguientes se ha perpetuado el relato cainita sobre la guerra —«hubo víctimas en un bando y en otro», «fue una guerra entre hermanos»—, lo cual obvia que hubo una represión sistematizada y organizada que impuso como método de exterminio las violaciones, torturas y asesinatos masivos; se han desechado como «historias de abuelos» los relatos de los familiares de represaliados que en ocasiones servirían para señalar las fosas donde están enterrados sus muertos; se ha olvidado que hasta 1944 se hacían sacas de las cárceles casi a diario y se fusilaba en las tapias de los cementerios a hombres y mujeres condenados en juicios farsa; se desconoce que hubo mujeres y hombres que pasaron hasta veinte años en prisión por repartir propaganda o por ser familiar de un guerrillero; se ha perdido la pista de los cientos de bebés que robaron monjas franquistas para regalarlos a familias del régimen; se ha intentado borrar la memoria de los lugares de la violencia y aquellos que deberían convertirse en espacios pedagógicos de memoria sobre la represión se destruyen o se disfrazan con banderas institucionales, como la infame Dirección General de Seguridad, sede actual de la Comunidad de Madrid en plena Puerta del Sol y en la que ni siquiera figura una placa que recuerde a los miles de hombres y mujeres que fueron allí torturados. Quizá estos sean algunos de los motivos por los que es tan fácil hoy, en 2021, blanquear y tergiversar la historia de la sublevación militar, la guerra y la dictadura, ensalzar en tribunas públicas y sin pudor el falangismo, el nacionalcatolicismo y la dictadura. Pero no es mi intención analizar por qué estamos viviendo este preocupante revival del franquismo. Lo que pretendo con estas palabras introductorias es celebrar que, frente a los discursos de camisa azul de los Casado, Abascal, Olona, Smith, Ayuso, Almeida y compañía, existen libros como este, Memoria del frío, de Miguel Martínez del Arco.

Memoria del frío nos introduce, a través de los mecanismos de la ficción, en uno de los aspectos menos conocidos de la represión del régimen: la persecución, tortura y prisión de las militantes antifranquistas, las que los agentes de la represión llamaban por defecto «putas rojas». Ellas eran el reverso del modelo de mujer del franquismo basado en la sumisión al hombre en todos los aspectos de la vida (política, economía, moralidad, sexualidad) e institucionalizado gracias a la Sección Femenina, la Iglesia y las nuevas leyes que aniquilaban los avances de la Constitución de 1931 y condenaban a la mujer a una eterna minoría de edad legal. Pilar Primo de Rivera, fundadora de la Sección Femenina, concebía así la misión de la mujer en la nueva sociedad: «Cada uno tiene su manera de servir dentro de la Falange, y lo propio de la Sección Femenina es el servicio en silencio, la labor abnegada… Como es el temperamento de las mujeres: abnegación y silencio». Las mujeres de la «España Nacional» eran buenas madres y esposas, serviciales y piadosas, ángeles del hogar, descanso del guerrero, mientras que las «otras» eran mujeres monstruosas, encarnación del mal y el pecado, había que exterminarlas o redimirlas a través del sufrimiento, la tortura y la humillación. Como señaló Shirley Mangini en Recuerdos de la resistencia: la voz de las mujeres de la guerra civil española, «de los testimonios orales y de los textos memorialísticos se infiere que después de la guerra civil las presas recibieron el mismo trato que las mujeres “perdidas” de los siglos anteriores. Los sentimientos básicos no habían cambiado: estas mujeres habían transgredido y tenían que ser castigadas por “putas rojas”» (p. 116). El insulto «puta roja» condensa cómo la mujer disidente es doblemente perseguida: por sus ideas y activismo político y por el hecho de ser mujer que se rebela contra la norma moral. El castigo que los represores consideran purificador, el tratamiento como «perdidas» que diría Mangini, va desde el escarnio público (rapadas, aceite de ricino, paseos desnudas por los pueblos) hasta las torturas sexuales (violaciones, mutilaciones, quemaduras y golpes en vagina, ovarios, útero y pechos), a la «reeducación» nacionalcatólica en las cárceles de mujeres o al robo de sus recién nacidos. Cuenta Consuelo García en su introducción a Las cárceles de Soledad Real que mientras grababa el testimonio de Soledad para después transcribirlo, notaba que hablaba en voz bajita, como con miedo a que la escucharan. Un día le contó que el marido de su vecina era guardia civil y que «los niños, cuando la veían en el patio, decían en voz baja, de modo que casi solo la marcaban con los labios, la palabra puta. O con la cara pegada a los cristales de su ventana la repetían una y otra vez: Pu-ta, pu-ta» (p. 9). Era el año 1982, Soledad Real tenía sesenta y cinco años y llevaba más de veinte fuera de la cárcel.

Las experiencias de las mujeres antifranquistas que pasaron buena parte de sus vidas en prisión no entraron en el archivo histórico, aunque sí sus expedientes judiciales. Su sufrimiento, el intento de deshumanización al que fueron sometidas por parte de las instituciones penitenciarias y la Iglesia, las torturas, el hambre, las enfermedades, el hacinamiento, la explotación, no se recogieron en la ficha que de cada una guardaban sus carceleros, pero algo de ello se filtró en las cartas que enviaban a sus familias, mucho más en las clandestinas. No pudieron expresarse, denunciar su situación, apelar sus sentencias, reclamar derechos, si acaso alguna se acogió a un indulto, una conmutación de pena. De sus largos años en las cárceles quedaron unas pocas fotos, muchas cartas, expedientes incompletos. Y, sobre todo, quedó su memoria, su testimonio y su voz.

Durante finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo XX comenzaron a salir a la luz testimonios de «los vencidos». Nos han llegado muy pocos testimonios y memorias de lo que fue la experiencia de las mujeres en la guerra y la militancia antifranquista, de la tortura, la cárcel y la clandestinidad. Estamos, de nuevo, ante el problema de la invisibilidad de la experiencia femenina, ya que el relato de la resistencia antifranquista y la represión lo dominaron los hombres. Ellos fueron los protagonistas y los principales narradores, relegando a segundo plano tanto el compromiso político de sus compañeras de lucha y resistencia como la persecución y represión que sufrieron. Además, las propias mujeres se autocensuraron, a veces por miedo —recordemos a esos niños llamando puta a Soledad Real—, a veces por no considerarlo tan válido como el relato masculino, a veces por pudor, a veces por pensar que lo importante era el trabajo político y no lo que ellas consideraban un sufrimiento personal. Muchas, también, quisieron hablar pero no encontraron interlocutores. En 1978, Juana Doña, militante comunista, publicó la novela-testimonio Desde la noche y la niebla, en la que narraba, a través de su alter ego Leonor, su militancia y vivencias durante la guerra, sus dieciocho años en prisión, su compromiso en la clandestinidad. Doña había escrito el libro en 1967 pero no encontró quien se lo publicara, y la culpa no solo era de la censura oficial: «Se contaban las epopeyas de las cárceles masculinas y las heroicidades de sus protagonistas, se rompía el cerco de la censura y en la más negra clandestinidad se divulgaban acciones y sufrimientos protagonizados por luchadores-hombres. Rara vez se hablaba o escribía sobre las heroicidades de las luchadoras-mujeres» (p. 28). Los testimonios que nos han llegado están narrados con la necesidad y la urgencia (a pesar de los años transcurridos entre los acontecimientos y la escritura) de denunciar las injusticias que vivieron y de las que fueron testigos. Todas testimoniaron para describir unas vivencias que, si no fuera por ellas, serían olvidadas. También porque el hecho de testimoniar significaba reafirmar el compromiso, la lucha y la propia vida. Rebecca Solnit, en un contexto muy diferente, diría que «ser incapaces de contar nuestra historia es una muerte en vida» (p. 27). El testimonio de estas mujeres se alza contra el olvido, que es también una muerte en vida. Además de la obra de Juana Doña, es imprescindible el ya citado Las cárceles de Soledad Real, una transcripción de la larga entrevista que Consuelo García hizo a Soledad Real sobre su militancia en las Juventudes Socialistas, su participación en la guerra y sus casi veinte años de prisión. Son indispensables también los tres volúmenes que editó la militante comunista y expresa política Tomasa Cuevas y que bajo el título Cárcel de mujeres recoge los testimonios de presas políticas de toda la península. En todos los testimonios se narra el dolor, el hambre, la tortura, el miedo, la muerte, las enfermedades, los castigos, la humillación, el aislamiento, la experiencia de maternidad, y frente a ello la solidaridad, el ansia de vivir a pesar de las condiciones, la necesidad de seguir luchando y aprendiendo. Todas narran cómo los años pesan y pasan, cómo las cicatrices de la tortura y la desnutrición provocan amenorreas, menopausias tempranas, enfermedades crónicas. Y aun así, cuando salen a esa otra prisión que era la España franquista de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, la mayoría continúa la militancia clandestina.

El testimonio, según el historiador Paul Ricoeur, «constituye la estructura transicional fundamental entre la memoria [individual] y la historia» (p. 21). Es también una forma de reorganizar la realidad, de desmantelar y transformar representaciones hegemónicas, una narración que abre la puerta a nuevas formas de representación colectiva (Narváez, 240). El testimonio, ese género que en los países latinoamericanos tiene una tradición mucho más arraigada que en España, es hacer pública la propia voz para hablar de una lucha colectiva y denunciar abusos de poder (Yúdice, 46). El yo del testimonio es un nosotras. La misma Soledad Real así lo expresa en su dedicatoria: «A todas las mujeres que, habiendo vivido una vida como la mía, no han sabido o no han podido hablar». También lo reconoce Tomasa Cuevas en sus agradecimientos: «Gracias queridas amigas por vuestra aportación, al dar a conocer vuestros testimonios vivos, jamás lo hubiera hecho para solo dar a conocer el mío, uno de tantos miles» (p. 18) y Juana Doña, cuya voz «testimonia el sufrimiento de miles de mujeres que fueron perseguidas, torturadas y ejecutadas» (p. 30).

Con este mismo corpus testimonial construyó Dulce Chacón La voz dormida, una novela en la que desplegó toda su potencia poética y narrativa y en la que resuenan las voces de estas mujeres. La obra se centraba en las vidas de un grupo de presas encarceladas en la prisión madrileña de Ventas y en la de sus familiares, algunos involucrados en la lucha clandestina y en el maquis. Esta novela desempolvó estos testimonios veinte años después de que se hubieran publicado y fue una contribución fundamental a la renovación del debate sobre memoria histórica de principios de siglo.

Hoy, otros veinte años después, se publica este libro excepcional, que entronca con los testimonios de las militantes antifranquistas y con la novela de Dulce Chacón. Lo hace de forma única y especial. Memoria del frío amplía el campo de nuestro conocimiento sobre la experiencia de las mujeres en las cárceles franquistas y sobre la relación entre los mecanismos de la ficción, la memoria y el trauma heredado. Miguel Martínez del Arco es hijo de Manoli, Manuela del Arco, un nombre que se repite en todos los testimonios citados anteriormente. El hijo intenta reconstruir el pasado de la madre y de sus compañeras de militancia y cárcel, también el de su padre y el suyo propio, el niño al que la policía política llevó a la Dirección General de Seguridad para presionar a la madre, el que visitó al padre en el penal de Burgos y que escuchó tantas historias como silencios. En las primeras páginas de esta novela, el autor, con el estilo fragmentado y escueto que caracterizará toda la obra, resume el mundo en el que estás a punto de entrar: «Hace mucho tiempo. Una mujer pasó diecinueve años en la cárcel. En el franquismo. Con otras muchas. Era mi madre. Mantuvo una relación con un hombre que pasó diecinueve años en otra cárcel. Con otros muchos. Era mi padre. Luego “salieron”. Y regresaron. A otra cárcel. Con otros. Esta es su historia. No. Claro que no. Esto es solo una exploración. Un viaje». En ese viaje, Miguel Martínez del Arco completa con la imaginación todo aquello que las huellas materiales —las cartas, los archivos, las fotografías— no muestran o, si acaso, solo dejan intuir: escribe los silencios y hace presentes las ausencias, narra la alegría y la esperanza, la solidaridad y la resistencia. Ese viaje también es un diálogo constante entre su yo presente de 2019 y 2020, que investiga, reflexiona y reconstruye, y el pasado narrado en tercera persona en el que Manuela del Arco, sus compañeras de prisión y, en segundo plano, su padre y él mismo como niño, son protagonistas. En el presente, el yo narrativo relee las cartas entre la madre y el padre durante esas casi dos décadas de prisión —«5 463 cartas. Cinco mil cuatrocientas sesenta y tres»—, visita los lugares en los que se ubicaron las cárceles y los centros de tortura, contempla las fotografías y las interpreta, dando vida a las mujeres que las habitan —como la que ilustra la cubierta—. Escribir, nos dice el narrador, es «Reconstruir. Rehacer. Revivir».

Para entender la excepcionalidad de una novela como Memoria del frío, creo útil reflexionar brevemente sobre el término «posmemoria», que se acuñó en el área de estudios académicos sobre memoria y trauma del holocausto para definir ciertas dinámicas de transmisión y representación de textos escritos por una «segunda generación», es decir, una generación que no vivió los eventos traumáticos de primera mano o que, si lo hizo, era demasiado joven para tener una participación activa en ellos. El primer estudio sobre las dinámicas de la posmemoria en el campo de la representación lo hizo Marianne Hirsch al analizar obras como Maus de Art Spiegelman, el famoso cómic que narra, a través de personajes encarnados en ratones (judíos) y gatos (nazis), la relación de un hijo con su padre superviviente de Auschwitz. Como señaló Hirsch, el trauma de la segunda generación no se vive en relación con el evento que lo provoca, sino en relación con la representación del evento, a partir de los testimonios orales, escritos y/o visuales que ha dejado tras de sí la primera generación. Es más, el trabajo de posmemoria no depende tanto de lo que se recuerda personalmente sino de cómo se pueden representar las huellas de memoria que otros han dejado. La prosa de Miguel Martínez del Arco es un claro ejemplo de este diálogo intergeneracional. Testigo infantil que escucha los silencios, vive con las ausencias, crece con narrativas en las que no se cuenta todo tal vez porque hay cosas que un hijo no debería saber, tal vez porque hay cosas que nunca se van a poder narrar. Solo él, como heredero de todos esos silencios, puede encarnar en su prosa el fantasma de esas vidas excepcionales, tanto en su resistencia como en su dolor. «Se borraron los agujeros que dejaron los adoquines levantados. Se construyeron paredes donde hubo ruinas. Nada de eso he vivido. Solo lo siento contado en mí. Trato de verlo». Este fragmento corresponde a uno de los momentos en los que el yo del presente lucha desesperado por «recuperar» una imagen del pasado que le lleve a imaginar la cárcel de Ventas y recorre el lugar esperando una señal, como si el espacio fuera un palimpsesto que en algún momento revelará la letra escondida. «Solo lo siento contado en mí» es una de las frases más certeras y poéticas que describe el trabajo de la posmemoria: la intuición de una vida no vivida pero sentida, el conocimiento y la memoria que le llena por dentro y que solo es traducible, solo se hace tangible, a través de la ficción. Y ahí reside, creo yo, la inmensa fuerza de esta novela: Miguel Martínez del Arco nos cuenta lo que ha sentido contado en él.

Si el testimonio es la figura transicional entre memoria individual e historia, la ficción de la posmemoria hace presente el pasado a través de una imaginación que se nutre de la memoria, el saber y los afectos heredados, que amplía la profundidad y aumenta la intensidad con la que entramos en la parte más desconocida y subjetiva de la historia, la de las vivencias íntimas que abarcan desde el dolor y el desamparo más radicales hasta la resistencia y la solidaridad más alegres. El ejercicio literario, imaginativo y reconstructivo de Miguel Martínez del Arco, su ficción poderosa, hace que en la esquina de Rufino Blanco con Marqués de Mondéjar hoy, en 2021, no veamos unos edificios lustrosos de ladrillos rojos, sino «Las rejas en todas las ventanas. Las tapias. La cárcel de Ventas» y revive, a través de su aliento poético, a las mujeres sonrientes que te miran desde la cubierta de este libro.

EDURNE PORTELA

Sierra de Gredos, julio de 2021

Memoria del frío

Подняться наверх