Читать книгу Misma hora, mismo lugar - Mònica Linares - Страница 5

CAPÍTULO DOS

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UN CAFÉ AMERICANO

Enero

8:10

Le Café

Álvaro cruzó la puerta de cristal translúcido que daba acceso a la cafetería. En el preciso instante en que su pie rozaba el suelo de cemento oscuro, el olor a café recién molido lo embriagó por completo y no dudó de que en ese lugar satisfaría sus necesidades matutinas.

Observó una estancia amplia, con ventanales a su espalda, y repleta, hasta donde alcanzaban sus ojos, de mesas de diferentes formas y alturas, las cuales albergaban a una variada clientela que aprovechaba las horas tempranas para desayunar con cierta calma y algo de paz. El lugar era, a todas luces, acogedor.

Había llegado pronto, y los minutos que le sobraban los dedicaría a deleitarse con ese placer que, además, lo ayudaría a espabilarse. ¡Lo necesitaba!

Unos días atrás había recibido un correo electrónico con la hora y fecha de la reunión en el centro de mediación. En el breve texto se indicaba la dirección y algunos datos para no perderse. No le apetecía pasar ese mal trago; lo único claro era que cuanto antes acabara, antes podría rehacer su vida y volver a una normalidad perdida.

Porque su vida se había desmoronado y aún no era consciente de ello.

Consultó la hora en su reloj: pasaban diez minutos de las ocho. Se acercó a la barra y esperó unos instantes. La pequeña cola antes que él era tratada con mimo. Cuando llegó su turno, pidió un café americano, negro y largo.

Tras otear el lugar, encontró el sitio idóneo donde sentarse. Pagó rápidamente la bebida antes de perderlo y tomó asiento en la silla frente a la pared del establecimiento. Una pared de yeso, pintada en beige y decorada con motivos hogareños.

A su lado, un señor con traje tomaba un americano, igual que él. Le pareció curioso que ambos realizaran los mismos gestos, móvil en mano, mientras removían un café sin azúcar. Una vez que lo hubo bebido, giró la silla y se fijó en su alrededor. En una de las mesas más grandes, un grupo de adolescentes charlaba en torno a sus zumos y bebidas energéticas. Un poco más allá, tres chicas sentadas frente a un portátil tomaban notas con trazos amplios en un par de cuadernos que no dejaban ver la madera de la superficie. Un par de ejecutivos abandonaban sus asientos y se abrochaban las chaquetas para dirigirse a sus puestos de trabajo.

La zona del fondo parecía más cuidada, con más encanto. Una chica estaba sentada a solas en una de las sillas de estilo rococó que adornaban el local. Frente a ella, una taza y un libro. La mesa contigua, flanqueada por dos sillas de madera y metal, estaba ocupada por un par de mujeres de cabello rubio, que, si sus ojos no lo engañaban, eran madre e hija. Ambas tomaban té en tazas altas de porcelana.

Al ver a tanta gente disfrutar de ese capricho matinal, una sonrisa se expandió por el rostro de Álvaro. Solo le quedaba esperar que ese fuese el primer día de algo nuevo.

Unos minutos más tarde, recogió sus cosas y salió de la cafetería. Puso un pie en la calle y cerró la puerta tras él. Se subió el cuello del abrigo, pues el frío arreciaba, y de un plumazo desapareció el entusiasmo. Una punzada lo atravesó y la desgana afloró en su cara.

Respiró de nuevo el aire fresco y se centró en lo que se le venía encima, mientras subía las escaleras de aquel edificio antiguo, llegaba a la quinta planta y tocaba el timbre.

La amargura se instaló en su cuerpo en un suspiro. Solo con traspasar esa puerta el dolor volvería a ser real.

—Siéntese, por favor. Lo avisaré cuando pueda entrar.

—Perfecto.

Cogió una revista del montón y la ojeó. Las fotografías de famosos no le interesaron, así que volvió a dejarla en la mesa. Sacó el móvil del bolsillo de la americana e intentó concentrarse en las tareas pendientes, pero le resultó imposible. Dejó la mente en blanco; no pensar en nada sería la mejor solución.

—¿Señor Ruiz? —preguntó la amable secretaria.

No la había oído acercarse, y el teléfono, que reposaba sobre su muslo, cayó al suelo. Lo recogió y se puso en pie.

—Ya puede pasar. Segunda puerta a la derecha. Lo están esperando. —Le mostró con un leve gesto el camino que lo acercaba a su declive.

Porque sí, se separaba.

¿Qué les había pasado a Susana y a él?

Estaban bien, o eso había querido creer Álvaro. Últimamente no era lo mismo, pero él lo achacaba a los trabajos de ambos, a la presión y al tiempo que llevaban juntos. Nunca pensó que llegarían a ese extremo.

Sin embargo, aquel incómodo día de finales de noviembre del año anterior, en aquel austero despacho de abogados, después de numerosas e interminables reuniones, descubrió que el tiempo que tardaría en rehacer su vida podía ser eterno, por lo que debía buscar una vía más fácil, algo que aligerara la carga.

Una alternativa.

La información de la que disponía sobre mediación era más bien escasa, pero los consejos de personas cercanas a él, e incluso de su abogado, lo llevaron a pensar que podía ser una buena estrategia. Esa mañana iba a asesorarse, para ver si aún existía la manera de derribar la estricta y exigente barrera que Susana interponía entre ellos. No sería fácil que ella diera su brazo a torcer, pero Álvaro debía intentarlo, a pesar de ser consciente de que Susana no daría ningún paso en falso.

Abrió la puerta y se sentó en un pequeño despacho lleno de expedientes, ante un chico un poco más joven de lo que había imaginado, y que esperaba que solucionara su problema. El joven se presentó como Elías, y Álvaro atendió a sus explicaciones, cómo tratarían el caso y las diferentes opciones que se les presentaban. Eran ellos los que debían llegar a un acuerdo; solo esperaba que Susana aceptara solucionarlo de un modo más adecuado.

Fuera ya del edificio, con los papeles en la mano y las ideas acerca de cómo conseguirlo más claras, sacudió fuertemente la cabeza, en un intento de eliminar de su mente la ruptura con su ex. Debía olvidarla y hacer a un lado el daño sufrido, dar un paso adelante y dejar de seguir estancado.

El olor de aquel lugar era especial: el aroma del café tostado con unos toques de canela, mezclado con las diversas tartas y delicias que se mostraban en el aparador; la tenue fragancia especiada de las bolsas de té.

La camarera le sonrió afable mientras preparaba su café americano. Se sintió bien. Eso era lo que había buscado Álvaro al cruzar de nuevo aquella puerta: paz. La vez anterior la había conseguido, y la necesitaba con apremio para encarar la reunión que tenía por delante.

Cuando se levantó aquella mañana, se encontraba de pésimo humor. Ni los rayos de sol cubriendo su solitaria cama habían logrado que una sonrisa se posara en su rostro. El agua de la ducha había despejado en parte su mente, pero seguía sin ánimo de volver a ver a Susana, mucho menos de negociar una separación que empezaba a convertirse en una odisea.

La ruptura la había provocado ella, y aun así ella era la que no quería ceder en ningún punto del acuerdo, sin intención de acercar posiciones.

Y aunque Álvaro no tenía ganas de verla, era la única opción, la vía que creía más rápida para solucionar sus problemas. O eso es lo que le había hecho ver Elías, el mediador. Y parecía que tras la llamada de este y la posterior reunión con Susana, ella había aceptado la tregua. Cuanto antes resolvieran el embrollo, antes aplacaría sus nervios.

Se sentó de nuevo frente a la pared del local, en aquella barra improvisada, y divisó a lo lejos a algunas de las personas de la otra vez. La mujer rubia y su supuesta hija ocupaban una de las mesas principales; a su lado, frente a frente, dos personas de color tomaban unos bocadillos que, por su aspecto, decían: «Cómeme». La chica del fondo seguía allí, en esta ocasión ante dos tazas de café, mientras ojeaba el libro, y el ejecutivo con el que había coincidido en su gusto por el café americano consultaba el móvil en uno de los sofás cercanos al piano.

De repente, el amplio grupo de adolescentes abarrotó el local, y aunque siseaban para silenciar sus estruendosas voces, parte de la atmósfera se esfumó.

Entró un mensaje de Marcos en su móvil: «¿Te recojo y vamos juntos a supervisar la obra?». Le dio una respuesta rápida: «Prefiero ir directo. Nos vemos allí».

Marcos era nuevo en In Design. Joven y con ganas de aprender. Miranda, la socia del estudio, lo había asignado al equipo de Álvaro, y aunque este no estaba conforme con la decisión, debía acatar órdenes. Jacobo, el otro socio, había delegado sus funciones en Miranda y trabajaba desde casa, asistiendo a la oficina una o dos veces por semana. Y la gestión de equipos, una de sus bazas, ahora se encontraba relegada a los caprichos de una diva. Álvaro confiaba en el regreso de Jacobo, y solo por ese motivo había aceptado a Marcos en su equipo, así que ahora ambos gestionaban el nuevo proyecto de rehabilitación de una de las viviendas de la urbanización norte.

Dio un sorbo a su taza y el amargo sabor del café lo transportó a lo que aquella mañana ocupaba su caótica mente. Ansiaba no tener que discutir aspectos que sabía que no conseguiría y que rozaban el límite de lo absurdo.

Minutos más tarde, cruzó la puerta del despacho del mediador, se acercó a la sala de juntas, donde lo esperaban, y al observar el rostro de Elías, con esa sonrisa afable y las ganas de solucionar un imposible, se tranquilizó.

En el centro se encontraba la mesa de reuniones, de color caoba, rodeada de sillas metálicas de diseño. Una de ellas la ocupaba Susana. Apoyaba los brazos en la silla y su actitud era defensiva. Lo miraba con cierta acritud y bastante desprecio. Sus ojos, azules como el hielo, lo traspasaban por completo. Lo malo era que seguía estando guapa, con su negra melena despeinada —a la vez que bien cuidada— y su ropa casual, que vestía elegantemente. Se sentó a su lado e intentó aplacar los nervios que su cercanía le provocaba.

—Bueno, pues ya estamos aquí.

—Hola, Susana.

—No pongas esa cara de buena persona. No creo que vayamos a conseguir nada.

—Estuviste de acuerdo en intentarlo —objetó Álvaro.

Miró al mediador, exigiéndole que pusiera orden y empezaran cuanto antes.

Elías explicó el proceso paso a paso, las sesiones que llevarían a cabo, y les indicó que deberían poner de su parte con el fin de llegar a acuerdos. Que su cometido allí era, básicamente, ayudarlos a encontrar un camino común.

—Yo no quiero nada en común con él —aseguró Susana.

—Estamos aquí para acercar posturas, ¿no cree?

—Pues no sé qué decirte. Él sabe lo que yo quiero, y aunque pretenda quedárselo, al final llegaremos a la conclusión de que debe cedérmelo. O sea que —giró su rostro hacia Álvaro— empieza a desprenderte de esas cosas a las que tienes tanto aprecio, porque al final serán mías.

—Susana —interrumpió Elías—, si me permites que te tutee, vayamos concretando los bienes y decidiendo qué hacer con cada uno de ellos. Si os parece, podemos establecer un inventario…

—Eso ya lo han hecho nuestros abogados, no sé por qué tenemos que empezar otra vez con lo mismo. —Susana se puso en pie arrastrando la silla. Se acercó a la ventana; sus altos tacones resonaron en la estancia.

—Es una manera de acercar posiciones —continuó el mediador.

—Pero qué posiciones ni qué cojones.

—¡Susana! —exclamó Álvaro. Se incorporó y se aproximó a ella—. Intentemos llevarnos bien por un momento. Es una hora lo que quiero que hablemos, solo una hora, para acordar la mejor manera de manejar esto.

—¡Pero qué blando eres! Un calzonazos, lo dicho.

Álvaro la miró con rabia. Las sesiones con el mediador iban a ser una batalla campal; aunque ella parecía haber aceptado la tregua, no lo estaba demostrando. Iba a convertir el proceso en un trayecto lleno de baches y piedras, de escollos difíciles de atravesar. Aun así, Álvaro pondría de su parte. Y confiaba en que Elías consiguiera que Susana también lo hiciera. La tarea de ambos no era fácil.

Otra mañana más.

Tras la primera toma de contacto con el mediador, en la que establecieron los pactos de no discutir, intentar dialogar y buscar un desenlace satisfactorio por parte de ambos, ese día se encontrarían de nuevo, y esperaba conseguir algo más por parte de Susana.

Le mostró una rápida y forzada sonrisa a la camarera mientras abonaba el importe del café y se dirigía a uno de los huecos que quedaban libres. Tuvo la suerte de sentarse en una de las sillas de estilo art decó, en la mesa contigua a la de la chica que ya había observado en otras ocasiones. Allí seguía ella, frente a un café; el libro, esta vez, descansaba en sus rodillas.

Se aproximaban las que —ahora sí lo tenía clarísimo— eran madre e hija. Un niño de unos tres años daba la mano a la más joven y le gritaba a la otra: «Abuela, venga, vamos». La mujer lo miró con cierto enfado, pues el rostro de la clientela empezaba a contrariarse por el ruido.

Álvaro dio el último sorbo a su café, que en un suspiro había desaparecido, y dejó la taza vacía encima de la mesa. Necesitaba más cafeína. Su abrigo, junto a la americana, cubría la silla; la agenda y el móvil reposaban en la mesa de cristal. ¿Qué hacer?

Se puso en pie y pidió a la chica de al lado si podía vigilar sus cosas un momento. La mirada que esta le dirigió no acabó de convencerlo, pero asintió, por lo que Álvaro esperó en la cola formada tras la barra para pedir una nueva bebida y un trozo de tarta. Necesitaba endulzar su desdichada historia.

—Gracias por vigilar mis cosas —dijo al regresar a su sitio.

Pelo rubio y ondulado, rostro angelical. La mirada que ella le lanzó lo impactó y desconcertó, como si las palabras que Álvaro había pronunciado no fueran con ella, como si ni se hubiera percatado de que, un rato antes, ella misma había aceptado con un movimiento de cabeza guardarle sus pertenencias.

Quedó descolocado ante la ausencia de respuesta; sin embargo, no le dio más importancia. Se sentó en su silla, degustó el café y saboreó la tarta. ¡Qué delicia!

Unos minutos después, subía con desgana las escaleras. Era la tercera vez que ascendía a la quinta planta de aquel edificio y, como las anteriores, descartó hacerlo en ascensor. En las sillas de la entrada, que hacían las veces de sala de espera, cruzó una mirada con un joven guapo y bien plantado, preguntándose quién sería. Aquella hora estaba bloqueada para ellos, para él y para Susana, y no entendía su presencia.

Cuando la secretaria lo guio a la sala de reuniones, Susana ya se encontraba allí. Hacia él se dirigió un hombre con traje, al que Álvaro no conocía.

—Señor Ruiz, supongo. Soy Pablo Pérez, el nuevo abogado de la señora Pastor.

O sea, que Susana no estaba conforme con la propuesta de Álvaro. ¿Un nuevo abogado? Le transmitió tal sensación de frialdad que comprendió que ella no acercaría posturas. Respiró hondo, sin cerrar los ojos.

El abogado le ofreció la mano y le mostró el lugar donde sentarse: una silla justo enfrente de Susana. ¿Qué se creía? Él podía sentarse donde quisiera. No obstante, hizo caso y la ocupó sin decir palabra. El señor Pérez se sentó al lado de su cliente y extendió un despliegue de papeles.

—No sé si la señora Pastor lo ha puesto al corriente, pero a partir de ahora seré el encargado de los trámites de su divorcio. Mi colega, el letrado que llevó el caso anteriormente, me ha puesto al día. Por eso hoy, que estamos los tres, me gustaría tratar ciertos aspectos del convenio regulador de separación. Si tiene alguna consulta antes de que le pregunte…

—¿Esperamos al mediador? —sugirió Álvaro, perplejo.

—Por supuesto. Era para avanzar en algunos temas.

—Se supone que estamos aquí para llegar a un acuerdo, no para que intercedan nuestros abogados. Además, el mío no se encuentra aquí. Es un proceso que habíamos dejado aparcado, ¿no? —preguntó a Susana.

—Pues sí, pero yo prefiero venir asesorada.

Se abrió la puerta y accedió Elías. Se sentó a la cabecera de la mesa.

—Buenos días. Me sabe mal, pero si solo se encuentra presente el abogado de la señora Pastor, no podemos continuar con la sesión.

—Estamos aquí, ¿por qué no se puede llevar a cabo? —vociferó Susana.

Su abogado trató de calmarla.

—Si les parece, para la próxima ocasión vengan ambos con sus letrados y les comentaré cómo avanzar. Pero si quieren que la sesión de hoy siga adelante, el señor Pérez deberá retirarse.

Y ese fue el momento en que Álvaro lo vio claro.

Por mucho que él lo intentara, jamás acercarían posiciones. Menos si Susana aparecía escoltada por la caballería, sin avisar y poniendo trabas al proceso.

—La señora Pastor me confirmó que el abogado del señor Ruiz estaría presente —aclaró el señor Pérez, y se puso en pie con intención de abandonar la sala. Susana lo siguió.

—Sin mi abogado delante, no diré nada.

—No quedamos en esto, Susana —protestó Álvaro—. Pero si lo deseas, a la próxima sesión vendré con mi abogado.

—Eso estaría bien —insinuó Elías.

—¿Crees que podemos continuar a solas hoy, sin perder la cita y no alargando más el proceso? —sugirió Álvaro.

Susana se sentó de malas maneras y su abogado salió. Elías la invitó a verbalizar el conflicto que existía entre ambos para así ver en qué podía ayudar. Susana inició su discurso expresando su malestar y haciendo gala de unas formas nada correctas.

Álvaro desconectó. Pensar que su vida se reducía a las hojas que Elías garabateaba mientras hablaba con ellos lo hizo sentir pequeño, extraño.

En sus oídos se escuchaba el runrún del monólogo de Susana; algunas de sus palabras lo transportaron a sus comienzos. Recordó el día, no tan lejano, en que la conoció.

Eran jóvenes, muy jóvenes. Apenas tenían quince años.

Ella era nueva en el instituto. Aquel día, cuando cruzó la puerta de clase y la profesora la presentó al grupo, sus miradas se cruzaron. Fue un gesto inocente, una caída de párpados que los marcó a ambos. Ella se mordió levemente el labio y exhibió una amplia sonrisa. Se acomodó tres filas por delante de él, en un pupitre libre, y cuando la profesora empezó con la lección, giró el cuello hasta encontrarse con Álvaro, sonriendo otra vez.

Sus compañeros estuvieron pendientes de la chica nueva, y a la hora del recreo no dudaron en presentarse e intentar hacerle el primer día más agradable. Álvaro permaneció rezagado junto a un par de colegas, sin querer presionarla. Y desde la esquina del gimnasio, observaron cómo ella se reía de las tonterías que los otros le decían. De inmediato, supo que se adaptaría pronto a ese nuevo ambiente.

Cerró los ojos y recordó aquel primer momento, la curva de sus labios, que, tiempo después, supo que había sido solo para él. Una sonrisa de la que no pudo escapar y de la que se enamoró locamente.

Esa misma tarde, al salir de clase, Álvaro la siguió de lejos, vigilando que ella no se percatara de su presencia. Quería conocerla, saber cómo se movía, a dónde se dirigía. Unas calles más adelante, se dio cuenta de que iban hacia el mismo lugar. Decidió que hablaría con ella.

—Perdona, ¿Susana? —Ella se sobresaltó, pues no esperaba que nadie interrumpiera su paseo. Lo miró y asintió—. Parece que nos encaminamos al mismo sitio, ¿te importa si vamos juntos?

Sin responder, siguió caminado, y Álvaro continuó a su lado. De vez en cuando ella lo miraba de reojo, y se sonrojaba cada vez que sus pupilas se encontraban. Ninguno de los dos articuló palabra. Finalmente, Susana tomó la iniciativa.

Le contó que acababa de trasladarse al bloque de pisos frente al suyo y que aquel era su primer día en el nuevo instituto y en su nueva vida.

—Ahí vivo yo.

—Pues seremos vecinos.

—Sí, eso parece.

A partir de ese momento, fueron siempre juntos a clase. Quedaban por las mañanas; Álvaro la esperaba en el portal y repasaban de camino al instituto las tareas para ese día. Y al regresar por las tardes, en casa de uno u otro, hacían los deberes o estudiaban para los controles. En ese tiempo forjaron una amistad buena y sólida.

Pero no llegaron a nada más. Álvaro no se atrevió nunca a dar un paso que no sabía si ella deseaba. Estaban bien así y no quiso cambiarlo.

Cuando comenzaron la universidad, tomaron rumbos diferentes.

Álvaro se decantó por la arquitectura, unos estudios que desde pequeño lo atraían. Siempre le había encantado diseñar, crear y hacer realidad aquello que construía en su pensamiento.

Susana, por el contrario, hizo lo que se esperaba de ella y se matriculó en Administración y Dirección de Empresas. No era la carrera con la que se sentía identificada, o eso le había contado en alguna ocasión, pero ofrecía una formación con la que después podría alcanzar algún otro sueño. Incluso apostaron que abrirían un estudio de arquitectura juntos, gestionado por ella y lanzado al estrellato por él. Sueño que nunca se cumplió. Apuesta perdida.

Un sábado noche, en el segundo año de carrera, quedaron para tomar unas copas con los amigos de la facultad. Fueron a un bar del centro, un local al que muchos universitarios acudían los fines de semana. Álvaro bebió más de la cuenta. Tenía la necesidad de evadirse, dejar de pensar en lo correcto y salir de su zona de confort. Y el dulce y embriagador olor de Susana, la cercanía de sus cuerpos, la música en sus oídos y el alcohol en sus venas le dieron impulso. Quería arriesgarse de una vez por todas.

—¿Te apetece salir?

—¿Fuera? —preguntó ella extrañada.

—¿Cómo que fuera? —Álvaro frunció el ceño—. No, si te apetece salir conmigo. —Alzó la voz; sus palabras salieron de forma atropellada.

Estaba ebrio y no coordinaba bien el discurso. Susana sonrió descarada y dio un sorbo a la cerveza de él, pero no respondió.

Se puso seria y Álvaro tuvo un mal presentimiento. Su cabeza giraba sin parar, no lograba centrar la vista en sus ojos azules. Empezó a tambalearse de forma errática y ella lo sujetó por los brazos. Se acercó a su oído.

—¿Qué respuesta deseas?

—¡¿Perdona?! —Álvaro estaba desconcertado. No comprendía lo que insinuaba Susana, y menos en su estado. No le seguía el juego.

Ella rio ante él y se acercó peligrosamente.

—La respuesta es sí. Claro que sí. Hacía años que lo esperaba.

—Ehhh…

—Déjalo, Álvaro; mañana te lo explico mejor, si es que recuerdas algo de lo que ha sucedido hoy. —Y se fundió con su boca, rodeando fogosamente su lengua.

Álvaro hubiera querido más esa noche, pero el alcohol y él no habían sido buenos aliados. Acabó vomitando en la calle y manchando el vestido de Susana.

Un compañero los acompañó a casa y ahí finalizó el catastrófico inicio de su relación. Seguro que fue una señal.

Al día siguiente, conversaron tumbados en el parque. Ella le explicó que estaba coladita por él desde el primer día de clase, aquel en el que le había lanzado una sonrisa que esperaba que él comprendiera.

—Parece que no te quedó claro.

—No es que no lo entendiera: aquel día te seguí a casa. Recuerdo que paseamos juntos…

—Y poco más. Nunca intentaste nada.

—No sé, por aquel entonces no lo creía necesario. Con tu amistad me bastaba, y creía que, si daba un paso adelante, podía perderte, y eso no entraba en mis planes. Has cambiado, hace tiempo que estás diferente, y no sé… yo… me apetece ser diferente, que seamos diferentes juntos…

—Álvaro, ya te he dicho que sí. Saldré contigo. Ahora toma las riendas de esta relación y pongámosle marcha.

—¿Qué quieres decir?

—¿A dónde me llevas este fin de semana?

—A donde tú quieras.

—Me gustan los chicos que toman la iniciativa. Una cena en un restaurante céntrico, una velada en el cine para ver el último estreno, no sé… cosas así.

—O sea, debo sorprenderte.

—Debes currártelo. Saldré contigo, me gustas desde hace tiempo, aunque también aprecio un buen detalle.

Susana siempre quiso que él tomara el mando, y Álvaro lo intentó por todos los medios. Los caprichos más exquisitos que pasaban por su alocada mente, él se los proporcionó. En todo momento intentó ser lo que ella esperaba.

Ahora se daba cuenta de que Susana buscaba otra cosa. Ella quería algo que Álvaro no le podía dar. O, por lo menos, no en los últimos años. Por eso había buscado fuera de la relación lo que, según ella, no tenía en casa.

Volvía a estar sentado en la cafetería, esta vez sentado en un cómodo sofá, con el piano de pared a su lado y la taza de café vacía. Esa mañana se sentía desgraciado. Fuera llovía copiosamente y se había empapado antes de entrar.

Un imprevisto del mediador le había proporcionado un poco de tiempo extra, y decidió pasar por el quiosco de la esquina y hacerse con un libro al que le tenía ganas. Una buena ocasión para centrarse en la lectura, algo imposible en su ajetreada agenda.

A su alrededor, los clientes del local, ajenos a sus preocupaciones, seguían con sus vidas, charlando de los entresijos de su día a día. Un grupo de escandalosos adolescentes interrumpía la paz del lugar y le impedía concentrarse. Levantó la vista del ejemplar y posó sus ojos en la chica del café, situada, como cada mañana, en su preciado rincón, junto a un paraguas y su habitual libro. Por un instante ella le sonrió, le mostró un rostro aún desconocido. Sus miradas conectaron, y Álvaro por primera vez observó lo guapa que era.

El tiempo pasó y, cuando miró el reloj, se percató de que la reunión no empezaría sin él. Recogió sus cosas y se puso en pie.

Sus ojos se posaron en la portada del ejemplar que leía aquella chica de mirada perdida, y se dio cuenta de que era el mismo que portaba bajo su brazo y que acababa de adquirir.

—¿Interesante lectura?

Ella lo miró perpleja, sin entender.

—El libro. ¿Qué te parece? Lo he comprado esta mañana. Me han hablado muy bien de él. ¿Te gusta?

Ella ojeó las páginas que descansaban en su regazo y asintió mientras volvía a mirarlo. Fueron unos segundos extraños. Sus ojos conectaron, pero no fluía ningún sonido. Él, estático ante ella; ella, sin murmurar palabra.

—Bueno, hasta otro día.

Se alejó de su lado. No quería presionar, así que decidió guardar ese recuerdo para saborearlo con calma más adelante. A pesar de las distancias marcadas por ella, Álvaro quería conocerla.

Comprobó de nuevo la hora, esa que lo acercaba a su ocaso. No debía llegar tarde.

En el despacho, Álvaro sacudió la cabeza. Intentó centrarse en lo que ocurría entre aquellas paredes, en las palabras que pronunciaban el señor Pérez, su propio abogado, que hoy se encontraba entre ellos, y el mediador. Esa sala lo transportaba a lugares y momentos a los que no quería volver, por lo que debía extraerlos cuanto antes de su memoria, desprenderse de ellos y borrar de su piel la sensación de angustia que lo inundaba cuando tenía cerca a Susana.

Respiró hondo. Se enfocó en las explicaciones de Elías. Eran importantes y no les prestaba atención.

Hablaba de propiedades. De la casa de la playa, la de la montaña, algo sobre los coches y la moto; también oyó el nombre de la gata.

No seguía el hilo de la conversación. Asentía y poco más.

Colocó las manos encima de la mesa e intentó fijar la vista en los labios de Elías. No lo consiguió.

Carraspeó.

—¿Deseas algo? —preguntó el mediador.

—Un poco de agua, por favor.

Susana exhaló un suspiro de desaprobación y lo miró como a alguien a quien se ve por primera vez.

Elías cogió un par de botellas de agua y unos vasos en el armario que quedaba justo detrás de él. Los puso delante de Álvaro y del resto de ocupantes de la sala.

Estaba intranquilo; ese día la silla le resultaba incomodísima y no sabía ni cómo ponerse. Su abogado intentaba sosegarlo, pero de su garganta no brotaban las palabras que los conducirían a un acuerdo satisfactorio. Y ver que Susana no colaboraba, que todo eran intransigencias por su parte, tampoco ayudaba.

—El cuadro del salón fue un regalo de tus padres para los dos, por nuestro aniversario. No puedes quedártelo tú solo porque te interesa más la pintura que a mí.

—Es un reparto equitativo de las cosas. —Cada vez que abría la boca, Álvaro no podía soportar el veneno que salía de ella.

—Susana, por favor, tengamos la fiesta en paz.

—¿Desde cuándo estamos en una fiesta? Aquí hemos venido a repartir nuestras cosas. Tú no estás de acuerdo y yo, tampoco. Pues empecemos de nuevo con la asignación de cromos.

Susana clavó en Álvaro una mirada fría, sin sentimientos, con un desdén abrumador. Tantos años juntos, tanto tiempo el uno al lado del otro, y ahora se lo pagaba así, con tanto desprecio.

Desconocía cómo habían llegado a eso.

Él se había enamorado de una persona que lo hacía sonreír, con la que los días no tenían fin y con la que soñaba un futuro común. La persona frente a él no era la mujer a la que recordaba, sino una que ya no deseaba estar a su lado y que pretendía despojarlo de cuanto lo hacía feliz.

Ocho años juntos.

Ocho años en los que su vida le había pertenecido a ella y solo a ella. Su Susana y él, su Álvaro. ¿Cómo habían llegado a esa situación en la que, aunque él se desviviera por ella, ella se dedicaba a disfrutar con otro?

Todo había sido una mentira.

Era frustrante.

En aquel despacho, junto a esas personas, Álvaro se sentía perdido. Desconocía cómo encauzar su vida. Todo pendía de un hilo, nada era como él hubiera imaginado. El futuro se derrumbaba a su paso.

El mediador proseguía su discurso y, mientras, él seguía ahí sentado, a la espera de sentencia.

De repente, algo captó su atención. Unas palabras con las que Susana era consciente de que le haría daño.

Mencionó a la gata.

—¿Y con Mim qué hacemos?

Cerró los párpados con fuerza. Inspiró hondo e intentó serenar su atropellado corazón. Agitó la cabeza y miró al techo. Necesitaba perder de vista aquellos ojos fríos que solo buscaban acobardarlo.

Susana estaba tensa y su gesto era cruel, de furia contenida. Álvaro no había escuchado nada de la conversación, y eso le daba ventaja a ella.

—¿Qué acaba de decir, perdón? ¿Puede repetirlo?

—Hablábamos sobre el gato y…

—¡Mim! La gata. —¿Cómo podían estar debatiendo la custodia de su mascota? Era suya, Susana no la deseaba a su lado—. ¿Qué es lo que quieres? —preguntó Álvaro mirándola de frente—. Tú nunca has mostrado ningún interés por ella, no has dedicado ni un mísero minuto a su cuidado, ¿y ahora quieres quedártela?

—Yo la compré, la llevé a nuestra casa. Es mía.

Su arrogancia era tal que Álvaro no se lo podía creer. La clase de falta de humildad que nunca creyó que pudiera albergar alguien que había permanecido a su lado tantos años.

—Era un regalo, un regalo por mi cumpleaños. Yo la he cuidado, siempre ha estado conmigo; a ti incluso te rehúye.

La mirada de desprecio con que lo fulminó fue insólita. Aquella conversación llevaba muy mal camino. Si la gata no se quedaba con él, el mal sería mayor, y eso sí que no lo podría soportar.

—Pues para ti; el resto es mío —dijo, marcando las palabras y con un talante orgulloso fuera de lo normal. Se levantó de la mesa y se dirigió hacia la ventana. Apoyó una mano en el vidrio, rígida. Quería hacerle daño tocándole la fibra que a él más le dolía. Pero no lo conseguiría.

—¿El resto? —preguntó, incrédulo.

—¡Álvaro! No estabas pendiente; siempre distraído, como estos últimos años —dijo Susana en tono elevado mientras se giraba para retarlo—. No vamos a repetir nada de lo que se ha dicho en la hora que ha durado la reunión, y a la que no has prestado atención. Esto lo querías tú, así que o estás o no estás, pero no voy a pasar más tiempo aquí si no pones de tu parte.

—Tranquilos —terció Elías—. Calma. Señor Ruiz, ¿qué tiene que aportar?

—Perdón. ¿En relación con qué?

Susana suspiró de forma exagerada.

—Si les parece, retomaremos la sesión la próxima semana. Reflexionen sobre lo que aquí se ha dicho y sobre la manera en que pueden acercar posiciones.

—Álvaro —intervino Susana—, vendré la próxima semana, pero esto es más caro e incómodo que si nuestros abogados negociaran entre ellos.

—Tampoco se ponían de acuerdo.

—Porque tú no quieres ceder.

—¿Yo?

—Álvaro, por Dios. No la tengamos otra vez. Le pediré a mi abogado que le envíe los papeles al tuyo. Firmas y listo —sentenció mientras se dirigía a la puerta de salida y la abría de par en par.

Fuera, esperaba de nuevo el joven del día anterior. Al parecer, era «el otro», pues le tomó las manos a Susana. Tendría poco más de veinticinco años, una cara aniñada y un físico imponente. Esa era la persona que había roto su vínculo. O tal vez no tuviera culpa alguna y el único delito cometido fue inmiscuirse en su relación. En cualquier caso, la osadía de traerlo a aquel encuentro escapaba del entendimiento de Álvaro.

El susodicho acariciaba el brazo de su exmujer de una manera metódica, con ternura, a la vez que la miraba con deleite, una visión que Álvaro no podía tolerar. No estaba dispuesto a consentir que aquellos dos hicieran manitas delante de sus narices. No podía soportar tanto manoseo.

—¿Firmar el qué? —preguntó desde el interior de la sala.

—Supongo que lo que habéis hablado —dijo el chico, que entrelazó los dedos con los de Susana.

—¿Perdona? ¿A ti quién te ha permitido participar en esta conversación? —lo increpó Álvaro en tono amenazador.

—¡Álvaro! No las tengamos, que…

—Por favor, señores —se interpuso Elías—. Contactaré con el señor Ruiz y le detallaré de nuevo lo que hemos hablado. Si lo ven bien, nos reunimos la próxima semana y seguimos conversando. Ahora, por favor, si son tan amables… —Con la mano les indicó la salida.

Susana y su acompañante se alejaron rápidamente. Al parecer, tenían prisa por olvidar lo ocurrido.

Álvaro los dejó marchar. No quería coincidir con ellos en las escaleras. Siempre había pensado que, si lograba estar a solas con Susana, hablando como lo hacían antes, tal vez llegara a convencerla para que la ruptura fuera menos tensa, que entre los dos podían cerrar un trato beneficioso para ambos.

Sin embargo, después de la sesión, ella iba a por todas e intentaría arrebatarle sus posesiones más valiosas. No se dejaría, aunque desconocía si sus fuerzas serían suficientes para luchar por algo que quería olvidar cuanto antes.

La puerta se cerró tras ellos y los perdió de vista. Respiró tranquilo.

¿Qué acababa de suceder?

Su vida pasó por su mente.

Era tan ruin. No comprendía cómo su amor se había desmoronado en tan solo unas semanas. ¿Cómo no se había dado cuenta? Se sentía tan engañado.

Se despidió de la secretaria tras apuntar en la agenda la nueva cita. Necesitaba cerciorarse de qué había ocurrido en ese despacho, qué detalles se habían tratado.

Misma hora, mismo lugar

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