Читать книгу Memoria del frío - Miguel Ángel Martínez del Arco - Страница 14

MADRID, 2019

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Mantengo el teléfono frente a mí sin decidirme. Observo la pantalla iluminada. Una boca dentada. Una cueva. Un túnel. Por fin poso el dedo en cada número. Espero la respuesta. La voz se abre ante mí. Sostengo mi historia. Entre el balbuceo y la convicción. Apunto la cita, esta misma tarde.

Llego media hora antes de la hora fijada. Paseo alrededor del edificio. Le doy vuelta. Apoyo mi mirada en el blanco de su fachada. Blanco crudo, cuidado, dando volumen a sus adornos y sus formas redondeadas. A los miradores. La cerrajería negra. La puerta de hierro abierta de par en par como entrada de carruajes. Un edificio noble de una calle noble. El mejor sitio para una empresa de prestigio.

Llegan los agentes inmobiliarios. Un joven delgado, con un traje barato comprado en una gran superficie. Un traje que le está grande. Unos zapatos de punta negra gastados. Un portafolio de plástico azul en la mano. Una mujer algo más mayor, con ropa anodina y tacones altos. Maquillada apresuradamente, con desgana. La prisa que da levantarse rápido y poner su casa en marcha en las afueras. Luego llegar al centro de Madrid y trabajar en una inmobiliaria. Lacónico, me presento. Les acompaño por el portal inmenso tratando de acumular cada detalle. Como si cada detalle tuviera voz. Veo el mural informativo. Todos son empresas, ya nadie vive aquí. ¿Desde cuándo? Me conducen hasta el ascensor. Les sugiero subir las escaleras andando. Asciendo paso a paso, mirando el mármol del suelo y el pasamanos. Sosteniendo una conversación insustancial, hasta llegar al segundo. La puerta de madera de doble hoja bajo un arco redondo. La llave da vueltas y vueltas. El espacio se abre. Penetro tras ellos y me quedo parado. Rígido. De repente, dejo de distinguir lo que me explican. Sus voces se convierten en una música de fondo. Una música macabra.

El vestíbulo es inmenso. Paredes blancas. Impolutas. Suelos de madera recién barnizados. Luego se abren pasillos y estancias. Muchas habitaciones, salones. Ventanas a la calle principal. También al otro lado del edificio, a la calle Monte Esquinza. Recorro las piezas en estado de trance. Arropado por las voces que no me dicen nada. Cada cuarto blanco, con ventanas a las calles. Los pasillos entrecruzados. La antigua zona de servicio. Los baños que fueron celdas de tortura. El agujero del agua. Agujero. Agua. El salón del fondo se asoma al patio interior. Un gran patio. Pido abrir la ventana. Se abre y miro hacia fuera. El patio cubierto, una pérgola en buen estado. Regreso a un tiempo que no existe, a julio de 1939. Presencio cómo el doctor González Recatero, aquel joven amigo de mi padre, les dice con desprecio a sus carceleros: «No vais a seguir jugando conmigo». Y se tira en un gesto lento por la ventana de ese patio que yo ahora contemplo. Aplasta su cuerpo. Rompe el techo de aquella pérgola. Muere. Manda su ser hasta la nada. ¿Quién lo salva? Él se salva.

Cierran la ventana. Cuando saco el móvil para hacer fotos me dicen que no. Fotos no. Que su inmobiliaria me enviará. Vuelvo a internarme por cada estancia, seguido constantemente por ellos. Van conmigo. No me acompañan, me hostigan. Saco un metro y un cuaderno de mi bolso. Con amabilidad les comento que quiero medir. Apuntar algunas cosas. Entienden. Se quedan en uno de los salones centrales. Yo me aventuro solo por el piso.

Busco en mi móvil el anuncio. Calle Almagro, 36. Edificio exclusivo de oficinas en zona noble. Oficina muy luminosa. Superficie recién acondicionada. Ascensores. Conserje. Agua caliente. Aseos. Vistas privilegiadas. Luz natural. Techos altos. Calefacción. Aire acondicionado frío/calor. Transporte público. Estación de metro. Parada de autobús.

Mastico cada palabra y observo alrededor en la encrucijada de un pasillo blanco. Veo al menos dos habitaciones abiertas a mi mirada. Un baño de azulejos blancos y suelos en damero blanco y negro. Todo bien conservado. Reformado. Lo viejo parece nuevo.

Veo los cuerpos. Cuerpos. Cuerpos. Veo los cuerpos amontonados en los tres salones y en el vestíbulo. Las habitaciones como calabozos. Las otras estancias como salas de interrogatorio. Veo las cadenas que cuelgan de los radiadores de hierro con las que sujetan a la gente. Los cubos dispuestos junto a los váteres. Alicates. Navajas. Martillos. Hay muchos hombres. Algunas mujeres. Jóvenes. Viejos. Más jóvenes. En un espacio enmudecido por el blanco. El blanco como enemigo. Veo el gesto de los cuerpos de las mujeres, que desfallecen en el espacio constreñido. Las rodillas dobladas, incapaces de sostenerse en pie. Veo el espacio inmenso. Mi mirada se concentra en el dolor de los personajes ausentes. Y el dolor se hace rojo. Estridente.

Veo y escucho. Las voces se me hacen insoportables. Las voces que son quejidos. Que son clamores. Que son gritos. También susurros. Las palabras que salen de los cuerpos. Que imaginan, que inventan, que tiemblan. Las voces altas de los torturadores. Llamando. Gruñendo. Insistiendo. El tableteo de una máquina de escribir. Las voces apagadas de los torturados. Casi inaudibles.

También huelo. El sudor huele. La sangre huele. La mierda huele. Huele. El blanco de cloro que está por encima no esconde el hedor que impregna cada estancia. Deambulo, buscando olores. Vago por el pasillo. Los sonidos se me vuelven insoportables. Veo las caras, las miradas. Veo los cuerpos.

Luego los sonidos callan de repente. Se asustan, huyen. Silencio. Rumio el silencio. Es el mismo silencio. El silencio de mi madre al hablar de este lugar. Al callar. El silencio de todos esos lugares. No-lugares. No-expresión. No-ruido. No-luz. Me desplazo a otros espacios iguales, llenos de sombras de cuerpos. Estoy en la antigua ESMA, en Buenos Aires, silencio. En Mauthausen, en sus celdas, silencio. En Tuol Sleng, en la calle 113 de Phnom Penh, silencio. El mismo silencio se apodera de todos. Cuerpos en silencio.

Los agentes de la inmobiliaria me devuelven a la realidad. «¿Alguna duda, quiere saber algo más? ¿Qué le parece este piso, se adapta a sus condiciones?». «No lo sé, quizá se nos queda pequeño». «¿Pequeño…? Son mil metros cuadrados». Contesto firme. «Como le dije, represento a un importante estudio de arquitectura francés que quiere instalarse ahora en Madrid y quizá necesitemos un espacio más diáfano. ¿Este piso se puede reformar?». «No, es un edificio protegido». «Ya supongo». «¿Siempre ha sido así, está como el original?». «Creemos que sí, esta es una finca histórica, un sitio de prestigio, un privilegio tener aquí una oficina, un local con reputación…». «¿Ustedes saben quién estaba antes aquí?». «No, pero siempre ha sido un lugar distinguido. Excepcional. Por eso no se puede tocar».

No se puede tocar. No se puede enmendar. Un lugar poblado de sombras. Lleno de fluidos. Lleno de miasmas. Lleno de cuerpos. Estoy por explicarles a los agentes qué lugar es este. Pero me contengo.

¿Quién nos salva? Cuerpos anónimos que gritan y que sobreviven, que resisten. Cuerpos enfebrecidos que se amontonan. Se tocan. Se miran. Se consuelan. Almagro, 36, segunda planta. El Servicio de Información de la Policía Militar (SIPM) franquista abrió ese espacio cuando entró en Madrid, nada más llegar. Un centro de tortura. El 1 de abril de 1939 ya estaba abierto. Se cerró en agosto. Cinco meses. Mi madre cumplió en este sitio diecinueve años, en abril. Diecinueve años.

Salgo de nuevo a la calle tratando de recuperar el aire. Delante de la fachada, tres acacias despojadas como fantasmas. Sin hojas, amenazantes. ¿Estarían entonces, cuando llegaron los apresados por docenas, verdes porque era primavera? ¿Miraron sus ramas desde las ventanas después de los interrogatorios? ¿Se veía la luz azul de la ciudad desde el suelo donde se amontonaban?

Silencio. El silencio me aturde. Saco el móvil y los cascos. Me los pongo. Ligeti. Réquiem. Ligeti que estuvo en Auschwitz. La polifonía negra del réquiem me envuelve. Voces corales de fantasmas. Busco en internet. Almagro, 36, noble edificio construido en 1902 por el marqués de Aldama. Viviendas de carácter distinguido en una vía de prestigio de la ciudad, «la más lujosa casa de Madrid».

La segunda brigada del SIPM ocupó la primera y la segunda planta tras la guerra. La segunda devino en un depurado centro de tortura. Cuando se fueron, ahí quedó la Sección Femenina de la Falange. Ahora compañías de prestigio habitan los mismos espacios. Como El Laboratorio, que ocupó este piso. Se disolvió luego, involucrada en una trama de empresas dedicadas a falsear facturas para el Partido Popular de Madrid en 2007. La realidad como una farsa.

Espacio de silencio. De silencio impuesto. Nada. Ni una placa. Ni un letrero. Nada en la memoria de la ciudad indica que este no-lugar existió. Solo se deja ver por la presencia terca de los cuerpos. Por sus rastros. Por sus sombras. Recupero la referencia catastral de la casa para seguirle la pista. 1460203VK4716A0009TR. Eso queda. Un régimen que apuntó todo. Que anotó todo. Que registró cada cosa. Ahora no dice nada. Desaparecidos. Cunetas.

Sentado en un banco de la calle Almagro frente al edificio. Aquí estoy. El hijo de esa mujer que va en un tren con una multicopista escondida en un bolso de viaje. Ochenta años después. El dolor llega mientras uno desayuna. O cierra la ventana. O se sienta en un banco sin objeto. Desposesión.

¿Quién me salva ahora?

Memoria del frío

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