Читать книгу Las garantías jurídicas tras la expropiación forzosa - Miguel Ángel Ruiz López - Страница 4
PRÓLOGO
ОглавлениеQue la distancia entre la norma jurídica y la práctica administrativa cotidiana es del todo punto abismal e insalvable, en no pocos ámbitos, no constituye por desgracia novedad alguna. Se trata –claro está– de una anomalía inaceptable en el Estado de Derecho que la norma discurra por un plano bien distinto al de la realidad de las cosas; máxime por el perjuicio, en muchos casos irreversible, que sufren los ciudadanos en sus derechos y garantías constitucionales.
En no pocas ocasiones la omisión del legislador está detrás del escenario general de imprevisión, descoordinación, de incertidumbre generalizada, que afecta de manera paradigmática a sectores enteros del ordenamiento jurídico-administrativo, tales como la función pública o el instituto expropiatorio. Valgan como ejemplos del primero la falta de desarrollo del Estatuto Básico del Empleado Público tras casi 15 años, las frecuentes contradicciones entre la legislación obsoleta y las normas reglamentarias, la deficiente regulación del personal interino y un largo etcétera de imperfecciones que tratan de suplir los tribunales con mayor o menor éxito, anegados por una avalancha de pleitos. Pero habitualmente es la mano del legislador la que propicia un marco jurídico amparado en réditos pasajeros, coyunturales, de un alcance en todo caso limitado, que, en lo que atañe a la propiedad privada y sus límites, comporta un despojo de garantías más agravado tras cada nueva reforma. Parece competir el legislador consigo mismo tras cada nueva medida, tanto en sus formas (el recurso a leyes de presupuestos, a las enmiendas al articulado de otras leyes tangencialmente correlacionadas o el abuso del decreto-ley) como en su fondo (la voluntad vacilante que expresa introduciendo una medida y dejándola sin efecto, la improvisación y el descrédito subsiguiente).
Junto a la acción u omisión del legislador se ocasiona el distanciamiento entre la norma y la realidad como consecuencia de la alteración de los trámites o de los fines del procedimiento, que, a diferencia de las leyes y otras normas con rango de ley, que al menos dejan un rastro en su tramitación y se publican oficialmente, operan internamente en las relaciones con el administrado mediante actos de trámite confeccionados selectivamente por la Administración, según la información que juzgue relevante, que luego transforma en lenguaje burocrático, más o menos opaco, vacío o indescifrable, para cumplir con el expediente en su vertiente formal. Y es que el procedimiento y sus mentores, encargados de administrarlo, teóricamente guiados por un interés jurídico general y superior, en ocasiones llegan a conformar un estado de aparente ejercicio racional de potestades que son otorgadas por la Ley y que hábilmente se disponen y diluyen en la literatura plomiza, arcaica y plana que viste cualquier expediente y sus trámites de interludio.
Bastará para ilustrarlo con referirse a ambas instituciones cardinales de nuestro Derecho administrativo. Más brevemente a la función pública, en el sentido lato de la expresión, entendida como el ejercicio de funciones públicas confiado a las personas. Y detalladamente a la expropiación forzosa, a la cual se dedica la presente monografía. Y es que una lectura juiciosa del repertorio jurisprudencial revela deficiencias varias tanto en la gestión del personal en términos generales como en los procesos de selección de personal y, en lo que ahora interesa, en el alcance de las garantías clásicas anudadas al instituto expropiatorio y a los procedimientos seguidos en su seno.
Es de advertir no solo que las decisiones en materia de personal pueden amparar una solución y la contraria, sino que los principios constitucionales de igualdad, publicidad, mérito y capacidad han sido fagocitados por una discrecionalidad técnica, que, mal entendida y peor administrada en ciertos ámbitos, transmuta algunos procedimientos de selección en cauces incontestables de elección de candidatos anunciados. Las corruptelas al uso, en el seno de tales procedimientos, contaminan la pulcritud de aquellos principios cuya integridad están llamados teóricamente a garantizar. Naturalmente son mucho menos probables cuanto más se eleva el nivel de decisión de la Administración y los intereses que se le confían, en un contexto general de neutralidad y de ética pública inmarcesibles; pero manifiestamente más intensas cuanto más reducida es la institución responsable.
En su conjunto dibujan uno de los escenarios más deleznables del Derecho público español. No de modo necesario, en este caso al menos, porque la Ley sea defectuosa técnicamente o deliberadamente ambigua, sino porque el conjunto de reglas formales que comúnmente se denomina procedimiento administrativo se convierte en un puro resorte cínico, en un artificio teórico, que sin mucho escrúpulo sirve para legitimar –con motivación o sin ella, estereotipada o improvisada según resulte necesario aguzando el ingenio hasta límites sorprendentes– una decisión preconcebida para alumbrar un resultado ejecutivo prácticamente inapelable y viciado de raíz, bien por el clientelismo, el nepotismo, la endogamia, el compadraje, o, en definitiva, por un favoritismo abyecto, infame, que pervierte las instituciones, situándolas al servicio de intereses individuales, y que desprestigia la democracia hasta el punto de adquirir una presencia cotidiana, estabilizada en su propia normalidad, consentida y cómplice. Resulta paradójica la vuelta atrás a las prácticas de la noblesse de robe que, tras el arrumbamiento del Ancien Régime, se pensaban justamente extintas, si es que alguna vez lo estuvieron.
Tales prácticas en el seno de los procedimientos de selección, y aun en la provisión de puestos y cargos públicos, se inscriben en lo que podría denominarse el ejercicio aparente del Derecho: alcanzan el resultado pretendido, conveniente, se sirven de todos los medios y voluntades a su alcance, se legitiman mediante el cumplimiento de los trámites formales al uso, incluida la transparencia de galería, y, sin embargo, en su esencia pugnan con el espíritu y la finalidad de las normas jurídicas, que disciplinan unos fines que no admiten tacha de arbitrariedad alguna ni un uso instrumental de las técnicas jurídicas al servicio de intereses particulares o partidistas.
La reflexión es extrapolable a otros tantos ámbitos de la vida político-administrativa del Estado, cuyo examen excede cabalmente del propósito de estas líneas y se aplaza para mejor ocasión con la finalidad de dar cuenta, mucho más detallada y profunda, de las causas de este fenómeno, que afecta, indiscutiblemente, no solo a la propia eficacia de las normas y su subsistencia, sino a la propia evolución del Estado constitucional contemporáneo y de sus instituciones principales. Expresa, sin duda, otra paradoja: la consolidación aparente de las instituciones y su lenta y silenciosa erosión, cuando no su abierto cuestionamiento, en la realidad material.
Buena prueba de ello, centrando lo que será el objeto de este libro, es el deterioro que está experimentando el derecho a la propiedad privada en España. Lo ilustran el exacerbado sistema impositivo que pesa sobre el mismo, la grave inseguridad jurídica que padece el mercado del alquiler o la condescendencia del legislador con el fenómeno de la ocupación de viviendas. En particular, es destacable la debilidad de este derecho, en otro tiempo absoluto y sagrado, desde la perspectiva de las garantías de los expropiados una vez que sus bienes o derechos han sido justipreciados, pagados y ocupados administrativamente.
Tales garantías operan en tres órdenes principales: 1) económico o monetario, que se traduce en un montante denominado justiprecio (se trata de los intereses de demora y de la retasación, que pretenden que aquella cantidad permanezca actualizada a lo largo del tiempo); 2) el derecho de reversión expropiatoria y 3) las garantías jurisdiccionales. A estas dos últimas se dedica este libro.
La merma de garantías, por obra y gracia del propio legislador a través de sucesivas modificaciones, a cada cual más aciaga, también se explica, aunque en menor medida, por la burla o la aplicación torticera de las reglas del procedimiento expropiatorio, que, irónicamente, se recogen en una de las Leyes de más celebrada factura técnica del siglo XX, y que, por ello mismo, ha sobrevivido hasta nuestros días: la Ley de Expropiación Forzosa de 16 de diciembre de 1954 (en adelante, LEF).
A este respecto, dos han sido las modificaciones principales, ambas operadas a través de cuerpos legales distintos:
– La nueva regulación del derecho de reversión o retrocesión de los bienes expropiados, introducida por vía de enmienda del Senado en la Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación;
– Y la introducida a través de la Ley 17/2012, de 27 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 2013, que opera tres cambios ilustrativos: 1) aumenta en dos funcionarios más el número de vocales en los Jurados Provinciales, escorándolos definitivamente del lado del ámbito de influencia de la Administración y alterando con ello el equilibrio tradicional, en línea con los Jurados autonómicos; 2) el plazo para el ejercicio del derecho de retasación se alarga de 2 a 4 años, sin posibilidad de ejercerlo si consta abonado o consignado el justiprecio; y 3) sale al paso del criterio consolidado de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo por cuya virtud, en los casos de nulidad del expediente expropiatorio o de vía de hecho, siendo imposible la devolución, se exigía abonar al expropiado el valor del suelo al momento de producirse el daño más una indemnización equivalente al 25% del valor del suelo al declararse la nulidad del expediente.
En lo que respecta a la primera de esas modificaciones, se introducen supuestos de exclusión del ejercicio del derecho de reversión. Con un claro antecedente en el ámbito urbanístico, la reforma deja desactivado en la práctica el derecho de reversión en dos supuestos: la mutación del concreto destino público de los bienes y la consumación de la expropiación por el transcurso de diez años. Y es que la consecuencia inmediata de esta reforma sustancial es que el derecho de reversión se ha desnaturalizado, desconectándose de la dinámica de la causa de la expropiación, ya que tradicionalmente la concurrencia de una causa de utilidad pública o interés social, y la vinculación del objeto expropiado al fin expropiatorio que originó la expropiación, constituían la garantía esencial para el expropiado o sus causahabientes.
Siendo el derecho de reversión un derecho de configuración legal susceptible de ser incluso excluido, conforme a la discutible doctrina del Tribunal Constitucional, toma cuerpo con esta reforma la posibilidad de restringirlo, así que puede afirmarse que el legislador se ha visto legitimado en estos años no solo para reducir los supuestos y los plazos para su ejercicio hasta convertir la regla en excepción, sino para extirparlo en buena parte de las expropiaciones –urbanísticas o no–. En el momento presente resulta posible, pues, excepcionar el derecho de reversión desvinculando la expropiación de la causa concreta, esto es, eliminando pura y simplemente tal causa.
La persistencia en excluir el derecho de reversión o retrocesión en la legislación urbanística de los últimos años puede explicarse sobre la base de dos factores:
– En primer lugar, la Administración no quiere verse obligada a iniciar un segundo expediente expropiatorio para reafectar el bien o derecho expropiado a un nuevo fin de utilidad pública o interés social en aquellos casos en los que persista su interés en disponer de tal bien o derecho.
– En segundo lugar, el enorme interés en impedir el mantenimiento indefinido del derecho de reversión, de manera que si la afectación real y efectiva al fin legitimador se ha mantenido durante diez años (ocho en las expropiaciones urbanísticas), el derecho de reversión no procede.
Al estudio sistemático del régimen jurídico del derecho de reversión se dedica la primera parte de esta monografía, que está especialmente justificada por la inexistencia de estudios teóricos y de la práctica jurisprudencial sobre la materia desde hace lo menos quince o veinte años, publicados entonces al calor de la mencionada Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación.
Por otra parte, las razones de la crisis del instituto expropiatorio son múltiples, habiéndose agudizado tras la reforma introducida por la Ley 17/2012, puesto que a las ya debilitadas garantías del expropiado se añaden otros tantos lastres que merman la imparcialidad de los Jurados, abanderan un retroceso en relación con criterios jurisprudenciales consolidados y siembran de nuevos obstáculos la carrera de fondo del expropiado en defensa de sus derechos, que se juegan a una sola carta jurisdiccional las más de las veces, al haber desaparecido virtualmente el recurso de casación contencioso- administrativo en los pleitos sobre expropiación forzosa tras la reforma introducida en la Ley Jurisdiccional por la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio.
Muchas de las carencias y deficiencias son sobradamente conocidas y atañen a la erosión de los principios del procedimiento expropiatorio: el carácter implícito de la declaración de utilidad pública o interés social y del acuerdo de necesidad de ocupación; el abusivo recurso a la expropiación por la vía de urgencia en sectores muy distintos sin fundamento de ninguna clase, y la sensación, por no decir la certeza, de que el justo precio encarna en la actualidad una contradictio in terminis –se puede hablar de un auténtico oxímoron administrativo1– entre el precio de la expropiación y el calificativo de justo (iustum pretium)2 en aplicación de los criterios de valoración previstos legalmente, que legitiman que los bienes y derechos se tasen por una cantidad notoriamente insuficiente, que tan solo desde un planteamiento ingenuo y alejado de la realidad puede responder al célebre principio suum cuique tribuere, y que más bien parecen forzar al expropiado a comprender el sentido metafórico de la expresión justiprecio en un plano meramente desiderativo y por ello utópico o inalcanzable.
Se comprende que se haya escrito que «en ninguno de los países de nuestro entorno es tan fácil privar a un ciudadano de su propiedad como en el nuestro»3, ya que «en nuestro sistema, ese modelo garantista extremo, que inicialmente recibimos, parece definitivamente arrumbado», de suerte que «no queda, pues, otra defensa de la propiedad en nuestro Derecho que la común frente a cualquier actuación administrativa, o sea, la estrategia del contraataque ante la jurisdicción contencioso-administrativa para, desde la desposesión inevitable de los bienes, intentar elevar la cuantía de una indemnización fijada por la propia Administración. Ciertamente, muy poca cosa»4.
Como la última garantía del expropiado se contrae de manera irremisible al control jurisdiccional, la segunda parte del libro se centra, consiguientemente, en el análisis de los problemas procesales derivados de la impugnación jurisdiccional del justiprecio o acuerdo de determinación/valoración del precio de la expropiación.
La idea de conflicto en torno a la valoración del justiprecio como consecuencia de la expropiación es, indudablemente, la que suscita mayor interés entre los sujetos que en ella intervienen. La entidad beneficiaria procura que el precio a pagar sea el menor posible. Por su parte, los expropiados –que soportan el ejercicio de tan incisiva potestad– pueden pleitear durante años para que los Tribunales les reconozcan una indemnización justa. El expropiado presencia cómo ocupan sus bienes por la vía de urgencia, obligado a contratar un abogado y un perito para iniciar un combate de los de David contra Goliat con final incierto, convencido de que obtendrá una indemnización por sus bienes, sí, pero que dependerá de tantos factores que resulta imposible de predecir.
Pocos conceptos jurídicos alcanzan cotas de tanta complejidad como el precio de la expropiación forzosa. Una actividad ablatoria que sustrae imperativamente bienes y derechos de contenido patrimonial solo puede compadecerse con los principios que nutren el Derecho Administrativo en la medida en que exista, además de una compensación «justa» que permita restablecer la situación jurídica mermada, un cuadro suficiente de garantías jurisdiccionales para contrarrestar las veleidades de la Administración. Se comprende así que el centro de gravedad de la expropiación forzosa como institución jurídica sea la determinación del justiprecio, entendido como la garantía patrimonial primaria encaminada a compensar la privación del dominio por causas de utilidad pública o de interés social. Así lo exigen los arts. 33.3 CE y 124 LEF, que configuran la garantía sustancial del justiprecio en toda expropiación, apelando al sentido tan amplio del término que contiene la fórmula del art. 1 LEF. Ubi expropiatio, ibi indemnitas.
Obviamente, la cuestión más espinosa de todas es precisar el alcance de esa garantía patrimonial, siendo lo «justo», en teoría, que ninguna de las partes se enriquezca a costa de la otra o se convierta en una especie de prestamista forzoso. Habrá que fijar un justiprecio suficiente y proporcionado, razonablemente ponderado. El justiprecio como concepto jurídico indeterminado reclama que, en cada caso, se llegue al precio merecedor del calificativo de justo a través de alguno de los criterios previstos legal-mente, lo que determina la búsqueda del valor que alcanzaría en el mercado mediante un proceso reflexivo que exteriorice los parámetros empleados, permitiendo así comprobar, sin ninguna duda, que se ha determinado el justiprecio real y verdadero de los bienes o derechos a que se contrae. Téngase en cuenta que la fijación del justiprecio es reglada para la Administración, ya que trasciende a su comportamiento discrecional y accede a la facultad revisora de la jurisdicción. Y es que el peso de la contienda jurídica y el protagonismo de su desenlace ya no caen bajo la órbita de los Jurados de Expropiación en plural, sino de los Tribunales de justicia, que son los que pueden reparar la situación una vez deshecho, definitivamente, el equilibrio que, al menos en teoría, caracterizaba a los Jurados.
En verdad, el término justiprecio encarna una dialéctica conflictiva entre la justicia de la operación expropiatoria, que suscita un concepto indeterminado, contingente e históricamente variable de lo que en cada caso puntual se estime aequum et bonum, y la legalidad del precio, que ha de ajustarse a los complejos, heterogéneos y casuísticos criterios de valoración sancionados legalmente y modulados por la labor cadenciosa de los Tribunales. El expropiado puede combatir la expropiación misma y articular un conjunto de medidas para conseguir la nulidad del expediente expropiatorio, pero en la mayoría de los casos se acaba discutiendo sobre el precio. Pocos bienes son insustituibles o no susceptibles de una valoración económica adecuada que compense su privación singular, así que discutir el justiprecio de los bienes abre un amplio margen para el debate en el que el Jurado o los Tribunales contencioso-administrativos pueden corregir el justiprecio acordado, cuantificarlo con arreglo a normas de valoración distintas, incluir nuevas partidas indemnizatorias, etc.
Mientras que los esfuerzos de los sujetos de la expropiación se centran en hallar un justiprecio que satisfaga sus pretensiones, bien sea de mutuo acuerdo o mediante las hojas de aprecio que concreten la valoración del bien expropiado, los Jurados de Expropiación Forzosa (provinciales y autonómicos) se mueven dentro de las pretensiones económicas de las partes y dotan a sus acuerdos de una presunción legal de validez y acierto que únicamente puede ser desvirtuada en sede judicial mediante los pertinentes medios de prueba. El debate procesal subsiguiente no deja de ser entonces una mera continuación de las discrepancias escenificadas desde los primeros compases del procedimiento expropiatorio.
Debe reconocerse que el justiprecio pretende ser un acto administrativo impregnado de las características del órgano de naturaleza «arbitral» del que emana: imparcialidad y cualificación técnico-jurídica, pero lo que ocurre es que el justiprecio pocas veces se corresponde con el valor de mercado. El propósito de evitar el juicio no se logra si, como ocurre habitualmente, las diferencias entre la valoración de una parte y otra son tan abultadas, tan exageradas, que, en el caso más extremo –las valoraciones urbanísticas–, unos postulan la valoración de los terrenos como suelo urbano consolidado y otros defienden su valoración como suelo no urbanizable de especial protección. No deja de ser sorprendente para propios y extraños que puedan producirse diferencias de este calibre en relación con unos mismos bienes, por no hablar de la desigual valoración de los bienes según la Comunidad Autónoma en la que se sitúen.
Las convencionales y estereotipadas resoluciones de los Jurados se pliegan habitualmente a la valoración propuesta por la Administración expropiante. Interpuesto el recurso, los Tribunales Superiores de Justicia tienen la obligación de valorar las pruebas practicadas conforme a las reglas de la sana crítica, pero no es infrecuente que adopten la premisa de que los acuerdos de los Jurados Provinciales están revestidos de una especie de gruesa coraza protectora como consecuencia de la característica presunción iuris tantum de legalidad y acierto de que gozan sus acuerdos, según la doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo.
A esta situación se han venido a sumar los Jurados autonómicos, a los que la jurisprudencia emanada de la mayoría de las Salas autonómicas les ha venido asignando miméticamente la misma presunción de los Jurados estatales, sin reparar en que sus miembros proceden en su mayoría de la Administración expropiante, quebrantando así el tradicional equilibrio entre los intereses públicos y privados que los Jurados Provinciales, al menos en su origen, procuraban promover. Bien está que sus actos revistan una presunción de validez. El problema es que la atribución complementaria de certeza a sus resoluciones es difícil de doblegar y juega en favor del mantenimiento del precio fijado en vía administrativa, profundizando así en uno de los «agujeros negros» de nuestro Derecho Administrativo.
Pues ¿de qué otra manera puede calificarse un sistema que permite que la Administración sea juez y parte, expropiando primero y decidiendo sobre el justiprecio después? Y si todo el peso de la valoración se acaba confiando a la jurisdicción contencioso- administrativa, que en última instancia sustituye a la Administración en el papel de alcanzar una valoración justa, ¿de qué sirve entonces mantener los Jurados y el coste que su existencia lleva aparejado?
Un bien vale, ni más ni menos, lo que alguien esté dispuesto a pagar por él. Sin embargo, fijado el justiprecio en vía administrativa, probar en sede judicial que un bien tiene otro determinado valor se torna extremadamente complicado y costoso.
Los Tribunales contencioso-administrativos pueden hacer uso de la libertad estimativa prevista en el art. 43 LEF, pudiendo entonces quedar desvirtuada la presunción de acierto de los acuerdos del Jurado de Expropiación, que no deja de ser una regla estrictamente procesal para resolver iuris tantum en defecto de pruebas concluyentes. Y es que el justiprecio no solo está integrado por el valor del suelo y de las edificaciones: la realidad patrimonial sobre la que incide la actividad ablatoria de la Administración muestra una riqueza de matices que convierte la valoración del objeto expropiado en un numerus apertus de situaciones jurídicas singulares, de partidas indemnizatorias variables y no predeterminadas, que son objetivamente imputables a la operación expropiatoria.
Sin embargo, en muchas ocasiones las pruebas que obran en el expediente administrativo y en las actuaciones suelen ser insuficientes para alcanzar un resultado justo. Sin contar los supuestos, en absoluto infrecuentes, en los cuales los Tribunales dotan de una veste inexpugnable a los acuerdos del Jurado, sin apenas entrar a valorar el material probatorio, lo cierto es que las posibilidades de desmontar aquella presunción legal son cada vez más remotas; máxime al no estar garantizado el derecho a una doble instancia en un ámbito tan sensible como la expropiación forzosa. Como es sabido, ha desaparecido el límite cuantitativo del recurso de casación, pero pocos litigios han logrado superar el filtro del interés casacional objetivo desde que entrara en vigor la mencionada Ley Orgánica 7/2015, a lo que se une que en dicha sede casacional han de mantenerse las apreciaciones fácticas de las Salas de instancia. Es por ello que la aplicación de la libertad estimativa pocas veces permite deshacer el acuerdo del Jurado, puesto que la jurisprudencia viene declarando que es preciso acreditar la existencia de un error en la valoración realizada por el Jurado5.
No debe olvidarse, como elemento esperanzador, que la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos viene configurando el justiprecio como el valor económico en que se concreta el sacrificio patrimonial en el que consiste la expropiación, de suerte que debe existir un equilibro justo entre las exigencias de la comunidad y la salvaguardia de los derechos individuales. En el caso Scordino c. Italia de 29 de marzo de 2006 se sostiene que «sin el pago de una cantidad razonablemente ligada al valor, la privación de la propiedad constituye normalmente una interferencia desproporcionada que no puede considerarse justificada al amparo del art. 1 del Protocolo n° 1», y que «una adecuada compensación se debe corresponder con el valor de la propiedad». Quizá por ello sería jurídicamente conveniente y constitucionalmente legítimo que se reconozca a los sujetos afectados por la expropiación forzosa el derecho a una doble instancia.
Ni la Administración puede ejercer las potestades administrativas con un propósito alejado de la satisfacción del interés general, ni los expropiados pueden pretender especular con los bienes obstaculizando la actuación administrativa. Y lo cierto es que si los expropiados recibieran aquello que les corresponde en justicia, probablemente ni existirían pleitos –o al menos, la litigiosidad sería menor– ni ulteriores reversiones. Mas si la conflictividad en materia de expropiaciones es la que es, será porque los expropiados no han conseguido resarcirse de la reducción patrimonial y uno de los dos términos de la relación jurídica experimenta indudablemente un correlativo enriquecimiento6.
El justiprecio, como concepto jurídico indeterminado, reclama que se obtenga el precio merecedor del calificativo de justo mediante la búsqueda del valor que alcanzaría en el mercado mediante un proceso reflexivo que exteriorice los parámetros empleados y que permita así comprobar, sin ninguna duda, que se ha determinado el justiprecio real y verdadero de los bienes o derechos expropiados, aunque el peso de la contienda jurídica y el protagonismo de su desenlace ya no recaigan, desde luego, bajo la órbita de los Jurados de Expropiación, una vez deshecho ya su característico equilibrio, sino en la de los Tribunales contencioso-administrativos, a los que se confía la eliminación de los abusos generados por prácticas distorsionadoras o ilegales fruto de la especulación, de la desidia o de una deficiente comprensión de la cosa pública.
1. Al no haber perdido un ápice de vigencia, sino más bien reafirmarse con motivo de la reforma legal operada a través de la Ley 17/2012, de 27 de diciembre, se recogen seguidamente algunas de las consideraciones que tuve el honor de defender hace casi 10 años en el marco del VII Congreso de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo, Tarragona, 10 de febrero de 2012, en la comunicación titulada “El justo precio expropiatorio: un oxímoron en el Derecho Público español”, publicada en las Actas del VII Congreso de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo, dentro del libro colectivo titulado Estructuras administrativas y racionalización del gasto público. Problemas actuales de la expropiación forzosa. La reforma de los entes locales en Italia en el contexto de la crisis económica, INAP, Madrid, 2012.
2. A propósito de la raíz romana del justiprecio expropiatorio y de su evolución, vid. VILLAR PALASÍ, J. L.: «La traslación del “justum pretium” a la esfera de la expropiación forzosa», Revista de Administración Pública núm. 43 (1964), págs. 161 y ss., quien analiza la evolución del justum premium y la delimitación del precio legítimo en la que desemboca con el tiempo. Explica que el concepto de justum premium, nacido en la legislación romana y sometido más tarde a la legislación económica del Derecho medieval, va transformándose en una «pura técnica conceptual» con una eficacia negativa para evitar los abusos más graves y procurar un resarcimiento al particular despojado de sus bienes (ibídem, págs. 177 y 186).
3. Vid. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, T. R.: «Por una nueva Ley de Expropiación Forzosa y un nuevo sistema de determinación del justiprecio», Revista de Administración Pública núm. 166 (2005), pág. 7.
4. Vid. PARADA VÁZQUEZ, J. R.: «Evolución y crisis del instituto expropiatorio», Documentación Administrativa núm. 222 (1990), págs. 77-78.
5. STS de 14 de abril de 2011 (recurso de casación núm. 2970/2007 [RJ 2011, 4221]) y STS de 30 de enero de 2003 (recurso de casación núm. 8451/1998 [RJ 2003, 1035]).
6. Ténganse en cuenta para ilustrarlo las estadísticas siguientes: en los últimos cinco años contando a partir del 1 de enero de 2015,
– el Tribunal Supremo ha dictado 1.275 Sentencias en materia de expropiación forzosa; – los Tribunales Superiores de Justicia en su conjunto han fallado 14.616 asuntos expropiatorios;
– el Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha sentenciado 2.600 litigios expropiatorios; – el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ha resuelto mediante Sentencia 724 pleitos expropiatorios;
– y el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía ha dictado 1.297 sentencias poniendo fin a controversias expropiatorias.
Es decir, se han adoptado más de 4.621 fallos (de instancia en buena medida, pero también muchos en apelación) por los Tribunales Superiores de Justicia que más litigiosidad absorben, que en muchos casos ya no son susceptibles de casación ante el Tribunal Supremo a raíz de la implantación de su nueva casación a partir de 2016. La cifra global es más expresiva aún, pues se constata un total de 14.616 sentencias en las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia en materia expropiatoria. A ellas hay que agregar 1.275 sentencias del Tribunal Supremo.
Y a esta elevadísima litigiosidad ha de añadirse la larga duración de los procesos judiciales correspondientes. Piénsese que los litigios relativos a expropiación forzosa son los que tienen una duración media más elevada en los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo, que asciende a 13,7 meses, por delante de todos los demás, incluidos los referentes a medio ambiente (13,6 meses), urbanismo y ordenación del territorio (12,6 meses) y contratos administrativos (12,3 meses), siendo la media general de 8,3 meses según la Memoria del Consejo General del Poder Judicial de 2020, correspondiente al ejercicio 2019. En las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia la situación no es tan exacerbada, pero no es menos preocupante. Si los asuntos medioambientales tardan una media de 55,9 meses en tramitarse y resolverse, los sancionadores precisan 22,9 meses, los contractuales 21,2 meses y los expropiatorios 20,2 meses.