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ОглавлениеI. 1. INTERPRETACIONES DE LLULL
En el agitado pasaje que va del siglo XIII al XIV, encontramos la sorprendente figura de este mallorquín errante que sedujo e influyó a buen número de lectores —Nicolás de Cusa, Giordano Bruno y sobre todo al joven Leibniz—, que aburrió a otros tantos —Descartes, Hegel, o incluso un Littré—, y que ha sido recuperado en la actualidad con un interés creciente por lingüistas, lógicos o filósofos.
Éstos son algunos retratos del Beato que nos han llegado de las plumas más ilustres.
Giordano Bruno, que había escrito un número considerable de textos sobre Llull, habla de su «gran talento... de un genio y de una mente heroica... los filósofos más eminentes deberán seguir e imitar la divinidad de su inteligencia».1 Quien escribe es un lulista convencido.
En el bando opuesto, Rabelais hace escribir a Gargantúa una carta a su hijo Pantagruel donde podemos leer: «En astronomía aprende todas las reglas, pero deja de lado la astrología y el arte de Llull como otras tantas supercherías y vanidades»2 (comme abuz et vanitez). Y, sin embargo, siempre podremos encontrar parecidos entre el Beato Ramon Llull y el infatigable inventor de palabras que fue Rabelais.
Francis Bacon tampoco hace una buena publicidad del Beato y de su Ars: «Un método de impostura... cuyo objeto es diseminar aquí y allá algunas gotas de ciencia, de una manera tal que un pedante cualquiera pueda hacer así ostentación de sabiduría. Tal fue el Ars de Lullius».3 Es verdad que el método experimental nunca podrá soportar la profusa construcción de lenguaje del método de Llull, una construcción que siempre parecerá insensata a su análisis objetivante.
Y Descartes, veamos qué dice de él: «Por lo que respecta a la lógica, me he guardado de que sus silogismos y la mayor parte de sus otras instrucciones sirvan más para explicar a otros las cosas que uno sabe o incluso, como elArsde Llull, para hablar sin juicio de las que ignora, que para enseñarlas».4 De hecho, Descartes mismo había comunicado a su amigo Beeckman5 que su nuevo sistema universal de conocimiento, fundado en la geometría analítica, sustituiría precisamente esa Ars de Llull tan maltratada en el Discurso del Método.
Leibniz, a sus veinte años, había considerado el Ars luliano como el principio y fundamento de su propio proyecto universalista. Es bajo su influencia que escribió su primera obra, la Dissertatio de arte combinatoria, donde reconoce a Llull como el precursor y el primero en haber propuesto su método combinatorio. Siguiendo la misma inspiración, propondrá su mathesis universalis y su famoso: «¡calculemos!». Sin embargo, dirá más tarde que el Arssólo era una «simple sombra de la verdadera combinatoria».6 ¿Llull la sombra de Leibniz?
Hegel, en sus Lecciones de historia de la filosofía, califica a Llull de «excéntrico —uno de esos hombres de naturaleza atolondrada, que meten las narices por todas partes».7 Y no parece una exageración.
Por otra parte, Littré no encontrará en el Ars luliano y sus combinatorias otra cosa que un sistema vacío y absurdo: «¡Pero a qué no llegarán la incoherencia y el vacío de esas combinaciones, cuando (...) sirven de aplicación mística para nociones de filosofía o de teología!».8 Este sistema, tan difícil de aprender como pesado de manejar, será siempre una verdadera pesadilla para el gusto por la claridad y la simplicidad en el razonamiento. Y, sin embargo, será precursor en muchos sentidos. ¿Dónde pudo encontrar su origen?
El filósofo catalán Joaquim Xirau podrá decir: «Una idea semejante sólo podía florecer en España».9 En efecto, es en el cruce de las tres grandes culturas —la cristiana, la judía y la islámica—, donde podía nacer un sistema tal a inicios del siglo XIV. Los defensores modernos del ecumenismo religioso y del diálogo entre culturas han encontrado en Llull un buen precursor de su impulso unificador. Llull será un partidario decidido hasta el final de sus días de la unificación de las tres grandes religiones monoteístas bajo la égida del Uno de su Amado. Este impulso dirigido a lo Uno tendrá sus razones de estructura desplegadas en los avatares de su experiencia subjetiva.
Borges, en su «Indagación de la palabra», pone en serie a Llull y a Spinoza como «dos intentonas —ambas condenadas a muerte— que fueron hechas para salvarnos. Una fue la desesperada de Lulio, que buscó refugio paradójico en el mismo corazón de la contingencia; otra, la de Spinoza. Lulio —dicen que a instigación de Jesús— intentó la sedicente máquina de pensar, que era una suerte de bolillero glorificado, aunque de mecanismo distinto».10 Contingencia del lenguaje y sedición del pensamiento automático, son dos rasgos que debemos retener de esta síntesis borgiana de la figura del Beato.
El interés que ha podido concederle Umberto Eco llega, sin embargo, a concluir que «la empresa desesperada de Llull fracasa (y la leyenda de su martirio sanciona este fracaso) a causa de su etnocentrismo inconsciente».11 Por nuestra parte, intentaremos demostrar que esta empresa, aunque desesperada, estaba animada más bien por un «otrocentrismo», por decir así, radical. Llull estará siempre habitado por una exterioridad irreductible en el corazón de su obra y de su acción. Su relación con la lengua y con el Otro islámicos es tan exterior a su contexto como interior e íntima a su propia subjetividad. Esta «extimidad» —para retomar el término de Lacan subrayado y comentado por Jacques-Alain Miller—,12 es la verdadera condición del inconsciente del que el sujeto Llull se convertirá en mártir. Y ello en una voluntad inquebrantable de reducir esta alteridad, la del inconsciente y la del islam, a los principios unificadores de su razón. En resumen, se trata para el sujeto Llull de reducir al Otro a lo Uno del significante Amado. Es lo que hemos llamado «el impulso hacia lo Uno», para traducir la expresión lacaniana de «pousse-à-l’Un».
Es verdad que la potencia de esta relación con la «extimidad» dejará al sujeto Llull como si hubiera permanecido en su vida fuera del contexto escolástico de la época. Y su obra será un testimonio sorprendente de esta «extimidad». Uno de los eruditos más reconocidos de la obra de Llull, Anthony Bonner, ha podido sintetizarla con estas cuatro palabras: «anhistórica, abstracta, descontextualizada y autoreferrencial». A la vez, se puede reconstruir a partir de ella, con una precisión inesperada en la mayor parte de autores de su época, la vida de su sociedad contemporánea. Pero aun así, seguirá siendo una «sociedad sin textos y prácticamente sin tradiciones».13 Hasta tal punto resulta su obra fuera de contexto epistémico y social, un rasgo correlativo a la falta de vínculo social de la que hará prueba su autor en el campo del saber.
Y, por otra parte, Llull no deja de llamar hoy la atención a los filósofos, a los lingüistas, a los informáticos... Una rápida búsqueda en Internet nos ofrece como resultado una lista larga y heterogénea, tejida alrededor de la obra y de la figura del Beato. Se construyen Webs sobre su obra, lo encontramos como precursor de la semiótica, de los lenguajes formales, del pensamiento ecuménico moderno. Se transcribe su Ars Magna en un programa informático que nos ofrece un bello ejemplo de su potencial lógico y combinatorio. Se organizan congresos, jornadas de estudio, reuniones diversas alrededor de la figura y del pensamiento de este «hiperracionalista», según expresión de Ernst Bloch. Los estudios lulianos tienen una larga tradición, y no sólo en las tierras y en la lengua donde tuvieron su origen.14
Con una obra que cuenta con alrededor de 250 títulos, Llull ha conseguido interesar a los universitarios. De hecho, fue en primer lugar en la Universidad de París de su época donde intentó dar a conocer su Ars. Bien podríamos decir hoy de Llull lo que Lacan constataba de los estudios sobre Joyce: «En lo póstumo, es el universitario quien domina. Es casi exclusivamente el universitario quien se ocupa de Joyce».15
I.1.1. LLULL A LA LETRA
¿Pero quién es este Ramon Llull que merece ahora la atención del psicoanálisis? No es una pregunta evidente, y no sólo por las características de un hombre que ha sido considerado fuera de serie en el marco del pensamiento medieval, enigmático en relación con su tiempo, a veces hermético e insensato, alguien en todo caso que no dudó en presentarse a sí mismo como un phantasticus,16 como un loco. ¿Veremos ahora al psicoanalista lanzarse sobre su obra —en la que siempre se supone el reflejo, si no el espejo mismo, del hombre—, para interpretarla sin esperar la respuesta del sujeto?
Digámoslo de entrada: no queremos proponer aquí una «interpretación» del texto de Llull. De hecho, siempre resultará problemático interpretar «desde el exterior» un texto hecho de tal manera que sólo admite una lectura, por decirlo así, «desde el interior». No se trata de poner en tela de juicio las interpretaciones que se proponen hoy del texto de Llull, sino de señalar que es en la subjetividad radical de este texto donde cada una encuentra su límite.
En esta perspectiva, el texto de Llull resulta ininterpretable, en el sentido preciso que la interpretación obtiene en el psicoanálisis orientado por la enseñanza de Jacques Lacan. Este sentido ha sido aclarado por la lectura que hizo Jacques-Alain Miller con su proposición de «El inconsciente intérprete».17 Es el inconsciente del sujeto, y no el analista, quien es la interpretación. Por consiguiente, el inconsciente del sujeto Llull —el inconsciente y no su biografía—, sería la mejor interpretación de la obra. Pero ¿dónde está el inconsciente como interpretación de Llull? ¿Es un inconsciente a cielo abierto? ¿O bien hay que construirlo en un desciframiento de su obra? Tenemos, en todo caso, un verdadero punto de partida: son las interpretaciones de Llull, las que Llull mismo nos ofrece de su saber textual. Las encontramos por doquier, casi en cada página, también cuando trata las cosas más cotidianas o las más inverosímiles, allí donde recibe las respuestas más enigmáticas de estas cosas mismas. Llull es un meravellat, un «maravillado»18 por los mensajes que recibe de una realidad que se revela hecha de lenguaje, de letras y de símbolos. Y no deja de interpretar, no puede hacer otra cosa que interpretar para responder a la fuerza enigmática de lo que lee. En esta vertiente, encontramos un inconsciente intérprete a cielo abierto. Llull se convertirá así en un trabajador decidido de su inconsciente, hasta hacerse su mártir. Es de allí de donde extrae la fuerza increíble, inverosímil, para sostenerse en una realidad donde encuentra las mayores alegrías pero también el sufrimiento más insoportable. Lo veremos en la parte consagrada a estudiar los momentos fecundos de una vida que se iguala a la obra. «Desea y vivirás», escribe así en un impulso maníaco de sus Proverbios,19 lo que quiere decir también en su sistema: interpreta y vivirás.
En este punto, más que nunca la vida se identifica con la obra. Si bien hemos distribuido nuestra exposición siguiendo la división entre una y otra, sólo es para mostrar la identidad de estructura que gobierna a ambas, una estructura que está formada ella misma por el signo y por su interpretación a cargo del sujeto. El psicoanalista debe precisamente dejarse enseñar por la interpretación del sujeto del inconsciente y no querer rellenarla con un saber supuesto exterior. Debe formarse en esta interpretación tal como Freud la había descubierto en la formación del inconsciente del sujeto neurótico, pero también en las producciones del sujeto psicótico y en sus producciones escritas. Fue el caso de la lectura que Freud hizo de las Memorias del presidente Schreber,20 donde descubre las interpretaciones del sujeto psicótico que hacen legible la estructura del inconsciente en sus mecanismos fundamentales. Son interpretaciones, por otra parte, que Freud encontrará muy próximas en algunos puntos a las que él mismo había construido, por ejemplo, con el concepto de libido.
Si los escritos del sujeto psicótico no piden una interpretación es porque, con mucha frecuencia, son ya interpretaciones que no se dirigen al Otro para obtener una nueva significación, sino para encontrar un destinatario que las lea al pie de la letra, en el sentido más literal de la palabra.21 Es lo que intentamos aquí al proponer un «Llull a la letra».
I.1.2. RAMÓN AMADO («RAMON AMAT»)
Al igual que Joyce, quien se bastaba con su síntoma,22 Llull se bastaba con su Dios para sostener su trabajo de escritura, incluso en los momentos más críticos de su vida, cuando experimenta ya sea su abandono o sus asedios. Es en el seno de esta relación tormentosa con el Otro donde inventará un uso sorprendente de la letra que la reduce a su función más material, a un casi-matema. Es allí donde desplegará las paradojas, tan fecundas para el pensamiento como tautológicas para la demostración, que se multiplican en sus textos. Cuando se encontrará animado por una certeza a riesgo del sin sentido, defenderá con una aguda ironía su posición insostenible ante el sarraceno infiel. En esta vertiente, Llull cultiva la ironía y no el humor, las «razones necesarias» de su Ars y no el gusto literario. En su apasionada búsqueda de la verdad, va de la duda a la increencia para extraer finalmente un pedazo de certeza. Y cuando expone sus razones, a veces de manera tan expeditiva, para convencer a su oponente es porque intenta también comprender la certeza que lo anima a él mismo.
Por otra parte, hay que recordar que Llull es de hecho un laico que intenta convencer al cristiano, al islámico, al judío, de una «creencia» fundada en la razón del lenguaje, una creencia que debería unificar las tres religiones en un solo sistema de pensamiento.23 Es la certeza que quiere transmitir y que encuentra fundada en la Revelación. Y si esta relación del sujeto a la Revelación guarda hoy su valor para nosotros es, en primer lugar, porque nos hace presente un rasgo de estructura que se reproduce aquí y allá con una precisión notable: es la certeza que surge cuando el sujeto intenta comprender el sentido enigmático de su propia relación con su Otro más íntimo al que designa con el nombre del Amado (Amat). Este pensamiento siempre paradójico, testimonio de un real irreductible del lenguaje, esta perseverancia en las respuestas del sujeto, es lo que ha llamado nuestra atención. ¿De dónde le viene al sujeto Llull esa certeza? ¿En qué saber textual —es decir, inconsciente— se sostiene?
Recorriendo la amplia literatura luliana hemos encontrado un dato de archivo del mayor interés para nuestra hipótesis. Se cita muchas veces sin sacar de él más consecuencias que las de una simple información genealógica. Resulta que el verdadero nombre patronímico de Ramon no es el que fue adoptado por su padre como apodo y que conservará desde entonces como el apellido de familia, el nombre de Llull. El verdadero apellido de Ramon es el que llegó a designar para él el nombre de los nombres de su Dios: Amat, es decir, Amado.24 Así pues: Ramon Amat, Ramón Amado.
No hemos podido encontrar una sola palabra en los numerosos comentarios de su vida y de su obra sobre esta homonimia sorprendente en la que nos hemos detenido. De hecho, todo el sistema del Ars luliano gira alrededor de la A mayúscula25 de este Amado que viene a ser el verdadero y único interlocutor de su diálogo. Todas las significaciones de su mundo remiten finalmente a la huella dejada por la A de este Amado que viene así al lugar de un punto de basta que falta en las significaciones huidizas de su realidad. Resulta imposible entonces no detenerse un momento en este uso de la letra y del nombre que atraviesa los siglos en silencio. Resulta imposible no intentar leer, a la letra, este jeroglífico del ser escrito en la piedra casi enterrada bajo la arena del desierto de las significaciones. Retomaremos más adelante la lectura de este dato fundamental.
¿Quién es, entonces, el Llull que proponemos leer? Ramon Llull es para nosotros la materialidad de un texto, de la letra como soporte del discurso, una letra que impone determinadas condiciones que siguen la lógica del inconsciente. Se han supuesto muchos sujetos a este texto, sujetos que la tradición luliana nos ha transmitido bajo figuras diversas: el Llull místico, el Llull filósofo, el Llull lingüista, el Llull ecuménico, el Llull fundador de la lengua literaria catalana... Tomando el texto a la letra se convierte para nosotros en un sujeto-supuesto-saber sobre lo real de la lengua, ese real que, al decir de Lacan, sale a la luz del día en la estructura del lenguaje. Es un saber textual, es decir, articulado como una cadena significante según las leyes del inconsciente, y nos enseña la lógica de la relación del sujeto con su Otro inconsciente, una relación marcada en Llull por la Revelación divina del Ars que funda su sistema y sus significaciones.
En esta relación con el Otro, así como en la obra misma, la cuestión misma del lenguaje ocupa un lugar absolutamente central. No hay una sola página en esta obra inmensa que no plantee una pregunta sobre la significación, sobre la interpretación, sobre el valor de los signos del amor, sobre la función de la palabra o sobre la instancia de la letra. El uso del Ars, de sus letras y de sus combinatorias, de sus imágenes en la exposición y la argumentación con las «razones necesarias», impone un mismo estilo al conjunto de la obra luliana. Un texto, por ejemplo, como el Libro de los principios de medicina26 se convierte entonces en una suerte de tratado de retórica y de combinatoria, donde la metáfora es un objeto tratado en serie con las fiebres, los orines u otras secreciones del cuerpo. Pero esta corporeidad del lenguaje sólo será posible porque el lenguaje mismo vendrá a ser para Llull un sexto sentido, ese Affatus del que propondremos también una lectura atenta.
Se plantean sin embargo varios problemas para el lector actual de Llull. El más invocado es la distancia que nos separa del sujeto mismo de la Edad Media, un sujeto cuya realidad simbólica se nos escapa ya de una manera inevitable. Un hecho que puede parecer, pues, «normal» en esta realidad podría parecernos ahora marcado por una significación especial que debería ser interpretada, interpretación que sería entonces más bien una construcción.27 El historiador y el filólogo seguirán haciendo un trabajo que, de una manera cada vez más precisa, podrá liberarnos nuevas significaciones de los textos lulianos. Pero el problema de la distancia para el lector actual sigue siendo, sin embargo, irreductible a ese trabajo, y tanto más irreductible cuando se trata de Llull. Evoquemos, por ejemplo, el valor que debe darse al uso que hace de la metáfora, de la imagen, o de la apariencia (semblança). Un Mark D. Johnston (1978) realizó un notable trabajo a propósito de este tema para aislar y extraer este punto irreductible, el uso propiamente luliano de estos términos. Podremos detenernos también en el valor y el estatuto que debe darse al uso y a la concepción de la letra en Llull, en una época —conviene siempre recordarlo— anterior a la invención de la imprenta.28 Supone una objetivación del ser de la letra totalmente particular e inexplicable sólo por el contexto de la época. La función de la metáfora va también mucho más allá del uso que se hacía de ella en aquella época o incluso en la actualidad. Lo que Llull llama «metáfora» no es una metáfora en el sentido retórico del término, tiene un valor muy real, y designa el hecho mismo de la significación en el lenguaje.29 La metáfora luliana es la significación misma en un mundo donde un elemento cualquiera podrá siempre estar en el lugar de otro elemento cualquiera. De la misma forma, lo que Llull designa como «letra» no es la letra en el sentido de la lingüística o de la lógica actuales. No es una función simbólica de representación de un sonido o de un objeto de la realidad, sino que tiene un valor material. La letra será tratada como una cosa del mundo natural, más concretamente como la presencia de las «dignidades» o propiedades de Dios en el mundo. Ninguna referencia a los saberes de su época podría elucidar este valor material de la letra en el que toma su verdadero sentido.
Vemos ya que este problema de «lectura» nos conduce de hecho al problema del estatuto que debemos dar en la lectura de Llull al término de «representación». Si partimos de una concepción del lenguaje como una «representación de la realidad», leeremos la obra de Llull como un modelo pseudocientífico, más o menos influido por los diversos saberes de su época, un modelo más o menos preciso también de una realidad ya existente. Pero si partimos de una concepción del lenguaje como la estructura simbólica que constituye la realidad del sujeto —es la hipótesis de Jacques Lacan como punto de partida de su enseñanza y de su axioma: «El inconsciente está estructurado como un lenguaje»—, entonces la lectura de Llull será muy distinta. Cada reflexión del Beato sobre tal o cual punto de la relación del sujeto con la palabra y con sus significaciones, sobre los signos o metáforas del amor en los que el Amado se da a conocer, pero también cada construcción literal en su sistema del Ars, aparece entonces como un elemento estructural de una lógica que va mucho más allá de un modelo teórico. Se trata de un saber que no se reduce a su valor referencial —un saber sobre un objeto exterior a él—, sino que se articula como un saber textual, vinculado al deseo del sujeto que lo sostiene. El inconsciente estructurado como un lenguaje no es una representación de la realidad, sino, precisamente, un saber que estructura esta realidad sin que el sujeto lo sepa.
Y resulta que la concepción luliana incluye al lenguaje en el mundo no como una representación suya, sino como su parte más esencial, la que hace de la realidad una realidad que habla y se da a leer, a interpretar de una manera ya estructurada. Así, el uso luliano de la «letra» se muestra más cercano al que Lacan introdujo en su texto sobre «La instancia de la letra en el inconsciente...»30 que a su uso habitual. Podemos constatar entonces que la búsqueda de Llull aborda un real de la estructura del lenguaje que habitualmente queda opaco a la experiencia que el sujeto hace de ella. Su experiencia del amor divino, su concepción de la palabra y su uso de la letra rodean un mismo real, un real que retorna de maneras diversas como imposible de representar. El intento de Llull es, en efecto, como indicaba Borges, desesperado. Pero es precisamente por no haber retrocedido en la desesperanza ante este real imposible de representar por lo que la obra de Llull encuentra su lógica y su certeza. Si por una parte encontramos una inercia melancólica que podía hacer fracasar su obra en el aniquilamiento del ser, por otra encontramos una certeza inquebrantable del sujeto ante este real imposible de representar. En esta perspectiva, hay una ética del sujeto Llull que no puede reducirse a un rasgo de carácter, sino que muestra una elección del ser llevada hasta sus últimas consecuencias. Y Llull, en efecto, no retrocederá frente a las consecuencias de sus axiomas y certezas, por extemporáneas que parezcan.
I.1.3. EL DIOS DE LLULL Y SU SUJETO
Así, el psicoanalista, si sigue la indicación de Jacques Lacan que hemos puesto como epígrafe de este capítulo, encontrará en la lectura de Llull «la ocasión de renovar su sorpresa». Es verdad que el valor religioso de su Revelación ha llegado a ser hoy indiferente para la mayor parte de los lectores. Unos la entienden como un hecho colateral o sin significación para la lectura de su texto, otros la conciben como el origen evidente e incuestionable de su obra, sin plantearse en todo caso la pregunta sobre la verdad subjetiva de tal experiencia. No descuidar «su efecto en la estructura»31 será para nosotros devolverle su lugar como saber textual en el inconsciente.
En esta orientación, la Revelación luliana —su conversión y la famosa Iluminación de Randa— sólo obtiene su lógica en la relación del sujeto con la estructura de lenguaje del inconsciente. El Dios de Llull, lo veremos, es un efecto de lenguaje, inconsciente como lo es para cada uno.32 La observación de Lacan: «Dios, por su parte, no está en el lenguaje, pero comporta el conjunto de los efectos de lenguaje, incluidos los efectos psicoanalíticos, lo que no es poco decir»,33 lleva la cuestión hasta el límite. El Amado es el lugar en el que el sujeto Llull se planteará la cuestión de la relación y la no relación entre los sexos, la cuestión sobre la alteridad más radical del goce tomado como goce del Uno.
Encontraremos por este sesgo la misma verdad que Llull declara haber recibido en su Revelación, siguiendo una lógica ordenada bajo estos tres términos de nuestro título que también forman el nudo del sujeto en la experiencia psicoanalítica: el amor, la palabra y la letra. En los términos neológicos, tanto en su forma como en su uso, inventados por Llull: la Amancia, el Affatus, el Ars. Estos tres términos obtienen su consistencia en el texto luliano con la A mayúscula del Amado, inscrita en el centro de su sistema.
I.2. EL ESTATUTO DEL SUJETO EN LA PSICOSIS
El diagnóstico de psicosis en el «caso Llull» ha sido ya planteado en diversas ocasiones. Se ha estudiado así la fenomenología de las crisis maniacodepresivas que marcaron su vida, así como los episodios alucinatorios de los que da testimonio en sus textos.34 Llull mismo no duda en presentarse con este cortejo de fenómenos como inherentes a su ser de sujeto. Suele presentarse orgulloso de ello porque son fenómenos también inherentes a su descubrimiento y a la construcción de su obra. Queda por extraer, sin embargo, la lógica interna de estas crisis tal como aparecen en los textos que nos han llegado del Beato. Para ello, conviene leer estos textos sin querer comprender demasiado pronto, conviene tomarlos en muchos pasajes como un intento de restitución imaginaria en el derrumbe de una realidad que guarda todas sus determinaciones simbólicas. Pero para seguir esta operación de lectura, es preciso introducir el estatuto del sujeto tal como la práctica analítica lo deduce de su experiencia, es decir, como un efecto del significante y como una respuesta a lo real del goce pulsional. Tal como Lacan señaló a propósito del texto de Freud sobre el presidente Schreber:
La soltura que se permite Freud en este asunto es simple pero decisiva: introduce en él al sujeto en tanto tal, lo cual significa no evaluar al loco en términos de déficit y de disociación de funciones.35
La clínica de las psicosis nos lleva así a considerar al sujeto como una respuesta al hecho de la presencia del lenguaje en lo real.36 Es también un sujeto siempre en cuestión, que debe construirse en la lectura, como un efecto de significado en la relación entre los significantes y como una respuesta a la cuestión del goce del cuerpo como goce del Otro.
I.2.1 CLÍNICA IRÓNICA
Introducir de esta forma el estatuto del sujeto tendrá siempre un efecto irónico en el contexto de la clínica de nuestra época, una clínica que tiende, cada vez más, hacia la disolución de la singularidad de este sujeto a expensas de su reducción a lo que podemos llamar el «órgano-tipo» —ya sea entendido como sistema nervioso central o como aparato cognitivo—, con las consecuencias que se siguen en los tratamientos correspondientes. La clínica psicoanalítica, ante esta reducción progresiva de la singularidad del sujeto a un órgano-tipo, sostiene una clínica del sujeto como singularidad de una enunciación causada por el significante y por lo real del goce.
¿Por qué entonces poner nuestra lectura bajo la rúbrica de una clínica irónica? Seguimos aquí las observaciones de Jacques-Alain Miller a propósito de la clínica psicoanalítica entendida como una clínica irónica, es decir, como una clínica «fundada en la inexistencia del Otro como defensa contra lo real».37 Ello implica que el Otro, como lugar de la verdad planteado por la palabra y el lenguaje, no existe como tal sino como una función, como una defensa contra lo real del goce. Es una ironía porque a partir del momento en que decimos «el Otro que no existe», de alguna manera lo hacemos ya existir en el lenguaje, lo afirmamos como el lindar único donde este enunciado mismo puede sostenerse en verdad. Es una ironía porque el goce, la satisfacción exigida por la pulsión, impone también una alteridad en el cuerpo del ser que habla, una alteridad que finalmente sólo será interpretable para cada sujeto como inherente a la estructura del lenguaje mismo. La ironía consiste también aquí en el hecho de que esta consideración extrema de la singularidad del sujeto lleva al psicoanálisis a la tesis de lo universal del delirio. Hay, siguiendo esta perspectiva, una locura estructural en el ser que habla tomado en su singularidad, una singularidad que autoriza a sostener que «todo el mundo está loco».38 Todo ser que habla delira, ya sea en su fantasma neurótico con el que hace existir al Otro, ya sea en el sistema que el sujeto psicótico construye para defenderse, incluso para separarse, del Otro que lo toma como un objeto de su goce. En el caso del sujeto psicótico, la proposición de una clínica irónica es todavía más radical dado que, a diferencia del sujeto neurótico, es precisamente un sujeto que no cree en el Otro. Es aquí donde podremos situar la Unglauben (increencia) atribuida por Freud a la posición del presidente Schreber en la relación con su Dios.39 Pero no creer en él no le impide creerle, no le impide creer en su imperativo hasta el punto de hacer de él la misión de su vida. Veremos que éste será también el caso de Llull. El sujeto psicótico no cree en el Otro en la medida en que este Otro no está vaciado del goce pulsional por el significante; pero este significante mismo es el que retorna en lo real para imponer su mensaje al sujeto como imperativo de este mismo goce. El sujeto queda así a disposición del goce del Otro como un objeto, ya sea en la persecución paranoica o en el amor erotomaníaco, ya sea en el impulso maníaco o en el derrumbe melancólico.
Pero si bien el sujeto psicótico no cree en el Otro, «está sin embargo seguro de la Cosa»,40 del das Ding freudiano que Lacan aisló41 como el objeto originalmente perdido del goce. Para el sujeto psicótico, este objeto no está perdido, ni tampoco separado de su cuerpo. Lo encuentra en lo real, ya sea en el propio cuerpo o en el lenguaje, para cifrar en él su ser de goce.42 Es decir, tiene la seguridad del ser de ese objeto hasta el punto de encontrar en él la identificación última de su ser de sujeto. Es por este sesgo por lo que el sujeto psicótico llega a ser un «no equivocado» (non dupe), según la expresión de Lacan, sobre el goce del Otro que lo habita. Esta relación con el Otro no vaciado del goce llega a ser manifiesta en la erotomanía que el sujeto psicótico encuentra siempre, de una forma u otra, en sus vínculos más fundamentales de su vida. Tal como ha indicado Jacques-Alain Miller, el argumento lacaniano del fracaso de la metáfora paterna en el sujeto psicótico —es decir, el hecho de que el deseo de la Madre no esté simbolizado por el Nombre del Padre en una significación fálica— implica que este deseo retorne en lo real como «voluntad de goce sin límite».43 En esta voluntad de goce ilimitado, el sujeto encuentra al Otro de un amor que, incluso cuando tiene sus matices platónicos, se convierte en una presencia invasora y torturante, una presencia de la que un acontecimiento contingente podrá siempre hacerse signo. Cuanto más el sujeto está afectado por la increencia del Otro, más encuentra su certeza en el signo del amor erotomaníaco. Es la llave de vuelta de la erotomanía como fenómeno clínico, pero también como estructura de la transferencia: el goce del cuerpo del Otro se convierte aquí en signo del amor.44 Y un signo cualquiera del Otro puede venir a este lugar donde el amor y el goce se confunden.
En la vertiente de esta certeza sobre el goce del Otro, podemos situar en el sujeto psicótico la instancia de la letra como función preeminente en su relación con la estructura del lenguaje. La letra no es mera presentación de la palabra hablada y hay razones para preguntarse si, a diferencia de ella, «¿la instancia de la letra mata a la Cosa?» o si «más bien la letra es la Cosa».45 La experiencia de la que nos dará testimonio Ramon Llull nos autoriza a responder por la afirmativa: su uso de la letra la eleva a la dignidad de la Cosa, y ello mucho antes de la invención de la imprenta, que cambiará el estatuto mismo de la letra en sus usos diversos. Es en esta operación de lenguaje donde la relación de la pulsión con la letra, y a través de ella con el ser mismo, se demuestra esencial en la experiencia del sujeto.
Seguiremos así en la obra de Llull la construcción, tan precisa como ejemplar, de un anudamiento del amor, de la palabra y de la letra. Las «cuerdas» —para retomar un término, un objeto incluso, tan evocado en sus textos— con las que este nudo se construye siguen una misma lógica significante y ciñen un mismo objeto, enigmático para cada sujeto porque cifra su ser de goce en lo real del lenguaje. Este objeto es el que la enseñanza de Lacan ha designado como el objeto a. Veremos el vínculo de este objeto con la letra y también con la voz que se hace presente en la estructura del lenguaje.
¿De qué se trata para Llull sino precisamente de descifrar el enigma que representa para él ese real del lenguaje que Dios le ha hecho presente? Es en este punto donde encontramos a Llull con Lacan. Y tal vez escribiendo «Llull con Lacan» ofrezcamos al mallorquín errante una pareja para leerlo de otro modo.
I.2.2. EL ENIGMA Y LA PERPLEJIDAD DEL SUJETO
La cuestión de la «experiencia enigmática» en el sujeto psicótico fue muy pronto planteada en la clínica. Sus rasgos fundamentales fueron puestos de relieve por Jacques Lacan desde sus primeros escritos hasta el final de su enseñanza.46 La fenomenología de Karl Jaspers47 había aislado ya este fenómeno a partir de las observaciones de Clemens Neisser,48 como un fenómeno particular de la clínica de las psicosis: «Los acontecimientos significan algo, pero no significan nada preciso». El sujeto da testimonio, algunas veces al pasar, de la experiencia de una significación personal (Eigenbeziehung) que se mostrará después como fundamental. Se encuentra también en el fenómeno de la alusión: hay certeza —«certeza subjetiva notable», indica Jaspers— de que el fenómeno se dirige y apunta al sujeto. En su tesis de 1931 Jacques Lacan observaba ya, a propósito del caso Aimée, «el carácter enigmático» de la experiencia inicial del delirio. En su artículo publicado en la Encyclopédie française, sitúa estos momentos fecundos en la fase «donde los objetos, transformados por una extrañeza inefable, se revelan como chocs, enigmas, significaciones».49 En su Seminario III sobre Las Psicosis, esta experiencia queda relacionada con el fenómeno del automatismo mental y con la atribución de la iniciativa al otro, correlativo del yo del sujeto en el eje imaginario a-----a” de su esquema L.50 En su escrito sobre las psicosis,51 el «vacío enigmático» que afecta a las significaciones queda aislado como un factor de la intuición delirante.
Podría objetarse que existe siempre una experiencia enigmática en el hecho mismo de la significación. Desde el momento en que empiezo una frase, su significación final es un enigma hasta el momento en que realizo una escansión, ya sea con un punto final o con un punto y seguido.52 Lo que caracteriza la significación enigmática en el sujeto psicótico es, sin embargo, que esta significación está dirigida de entrada al sujeto, antes del desarrollo diacrónico de la cadena significante. Si la temporalidad «normal» de la significación sigue el siguiente esquema:
donde s(A) es la significación que se produce retroactivamente a partir de la escansión de la cadena significante en el lugar del Otro, la temporalidad de la significación enigmática sigue este otro:
donde la significación viene impuesta de entrada por el Otro de la palabra sobre el sujeto que queda en la perplejidad de una «x» de la que deberá responder en un segundo tiempo.
Lacan planteará la cuestión más adelante de una manera tan simple como enigmática a la vez: «El enigma es una enunciación sin enunciado», «hay que situar el enigma en la relación de la enunciación y del enunciado».53 No es el sentido del enunciado lo que cuenta, sino el hecho de que una enunciación esté dirigida, impuesta, al sujeto. La estructura de la alucinación verbal sigue, para Lacan, la misma lógica:54 el sujeto escucha voces cuando, hablándose a sí mismo, se escucha hablar, como si fuera el Otro quien le hablara. La «voz» en cuestión no es una voz fónica, efectivamente escuchada como phoné. Permanece siempre como una voz «áfona», que no pertenece al registro sonoro o fonético. El enigma de la significación de esta voz no debe situarse en el enunciado, sea cual sea, sino en el hecho de la enunciación, es decir, en la relación del sujeto con el Otro de la palabra y del lenguaje.
¿Por qué nos detenemos en esta estructura de la significación enigmática puesta de relieve por la enseñanza de Lacan en los fenómenos psicóticos? Veremos el lugar que adquiere esta «voz» de la enunciación en el fenómeno luliano, tan singular, del Affatus, donde también se trata de una voz fuera de su estatuto fonético. Esta experiencia enigmática recibe nombres diversos en la obra de Llull. Tal vez el más frecuente y genuino es el de meravella (maravilla), término que dio título a uno de sus mejores libros, el Libre de meravellas, pero también el de semblança (parecido, apariencia) que está en la base del Ars y de todo su desarrollo. Por otra parte, veremos que lo que Llull designa como «el sexto sentido que llamamos Affatus» sigue, de manera notable, esta misma lógica de la relación del sujeto con la palabra que encontramos en la estructura de la alucinación. Dicho de otra forma, veremos que Llull concibe la función de la palabra, en su experiencia enigmática, del mismo modo que una alucinación verbal. En este punto, su posición con respecto a la estructura del inconsciente parece, en efecto, privilegiada.
I.2.3. LA PSICOSIS EN SUS RELACIONES CON EL INCONSCIENTE
Se plantea entonces la cuestión de la relación de la psicosis con el inconsciente. Si partimos de la vía abierta por Freud en sus estudios sobre las psicosis, encontramos a un sujeto psicótico «bien avenido con el inconsciente»,55 un sujeto que muestra su inconsciente a cielo abierto en sus delirios y en sus producciones sintomáticas. Si tomamos la vía del último Lacan, desarrollada a partir de su lectura de Joyce y en textos como «Televisión»56 o «L’étourdit»,57 se trata para algunos sujetos psicóticos más bien de un «rechazo del inconsciente», de un Otro real que no es discursivo y que excluye la significación de sus mensajes. Lacan, tal como recuerda Serge Cottet,58 precisará esta dimensión del Otro de la forclusión como «la irrupción de Un padre sin razón [...] en el campo de un Otro que debe ser pensado como el más extraño a cualquier sentido».59 Más que un inconsciente a cielo abierto en la proliferación de sus significaciones, encontramos aquí un inconsciente que anula toda significación posible, un inconsciente extraño a todo sentido. En la línea de Joyce, el sujeto psicótico es aquí una suerte de «desabonado del inconsciente»,60 escapa a sus efectos de significación, fuera de la dialéctica del deseo del Otro mediado por el significante fálico. En esta vía, el proceso psicótico constituye a un «sujeto identificado con el síntoma [que] se cierra a su artificio»,61 artificio que toma a veces la forma de una obra autorreferencial y de significaciones que sólo remiten y se explican desde su propio interior. Así, por ejemplo, la obra de Joyce con su manejo de la «letra fuera de los efectos de significado, con efectos de goce puro»62 que tiene su mejor exponente en Finnegan’s Wake, obra cerrada sobre su propio movimiento cíclico a toda significación exterior. Veremos un movimiento semejante en la obra de Llull, donde el círculo es la figura que explica y encierra a la vez su significación alrededor del lugar del Otro, escrito precisamente con una A en su mismo centro. Tanto en Joyce como en Llull encontraremos este rechazo de los efectos de significación del inconsciente. ¿Quiere decir esto que no encontraremos la dimensión del inconsciente en la obra luliana? En la nueva perspectiva abierta por la última enseñanza de Lacan, Jacques-Alain Miller ha señalado su articulación con la vía abierta por Freud: «Si completamos la fórmula del rechazo del inconsciente con la siguiente, que es el rechazo del inconsciente en lo real, no es seguro que haya antinomia sobre este punto entre Freud y Lacan».63 Hay, pues, compatibilidad entre el rechazo del inconsciente y su retorno en lo real.
Podemos plantear entonces la pregunta: ¿se trata en el texto de Llull de un «inconsciente a cielo abierto», o bien de un «rechazo del inconsciente»? ¿Se trata de un sujeto «mártir del inconsciente», testimonio de sus significaciones enigmáticas, o bien se trata de un sujeto «desabonado del inconsciente», fuera de sentido? La pregunta nos fue planteada por el propio Jacques-Alain Miller en la defensa de nuestra tesis, a propósito del estatuto que debíamos dar a la obra de Llull en su conjunto: ¿se trata de una expresión de la locura del sujeto o bien cumple la función de una defensa contra esta locura misma? Las dos vertientes nos parecen, en efecto, sostenibles en una estructura donde pregunta y respuesta se confunden. En la lectura que proponemos, la obra del Beato llega a satisfacer de hecho las dos posiciones a la vez de manera ejemplar. Encontramos al Llull «mártir de su inconsciente», literalmente asediado por los mensajes del Otro, de esa «extimidad» encarnada tanto en el Amado como en el musulmán infiel. Y encontramos también al Llull «desabonado del inconsciente», dedicado a un trabajo de la letra fuera de sentido, en la construcción de su Ars, en su combinatoria y en sus «casi matemas», un Llull que intenta rechazar cualquier significación del Otro mediante un trabajo incesante de escritura a través de las lenguas. Podremos sostener incluso que la aridez formal del uso de la letra del segundo Llull es la única respuesta que encontró ante el florecimiento «maravillante» de las significaciones del primer Llull. Siguiendo la lógica de su obra, podemos decir: el Ars (y el paso al límite operado por la letra, por ejemplo, en su Ars Notatoria) responde a las «maravillas» —esta suerte de epifanías lulianas— de las significaciones del Libre de contemplació. La obra de Llull es así tanto expresión como respuesta a un mismo fenómeno elemental que se repite en cada punto de su estructura. La función de anudamiento que operan el amor, la palabra y la letra encuentra su lugar en la resolución de esta antinomia en las dos posiciones del sujeto. El rechazo del inconsciente en lo real, que tendrá efectos melancolizantes, devastadores en algún momento, encontrará así una respuesta del sujeto en la construcción de un artificio simbólico e imaginario, alrededor siempre de la figura y del lugar del Amado, construcción que cumplirá la función de estabilización propia del delirio. Y ello no la hará menos verdadera por lo que respecta a los efectos de goce en el sujeto.
Para situar esta doble función, seguiremos en primer lugar la lógica de lo que fueron los momentos fecundos de la vida de Ramon Llull, momentos que siguieron los mismos virajes estructurales de su obra.