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CAPÍTULO NUEVE

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Volusia se encontraba en medio de un desierto interminable, su suelo verde agrietado y reseco, duro como la piedra a sus pies, y miraba fijamente hacia delante, encarándose al séquito de Dansk. Estaba allí con orgullo, una docena de sus consejeros más cercanos detrás de ella, y se encaró a dos docenas de sus hombres, típicos del Imperio, altos, de espalda ancha, con la piel amarilla y brillante, los ojos de un rojo reluciente y dos pequeños cuernos. La única diferencia destacable de esta gente de Dansk era que, con el tiempo, los cuernos les crecían hacia los lados en lugar de hacia arriba.

Volusia miró por encima de sus hombros y vio, situada en el horizonte, la ciudad desierta de Dansk, alta, absolutamente imponente, levántandose unos treinta metros hacia el cielo, sus muros verdes del color del desierto, hechos de piedra o bloques, no podía decir de qué. La ciudad tenía forma de círculo perfecto, con parapetos por encima del muro y, entre ellos, soldados colocados cada tres metros, de cara a cada puesto, vigilando, observando cada rincón del desierto. Parecía impenetrable.

Dansk se encontraba directamente al sur de Maltolis, a medio camino entre la ciudad del Príncipe Loco y la capital del sur, y era una fortaleza, un cruce esencial. Volusia había oído hablar de ella a su madre muchas veces, pero nunca la había visitado. Siempre había dicho que no se puede tomar el Imperio sin tomar Dansk.

Volusia miró a su líder, detrás suyo con su enviado, engreído, sonriéndole con aires de superioridad y con arrogancia. Se veía diferente a los demás, estaba claro que era su líder, con un aire de confianza, con más cicatrices en la cara y con dos largas trenzas que iban de la cabeza hasta la cintura.

Habían estado así en silencio, cada uno esperando a que hablara el otro, con el único sonido del viento fuerte del desierto.

Finalmente, él se debió cansar de esperar y habló:

“¿O sea que deseáis entrar en la ciudad?”, le preguntó. “¿Vos y sus hombres?”

Volusia lo miró fijamente, orgullosa, confiada y sin expresión.

“No deseo entrar”, dijo ella. “Deseo tomarla. He venido a ofrecerle las condiciones para entregaros”.

Él la miró fijamente perplejo durante unos instantes, como si intentara comprender sus palabras, entonces finalmente abrió los ojos como platos, sorprendido. Se echó hacia atrás y se rió a carcajadas y Volusia enrojeció.

“¡¿Nosotros?!” dijo él. “¿¡Entregarnos!?”

Reía a gritos, como si hubiera oído el chiste más gracioso del mundo. Volusia miró fijamente y con calma y se dio cuenta de que todos los soldados que estaban con él no reían- ni siquiera sonreían. La miraban fijamente a ella con la mirada seria.

“Solo eres una chica”, dijo al final, como divirtiéndose. “No sabes nada de la historia de Dansk, de nuestro desierto, de nuestra gente. Si supieras algo, sabrías que nunca nos hemos rendido. Ni una sola vez. Nunca en diez mil años. Ante nadie. Incluso ni ante los ejércitos de Atlow el Grande. Ni una sola vez Dansk ha sido conquistada”.

Su sonrisa se convirtió en un ceño fruncido.

“Y ahora llegas tú”, dijo él, “una joven estúpida, aparecida de la nada, con una docena de soldados y ¿nos pides que nos rindamos? ¿Por qué no podría matarte aquí mismo o llevarte a las mazmorras? Creo que eres tú la que debería negociar las condiciones para rendirse. Si te prohíbo la entrada, este desierto te matará. De igual manera que, si te acojo, yo mismo podría matarte”.

Volusia lo miró fijamente con calma, sin encogerse ni un momento.

“No te ofreceré mis condiciones dos veces”, dijo con calma. “Rendíos ahora y os perdonaré la vida a todos”.

Él la miró fijamente, atónito, como si por fin se diera cuenta de que hablaba en serio.

“Estás engañada, jovencita. has sufrido bajo el sol del desierto durante demasiado tiempo”.

Ella lo miró fijamente, los ojos se le oscurecían.

“Yo no soy una jovencita”, respondió. “Soy la gran Volusia de la gran ciudad de Volusia. Soy la Diosa Volusia. Y vosotros, y todos los seres de la tierra, sois mis subordinados”.

Él la miró fijamente, con la expresión cambiante, mirándola fijamente como si estuviera loca.

“Tú no eres Volusia”, dijo. “Volusia es mayor. Yo la he conocido. Fue una experiencia muy desagradable. Y aún así encuentro el parecido. Tú eres…su hija. Sí, ahora lo veo. ¿Por qué no ha venido tu madre a hablar con nosotros? ¿Por qué te envía a ti, a su hija?”

Yo soy Volusia”, respondió. “Mi madre está muerta. Yo me aseguré de que así fuera”.

Él la miró fijamente, con la expresión cada vez más seria. Por primera vez, parecía inseguro.

“Puede que hayas conseguido asesinar a tu madre”, dijo él. “Pero eres una estúpida al amenazarnos. Nosotros no somos una mujer indefensa y tus hombres de Volusia están lejos de aquí. Fuiste estúpida al aventurarte tan lejos de tu fortaleza. ¿Crees que puedes tomar nuestra ciudad con una docena de soldados?” le preguntó, soltando y cogiendo la empuñadura de su espada como si estuviera pensando en matarla.

Ella lentamente sonrió.

“No puedo tomarla con una docena”, dijo ella. “Pero puedo tomarla con doscientos mil”.

Volusia levantó su puño en alto, agarrando el Cetro Dorado, levantándolo incluso más alto, sin sacarle los ojos de encima y, al hacerlo, observó el rostro del líder de la misión de Dansk mirando tras ella, cambiando a pánico y conmoción. No necesitaba darse la vuelta para saber qué estaba mirando: sus doscientos mil soldados Maltolisianos habían doblado la colina a su señal y se desplegana a lo largo del horizonte. Ahora el líder de Dansk sabía la amenaza a la que se enfrentaba su ciudad.

Todos en su misión parecían nerviosos, parecían aterrorizados y angustiados por volver corriendo a la seguridad de su ciudad.

“El ejército Maltolisiano”, dijo su líder, con la voz llena de miedo por primera vez. “¿Qué están haciendo aquí, contigo?”

Volusia le sonrió.

“Soy una diosa”, dijo ella. “¿Por qué no me iban a servir?”

Ahora la miraba con asombro y sorpresa.

“Y, aún así, no te atreverías a atacar Dansk”, dijo, con la voz temblorosa. “Estamos bajo la protección directa de la capital. El ejército del Imperio se cifra en millones. Si tomaras nuestra ciudad, se verían obligados a tomar represalias. Todos seríais masacrados a su debido tiempo. No podríais ganar. ¿Eres tan imprudente? ¿O tan estúpida?”

Ella seguía sonriendo, difrutando del desasosiego de él.

“Quizás un poco de cada cosa”, dijo ella. “O quizás solo estoy deseando probar mi nuevo ejército y refinar sus habilidades con vosotros. Tenéis la gran mala suerte de encontraros en el camino entre mis hombres y la capital. Y nada, nada, se interpone en mi camino”.

Él le echó una mirada asesina, su rostro se convirtió en desprecio. Sin embargo ahora, por primera vez, podía ver pánico real en su mirada.

“Vinimos a hablar de las condiciones y no las aceptamos. Nos prepararemos para la guerra, si eso es lo que deseáis. Solo recuerda: tú misma te lo has buscado”.

Él de repente dio una patada a su zerta con un grito y se dio la vuelta, con los demás, y se fueron galopando, sus séquito levantó una nube de polvo.

Volusia bajó con desinterés de su zerta y agarró una corta espada de oro, mientras su comandante, Soku, se la pasaba.

Levantó una mano al viento, sintió la brisa, entrecerró un ojo e hizo puntería.

Entonces se inclinó hacia delante y la lanzó.

Volusia observó cómo la lanza salía volando dibujando un arco en el aire, a unos quince metros de altura, y finalmente se oyó un gran grito y el satisfactorio ruido sordo de una lanza al impactar con la carne. Miró deleitada cómo se clavaba en la espada del líder. Este gritó, cayó del zerta y fue a parar al suelo del desierto, tambaleándose.

Su séquito se detuvo y miró hacia abajo, horrorizados. Estaban sentados en sus zertas, como si debatiendo si debían parar a recogerlo. Miraron hacia atrás y vieron a todos los hombres de Volusia en el horizonte, ahora en marcha y, obviamente, se lo pensaron mejor. Se dieron la vuelta y se fueron galopando, con dirección a las puertas de la ciudad, abandonando a su líder en el suelo del desierto.

Volusia cabalgó con su séquito hasta que alcanzó al líder moribundo y desmontó a su lado. En la distancia, escuchó hierro retumbando y vio que su séquito entraba a Dansk, una enorme puerta de hierro con rejas se cerraba de golpe tras ellos y las enormes dobles puertas de hierro de la ciudad se cerraban como si selladas tras ellos, creando una fortaleza de hierro.

Volusia miró hacia abajo, al líder moribundo, que se dio la vuelta apoyado en su espalda y miró hacia arriba, hacia ella, con angustia y asombro.

“No puedes herir a un hombre que viene a pactar condiciones”, dijo furioso. “¡Esto va contra todas las leyes del Imperio! ¡Nunca se ha hecho una cosa así!”

“No pretendía herirte”, dijo ella, arrodillándose a su lado, tocando el mango de la lanza. Le clavó la lanza en lo profundo de su corazón, sin soltarla hasta que finalmente dejó de retorcerse y dio su último suspiro.

Ella sonrió ampliamente.

“Pretendía matarte”.

Una Promesa de Hermanos

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