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CAPÍTULO OCHO

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Godfrey, Akorth, Fulton, Merek y Ario, vestidos con las túnicas de los Finianos, caminaban por las brillantes calles de Volusia, todos en guardia, agrupados y muy tensos. El entusiasmo de Godfrey hacía rato que se había desvanecido y había hecho camino por calles desconocidas, con los sacos de oro a la cintura, maldiciéndose a sí mismo por haberse ofrecido voluntario para esta misión y rompiéndose la cabeza para ver qué harían a continuación. Daría cualquier cosa por una bebida ahora mismo.

Qué idea más terrible y horrorosa había tenido de venir aquí. ¿Por qué narices había tenido un momento tan estúpido de caballerosidad? ¿Y qué era la caballerosidad al fin y al cabo? Un momento de pasión, de altruismo, de locura. Esto solo hacía que se le secara la garganta, que el corazón le palpitara, que las manos le temblaran. Odiaba aquella sensación, odiaba cada segundo así. Deseaba haber cerrado la boca. La caballerosidad no era para él.

¿O sí?

Y a no estaba seguro de nada. Lo único que sabía ahora mismo es que quería sobrevivir, vivir, beber, estar en cualquier lugar menos aquí. Daría cualquier cosa por una cerveza ahora mismo. Vendería el acto más heroico por una pinta de cerveza.

“¿Y a quién vamos a untar exactamente?” preguntó Merek, acercándose a su lado, mientras caminaban juntos por las calles.

Godfrey se rompía la cabeza.

“Necesitamos a alguien de dentro de su ejército”, dijo él finalmente. “Un comandante. No demasiado alto. Alguien lo suficientemente alto. Alguien a quién le importe más el oro que matar”.

“¿Y dónde encontraremos una persona así?” preguntó Ario. “No podemos exactamente marchar hacia sus barracas”.

“Desde mi experiencia, solo existe un sitio fiable en el que encontrar a alguien de ética imperfecta”, dijo Akorth. “Las tabernas”.

“Ahora has hablado”, dijo Fulton. “Ahora, finalmente, alguien ha dicho algo sensato”.

“Suena como una idea horrible”, replicó Ario. “Suena a que simplemente te apetece un trago”.

“Bien, me apetece”, dijo Akorth. “¿Y qué hay de malo en ello?”

“¿Tú qué crees?” replicó Ario. “¿Qué vas a entrar en una taberna, vas a encontrar un comandante y sobornalo? ¿Es así de fácil?”

“Bueno, finalmente el niño tiene razón en algo”, dijo Merek metiéndose en la conversación. “Es una mala idea. Echarían un vistazo a nuestro oro, nos matarían y lo cogerían para ellos”.

“Por eso no vamos a llevar nuestro oro”, dijo Godfrey, decidido.”

“¿Cómo?” preguntó Merek, dirigiéndose hacia él. “¿Qué haremos con él entonces?”

“Esconderlo”, dijo Godfrey.

“¿Esconder todo este oro?” preguntó Ario. “¿Estás loco? Trajimos demasiado. Suficiente para comprar media ciudad”.

“Eso es precisamente por lo que lo vamos a esconder”, dijo Godfrey, animándose con la idea. “Encontramos a la persona adecuada, por el precio adecuado, en quién podamos confiar, y lo llevamos hasta él”.

Merek se encogió de hombros.

“Es una misión imposible. Va de mal en peor. Seguimos tus pasos, sabe Dios por qué. Nos estás llevando hacia nuestras tumbas”.

“Seguisteis mis pasos porque creéis en el honor, en el coraje”, dijo Godfrey. “Seguisteis mis pasos porque, desde el momento en que lo hicisteis, nos volvimos hermanos. Hermanos en el valor. Y los hermanos no se abandonan”.

Los otros se quedaron en silencio mientras caminaban y Godfrey se sorprendió de sí mismo. No entendía del todo este rasgo de sí mismo que aparecía cada dos por tres. ¿Era su padre el que hablaba? ¿O era él?

Doblaron la esquina y la ciudad se abrió ante ellos y Godfrey se maravilló una vez más ante su belleza. Todo brillaba, las calles estaban repletas de oro, entrelazadas con canales de agua del mar, luz por todas partes, reflejando el oro y encegándolo. Las calles estaban ajetreadas aquí también, y Godfrey admiraba las gruesas multitudes, sorprendido. Recibió más de un golpe en el hombro e iba con mucha cautela de mantener la cabeza agachada para que los soldados del Imperio no lo detectaran.

Los soldados, con todo tipo de armaduras, marchaban arriba y abajo en todas direcciones, entremezclados con nobles y ciudadanos del Imperio, hombres enormes con su identificable piel amarilla y cuernos pequeños, muchos con paradas, vendiendo mercancías por todas partes en las calles de Volusia. Godfrey divisó mujeres del Imperio, también, por primera vez, tan altas y con los hombros tan anchos como los hombres, parecían casi tan grandes como algunos hombres del Anillo. Sus cuernos eran más largos, más puntiagudos y su brillo era de un azul aguamarino. Parecían más salvajes que los hombres. A Godfrey no le gustaría encontrarse en una lucha con ellas.

“Quizás podríamos acostarnos con algunas mujeres mientras estamos aquí”, dijo Akorth con un eructo.

“Creo que estarían encantadas de cortarte el cuello”, dijo Fulton.

Akorth se encogió de hombros.

“Quizás harían las dos cosas”, dijo él. “Al menos moriría como un hombre feliz”.

Mientras las multitudes iban creciendo, abriéndose camino a través de más calles de la ciudad, Godfrey, sudoroso, temblando por la ansiedad, se obligaba a sí mismo a ser fuerte, a ser valiente, a pensar en todos los que se habían quedado en la aldea, en su hermana, que necesitaba su ayuda. Consideraba los números a los que se enfrentaban. Si podía sacar adelante la misión, quizás podría marcar la diferencia, quizás podría realmente ayudarlos. No era la manera de actuar , valiente y gloriosa, de sus hermanos guerreros; pero era la suya, la única manera que conocía.

Al doblar una esquina, Godfrey elevó la mirada hacia delante y vio exactamente lo que estaba buscando: allí, en la distancia, un grupo de hombres salieron como desparramándose de un edificio de piedra, luchando los unos con los otros, mientras se formaba una multitud a su alrededor, animando con gritos. Daban puñetazos y se tambaleaban de una manera que Godfrey reconoció de inmediato: borrachos. Los borrachos, reflexionó, tienen la misma apariencia en cualquier parte del mundo. Era una hermandad de estúpidos. Divisó una pequeña bandera negra que ondeaba encima del establecimiento y enseguida supo qué era.

“Ahí está”, dijo Godfrey, como si estuviera mirando una meca sagrada. “Esto es lo que queríamos”.

“La taberna más limpia que he visto jamás”, dijo Akorth.

Godfrey observó la elegante fachada y estaba dispuesto a darle la razón.

Merek se encogió de hombros.

“Todas las tabernas son iguales, una vez dentro. Serán tan borrachos y estúpidos aquí como lo serían en cualquier lugar”.

“Mi tipo de gente”, dijo Fulton, relamiéndose los labios como si ya estuviera saboreando la cerveza.

“¿Y cómo se supone que vamos a llegar hasta allí?” preguntó Ario.

Godfrey miró hacia abajo y entendió a lo que se refería: la calle terminaba en un canal. No había manera de llegar andando hasta allí.

Godfrey observó cómo una pequeña embarcación de oro se detenía a sus pies, con dos hombres del Imperio dentro y observó cómo salían de ella, ataban la barca a un poste con una cuerda y la dejaban allí mientras se adentraban en la ciudad, sin mirar nunca hacia atrás. Godfrey observó la armadura de uno de ellos y se imaginó que eran oficiales y no les hacía falta preocuparse por su barca. Obviamente, sabían que nadie sería jamás tan estúpido para atreverse a robarles su barca.

Godfrey y Merek inrecambiaron una mirada cómplice a la vez. Las grandes mentes, pensó Godfrey, piensan igual; o al menos las grandes mentes que habían tenido experiencia en mazmorras y callejones.

Merek dio un paso adelante, sacó su puñal y cortó la gruesa cuerda y, uno a uno, se apiñaron dentro de la pequeña embarcación de oro, que se balanceaba bruscamente mientras lo hacían. Godfrey se inclinó hacia delante y con su bota los empujó lejos del puerto.

Se deslizaron por los canales, balanceándose, y Merek agarró el largo remo y los dirigió, remando.

“Esto es una locura”, dijo Ario, echando una mirada a los oficiales. “Podrían volver”.

Godfrey miró hacia delante y asintió.

“Entonces será mejor que rememos más rápido”, dijo.

Una Promesa de Hermanos

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