Читать книгу Misma hora, mismo lugar - Mònica Linares - Страница 6
CAPÍTULO TRES
ОглавлениеUN CAPPUCCINO
Febrero
8:15
Le Café
Iris removía el cappuccino con calma, tal y como a ella le gustaba. El movimiento circular la ayudaba a no pensar, a mantenerse anclada a un presente que tanto deseaba olvidar.
Estaba sentada en la esquina de siempre, con una taza frente a ella y un libro entre cuyas letras se perdía cada mañana. En muchas ocasiones, ni siquiera lo leía, pero la ayudaba a evadirse a otros mundos fuera del suyo, con personas que disfrutaban de una vida plena, no como la suya.
El lunes apenas empezaba y ella ya se sentía cansada, con un tremendo dolor de cabeza que azotaba su sien. Esa mañana no podía concentrarse en leer, por lo que su mirada vagó por el local. No acostumbraba a hacerlo, le molestaban los simples murmullos de los clientes que, ajenos a ella, disfrutaban de un café, de un té o de cualquiera de las delicias que la camarera les pudiera servir.
Su mirada se cruzó por un instante con la de un chico al que ya había visto en otras ocasiones. Se encontraba cerca del piano y parecía agotado, cansado de su existencia. No era de los habituales, aunque últimamente se dejaba caer mucho por allí. Le sonrió sin saber bien por qué, le pareció un gesto amable. Luego desvió los ojos y los fijó en el grupo de adolescentes; esa mañana no eran tantos como de costumbre. Fuera llovía, e Iris suponía que la mayoría de ellos habrían ido directos a clase. Ya tomarían el café más tarde.
Mientras los miraba, evocó su miserable fin de semana. Como siempre, lo había pasado en su piso, entre sus cuatro paredes, para estar con los suyos y recordar… El viernes, al salir del trabajo, había comprado lo básico en el súper. Como el sábado libraba, disponía de más de cuarenta y ocho horas por delante para hacer lo que necesitaba. Al llegar a su apartamento se había encerrado y respirado tranquila. Había encendido el portátil y lo había colocado en la mesa de centro del salón, se había descalzado, se había preparado un sándwich y había dado al play. Le encantaba pasar las horas viendo desfilar aquellos fotogramas frente a ella.
Un leve ruido la sacó de su trance. El chico del traje se había acercado a ella y le había preguntado algo.
—El libro. ¿Qué te parece? Lo he comprado esta mañana. Me han hablado muy bien de él. ¿Te gusta?
Sus ojos contemplaron el ejemplar que Alba le había recomendado tan solo unos días atrás. La lectura era fluida y atrapaba la trama que discurría entre sus páginas, por lo que asintió mientras volvía a mirarlo.
No supo qué más decir. Las palabras no cobraron forma en su garganta.
—Bueno, hasta otro día.
Él se alejó y ella resiguió sus pasos hasta que desapareció.
Iris continuó en la cafetería, con la mirada perdida en uno de los espejos laterales. Necesitaba algo que la hiciera desaparecer a ella también.
Y volvió a perderse en sus pensamientos, rodeada de su pasado.
El sábado había despertado en el sofá, dolorida e incómoda, pues se había quedado dormida en él. Fue al lavabo, donde se había aseado un poco, y se había decidido a leer un rato la recomendación de Alba, que, seguro, la alejaría de sus preocupaciones. Unas horas más tarde, su estómago había rugido; era cerca del mediodía y no había probado bocado desde la noche anterior. Había pelado unas hortalizas y las había pasado por la sartén para sofreírlas, junto con un bistec que había degustado allí mismo, de pie, mientras contemplaba las musarañas.
Por la tarde, sus amigas habían escrito en el grupo de WhatsApp. Consultó por encima los mensajes, a los que no tenía intención de contestar. Siempre insistían, y ella no les hacía caso. Aunque esta vez la suerte no había estado de su lado. El teléfono había vibrado y la cara sonriente de Alba había aparecido en él. No pensaba cogerlo, tenían que dejarla tranquila. Iris no comprendía qué era lo que sus amigas no entendían: solo pedía que la dejaran a solas dos días de la puñetera semana, solo dos días.
El fin de semana era para ella.
El móvil había vuelto a vibrar. Alba no se rendía. Cinco llamadas después, había decidido descolgar; tal vez era algo importante.
—¿Qué quieres?
—Se dice: «Buenas tardes, princesa».
—Se dice lo que yo quiera, no me jodas.
—Qué malhablada te has levantado hoy.
—Sabes que no me gusta que me molestes los fines de semana. ¿Qué quieres?
—No te molesto. Solo quiero que los pases con nosotras, como antes, que volvamos a nuestra vida anterior.
—Ya te dije lo que necesitaba ahora. Lo sabes, y tienes que aceptarlo.
—Llevas demasiados meses así.
—Estoy bien aquí. ¿No tenéis suficiente con mi presencia entre semana? Los lunes comemos juntas.
—Ya, Iris, pero con eso no basta. Necesitas salir.
—No me apetece. Estoy bien.
—Necesitas ayuda.
—No me seas…, por favor. Necesito lo que tengo.
Y había colgado.
No quería que se metieran otra vez en lo mismo. No necesitaba eso. Recibió un nuevo wasap: Mensaje recibido. Nos vemos el lunes.
Y ese mensaje era el que la martilleaba en esos momentos. Como cada lunes, se verían. A ella le gustaba esa monotonía, le agradaban sus amigas; aun así, no necesitaba que le recordaran constantemente qué debía hacer, y por eso se distanciaba de ellas de vez en cuando.
Iris se levantó de madrugada y, al poner los pies en el suelo, sintió el frío que arreciaba en la habitación. Se colocó el edredón por los hombros y, arrastrando los pies, se acercó hasta el termostato. Activó la calefacción. Debía programarla, lo sabía, pero nunca encontraba el momento oportuno para revisar las instrucciones.
La ducha la relajó, y el kiwi y el zumo de naranja asentaron su estómago. Eran poco más de las seis, otra vez lunes, y no quería entretenerse. Debía llegar en hora a la cafetería o perdería su lugar.
Mientras recogía la cocina y limpiaba el mármol con suaves movimientos, sus manos toparon con una lata de galletas que había dejado mal colocada la noche anterior. Estas cayeron y se desparramaron por el suelo. Cerró los ojos e inhaló. Fue en busca de la escoba y el recogedor.
¡Qué torpe había sido!
Una vez limpio el desastre, salió a la calle.
El amanecer se filtraba a través de los edificios. Las diferentes tonalidades de ese cielo anaranjado, ese horizonte con capas que atrapa a la oscuridad y deja paso a la luz del día. Ese era el espacio de tiempo en el que a Iris le gustaba pasear por su barrio, antes de que abrieran la cafetería.
Hizo el recorrido de siempre: ningún cambio en el entorno y, por ahora, ningún cambio en su fracturado corazón. Se cruzó con algún vecino que la saludó. Como siempre, ella devolvió el gesto realizando el mínimo esfuerzo, sin ganas de entablar conversación.
Al doblar la esquina, observó que la camarera que la atendía por las mañanas abría la puerta y encendía las luces del local. Le daría unos minutos para que se situara en su puesto de trabajo antes de entrar y acomodarse en el rincón habitual, junto al cappuccino que la acompañaba cada día.
Aunque el lunes era el día en que se reencontraba con sus amigas, era también el día en que más recuerdos de su pasado se apoderaban de ella. Necesitaba sacarlos rápidamente, antes de que Alba o Rita tuvieran oportunidad de recriminarle lo mismo.
Los clientes asiduos fueron entrando, acomodándose en sus sillas, deleitándose con sus sabores. Iris se encaminó a la barra a solicitar un segundo cappuccino.
—Hola.
Se giró; alguien hablaba con ella. El chico del otro día. Llevaba bajo el brazo el mismo libro, que ella ya había finalizado y del que tardaría tiempo en olvidarse. Lo saludó con un simple movimiento de cabeza y esperó su turno. En cuanto la camarera la vio, empezó a preparar su bebida sin preguntar.
—Veo que el servicio es aplicado. Conocen bien a sus clientes.
Volvió a girarse. ¿Seguía hablando con ella?
Con la taza en la mano, se dirigió a su sitio y la depositó al lado de la otra. Empezó a mover el café lentamente, removiendo en círculos y aspirando el fabuloso olor que emanaba. La camarera pasó por su lado, de camino al almacén. «Que aproveche». Iris sonrió. A veces las pequeñas cosas la satisfacían enormemente.
Se fijó en que el chico se había sentado a la mesa del fondo. Lo vio revisar el móvil, tomar notas en una pequeña libreta y deslizar los dedos entre las páginas del libro. Parecía nervioso, preocupado. Alzó su mirada y, al verla, sonrió. Una simple evocación de felicidad.
Iris apartó la vista. La sensación que le habían provocado sus ojos le resultó extraña. Prefería seguir a lo suyo.
En la acera de enfrente, en los bajos de un distinguido edificio, se ubicaba la librería Soñar Leyendo, su rutina desde hacía ya casi seis meses, por la que empezaba a sentir afecto.
Aunque el trabajo no la llenaba, le aportaba el sueldo que precisaba para continuar adelante. Las mañanas eran tranquilas, rutinarias, e Iris las dedicaba a colocar los libros nuevos que llegaban, a reponer las estanterías.
Las tardes eran diferentes: más caóticas, cuando más gente aparecía por allí. Ese era el momento en el que Iris buscaba refugio, intentaba no dejarse ver demasiado y siempre le pedía a Alba, encargada del local, que la destinara al almacén. Si no era posible, le gustaba quedarse en la zona de literatura infantil, donde se sentía segura y a gusto.
Al cruzar la puerta aquella mañana, se encontró con su amiga y la saludó.
—Buenos días, preciosa.
—Buenos días, Alba.
—¿Traes mi café?
—Como cada mañana. Corto de café y con dos de azúcar.
—Gracias.
Alba cogió el vaso de sus manos y se dirigió al fondo del local. Iris colgó el abrigo en la oficina y se dispuso a colocar los ejemplares que habían recibido el día anterior, mientras Alba consumía la cafeína que la despertaba.
—¿Dónde pongo estos?
—Estantería de la derecha, sección romántica; luego revisamos qué ha llegado y qué leeremos primero. —Una sonrisa ilusionada apareció en su rostro.
Iris se sintió bien. Estar junto a su amiga la ayudaba a sobrellevar su carga, sus miedos e inseguridades. Observó con detenimiento cómo realizaba sus tareas y acababa su café.
—¿Qué tal el finde? —preguntó Alba.
—Aburrido, como siempre.
—Porque quieres. Si salieras con nosotras, lo pasarías en grande. Si algún día cogieras el teléfono…
—Estoy bien en casa.
—Sí, claro, encerrada en tus debilidades. —Alba negó con la cabeza mientras rasgaba otra caja y empezaba a sacar unos paquetes de literatura infantil.
Iris la ayudó.
—Rita no ha contestado en el grupo —comentó, preocupada, para desviar el tema de conversación.
—¡No fallará! Sabes que siempre aparece, más o menos cansada, pero ningún lunes se pierde un encuentro de los nuestros.
—Lo sé, pero es raro que no diga nada, ¿no crees?
—Luego la llamamos. —Se hizo un breve silencio y Alba miró hacia la puerta, pues alguien acababa de entrar—. Un cliente, ¿lo atiendes tú?
Iris giró el rostro y vio a una chica joven que trasteaba en una de las estanterías. Su mirada fue de recelo; no tenía esa iniciativa que Alba le pedía. Lo intentaba, y en ocasiones lo conseguía, pero cuando su amiga la forzaba, cuando se veía empujada al abismo, su reacción era la contraria a la buscada.
Iris odiaba cruzarse con gente, y tampoco le gustaba que le pidieran a ella información sobre algún título. Alba era mucho más amable. Sin embargo, siempre algún curioso le consultaba por un libro, siempre alguien deseaba encontrar una primera edición de la que en otros lugares no disponían. Eran los momentos que más detestaba de ese trabajo.
—Vale, ya voy yo —dijo Alba, resignada, y le dio un beso en la mejilla—. Tú sigue con esto.
Se alejó decidida para atender al primer cliente del día.
La mañana transcurrió tranquila. Iris ayudó a un par de personas que solicitaron consejo respecto a alguna novela y siguió colocando los libros pendientes.
Cerca de las dos, apareció Rita.
—¡Hola, chicas! ¿Preparadas?
—Buenos días, Rita. Has llegado pronto —comentó Alba.
—He acabado antes y hay poco tráfico. —Se entretuvo en el estante de los libros de manga, que hacían sus delicias.
—Acabamos en un santiamén y nos vamos.
Diez minutos más tarde, cerraban la puerta y se dirigían a la pizzería Juliet’s, donde cada lunes disfrutaban de lo que más les gustaba: estar juntas, cotillear y devorar unas deliciosas pizzas. Se contaban las aventuras y desventuras del fin de semana, y era una buena terapia para continuar la jornada con energía.
Antes de regresar a la librería, mientras Alba recogía sus cosas y pagaba la cuenta en la barra, Iris rememoró el instante en que su amiga le había ofrecido el puesto que ahora ocupaba, como auxiliar en la tienda.
—¿Qué te parece? —le había preguntado.
—No lo veo claro. ¿Tú crees que es para mí?
—Estoy convencida. Podrás perderte en tu mundo y en el mundo que los demás quieran encontrar. Estaremos bien. Te lo prometo.
—¿Y la entrevista con la directora?
—Eso es pan comido. Las referencias son inmejorables. —Se había señalado a sí misma—. Tú compórtate como eres y explícale lo que sabes de literatura. Quedará encantada.
Iris nunca pensó que en medio de tanto libro podría volver a ser feliz.
Y así fue.
Ese lugar se había convertido en su burbuja. A mucha gente le gustaba perderse entre libros. En sus estanterías uno podía estudiar para convertirse en abogado, médico o arquitecto. Era una librería especializada, y quienes no lograban dar con la fórmula adecuada, se reunían allí para investigar. Además, la sección de narrativa era tan extensa que cualquiera podía enredarse en las fantásticas historias que recogían esas páginas.
Era un lugar ideal para que Iris enterrara sus emociones y dejara de pensar en lo que realmente la mantenía con vida.
Por la tarde, al acabar su turno, se dirigió a su pequeño y solitario apartamento. El corto camino hasta casa lo recorrió con andar pausado. En invierno, le gustaba inhalar el aire frío y cubrirse con gruesos jerséis, así como detenerse en los escaparates para observar los pequeños cambios que alteraban su monotonía. Pero nada de lo que estos mostraban era de su interés, solo necesitaba contemplarlos para sentirse parte de algo.
Abrió la puerta con las llaves, que aún llevaban colgado el escudo del Capitán América, y cruzó el umbral.
El silencio la azotó, y odió sentir lo mismo cada vez que cerraba la puerta tras de sí. En medio del comedor, las imágenes y recuerdos de su vida anterior la atosigaron. A veces el pasado regresaba de repente, sin ser llamado, y la volvía un poco loca. Se estaba asentando en su cabeza a pasos agigantados, decidido por fin a quedarse, pero ella no quería que se adueñara de su memoria sin antes comprenderlo.
Se deslizó hasta el suelo y sus manos envolvieron sus piernas. Su vista deambuló por los rincones del apartamento, el hogar que había compartido con Ryan, la persona con la que quiso pasar el resto de su vida. Cerró los ojos e inhaló. Relajó los hombros y exhaló. Una técnica que la ayudaba a dejar la mente en blanco, a calmar su desazón cada vez que entraba en casa.
Allí todo iba a otra velocidad, olvidaba el ajetreo de la vida diaria y se regodeaba en sus pensamientos, en su paz.
Había regresado unos meses atrás para encontrarse de nuevo a sí misma y converger con sus miedos. Esperaba conseguirlo, aunque por ahora no se le estaba dando demasiado bien.
Se dirigió a la cocina, respirando despacio y profundo. Abrió la nevera y no se sorprendió al descubrir que estaba casi vacía, pero no tenía ganas de bajar al súper. Tal vez fuera al día siguiente.
No comprendía por qué los lunes, después de un día tan intenso con sus amigas, se encontraba así. Unas primeras lágrimas de desesperación empezaron a caer por su suave rostro y apretó los puños; aborrecía que le ocurriera eso. Tantas emociones juntas la obligaban a sacar aquello que aún guardaba dentro.
Se trasladó al salón y se sentó junto a la ventana. Le gustaba ese rincón, desde donde podía contemplar el horizonte y despejar su mente. También ese lo había compartido con él, con Ryan. Ambos se sentaban allí en muchas ocasiones, se daban la mano, se miraban y se besaban. El cielo era su refugio.
Ryan, de nuevo. Su imagen se le aparecía constantemente. Las fotografías que decoraban la estancia, y que los mostraban a ellos dos, juntos, en diferentes parajes del mundo, no ayudaban a olvidarlo.
Cerró los ojos e inhaló. Relajó los hombros y exhaló.
La oscuridad empezaba a devorar los edificios frente al suyo y el frío se colaba a través del cristal. Recogió la manta, esa que habían comprado en el viaje a Canadá, y que seguía en el suelo desde la madrugada anterior, y se cubrió con ella. Trató de no pensar en nada más que en lo que ocurría ante sus ojos. Una ajetreada vida que fluía y de la que ella no deseaba aún ser partícipe. Seguía hundida en su miseria. Así había decidido recordar, y aún no quería respirar un poco de aire.
Parpadeó y salió de su ensimismamiento.
Miró el reloj; eran cerca de las diez de la noche. El tiempo se había consumido sin que se diera cuenta.
No le importó.
Se extendió la manta de muaré por los hombros y volvió a la cocina. Cogió de la nevera un trozo de queso brie que había comprado la semana anterior y sacó del armario unas rebanadas de pan. Acababa de prepararse una triste cena. Colocó el sándwich en la bandeja, junto al vaso de agua. Lentamente se dirigió al salón y se desplomó en el sofá. Como cada noche, frente al televisor apagado, comió en silencio.
Un día más finalizaba.
Una vez que acabó de cenar, se percató de que era muy tarde. Aun así, cogió el móvil y comprobó que en el grupo de las «Nenis» ya le habían deseado buenas noches. Ella hizo lo propio: obligarse a responder a sus amigas.
Recogió lo poco que había ensuciado y fue al baño. Mientras se lavaba los dientes, cerró los ojos frente al espejo. Un instante después, los abrió; necesitaba empezar a soportar ver ese rostro en el cristal, empezar a reconocerse, aunque no encontrara la cara de Ryan a su lado.
Se sentó un momento en la butaca de su habitación, cogió el diario, donde cada noche plasmaba sus pensamientos y emociones, y volcó en él lo que pasaba por su mente. La ayudaba, estaba convencida. Luego se puso el pijama y se coló bajo las sábanas, en el lado derecho de la cama. Juntó las palmas bajo su mejilla, sobre la almohada, y se viró hacia la mesita de noche del lado izquierdo. En ella seguía el despertador, que marcaba las cinco, hora a la que él se levantaba. A su lado, una fotografía, un primer plano de ellos dos sonrientes, con el cartel de la última película de Marvel a sus espaldas. Ryan la abrazaba y le susurraba algo al oído. No recordaba qué le había dicho. Pero no podía olvidar el rostro del que se despedía cada noche.
En su subconsciente, sabía que debía alejar esa foto de ahí, que empezaba a no hacerle ningún bien contemplarla cada noche, pero a la vez era importante para ella sentirse vinculada a su pasado y demostrarle al mundo que podía seguir adelante, con sus miedos, con sus temores, con su carga. Quería recordarlo, y esa era su manera de hacerlo.
—Buenas noches, amor.
Y apagó la luz.
Febrero
8:05
Despacho de Elías
Llegaba tarde a la reunión con el mediador. La habían agendado a las ocho, por lo que subió directo, sin pasar por la cafetería donde solía hallar la calma que necesitaba. Susana y su fiel acólito, el señor Pérez, la habían programado lo más temprano posible, y lo miraron con mala cara al entrar con tantas prisas.
Susana no entendía que, con los abogados de por medio, no lograrían ningún acuerdo. Intentó dejarlo claro, pero, una vez más, no sirvió de nada y la reunión terminó antes de tiempo. Estaban en un callejón sin salida. Álvaro tenía que hacer algo, no podía seguir con ese mal humor perpetuo. Su abogado tampoco aportaba nada, y así solo alargarían un proceso ya de por sí interminable.
Pensó que un café lo ayudaría a relajarse y olvidar lo que había pasado entre aquellas frías paredes, junto a personas que no deseaba tener a su lado.
Con la taza en la mano, buscó un sitio en Le Café que le proporcionara un ángulo nuevo, algo que aún no había encontrado. Era un lugar mágico: siempre descubría caras nuevas, pequeños detalles que lo maravillaban, nuevos olores. La chica del fondo, con la que había intercambiado no más de dos vocablos, continuaba sentada en el mismo rincón, con la vista fija en ninguna parte. La observó con más detalle y sus pasos se encaminaron hacia ella. Sacó el móvil del bolsillo y comprobó la hora. Faltaban veinte minutos para las nueve. Debía darse prisa si no quería llegar tarde al estudio.
A unas mesas de ella, esta alzó la vista y sus ojos se encontraron. Fue un suspiro, un nuevo contacto visual que él le agradeció, aunque fue demasiado exiguo. Ella continuó a lo suyo, enfrascada en la lectura del libro abierto junto al café. Removía la bebida sin denotar su presencia. La mesa contigua la ocupaban un par de extranjeros que tomaban unos trozos de tarta y zumo.
—Buenos días, ¿me puedo sentar? No hay muchos huecos libres esta mañana.
Ella alzó la cabeza y lo miró a los ojos, mostrando cierto desconcierto. Oteó alrededor y comprobó que lo que él decía era cierto. Su mirada se posó de nuevo en su rostro y, con un leve asentimiento, le indicó que podía compartir ese espacio con ella.
—Me llamo Álvaro.
Observó cierta confusión en el rostro de la joven, los ojos empequeñecidos, el ceño fruncido. Pasaron unos segundos en los que tuvo la seguridad de que no contestaría, e incluso que se levantaría y se alejaría.
—Iris. Me llamo Iris. Puedes sentarte, no hay problema.
Álvaro se lo agradeció y tomó asiento sin dejar de mirarla. Sus ojos eran preciosos, expresivos y de una dulzura sin igual.
Ella desvió la vista a los renglones del libro, del que no pasaba página, abstraída en sus pensamientos, a la vez que removía de forma pausada el líquido que contenía la taza, completamente llena, y sin darle ningún sorbo.
Los ojos de Álvaro vagaron por la cafetería. Tenía la sensación de que el tiempo allí discurría a otro ritmo. La mirada de ella recaló otra vez en él, comprobando que aún estaba sentado en la silla de enfrente.
Siguió removiendo la taza.
Por un momento, se sintió fuera de lugar. Quería hablar con ella; sin embargo, era como si una barrera invisible se lo impidiera. Tal vez no debería haberse sentado.
Se frotó el cabello y entrecerró los ojos. «¿Y si me levanto y busco otro lugar?». Quizá conseguiría mejores resultados en otro momento.
Ella dejó de remover el café, depositó la cuchara en el plato y se levantó.
—Ahora vuelvo.
Dos simples palabras que lo dejaron perplejo. ¿A dónde iba?
Desde lejos la vio pedir otra bebida en la barra. La taza que reposaba sobre la mesa aún estaba llena, y con un ligero movimiento comprobó que estaba fría.
Cuando ella regresó, se acomodó en el mismo sitio, dejó al lado del café otro igual y empezó a remover. Álvaro quiso preguntar. Finalmente, no lo hizo. Pensó que era mejor no inmiscuirse.
—Es bonito este local.
¡Esas palabras vacías habían salido de su boca!
Ella giró levemente el rostro hacia la derecha y contempló el recinto. Luego repitió el gesto hacia el otro lado. Sus ojos se posaron primero en la barra, luego en las mesas ubicadas a la entrada del local y, finalmente, en las que tenían más cerca. Parecía que era la primera vez que lo veía y se maravillaba con ello.
—¿Vienes a menudo? —se interesó Álvaro.
Ella lo miró, parpadeó un par de veces, respiró hondo y asintió. Tomó de nuevo la cuchara y continuó removiendo su cappuccino, disolviendo la espuma que flotaba en la superficie y perdiéndose en esos círculos concéntricos.
Un silencio los envolvió.
Él continuó con la mirada fija en los ojos de ella.
Los siguientes minutos avanzaron lentamente, uno frente al otro, casi sin movimientos perceptibles, sin palabras ni sonidos. Únicamente al alzar ella la vista sus ojos conectaron y él sonrió. Quería transmitirle la paz que le producía su compañía. En su lado de la mesa, su café vacío; en el de ella, las dos tazas, llenas y frías.
—He de irme. —La voz de Iris sonó triste y apagada.
Álvaro no quería que se marchara, deseaba averiguar más de ella. Sus palabras traslucían soledad, y él no quería que se sintiera así. Lo esperaban en el estudio, el trabajo no se hacía solo, pero unos minutos más no importarían. Prefería pasarlos a su lado, aunque fueran nimios, aunque no ocurriera nada remarcable.
Se quedó parado ante ella como una estatua, los pies no le respondían. Ella tampoco parecía saber cómo continuar.
—Ya nos veremos —susurró Álvaro.
—Aquí estaré. Misma hora, mismo lugar. —La apatía en su voz lo descolocó. Le sorprendió el comentario, aunque acarició esas seis palabras con deleite.
Sentado en el coche, unos ojos fascinantes se colaron en sus pensamientos. Una chica agradable, una mirada cautivadora, unos labios deseables, un cuerpo… Con esa imagen en mente, rememoró aquellas últimas palabras y sonrió.
La sonrisa le duró hasta llegar al estudio.
Iris.
Bonito nombre. Sencillo, simple, con una suave cadencia…
Cerró los ojos y la imaginó de nuevo. Los rizos sobre los hombros, sus delicadas manos entrelazadas.
Llegó a In Design y el trajín de la oficina lo abrumó.
—Llegas tarde —matizó Miranda.
—Recuerda que solicité unas horas libres. Lo hablé con Verónica, de administración… Y contigo.
La miró con detenimiento. No creía una palabra de lo que acababa de decir.
Odiaba a Miranda, últimamente solo conseguía sacarlo de quicio. Él necesitaba paz.
—Tal vez pida unos días de fiesta. Necesito centrarme.
—No sé qué tonterías pasan por tu sesera. Aquí, como ves, vamos a tope, y si no te lo tomas en serio… Bueno, ve con Marcos, a ver si entre los dos conseguís sacar adelante el proyecto de la licitación que nos han pedido.
—¿No se encargaba Juanma?
—Juanma ha iniciado otro proyecto, uno que entró ayer y del que tú no podías hacerte cargo, pues no estabas aquí. Tengo que diversificar mis activos. Y si…
—Ya —dijo con tono condescendiente—. Si no estoy aquí, me toca lo que los demás no quieren.
—No es eso, Álvaro. No te lo tomes así. Eres mi mejor arquitecto, el más veterano, aunque no estás en tu mejor momento.
—Me tomaré esos días e intentaré regresar más centrado.
—¿Puedes esperar a la semana que viene o la próxima? —Su tono de súplica y la carita de pena eran inconfundibles. Estaban saturados, y acababan de entrar un par de proyectos de los que no se podían librar.
—Vale, Miranda. Lo haré por ti.
—Hazlo por ti. Te irá bien trabajar y olvidar tus problemas.
—Tal vez…
Se dirigió a su mesa. Marcos le pasó unos papeles que debía revisar y firmar. Estaban a tope. Esa sería una buena manera de olvidarse de lo ocurrido en el despacho con Susana. Centrarse en el trabajo, en los bocetos frente a él.
Al llegar a casa, se dio una ducha, se vistió con algo cómodo y se sentó en el mullido sofá. Cuando ubicó los muebles del apartamento, no dudó que el rincón bajo la ventana era perfecto para el sofá, para contemplar el amanecer, o, como esa tarde, la anaranjada puesta de sol, y perderse en el bullicio de la ciudad, así como en la gélida cerveza que sorbo tras sorbo eliminaba su pesar. Y era el único lugar que había mantenido tras los cambios orquestados por Susana.
Observó el apartamento. Allí había convivido con ella ocho años. Ocho años en los que había sido feliz, ocho años que ahora deseaba borrar, en especial los últimos, aquellos en los que la relación se había estropeado.
Pero todo le recordaba a ella.
Empezaba a detestar ese espacio.
Cuando Susana se había instalado con él, se encargó de redecorar cada rincón, cada habitación. «Darle mi toque», dijo. Y, sin querer, o tal vez buscando justo eso, había borrado todas las huellas de Cris y de su juventud vivida a su lado. Ahora era consciente de que se equivocó dejándola hacer, anulando cualquier rastro de su pasado. Ahora solo veía a Susana. Álvaro y Cris habían desaparecido de escena.
Tan solo resistía el sofá.
Intentó no pensar. Mim se encaramó a sus piernas y el suave pelaje le hizo cosquillas. Pasó una mano por su lomo y recordó quién la había comprado.
Era verdad que había sido un regalo de Susana.
Pero la gata era suya, él la cuidaba. ¡No se la llevaría!
Se incorporó de un salto. Un odio inusual lo desbordó y, de un manotazo, tiró todo lo que había en la mesa frente al televisor.
Mim maulló y corrió a esconderse en la habitación.
Nada había sido real, solo mentiras, y el dolor se adentró en su corazón. Se le presentaban días complicados en el trabajo y en su vida, y estos no apuntaban otro color que el gris que ahora atenazaba el cielo.
De repente, las palabras de Iris emergieron de nuevo en sus pensamientos. Ella estaría allí siempre que él fuera a buscarla. Aún quedaban sesiones con el mediador; volvería a saber de ella, y saber que la encontraría lo consoló.