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PRESENTACIÓN
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VICENTE PALOMERA
En el discurso pronunciado al recibir el «Premio Internacional Cataluña 2005», otorgado por la Generalitat de Catalunya, Claude Lévi-Strauss dijo sentirse partícipe de la corriente de pensamiento que, en el siglo XX, recibió el nombre de «estructuralismo», pero que, en contra de lo que se cree normalmente, no es en absoluto un descubrimiento moderno. Lévi-Strauss recordó que en los siglos XIII y XIV esa corriente ya apareció, al menos en sus líneas principales, con el gran pensador catalán Ramon Llull: «La percepción ingenua capta el mundo como un caos y para superar este caos, los predecesores de Llull ordenaban los aspectos de la realidad en grados, es decir, en función de su mayor o menor parecido o semejanza. En cambio, Llull partió de la diferencia, oponiendo los términos extremos y haciendo surgir mediaciones entre ellos. Ideó así un sistema lógico muy original que permitía, por medio de operaciones recurrentes, inventariar todas las relaciones posibles entre los conceptos y los seres e introdujo la noción de relación en la base del mecanismo del pensamiento. De esta combinatoria que inventó Llull, sacarían lecciones, a lo largo de los siglos, Nicolás de Cusa, Leibniz y, más tarde, la lingüística y la antropología estructural».
Este comentario de Lévi-Strauss es clarificador y nos sirve para recordar que no era la diferencia, sino la semejanza, la que desempeñó un papel protagonista en el saber de la cultura occidental. En gran parte, fue ella la que guiaba la exégesis e interpretación de los textos, la que organizaba el juego de los símbolos, permitía el conocimiento de las cosas visibles e invisibles y dirigía el arte de interpretarlas.
Lo desarrolló Michel Foucault en Las palabras y las cosas, al decir que en «la prosa del mundo» lo similar, lo semejante, predominaban en el acceso al mundo sensible, mundo que solo puede estar marcado, puesto que no hay semejanza sin signatura. Böhme lo llamó Signatura Rerum; Paracelso, Natura Rerum: «No es la voluntad de Dios que permanezca oculto lo que Él ha creado para beneficio del hombre [...] Y aun si hubiera ocultado ciertas cosas, nada ha dejado sin signos exteriores y visibles por marcas especiales —del mismo modo que un hombre que ha enterrado un tesoro señala el lugar a fin de poder volver a encontrarlo».
Llull muestra cómo para él, a partir de un momento, Dios dejó de estar oculto y esos «signos exteriores y visibles» desaparecían, sin tener más remedio que reconstruirlos con la ayuda de los recursos del lenguaje.
El mundo que vivió Llull es un mundo cubierto de blasones, de cifras, de palabras oscuras, un mundo donde el espacio de las semejanzas inmediatas se convertía en un gran libro abierto, plagado de grafismos y, en esa época, lo que correspondía hacer era descifrar esas figuras extrañas que se entrecruzaban a lo largo de la página de dicho libro.
Así pues, el mundo de Llull era como un gran espejo en cuyo fondo se miraban las cosas y se enviaban, una a otra, sus imágenes. Pero, como ya hemos dicho, a partir de un momento determinado, ese mundo dejaría de ser para Llull un espejo tranquilo. Bajo el reflejo silencioso de la naturaleza, Llull se encontró en el abismo abierto por la llaga del Cristo crucificado, sufrió un vuelco transcendental ante una serie de visiones de ese Cristo crucificado. Fue en esos momentos de perplejidad y de paradójica certeza cuando sintió la llamada.
Llull no tiene un ideal, tiene una misión, lo que es muy distinto. Tiene que ser el Cristo e intervenir en el mundo, llevando a todos los infieles la noticia de la verdad de la Buena Nueva, la verdad de un nuevo modo de gozar. Llull no será sólo doctor —para tomar un término de la Iglesia—, sino también mártir, al tener que dar testimonio. Se tratará de un testimonio abierto. Llull es un testigo, es decir, está en una posición de tener que restaurar el sentido de aquello de lo que da fe y de compartirlo en el discurso de los otros.
Doctor y mártir, encargado de mostrar los errores de los racionalistas, como Averroes, mostrando la verdad según la entendían los cristianos de una manera tan clara y meridiana que incluso los musulmanes más fanáticos consiguieran apreciarla sin posibilidad de error. Así pues, en su misión, Llull se dedicó a diseñar y construir una máquina lógica. De naturaleza mecánica, en ella, las teorías, los sujetos y los predicados teológicos estaban organizados en figuras geométricas de las consideradas «perfectas» (por ejemplo círculos, cuadrados y triángulos) y con ruedas giratorias con las letras que escriben las propiedades de Dios y de los seres de la naturaleza, cuya combinatoria componía toda clase de ecuaciones para encontrar y probar la verdad de todas las cosas. Bautizó a su instrumento con el nombre de Ars Generalis Ultima. El ingenio fue tan importante para él que dedicó la mayor parte de su ingente obra a describirlo y explicarlo. La realidad teórica subyacente en aquel artefacto era una fusión o identificación de la teología con la filosofía, orientada a explicar las verdades de ambas ciencias como si fueran una. En Llull se produce un empuje al Uno, empuje a hacer Uno del Otro.
Si, como lo señala Lévi-Strauss, Llull puede ser calificado de estructuralista, estructuralista avant la lettre, es debido a que logró encontrar en el binarismo de las diferencias y las oposiciones propias de la estructura del lenguaje, un modo de defensa frente a aquello que se presentaba como un exceso de goce.
Llull trató de subsumir esa tyché, ese encuentro con el objeto alucinado, en el automatón de esa máquina lógica. Gracias a ella, ésa fue su misión, tenía que llegar a un monismo que redujera a Una las diferentes creencias monoteístas. Los temas, las cuestiones abordadas por Llull, eran problemas del inconsciente enmascarados. Digamos que, para poder saber, Llull necesitaba tener acceso a ese saber que nadie sabe saber (definición que Lacan da del inconsciente) y eso le tocó en su locura.
Miquel Bassols muestra en su tesis la virulencia del logos sobre Llull y los efectos parasitarios del lenguaje sobre el ser viviente. Este libro está dedicado a la incidencia de la letra en el sujeto del inconsciente y al tratamiento que Llull realizó de la separación entre inconsciente y letra. Nadie mejor capacitado que Miquel Bassols para entablar el diálogo entre el campo freudiano y la cultura catalana y mostrar la singularidad de la interpretación de Llull, en su vida y en sus escritos. Tomando firme apoyo en la enseñanza de Jacques Lacan y en la orientación que le ha dado Jacques-Alain Miller a su lectura, Miquel Bassols consigue interesarnos por la figura enorme de Ramon Llull, verdadero creador del catalán literario, una lengua a la que Llull incorporó neologismos con incuestionable elegancia, y la hizo apta, además, para discurrir sobre cualquier campo del conocimiento de su tiempo.