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CAPÍTULO UNO

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Los altos edificios pasan raudos ante mí. Las blancas y brillantes luces de las farolas y del resto de coches que se cruzan en mi camino me nublan la vista; mis manos agarran el volante, tensas, rígidas y temblando de forma incontrolada. Mantengo la mirada fija al frente. Debo llegar a mi destino en el menor tiempo posible y saber con exactitud qué ha ocurrido.

No dispongo de un solo minuto para calibrar las diferentes posibilidades. Tengo que seguir adelante. Piso aún más fuerte el acelerador y solo vislumbro las sombras de las viviendas, que se difuminan ante mi rápido avance.

La música me molesta y me distrae, por lo que apago la radio. Me concentro en conducir el vehículo que me han prestado. El silencio acompaña a mi desacompasada respiración. La noche me envuelve, la oscuridad adquiere presencia y roza mis sentidos.

Tomo el desvío de la derecha, ese que me lleva directo al lugar donde espero recibir una respuesta. Una información que me aterra confirmar.

Cada vez es más complicado seguir las líneas de la carretera; comprobar, a esta velocidad, si la dirección es la adecuada.

Un rayo cruza el horizonte y ciega mis ojos. La tormenta que pronosticaban los meteorólogos acaba de comenzar, y el cielo ennegrecido dificulta la visibilidad. La noche se oscurece más aún debido al aguacero que descargará en segundos. Truena, y las gotas de lluvia poco a poco empiezan a caer, cada vez con más rapidez, cada vez con más violencia, hasta que los limpiaparabrisas no logran barrer el agua sobre el cristal. El temporal ha llegado, y aunque mi visión es escasa, mi determinación me ayudará a conseguir mi objetivo: continuar mi camino, seguir el rumbo fijado en mi mente y aclarar aquello que entorpece mis pensamientos.

La tempestad ensordece mis oídos. Mis ojos, sorprendentemente abiertos y secos de lágrimas. No permito que nada me perturbe. No puede ser real.

¡Necesito averiguar qué ha pasado!

Lo que han insinuado las imágenes que acabo de ver en la televisión.

Estoy convencida de que es un tremendo error.

No puede ser cierto.

Debo seguir conduciendo.

Unas luces surgen a lo lejos, en la carretera; vienen directas hacia mí. No las distingo; mi mente permanece anclada en otro momento y otro lugar.

No me desvío ni un ápice.

Los faros están cada vez más cerca. Maniobro para apartarme de ese brillo que me deslumbra y siento un golpe brusco en el lado derecho de la carrocería. Un ruido estrepitoso atrona mis tímpanos.

Oscuridad.

Intento abrir los ojos. No puedo y, aun así, continúo intentándolo. Tragar me resulta insoportable y moverme, casi imposible. Siento dolor en todo el cuerpo, y una sensación de ingravidez empieza a apoderarse de mí.

El frío quema, mi cuerpo tirita.

La sangre desciende por mis pómulos y percibo un leve olor a gasolina, a goma quemada.

El aguacero emborrona mis ojos y parpadeo de nuevo. Trato de comprender qué ha pasado.

Solo recuerdo una luz cegadora.

Frente a mí, un coche destrozado, a cierta distancia.

Cada vez me siento más cansada. Empiezo a notar calambres en las piernas, que desaparecen por momentos. Quiero levantarme, pero no puedo moverme, y eso me angustia.

Estoy en la carretera, fuera del coche, tumbada en el asfalto.

¿Cómo he llegado hasta aquí?

No puedo pensar. El tiempo discurre demasiado despacio.

Pasos que se acercan, voces desconocidas que retumban en mi cabeza. Sin embargo, no logro descifrar qué murmuran.

Todo se diluye y no consigo mantenerme despierta.

Mi cuerpo se debilita.

Dejo de sentir frío, el dolor se desvanece, la nada ocupa su lugar…

Misma hora, mismo lugar

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