Читать книгу No te daré mi voto - Miguel Ángel Martínez López - Страница 12
ОглавлениеSeptiembre, 2005
El otoño llegó sin dar su nombre en una tardía tormenta de verano. El olor de la lluvia y el viento frío, decidieron, de pronto, quedarse hasta el invierno. Las chaquetas despertaron de sus sueños perfumados de naftalina y los abandonados colegios se repoblaron de ruidosos niños, con mochilas llenas de aromas de libros nuevos y plásticos recién comprados.
Todo era nuevo. La liga de fútbol, los profesores interinos, el curso político, los fascículos coleccionables... Incluso algunas empresas eran también nuevas. La prensa sepia lo anunciaba ya durante el verano: “Gran fusión en la banca española”.
–¿Apellidos?
–Rodríguez Pelayo.
–¿Nombre?
–Moisés
–¿Antigüedad en la empresa?
–Entré con veintiocho y tengo cuarenta y cinco, eso hacen diecisiete, ¿no? Eso es, diecisiete años.
El entrevistador le miró incómodo. Él no estaba para calcular ninguna resta. Él hacía preguntas y el empleado contestaba.
–¿Estado civil?
–Casado
–¿Su mujer trabaja en la empresa?
–No, es aparejadora, está empleada en una empresa de construcción. También hace algunos trabajos por su cuenta, como autónoma.
–Tiene usted hijos.
–No.
Un silencio tenso llenó el pequeño despacho. Moisés empezó a mirarse los zapatos mientras el entrevistador colocaba en el orden apropiado los papeles de la entrevista. Finalmente, una vez ordenados, introdujo los papeles cuidadosamente en un sobre crema.
–Bien –concluyó el entrevistador–, eso es todo.
–¿Todo? –preguntó asombrado Moisés– ¿Ya está? ¿Ésta es la entrevista para evaluar la situación personal de cada uno?
–La empresa se comprometió con los sindicatos que estudiaría individualizadamente los casos de todos los empleados. La entrevista es una pequeña parte del estudio.
–Entiendo. Y luego sacará el bombo de la lotería para decidir a quién despide.
–Toda empresa, después de una fusión, necesita optimizar sus recursos. Es duro para los que estamos dentro (yo también estoy incluido), pero es necesario. El compromiso de la empresa con los empleados es tener en consideración la situación personal de cada uno y eso es lo que estamos haciendo. El compromiso con los accionistas es optimizar los recursos. No podemos hacer más. Recuerde que hay empleados, puede que incluso usted sea uno, que también son accionistas.
–Al final, resultará que nos despedirán por nuestro bien.
El entrevistador se encogió de hombros.
Moisés no pudo callarse, aunque entró con el firme propósito de no polemizar sobre el asunto; ya había roto la barrera del silencio, ya no podía parar:
–Yo lo veo de otra manera –contestó Moisés–. Suponga que un hombre rico se casa con una mujer rica; uniendo sus grandes patrimonios serían mucho más ricos. ¿Imagina usted que se dijeran: “Vamos a desprendernos de la mitad de nuestra riqueza para optimizar nuestros recursos”? ¿No sería más lógico sumarlos y ser doblemente ricos?
–No sé que tiene que ver con esto.
–¿No ha oído nunca hablar aquí de “nuestro capital humano”? “Lo más valioso que tenemos aquí son las personas”, ¿le suena?
El entrevistador sonrió como se sonríe ante un niño o ante un loco y apuntó:
–A veces se dicen cosas…
–¿No cree usted que, si una empresa se encontrara de pronto con el doble de capital, no sería capaz de doblar su actividad? Y si el capital fuera humano, ¿no sería capaz de hacer el doble de cosas?
La sonrisa del entrevistador se fue apagando rápido, como una cerilla al viento.
–Está usted muy equivocado. Si la empresa pudiera funcionar sin gente, nos echarían a todos. Una cosa es lo que se dice y otra lo que se piensa.
Sonó el teléfono mientras los dos hombres tensaban la mirada, uno que no quería dejar de preguntar y otro que no aceptaba la pregunta porque ya había hablado más de la cuenta. El timbre sonó de nuevo y el entrevistador puso su mano en el auricular.
–Ya puede marcharse –dijo a Moisés, y descolgó el teléfono.
El texto del periódico era contundente: «La fusión crea una empresa líder en el sector con un beneficio cercano a los mil ochocientos millones de euros».
–Ana, ¿tú sabes cuántos son mil ochocientos millones de euros?
–Demasiados. Realmente no lo sé. Yo, las cifras que conozco, están entre lo que cuesta una barra de pan y un chalet de lujo, todo lo demás es mucho o muchísimo, pero realmente no sé cuánto. Si me dijeras la mitad de esa cifra, me daría un poco igual, me seguiría pareciendo una cifra incontable.
−Es el precio de veinte mil empleos −respondió Moisés con los ojos clavados en el periódico.
−No lo creo −apuntó su mujer−. Es más bien la disculpa para eliminar veinte mil empleos.
Ana miró con cariño a su marido, se recostó en su costado y le acarició como Aladino a la lámpara maravillosa, queriendo sacar el genio escondido en su interior.
−No te preocupes, ni siquiera sabes si tú estás en la lista. Además, si te tocara ser uno de los despedidos, hasta puede que te venga bien. Cada vez te gusta menos tu trabajo.
−Cada vez me gusta menos mi empresa −respondió Moisés−. Mi empresa y sus mensajes cada vez más rebosantes de hipocresía: “lo más importante es el cliente”, “lo más valioso son las personas”, “la prioridad son nuestros accionistas”… Cuando en sus labios se lee claramente la verdad, como en una película mal doblada. Sus hechos son gritos que denuncian sus mentiras: ¡Lo más importante es el dinero! Aunque resulte muy duro decirlo con estas palabras, pero trabajo en una empresa de AVAROS. Pero lo más dramático es que las demás son, más o menos, iguales; todas las grandes empresas están regidas por la avaricia. Vivimos en una economía de avaricia −Moisés apartó el periódico y envolvió a su mujer con el brazo estrechándola contra su pecho−. No me hagas mucho caso, hoy no tengo el día muy bueno.
Isidro Jarabo almorzaba, como siempre, con su amigo Agustín en un destartalado mesón cerca de la oficina. La esclavitud a los hábitos arraigados les impedía cambiar de lugar a pesar de lo roído de los manteles y de la mediocridad de los menús que se repetían aburridamente. Hablaron de fútbol y de famosos que se iban muriendo, pero al final, aunque los dos evitaban hablar del asunto, volvieron a caer en el tema doloroso:
−¿Cómo llevas los expedientes?− preguntó Agustín a su viejo amigo.
−Hoy he entrevistado a un tipo curioso −comentó Isidro Jarabo sin levantar la mirada de la apelmazada paella de los jueves−. De vez en cuando te encuentras con gente que piensa un poco y se da cuenta de la realidad. Todo esto, las entrevistas y los expedientes, no son más que pantomimas para desfigurar, a los ojos de la mayoría, la lotería que precede a la poda.
Un silencio espeso se llenó del sonido de los cubiertos y los platos.
−Una mierda.
Isidro Jarabo era un tipo serio, de los que no les gusta decir una palabra por encima de otra, ni contaminar el lenguaje de tacos y malsonancias, que a su gusto no son más que tácticas burdas para ocultar la falta de vocabulario. Por eso estas palabras sonaron especialmente fuertes en su boca. Su amigo Agustín se quedó perplejo, pensando que quizá la paella era aún peor que de costumbre.
−Una gran mierda −Isidro levantó lentamente los ojos buscando la compasión de su amigo−. ¿Quién me ha nombrado a mí juez en este sinsentido? Alguien se está llenando los bolsillos o está ampliando su colección de medallas por esta gran operación. La fusión de dos grandes empresas, el fortalecimiento de la economía nacional, las ventajas para asegurar la competitividad y el servicio a los clientes, y un montón de sinergias que demuestran que dos más dos son cinco, como todo el mundo sabe. ¿Sabes lo que significa exactamente “sinergia”? –Agustín negó con la cabeza– Viene del griego, es algo así como colaboración, la definición exacta es (me la sé de memoria): “Acción de dos o más causas cuyo efecto es superior a la suma de los efectos individuales”. ¿Sabes lo que quieren decir éstos cuando dicen “sinergia”? –Su amigo volvió a negar con un gesto– Quieren decir “ahorros” y “despidos”.
»Claro, eso tiene su trabajo sucio, porque las sinergias son de bulto: Nos ahorramos nosecuantas nóminas eliminando al personal duplicado, tantas oficinas, con sus inmuebles, aumenta nuestro volumen y nuestra capacidad de negociación en las compras, etcétera, etcétera… y para conseguir todo eso buscamos un grupo de expertos que analicen nuestros activos y descubran todos los puntos de “mejoras sinérgicas”. Y, ¿cómo se buscan los expertos? Dos pringados de Recursos Humanos por dirección provincial, preferentemente mayores y antipáticos, para que no les preocupe mucho ganarse el odio de todos los elegidos para la desvinculación (otro asqueroso eufemismo) y no les quede tiempo para cobrarse las simpatías de los que se queden. ¿Qué te parece? −Isidro Jarabo miró para un lado, como queriendo coger fuerzas para seguir adelante.
Su amigo Agustín aprovechó el paréntesis para destensar algo la cuerda:
−Pero los sindicatos habían negociado un procedimiento para todo eso, que asegurara un proceso limpio para las listas de desvinculación, ¿no?
−No −Isidro bajó la voz como para vestir claramente de confidencialidad la respuesta−. Los sindicatos han negociado un procedimiento para poder revisar las listas previamente, para asegurar cómo quedan los suyos a cambio de no apoyar las reclamaciones. No han podido conseguir más, o no han querido, no lo sé. El caso es que mi informe, mi escaso y ridículo informe, será el único dato que decida el futuro de la mitad de los empleados de esta provincia.
−No me lo puedo creer −Agustín miró con pasmo a su amigo, entre el asombro y el terror−. ¿Y con qué criterio eliges?
−Bueno −respondió Isidro Jarabo relajándose un poco−, si en una familia varios trabajan en la empresa, incluyo en la lista al más joven, creo que es lo más justo, dentro de la injusticia. Para los demás, si no hay ningún expediente disciplinario, que son la mayoría, pues a ojo, por intuición, sin más criterio que si echara una moneda al aire. Dos tercios se quedan y un tercio se va. Esas son las órdenes, por ahora.
Isidro Jarabo apartó el plato de paella a medio terminar. El tema de la conversación le había quitado el apetito.
−¿Por qué estábamos hablando de esto? −Preguntó a su amigo, buscando una buena excusa para salir de ese tema.
−Hablabas de una entrevista con un tipo curioso− le recordó Agustín.
−Sí, ya recuerdo. El único, hasta ahora, que ha levantado un poco la cabeza en medio del rebaño.
−¿Cuál ha sido tu informe?
Isidro tardó unos segundos en responder.
−Prescindible.
Agustín se estiró como un resorte, sorprendido por la respuesta de su amigo, que entendió claramente el gesto como un reproche.
−Estoy seguro de que ese chico sufriría cada día más si se queda en este infierno. Creo que con esto le doy la oportunidad de buscar algo mejor.
Todos los lunes, Moisés, camino del trabajo, se acercaba a la parroquia para recoger el dinero de los cepillos del fin de semana e ingresarlo en el banco. Tenía bastante confianza con don Pedro, el viejo párroco, y le hacía el favor de evitarle el trámite. Ese lunes, Moisés llegó un poco antes a la iglesia y estuvo arrodillado unos minutos antes de entrar en la sacristía, donde el párroco preparaba todo para la misa de las ocho.
−¿Qué tal don Pedro? ¿Dónde están los millones?
−¡Eso me gustaría saber a mí! Si te vale con las treinta mil pesetas de este fin de semana, las tienes ahí. ¿Cómo te va todo?
−Sobreviviendo. Esperando a que el banco decida si cambio de trabajo.
−No te agobies, sabes que la mano de Dios lleva a los que confían en él.
−Sí, pero el banco no está entre los que confían en él −Moisés recogió el paquete cargado de monedas y ya se marchaba cuando le contestó el viejo sacerdote.
−Dios es más fuerte que un banco. Seguramente, si los salmistas hubieran conocido a los bancos modernos hubieran escrito algo así como “Más poderoso que los bancos es el Señor”.
−Pero para eso hace falta mucha fe −respondió Moisés mientras se alejaba.
En la estrecha carretera los coches se amontonaban. Sus conductores miraban repetidamente sus relojes, estiraban sus cuellos intentado otear la marcha de la caravana. Las ocho y cuarenta y tres. Arturo se movía nervioso frente al volante de su SEAT Ibiza azul. Llegaba tarde al trabajo. Un desgarrador chirrido le llegó por la espalda. Él se encogió esperando un golpe, pero sólo llegó el ruido del crujir de la chapa y cristales estallando. Echó un vistazo por el retrovisor mientras oyó un segundo golpe. Uno de los coches que veía por su espejo se zarandeo bruscamente. Bajó rápidamente del coche. Tres vehículos más atrás había sido el choque. El ocupante del último salía pálido como un muerto. El penúltimo lo ocupaba una chica que se mantenía quieta con la cabeza sobre el volante. Del siguiente, que había recibido el coletazo del impacto, apareció un hombre joven lanzando maldiciones. El causante del accidente casi no acertaba a hablar, pero intentaba desesperadamente entender el daño que había producido a la mujer, inmóvil, que permanecía agarrada al volante.
−¿E..está usted bien? Hay que llamar a una ambulancia. Lo siento…
La chica le hizo un gesto con la mano para que esperara, levantó la cabeza intentando contener los nervios, con el rostro contraído por el llanto que le anudaba la garganta.
Con Arturo se congregaron algunos curiosos.
−¿Alguien puede llamar al 112?
−Sí, yo tengo un móvil.
−¡Ese criminal se olvidó de frenar! ¿Es que no vio que estábamos parados?
−Es que no es normal estar parados en medio de una carretera.
−¿Qué no es normal? ¡Pues así estamos todos los días!
La chica rompió a llorar ruidosamente mientras se cubría el rostro. Varios coches se habían incorporado a la accidentada caravana y sus conductores se bajaban para ver lo ocurrido. Arturo se acercó a la joven que seguía llorando.
−¿Está herida, señorita? Será mejor que no se mueva hasta que vengan los servicios médicos. Por precaución, ya sabe. Quite la llave de contacto e intente relajarse.
Ella obedeció sus órdenes y eso le liberó de su confusión, se recostó en el asiento y miró hacia su interlocutor.
−Muchas gracias, ya estoy más tranquila.
Los otros conductores seguían sus comentarios en corros, contándose repetidamente lo mismo.
−Si hubieran construido la avenida, aquí habría dos o tres carriles y no este embudo.
−Venía como loco, ni frenó ni nada.
−Yo le vi venir y ya me dije, éste no para, no le da tiempo.
−Hace diez días, lo mismo, pero cinco coches porque llovía.
−Hasta que maten a alguien, entonces verás como corren para arreglar esto.
−¿Qué ha ocurrido con el tema de la avenida?− El almuerzo había llegado a los postres y la conversación había derivado a asuntos de la política local. Isidro intentaba ponerse al día de los vaivenes municipales.
−Nada −respondió Agustín−, nunca pasa nada. Ese es el problema. Esa avenida tenía que estar construida hace diez años, antes de urbanizar la zona, pero las rencillas entre el Ministerio, la Junta y el ayuntamiento han paralizado los tres o cuatro acuerdos que se han ido alcanzando, incumpliendo y olvidando, sistemáticamente, durante todos estos años. El alcalde tiene una reunión con el consejero el próximo martes, pero yo ya sé que será inútil. Tengo un amigo en la oposición que me contó que, entre amigos, el consejero había dicho que por encima de su cadáver, que nunca va a darle ese triunfo al alcalde porque es un inútil y un chulo.
−Poderosos argumentos.
−Esos son los argumentos habituales en la política municipal. También en la nacional, pero ésta es en la que ahora yo estoy más metido. En estos momentos hay más de mil familias viviendo en un barrio que depende de una vieja y saturada carretera convertida en calle. Todos los días se torturan con un atasco al salir y otro al llegar. Y por si fuera poco, el atasco se suele formar después de una curva a la que los forasteros llegan después de tres kilómetros de bajada, normalmente más rápido de lo permitido y se encuentran el pastel antes de poder frenar. El otro día le dije a un concejal de la oposición que la ciudad necesitaba una solución a ese problema, y ¿sabes lo que me contestó? –Isidro le miraba con los ojos muy abiertos– Que lo que necesita esta ciudad es un cambio en la alcaldía −Agustín calló un momento mientras miraba fijamente a su amigo arqueando las cejas. Tras unos segundos de silencio, prosiguió−. Eso es lo que te encuentras en política. El objetivo es destruir al otro, no construir un mundo mejor. Tú te quejas de tu empresa, pero al menos ellos lo hacen por dinero, estos lo hacen por el deseo de poder. Son unos muertos de hambre llenos de ambición. No sé qué será peor, si la avaricia o la ambición.
La sala de profesores del Instituto estaba casi vacía y los últimos profesores salían ya para sus clases. Arturo entró rápidamente, dejó el abrigo y alcanzó a Gema, la última profesora que abandonaba la sala.
−Arturo, llegas tarde y habíamos quedado para ver qué hacíamos en la semana cultural −le reprochó Gema sin apenas mirarle.
−Tienes razón, perdona, ha sido por un accidente en la carretera, ya sabes, donde siempre, un alcance. Uno que tenía más prisas que vista y se tragó a los que estábamos parados.
−¿Te dio a ti? ¿Te ha pasado algo? −volvió su mirada hacia él, olvidando su rencor, como si acabara de darse cuenta de su presencia.
−No, a mí nada, fue un par de coches más atrás, pero tuve que pararme a ayudar. Afortunadamente no pasó nada grave. Chapa, cristales y el susto. Se llevaron a una chica al hospital para mirarle la espalda, pero no parecía nada serio.
–Pero, ¿tú estás bien?
–Sí, yo estoy perfectamente.
−Menos mal. Ten cuidado. Esa carretera va a darnos un día un disgusto.
A media frase Gema ya se separaba de su amigo y subía rápido las escaleras con un par de libros gruesos apretados al pecho.
−Luego nos vemos… −alcanzó a responderle Arturo como despedida, mientras ambos buscaban sus respectivas clases, repletas de alumnos totalmente indiferentes a sus esfuerzos.