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CAPÍTULO CUATRO

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Godfrey sentía cómo el sudor caía por su nuca mientras se apiñaba dentro del grupo de esclavos, procurando no quedarse en el medio y no ser visto mientras se abrían camino por las calles de Volusia. Otro chasquido cortó el aire y Godfrey gritó de dolor cuando la punta de un látigo le golpeó por detrás. La esclava de detrás suyo gritó mucho más fuerte, pues el látigo iba principalmente dirigido a ella. Le golpeó firmemente en la espalda y ella gritó y se tambaleó hacia delante.

Godfrey se acercó y la cogió antes de que se desplomara, actuando por impulso, sabiendo que ponía su vida en peligro al hacerlo. Ella recobró el equilibrio y se giró hacia él, con el pánico y el miedo en su rostro y, al verlo, sus ojos se abrieron como platos por la sorpresa. Estaba claro que no esperaba verlo, un humano, de piel clara, caminando libremente a su lado, sin grilletes. Godfrey le hizo un gesto rápido con la cabeza y levantó un dedo hacia su boca, pidiéndole que estuviera en silencio. Afortunadamente, lo hizo.

Entonces se oyó otro chasquido de látigo y Godfrey miró y vio a unos capataces dirigiéndose al convoy, golpeando a los esclavos sin mucha atención, claramente con el deseo de que su presencia se notara. Al echar un vistazo hacia atrás vio, justo detrás de él, las caras de pánico de Akorth y Fulton, con los ojos moviéndose rápidamente y, a su lado, los rostros decididos de Merek y Ario. Godfrey se maravilló de que estos dos chicos mostraran más compostura y valentía que Akorth y Fulton, dos hombres hechos y derechos y, sin embargo, borrachos.

Ellos marchaban y marchaban y Godfrey sentía que se estaban aproximando a su destino, donde quiera que fuera. Por supuesto, no podía permitir que llegaran allí: tenía que dar un paso pronto. Había cumplido su objetivo, había conseguido entrar en Volusia, pero ahora debía liberarse de este grupo, antes de que los descubrieran a todos.

Godfrey miró a su alrededor y vio algo que agradeció: ahora los capataces estaban reuniéndose en su mayoría al frente de este convoy de esclavos. Tenía sentido, por supuesto. Dado que todos los esclavos estaban encadenados juntos, estaba claro que no podían correr hacia ningún lugar y a los capataces, evidentemente, no les hacía falta vigilar la parte de atrás. Aparte del capataz solitario que andaba arriba y debajo de las filas azotándolos, no había nadie que les impidiera escaparse por la parte de atrás del convoy. Podían escapar, deslizarse inadvertidamente y en silencio hacia las calles de Volusia.

Godfrey sabía que debían actuar rápidamente; y aún así su corazón palpitaba cada vez que consideraba dar el atrevido paso. Su cuerpo le decía que lo hiciera y, sin embargo, su cuerpo continuaba dudando, sin acabar de reunir el valor.

Godfrey todavía no podía creer que estuvieran aquí, que realmente habían conseguido atravesar estos muros. Parecía un sueño, pero un sueño que iba empeorando. El mareo del vino iba desapareciendo, y cuanto más lo hacía, más se daba cuenta de lo profundamente mala idea que todo esto era.

“Tenemos que salir de aquí”, Merek se inclinó hacia delante y suspiró con insistencia. “Tenemos que dar un paso”.

Godfrey negó con la cabeza y tragó saliva, el sudor le escocía en los ojos. Una parte de él sabía que tenía razón; sin embargo, otra parte de él le hacía esperar exactamente al momento adeuado.

“No”, respondió. “Todavía no”.

Godfrey miró a su alrededor y vio todo tipo de esclavos encadenados y arrastrados a través de las calles de Volusia, no solo aquellos con la piel más oscura. Parecía que el Imperio había conseguido esclavizar todo tipo de razas de todas las esquinas del Imperio, todo aquel y cualquiera que no fuera de la raza del Imperio, todos los que no compartieran su brillante piel amarilla, su extraordinaria altura, sus anchos hombros y los pequeños cuernos detrás de las orejas.

“¿A qué estamos esperando?” preguntó Ario.

“Si corremos hacia las calles abiertas”, dijo Godfrey, “podríamos llamar demasiado la atención. Nos podrían coger también. Debemos esperar”.

“¿Esperar a qué?” insistió Merek, con frustración en su voz.

Godfrey negó con la cabeza, interrumpiéndolo. Sentía como sis su plan estuviera derrumbándose.

“No lo sé”, dijo.

Giraron todavía en otra esquina y, al hacerlo, la ciudad de Volusia entera se abrió ante ellos. Godfrey contemploó la vista, sobrecogido.

Era la ciudad más increíble que jamás había visto. Godfrey, como hijo de un rey, había estado en grandes ciudades, y en ciudades lujosas, y en ciudades ricas y en ciudades amuralladas. Había estado en algunas de las ciudades más hermosas del mundo. Pocas ciudades podían rivalizar con la majestuosidad de una Savaria, una Silesia o, por encima de todas, la Corte del Rey. Él no se impresionaba fácilmente.

Pero nunca había visto algo así. Era una combinación de belleza, orden, poder y riqueza. Sobre todo riqueza. La primera cosa que sorprendió a Godfrey fueron todos los ídolos. Por todas partes, situadas por toda la ciudad, había estatuas, ídolos hechos dioses que Godfrey no reconocía. Uno parecía ser el dios del mar, otro el del cielo, otro el de las colinas…Por todas partes había grupos de personas inclinándose ante ellos. En la distancia, alzándose sobre la ciudad, había una enorme estatua de oro de Volusia, que se levantaba a unos treinta metros de altura. Multitudes de personas se inclinaban a sus pies.

La siguiente cosa que sorprendió a Godfrey fueron las calles, pavimentadas de oro, brillantes, inmaculadas, todo meticulosamente pulcro y limpio. Todos los edificios estaban hechos de una piedra perfectamente tallada, ni una sola piedra estaba fuera de lugar. Las calles de la ciudad se alargaban interminablemente, la ciudad parecía extenderse hacia el horizonte. Lo que lo dejó de piedra todavía más fueron los canales y las vías navegables, entrelazándose a través de las calles, a veces en arcos, a veces en círculos, llevando las mareas azul celeste del océano y actuando como conductos, el petróleo que hacía que esta ciudad fluyera. Estas vías navegables estaban a rebosar de embarcaciones ornamentadas en oro, abriéndose camino cuidadosamente arriba y abajo, entrecruzándose por las calles.

La ciudad estaba llena de luz, que se reflejaba en el puerto, dominada por el omnipresente sonido de las olas al romper, ya que la ciudad, que tenía forma de herradura, abrazaba la orilla del puerto y las olas iban a para justo contra su rompeolas. Entre la destellante luz del océano, los rayos de los dos soles por encima y el omnipresente oro, Volusia cegaba terriblemente la vista. Enmarcándolo todo, a la entrada del puerto, había dos pilares altísimos, que casi alcanzaban el cielo, baluartes de fuerza.

Godfrey se dio cuenta de que esta ciudad fue construida para intimidar, para emanar riqueza, y hacía bien su trabajo. Era una ciudad que rezumaba avances y civilización y, si Godfrey no hubiera conocido la crueldad de sus habitantes, hubiera sido una ciudad en la que le hubiera encantado vivir. Era muy diferente a cualquier cosa que pudiera ofrecer el Anillo. Las ciudades del Anillo fueron construidas para fortificar, proteger y defender. Eran humildes y discretas, como su gente. Estas ciudades del Imperio, por otro lado, eran abiertas, valientes y construidas para transmitir riqueza. Godfrey se dio cuenta de que tenía sentido: después de todo, las ciudades del Imperio no tenían a nadie de quien pudieran temer un ataque.

Godfrey escuchó un clamor más arriba y mientras giraban por un callejón y daban la vuelta a una esquina, de repente, un gran patio se abrió ante ellos, el puerto quedaba tras él. Era una amplia plaza de piedra, un importante cruce de caminos de la ciudad, una docena de calles salían de ella en una docena de direcciones. Todo esto se podía entrever a través de una arcada de piedra de unos casi veinte metros de altura. Godfrey sabía que una vez su séquito pasara a través de ella, todos ellos estarían al descubierto, desprotegidos, con todos los demás. No podrían escabullirse.

Todavía más desconcertante, Godfrey vio esclavos llegando a raudales desde todas direcciones, todos acompañados por capataces, esclavos de todas las esquinas del Imperio y de todo tipo de razas, todos encadenados, eran arrastrados hacia una plataforma alta en la base del océano. Los esclavos estaban encima de ella, mientras gente rica del Imperio los examinaban y pujaban por ellos. Todo parecía un salón de subastas.

Se oyó un grito de alegría y Godfrey vio cómo un noble del Imperio examinaba la mandíbula de un esclavo de piel blanca y pelo marrón enredado. El noble asintió satisfecho y un capataz se acercó y encadenó al esclavo, como si cerrara una transacción comercial. El capataz agarró al esclavo por la camisa desde atrás y lo lanzó desde la plataforma de cabeza al suelo. El hombre salió volando, golpeó fuertemente contra el suelo y la multitud gritó satisfecha, mientras varios soldados se acercaron y se lo llevaron arrastrando.

Otro séquito de esclavos apareció proveniente de otra esquina de la ciudad y Godfrey observó cómo empujaban a un esclavo hacia delante, el soldado más grande, unos treinta centímetros más alto que los demás, fuerte y sano. Un soldado del Imperió levantó su hacha y el esclavo respiró hondo.

Pero el capataz cortó las cadenas y el sonido del metal golpeando la piedra sonó por todo el patio.

El esclavo miró fijamente al capataz, confundido.

“¿Soy libre?” preguntó.

Pero varios soldados corrieron hacia delante, agarraron al esclavo por los brazos y lo arrastraron hasta la base de una gran estatua dorada en la base del puerto, otra estatua de Volusia, con el dedo señalando hacia el mar y las olas rompiendo a sus pies.

La multitud se acercó mientras los soldados retenían al hombre, con la cabeza hacia abajo, de cara al suelo, al pie de la estatua.

“¡NO!” gritó el hombre.

El soldado del Imperio dio un paso adelante y empuñó de nuevo el hacha y, esta vez, decapitó al hombre.

La multitud gritó deleitada y todos se pusieron de rodillas y se inclinaron hasta el suelo, venerando la estatua mientras la sangre corría por sus pies.

“¡Un sacrificio para nuestra gran diosa!” exclamó el soldado. “¡Le dedicamos el primero y más selecto de nuestros frutos!”

La multitud volvió a gritar de alegría.

“No sé tú”, dijo Merek al oído a Godfrey, insistente, “pero no voy a ser el sacrificio para un ídolo. Hoy no”.

Entonces hubo el chasquido de otro latigazo y Godfrey vio que la puerta de entrada se estaba acercando. Su corazón palpitaba mientras reflexionaba sobre sus palabras y sabía que Merek tenía razón. Sabía que debía hacer algo, y rápidamente.

Godfrey se dio la vuelta al notar un movimiento repentino. Por el rabillo del ojo vio cinco hombres que llevaban túnicas y capuchas de un rojo brillante, caminando rápidamente calle abajo en dirección opuesta. Se dio cuenta de que tenían la piel blanca, las manos y los rostros pálidos, vio que eran más pequeños que las descomunales bestias de la raza del Imperio e, inmediatamente, supo quién eran: los Finianos. Una de las grandes habilidades de Godfrey era que era capaz de grabar historias en la memoria aunque estuviera bebido y había escuchado concienzudamente durante la pasada luna cómo el pueblo de Sandara había narrado historias de Volusia muchas veces junto al fuego. Había escuchado sus descripciones de la ciudad, de su historia, de todas las razas que estaban esclavizadas y de la única raza libre: los Finianos. La única excepción de la regla. Se les había permitido vivir libres, generación tras generación, porque eran demasiado ricos para matarlos, tenían demasiados buenos contactos, la habilidad para hacerse indispensables y para negociar en el comercio del poder. Le habían contado que se les distinguía fácilmente por su piel demasiado pálida, por sus brillantes túnicas rojas y por su intenso pelo rojo.

Godfrey tuvo una idea. Era ahora o nunca.

“¡MOVEOS!” gritó a sus amigos.

Godfrey se dio la vuelta y se puso en acción, salió corriendo por la parte de atrás del séquito, ante las miradas perplejas de los esclavos encadenados. Los otros, observó con alivio, siguieron sus pasos.

Godfrey corrió, jadeando, con el bulto de los pesados sacos de oro en su cintura, al igual que los demás, tintineando mientras avanzaban. Más adelante divisó a los cinco Finianos girando en un estrecho callejón; corrió directo hacia ellos y solo rezaba para que pudieran girar la esquina sin ser vistos por los ojos del Imperio.

Godfrey, con el corazón retumbándole en los oídos, giró la esquina y vio a los Finianos delante de él y, sin pensarlo, saltó al aire y se abalanzó sobre el grupo por detrás.

Consiguió echar al suelo a tres de ellos, se hizo daño en las costillas al golpear la piedra y se revolcó con ellos. Miró hacia arriba y vio que Merek, siguiendo su iniciativa, derribó a otro, Akorth saltó y acorraló a uno de ellos y observó cómo Fulton saltaba sobre el último, el más pequeño del grupo. Godfrey se enojó al ver que Fulton fallaba, se quejaba y tropezaba hasta caer al suelo.

Godfrey dejó inconsciente a uno de ellos en el suelo y retenía a otro, pero observó con pánico al más pequeño todavía corriendo, libre, a punto de doblar la esquina. Echó un vistazo por el rabillo del ojo y vio que Ario caminaba hacia delante con calma, se agachaba a coger una piedra, la examinaba, se echaba hacia atrás y la lanzaba.

Un tiro perfecto, le dio al Finiano en la sien mientras estaba doblando la esquina y lo hizo caer inconsciente al suelo. Ario corrió hacia él, le quitó su túnica y empezó a ponérsela, entendiendo las intenciones de Godfrey.

Godfrey, que todavía estaba luchando con el otro Finiano, finalmente le dio un codazo en la cara y lo dejó inconsciente. Merek estranguló al suyo durante el tiempo suficiente hasta hacerle perder la consciencia y Godfrey echó un vistazo y vio a Merek rodando sobre el último Finiano y sujetando un puñal contra su cuello.

Godfrey estaba a punto de gritar a Merek que se detuviera cuando una voz irrumpió en el aire, adelantándosele:

“¡No!” ordenó la áspera voz.

Godfrey miró hacia arriba y vio a Ario de pie junto a Merek, mirándolo con el ceño fruncido.

“¡No lo mates!” ordenó Ario.

Merek lo miró enfurruñado.

“Los hombres muertos no hablan”, dijo Merek. “Si lo dejo ir, todos nosotros moriremos”.

“No me importa”, dijo Ario, “él no te ha hecho nada. No lo matarás”.

Merek, desfiante, se puso lentamente de pie y se encaró a Ario. Se fijó en su cara.

“Mides la mitad que yo”, repondió Ario con calma, “y yo tengo el puñal. No me tientes”.

“Puede que mida la mitad que tú”, respondió Ario con calma, “pero soy dos veces más rápido. Ven hacia mí y te arrebataré el puñal y te cortaré el cuello antes de que dejes de balancearte”.

Godfrey estaba sorprendido por el diálogo, sobre todo porque Ario era muy tranquilo. Era surreal. No parpadeaba ni movía un músculo y hablaba como si estuviera manteniendo la conversación más tranquila del mundo. Esto hacía sus palabras todavía más convincentes.

Merek también debió pensar lo mismo, pues no hizo ningún movimiento. Godfrey sabía que tenía que acabar con aquello, y rápidamente.

“El enemigo no está aquí”, dijo Godfrey, corriendo hacia delante y bajando la muñeca de Merek. “Está allá fuera. Si luchamos entre nosotros, no tenemos ninguna posiblidad”.

Afortunadamente, Merek dejó que le bajaran la muñeca y enfundó el puñal.

“Ahora daos prisa”, añadió Godfrey. “Todos vosotros. Quitadles la ropa y ponéosla. Ahora somos Finianos”.

Todos ellos desnudaron a los Finianos y se vistieron con sus brillantes túnicas y capuchas rojas.

“Esto es ridículo”, dijo Akorth.

Godfrey lo examinó y vio que su barriga era demasiado grande y él era demasiado alto; la túnica le iba corta, dejando sus tobillos al descubierto.

Merek rió con disimulo.

“Deberías haber tomado alguna pinta menos”, dijo.

“¡Yo no voy a llevar esto puesto!”, dijo Akorth.

“No es un espectáculo de moda”, dijo Godfrey. “¿Prefieres que te descubran?”

Akorth cedió a regañadientes.

Godfrey estaba mirando a los cinco, allí, llevando las túnicas rojas, en esta ciudad hostil, rodeados por el enemigo. Sabía que sus posibilidades eran remotas, en el mejor de los casos.

“¿Y ahora qué?” preguntó Akorth.

Godfrey se giró y miró hacia el final del callejón, que llevaba a la ciudad. Sabía que había llegado el momento.

“Vamos a ver qué se cuece en Volusia”.

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